Groucho y yo (25 page)

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Authors: Groucho Marx

BOOK: Groucho y yo
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En medio de toda la porquería escrita por los analistas bursátiles, me parece que nadie resumió toda aquella carnicería de un modo tan sucinto como mi amigo el señor Gordon. En aquellas cinco palabras lo dijo todo. El baile, en efecto, había terminado. Creo que la única razón que me impulso a seguir viviendo fue el conocimiento reconfortante de que todos mis amigos se encontraban en el mismo bote de salvamento. Incluso la desgracia financiera, como la de cualquier otra clase, desea la compañía. Si mi corredor hubiera vendido mis acciones cuando empezaron a tambalearse, habría salvado una auténtica fortuna. Pero, dado que no pude concebir que pudieran bajar más, empecé a pedir prestado dinero al banco para cubrir los márgenes que desaparecían rápidamente. Las acciones del cobre Anaconda (¿recuerdas que retrasamos treinta minutos la subida del telón para hacernos con ellas?) se fundieron como las nieves del Kilimanjaro (no creas que no he leído a mi Hemingway) y finalmente se hundieron hasta 2 7/8. El ferviente soplo del ascensorista de Boston sobre la United Corporation acabó en 3 1/2. Las habíamos comprado a sesenta. La función de Cantor en el Palace fue magnífica y tan digna como cualquiera de las representaciones realizadas en Broadway. Pero, ¿Goldman-Sachs a ciento cincuenta y seis dólares? Eddie, querido, ¿cómo pudiste hacer una cosa así? Durante la máxima depresión de la bolsa, ¡una acción podía comprarse por un dólar!

Capítulo XVI

NOCHES BLANCAS, ¿POR QUÉ SOIS AZULES?

El hecho de llegar a la ruina financiera no constituyó una pérdida total. A cambio de mis doscientos cuarenta mil dólares, conseguí un insomnio galopante y en mi círculo social el estado de vigilia empezó entonces a sustituir las acciones de la bolsa como tema común de conversación.

Hasta aquella época, nunca me había dado cuenta de que el insomnio tenía tanto interés para muchas personas. En una fiesta, si mencionabas el béisbol, la política o el incremento en el precio de las piñas, la mayor parte de las mujeres se retiraban en masa hacia el bar y empinaban un poco más. Si el tema de la conversación versaba sobre los cosméticos, sobre la forma de aliñar la ensalada o sobre la cuestión referente a si las nuevas faldas tendrían uno o dos cortes, la mayoría de los hombres empezaban a echar monedas al aire o a incordiar al perro de la casa (o a la dueña). Sin embargo, después de la quiebra, cuando alguien se lamentaba de que no había pegado un ojo la noche anterior, invitados que habían permanecido durante horas medio dormidos recobraban la conciencia y se ponían a escuchar con ojos sanguinolentos el informe detallado de la víctima referente a las horas torturantes de la noche anterior.

Nunca he reclamado ser el hombre más destacado dentro de esta raza sobrenatural. Sin embargo, como lechuza profesional desde el año 29, he obtenido una cantidad de información que puede ser útil a los aficionados que no llevan más que nueve o diez años revolviéndose desesperadamente entre las sábanas electrizadas. Así, pues, tiéndete y hablemos un poco sobre tu problema. ¿Te parece bien? Empecemos con la pregunta fundamental: ¿cuál
es
tu problema? ¿Se trata de los impuestos que has de pagar? ¿Se trata de algo tan trivial como la bomba de hidrógeno? ¿O se trata de algo tan importante como un grifo que gotea y que, cosa realmente extraña, permanece callado durante todo el día para empezar a gotear hacia las tres de la madrugada?

