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Authors: Groucho Marx

Groucho y yo (32 page)

BOOK: Groucho y yo
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—¿Azul, eh? Bueno, quítese usted la ropa y le echaremos una ojeada.

El plural te intriga. ¿Se refiere a ti y al doctor, a ti y a la enfermera o al doctor y a la enfermera?

—Siéntese —te ordena.

Tras mirarte durante unos cuantos minutos, procede a golpearte con fuerza con un pequeño martillo. Sentado en una fría banqueta, desnudo, con la presión arterial baja, no es ésta precisamente la forma más fácil para mantenerse caliente.

—¡Hum! —dice el médico—. Decididamente, a usted le ocurre algo. Se está poniendo completamente azul.

¡Ésta sí que es una gran noticia! El jardinero (a quien también le debes cierta suma) ya te lo podría haber dicho.

Mientras tanto, la enfermera empieza a impacientarse en grado sumo y, a un ademán suyo, el médico dice:

—Iré directamente al grano. No puedo hacer nada por usted. Lo que necesita es un especialista en alergias.

—¿Un especialista en alergias? Creía que
usted
era médico —replicas.


Soy
médico, pero éste no es mi campo. Déjeme que se lo explique. Evidentemente, hay algo que no está de acuerdo con usted.

Tú le dices:

—Dejemos a mi esposa fuera de este asunto.

(No es que sea un chiste muy gracioso, pero has de recordar que tampoco él es un médico muy bueno.)

—No —dice meneando la cabeza con impaciencia—. Quiero decir que hay algo que usted
come
que no está de acuerdo con su organismo.

—Nada de lo que como está de acuerdo con mi organismo. Sin embargo, ¿qué tiene que ver esto con el hecho de volverme azul?

—Tendremos que hacerle unas cuantas pruebas para encontrar lo que debe evitar en las comidas.

Piensas en tu interior:

—Lo que debería yo evitar es a este curandero.

No obstante, dado que estás desnudo, es obvio que no te hallas en condiciones de defenderte, de manera que decides ceder a la actitud del doctor.

Así que te has puesto la ropa, el médico te entrega una tarjeta elegantemente impresa. Allí se lee: Dr. Hugo SCHMALTZ, ESPECIALISTA EN ALERGIAS.

—El doctor Schmaltz es una primera figura en su campo —te dice el médico—. Es una buena persona... Es mundialmente famoso... Procede de Viena, ¿sabe? ¡Oh! A propósito, no se olvide de decirle que lo envío yo.

Ya sabes lo que significa esto. Significa que él cobrará una parte de lo que te saque Schmaltz.

Entonces Sofía Loren concierta inmediatamente una cita para que vayas a ver al doctor Schmaltz.

* * *

Al cabo de diez minutos te encuentras en el emporio de la alergia que regenta Schmaltz. El médico mide un metro cincuenta y cinco y su nuez de Adán es casi del mismo tamaño que el de su cabeza. Por su aspecto, quedas convencido de que tiene una orden de búsqueda y captura en Viena y quizás en toda Europa. No es que lo busquen sus antiguos pacientes, sino la policía.

—Bueno, señor Marx —dice—, ¿qué lo trae a usted por aquí?

¡He ahí un comienzo grandioso para un especialista en alergias de fama mundial!

—¿Por qué no se quita la ropa y lo observaremos?

Para que no se te haga fastidioso el tiempo que empleas para desvestirte, te pregunta:

—¿Qué le hace a usted tener la impresión de que se encuentra mal?

—¡Oh! Casi nada —dices en son de chanza—. Sólo me pasa que me estoy volviendo completamente azul.

—¿Azul? ¡Hum!

Esta noticia parece inquietarlo. Por lo visto, algunas de sus experiencias pasadas con pacientes azules no han sido muy agradables. Entonces te engaña. Tú creías que iba a sacar el pequeño martillo. Pero Schmaltz no lo hace. Él procede de Viena. Saca un estetoscopio. No lo emplea para examinarte. Se limita a colgárselo del cuello. Probablemente cree que esto lo hace parecerse más a un médico.

—¿Qué ha estado comiendo? —te pregunta.

—Bueno —empiezas a decir—, para desayunar no he tomado nada...

—¿Qué tenía para cenar ayer por la noche? —te interrumpe.

—Permítame que lo recuerde. Estaban Norman Krasna y su esposa, el señor y la señora Nunnally Johnson y los Sheekman —respondes.

Su tono se hace más áspero.

—Es posible que no me haya expresado con claridad —dice—. Explíqueme todo lo que
comió
ayer por la noche.

—¡Oh! —dices tú—. Bueno, comí fideos y albóndigas, un poco de pescado y una ensalada de pepinos.

—¿Con cuánta frecuencia toma usted ensalada de pepinos? —te pregunta.

Sin embargo, antes de que puedas responder, empieza a pasearse por la estancia, murmurando para sí mismo:

—Pepinos y trozos de pescado. Pepinos y trozos de pescado.

Probablemente está pensando que no es una mala idea para una canción de moda. Se vuelve bruscamente hacia ti.

—¿Cuándo puede volver de nuevo?

—¿Que cuándo puedo volver
de nuevo?
—exclamas—. ¡Ahora ya estoy aquí!

—¡Ah! —dice.

Por lo visto, ésta es la primera vez que se da cuenta de que estás en su despacho.

—¿Por qué no me dice lo que no funciona bien en mi organismo? —insistes.

Él te mira con aire de conmiseración.

—Señor Marx, no se puede ir tan de prisa. En primer lugar tendremos que llevar a cabo unas cuantas pruebas de alergia. Es posible que tenga que venir usted cada día durante un mes.

—¡Cada día! —repites tú—. ¿No me ha dicho que eran los pepinos?

—De ninguna manera —replica—.
Usted
ha dicho que comió pepinos, pero esto no significa que ésta sea la causa de que se vuelva azul.

Esto te parece lógico. Todo el mundo sabe que los pepinos son verdes. No obstante, tú prosigues diciendo lleno de esperanza:

—Bueno, bastará con que deje de tomar pepinos.

—No —dice con paciencia—. Usted no lo comprende. Podrían ser los pepinos. Por otro lado, también podrían ser las albóndigas.

Luego se echa a reír con fuerza.

—Podrían ser incluso los trozos de pescado. Vea usted. ¿Se da cuenta del problema con que nos enfrentamos?

Siempre es embarazoso preguntar a un médico cuáles son sus honorarios. Sin embargo, si has de visitar diariamente a Joe Alergia, es mejor que sepas cuánto te va a cobrar. Decides que, si van a ser más de veinticinco pavos al día, no tendrás más remedio que quedarte azul. Multiplicas rápidamente en tu mente treinta días por veinticinco dólares cada visita. El resultado es ¡setecientos cincuenta dólares al mes! Equivale al precio de un buen coche de segunda mano. Aclarando tu garganta y apartando la mirada, preguntas:

—Doc, ¿qué cobra usted por cada visita?

—Bueno —responde—, mis honorarios normales son cincuenta dólares. Con todo, dado que usted tendrá que venir cada día durante un mes, lo dejaremos en veinticinco dólares.

—Un instante tan sólo —dices tú—. Supongamos que al tercer día descubre ya lo que no funciona bien en mi organismo. ¿Por qué razón tendré que venir cada día durante un mes?

—No se preocupe —replica con aire jovial—. ¡Necesitaremos un mes entero!

Espero que esto explicará por qué motivo el doctor Schmaltz fue visto abandonando el club de campo en un Cadillac último modelo conducido por su chófer.