Debes darte cuenta de que no todas las personas que padecen insomnio son atormentadas por las mismas pulgas y de que, lo que cura a una persona, puede ser veneno para otra. ¿Qué me dices acerca de la cama en la que te revuelves de un lado para otro? ¿Usas un colchón blando, un colchón ortopédico o bien duermes sobre los muelles como los hindúes? Muchos médicos recomiendan dormir en el suelo si se llega tarde a casa por la noche medio borracho o, en términos médicos, «con una copa de más». Por mi parte, te aconsejo que te olvides de los médicos y que duermas en el suelo cuando estés sobrio. Hay muchas razones para recomendar esto. Para empezar, eliminas el coste de la cama. El dinero ahorrado de este modo puede emplearse para emborracharse otra vez. Por lo demás, si duermes en el suelo no corres el peligro de caerte, a menos que se te ocurra dormirte cerca de un agujero.

El sueño es una moza muy esquiva y hay que tener mucho cuidado en no asustarla. Si la persigues con demasiada agresividad, dará media vuelta como un cervatillo y se escapará.

Una ex amiga mía llamada Hornblower (a quien, por razón de conveniencia, llamaremos Delaney) tenía un marido que no había dormido desde que pasaron su luna de miel. Me refiero a su segunda luna de miel. La primera se la pasó durmiendo. Ella era una esposa relativamente fiel e intentó ayudarlo a que durmiera a base de hipnotismo, haciéndole cosquillas en los pies y leyéndole en voz alta la revista
Fortune
y una sinopsis prohibida de
Las guerras francesas e indias.
Ninguno de estos soporíferos pareció ayudarle y una noche, en medio de una cólera desatada, él le dijo que se ocupara de sus propios asuntos y que ya resolvería su problema por sus propios medios.

Durante una velada, mientras yo estaba jugando al
whist
con su esposa, observé cómo Delaney (
née
Hornblower) se preparaba para ir a la cama. Aquella noche concreta escogió el sistema L-2: sopa caliente de tallarines, un baño de mostaza, tres aspirinas, orejeras y una máscara para dormir. A las primeras horas de la mañana siguiente, desesperado y pálido a causa de haber pasado como siempre la noche en vela, se encaminó hacia la sala de estar con el propósito de suicidarse. Mientras tanto su esposa y yo, cansados del
whist
, habíamos dejado el juego unas horas antes y ahora nos dedicábamos a un juego diferente. Naturalmente, nos habíamos olvidado por completo de Delaney y de su problema de manera que, cuando hacia las cinco entró en la sala llevando aún las orejeras y la máscara negra, diagnostiqué erróneamente que se trataba de un atraco y efectué una retirada apresurada e indigna por el patio posterior.

Algunas semanas más tarde, me encontré por casualidad con la señora Delaney en una pequeña taberna y, naturalmente, le pregunté por su marido y por su insomnio. Me contó que desde aquella noche no había tenido más problemas para dormirse. La cura fue sorprendentemente simple. Dejó el dormitorio y se puso a dormir en el sofá de la sala de estar. Su esposa y yo no volvimos a jugar al
whist
nunca más. Sin embargo, yo todavía tengo insomnio.

* * *

Muchas personas consiguen descansar durante toda la noche contando ovejas. A ser posible, es aconsejable tener las ovejas en el dormitorio. Con todo, si eres alérgico a la lana (y la mayor parte de los jerseys de lana que compro parecen serlo), puedes también intentar dormirte contando panteras. Por supuesto, siempre existe el peligro de que las panteras puedan comerte. No obstante, si padeces insomnio, ésta es realmente la mejor cosa que puede ocurrirte.

Hasta ahora hemos hablado únicamente del aspecto físico o menos estético del sueño. Pero, ¿qué tal funciona tu mente y de qué manera te comportas frente a los traumatismos? ¿Qué pensamientos se filtran a través de tu grueso cráneo cuando te preparas para pasar la noche? ¿Está tu cerebro en medio de un torbellino? ¿Lanza chispas y se pone a navegar por los espacios siderales?