* * *

Habiendo ya demolido del todo la profesión médica, me gustaría ahora dedicarme a darle el golpe de gracia. ¿No empezáis, queridos lectores, a estar cansados como yo de todos esos nombres largos y enigmáticos con que se autodenominan los médicos?

Ciertamente, los médicos no son los únicos que cometen este tipo de abusos. Nos guste o no, actualmente vivimos todos en un mundo de eufemismos y de mezquinos disimulos. La única que tiene aún valor suficiente para enfrentarse con la vida es Porcia, y no me refiero precisamente a la amiga de Shakespeare. Por ejemplo, el hombre que te entierra se hace llamar ahora oficial de pompas fúnebres. Todo el mundo, exceptuando posiblemente al cadáver, sabe que es un enterrador, pero este título caprichoso contribuye a convencer a los deudos de que su ser querido no está realmente muerto, sino que sólo se ha marchado por unos cuantos millones de años.

El desgraciado que te persigue con el contrato de un
bungalow
, que se caerá a pedazos por el tiempo en que acabes de pagar la última letra del piano, ya no se hace llamar casero. Ahora se autodenomina agente de bienes raíces. El barrendero que se abre camino en la vida a base de escobazos se hace llamar ingeniero sanitario.

No obstante, éstos son burdos sofismas. Cuando se trata de un oscurantismo auténtico, ningún grupo social ha tenido tanto éxito en disimular sus sombrías actividades como la profesión médica. Por una u otra razón,
todos
ellos han descartado sus títulos originales. Necesité varios años antes de saber qué clase de médico me disponía a visitar. El pediatra solía llamarse médico de la infancia. El callista es ahora un pedicuro. El que te retorcía los huesos se llama ahora fisioterapeuta.

Un fisioterapeuta es un sádico que se pasa media hora retorciéndote la espina dorsal y la siguiente media hora esperando a que recobre su posición primitiva. A fin de añadir el insulto a la injuria, persiste en reír mientras te está haciendo ver las estrellas. No estoy seguro de que se ría por el aspecto que ofreces o ante los honorarios que piensa pedirte. Pero, muchacho, ¡cómo se divierte! Por lo visto, se trata de una ocupación enfermiza que le es imposible controlar. Sin duda, ellos denegarán con ardor esta acusación y sostendrán que sus servicios son tan buenos como los de cualquier buen segador. No les hagas caso. Los he estado observando muy de cerca durante años y sé de lo que estoy hablando. Cualquier doctor o fisioterapeuta digno de tal nombre que se ría mientras te está retorciendo los huesos no vale ni lo que la mesa de masajes sobre la que te mutila.

Dicho sea de paso y a guisa de información inútil, aunque quizá puedas utilizar este dato en algún banquete (en lugar de la salsa de tomate), la única diferencia que existe entre un fisioterapeuta y un osteópata estriba en que el título de fisioterapeuta es más largo. Esto proporciona al osteópata una ventaja definitiva. El hecho de tener un nombre más corto le permite compartir su despacho con otro osteópata, consiguiendo así partir en dos el alquiler del local y también tu espina dorsal.

Me da vergüenza decirte cuántos años tenía cuando descubrí que un ginecólogo es un médico que hace cosas misteriosas con las mujeres. (Hay otras personas en otros campos de la vida que también hacen cosas misteriosas con las mujeres, pero todavía no he descubierto cómo se llaman en público.)

¿Sabes, querido lector, lo que es un proctólogo? Bueno, yo sí. Pero no nos metamos a investigar
este
tema.

El dentista se autodenomina ahora (y te obliga a que tú lo llames también) odontólogo. Como el fisioterapeuta, pertenece al grupo de los «individuos felices». Sin embargo, a diferencia del fisioterapeuta no se ríe a mandíbula batiente. Se limita a mirarte y a sonreír con aire de conmiseración, mientras estás ahí sentado con la boca llena de sus herramientas, cualquiera de las cuales podría atravesar la piel de un rinoceronte.

A medida que te va perforando alegremente un camino hacia la nuca (siempre me imagino que anda buscando un atajo para ir a la India), te cuenta una serie de chistes que tú mismo le contaste la última vez que fuiste a visitarlo. Antes de marcharte, te informa de que tu aliento no es demasiado bueno. Para remediar esto, te sugiere que hagas lo mismo que él: no comer otra cosa que pan integral y vegetales crudos durante los próximos tres meses. Cuando te vuelves para decirle adiós, al dentista se le caen tres dientes.

Resulta más bien irónico, pero el médico más importante, el que ha evitado más matrimonios a punta de pistola que todos los padres airados que han existido en el mundo, es el especialista en abortos. A diferencia de todos los demás charlatanes de la medicina, éste no intenta ocultarse bajo falsos adornos. Ondea con orgullo su bandera. Es posible que su profesión sea furtiva, pero tiene el valor que le proporcionan sus convicciones y, créeme, el médico al que yo me refiero posee un gran número de ellas.

¿Qué ocurre con la medicina que hace que todos los que la practican se avergüencen tanto de su trabajo? ¿Por qué insisten en ocultar su profesión bajo nombres falsos y desorientadores? ¿Por qué no vuelven a los nombres que usaban originariamente? En aquellos agradables días de antaño, sencillos y ya pretéritos, si yo llamaba a un callista, estaba seguro de que vendría un médico a cercenarme los pies. De un callista al tema del amor hay un buen salto, pero fíjate con qué facilidad lo doy en el próximo capítulo.

Capítulo XXI

¿POR QUÉ LO LLAMAN AMOR CUANDO QUIEREN DECIR SEXO?

Odio empezar a hablar acerca del matrimonio, del amor y del noviazgo. (Creo que los he citado en orden inverso, pero en realidad este detalle no constituye una diferencia demasiado grande, a menos que estés enamorado.) Dado que tengo tres hijos, es justo que supongas que he estado casado —aunque he oído decir que existen ciertas excepciones con respecto a esta regla.

No estoy tan loco como para embarcarme en este tema. No hay otro tópico en la historia de la humanidad que haya sido tan rastreado, tan triturado y agotado hasta el extremo como se ha hecho constantemente con los lazos sagrados, para no mencionar aquellos que no son sagrados. Ninguna revista digna de su editor ha aparecido en los quioscos sin publicar por lo menos dos artículos de fondo sobre el matrimonio y el noviazgo (escritos a menudo por un grupo de célibes o de vírgenes, si es que queda alguna). Ningún diario puede sobrevivir sin una columna de consejos sentimentales, probablemente contigua a la sección cómica, la parte más importante del periódico. Por lo menos la mitad de las películas que se realizan para la gran masa tratan del chico que conoce a la chica y del lazo definitivo que el público se ve obligado a esperar en el último rollo. Cada noche hay tres horas en la televisión que versan sobre distintas variaciones del tema
La vida puede ser un éxtasis
y, por radio, emiten charlas que duran varias horas sobre el mismo tostón.

Actualmente trabajan en televisión dos hombres divorciados, ambos expertos reconocidos, que se ganan muy bien la vida aconsejando a la gente acerca de sus problemas matrimoniales. Los casos con que se enfrentan son diversos y complicados, pero nada asusta a estos Salomones electrónicos.

Por otra parte, estoy dispuesto a reconocer que lo que tengo que decir sobre el tema del matrimonio no tiene ningún valor. (Aquí se oyen gritos de «¡Mira, mira!» por parte del lector, del impresor y del editor.) No poseo ni los medios ni la experiencia suficientes para discutir este tema de un modo inteligente. Si quieres saber la verdad desnuda, te sugiero que vayas a la biblioteca pública y te tragues a Shakespeare, a Ovidio, a Casanova y a Freud. No obstante, si no puedes esperar, deja a todos los expertos y limítate a profundizar en el corazón de Krafft-Ebing.

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