Si estás casado y tu compañero de desayuno parece un diminuto ser verde venido de otro planeta, indudablemente tienes que enfrentarte con un problema serio. Supongamos que Sofía Loren sea la mujer de tus sueños. (No se trata más que de una afirmación hipotética, ya que la mía viene a ser una combinación de Sofía Loren, Marilyn Monroe y Ava Gardner.) Con todo, por razón de la paz y de la tranquilidad, supongamos que sea únicamente Sofía Loren. Ciertamente, no hay nada de malo en ello. Millones de jóvenes americanos, refinados y de buena posición, piensan en ella noche y día. Ahora bien, antes de meterte en cama, aparta de ti esta locura y di: «Hombre» o «Julius» o cualquiera que sea tu nombre, «escucha, hombre (o Julius), voy a hablarte como se debe. Estás casado con una esposa fiel y una administradora segura, de modo que piensa con pureza, hombre, ¡piensa con pureza!»

Si esto no da resultado, toma un baño de pies caliente, tres tazas de cacao y, tan pronto como apunte el día, salta de la cama y toma un avión a reacción que se dirija hacia Las Vegas, hacia Reno o hacia México.

* * *

Otro obstáculo para conseguir el sueño es el hábito de meditar sobre errores pasados. En todo caso es un pasatiempo inútil, a menos que seas uno de esos individuos que se van a la cama con una sandía bajo el brazo. Mientras representábamos
Animales locos
en 1928, tuvo lugar una pequeña catástrofe que me permitió disfrutar de un buen ataque de insomnio.

Una noche, cuando me estaba pintando mi bigote negro para la representación de la noche, el conserje me entregó una tarjeta y me dijo:

—Ahí fuera hay un tal señor Evans que desea verle. Dice que es importante.

Siendo yo un tipo precavido, le pregunté: —¿Es un alguacil? ¿Es un agente de seguros? ¿De qué se trata?

El conserje se encogió de hombros. —A mí que me registren. Todo lo que sé es que parece rico. Viste un traje caro y lleva bastón.

Esto no indicaba que fuera alguien que viniera a pedirme un préstamo, de manera que dije: —Muy bien, hágalo pasar.

El hombre entró y rápidamente le tomé las medidas. Era un individuo elegante, con cierto toque de conquistador y apuesta figura. Nos dimos la mano y fue directamente al grano.

—Señor Marx —empezó diciendo—, sin duda es usted uno de los más renombrados fumadores de cigarros que hay en todo el mundo.

Acepté con agrado este cumplido bien merecido y el hombre prosiguió diciendo:

—Estoy aquí como representante de la agencia de publicidad que promueve la marca de cigarrillos más importante de la nación. Si recomienda usted nuestros cigarrillos, le daremos mil quinientos dólares. Llevo ya conmigo tanto el cheque como el contrato.

El señor Evans hizo una pausa significativa y pronunció el nombre de la que, en efecto, era la marca de cigarrillos más conocida en América. Con esto ya has leído suficiente para adivinar su nombre. Sí, era nada menos que la marca mundialmente famosa: ¡los cigarrillos Delaney!

—Señor Evans —dije yo—, por mil quinientos dólares encuentro indecente y desleal retirar mi apoyo a una industria a la que, una y otra vez, he salvado por los pelos de los abismos del caos financiero. Es innegablemente cierto que soy uno de los más famosos fumadores de cigarros que existen en el mundo. Quizás el más famoso. Y precisamente por esta razón consideraría que es traicionar a toda la industria de tabaco de La Habana, si recomendara una cosa tan vulgar y rastrera como un cigarrillo.

A la mitad de este rimbombante discurso, me di cuenta de que no había dicho nada. Afortunadamente, el mercachifle ignoró aquel torrente de bobadas y prosiguió diciendo:

—Bueno, ¿se sentiría usted desleal si, en lugar de mil quinientos dólares, aumentásemos la oferta hasta dos mil quinientos?

Meneé la cabeza. En aquel momento estaba más bien furioso e indignado.

—Señor Evans, mi integridad no conoce límites. No puede ser medida con algo tan grosero como el dinero. Va más allá de mil quinientos, mucho más allá. Una de las pocas cosas de que una persona disfruta en la vida —proseguí diciendo— es de su buen nombre y de su reputación de incorruptibilidad. No tengo ninguna intención de sacrificar ninguna de las dos cosas por la miseria de dos mil quinientos dólares. Y ahora, si me hace usted el favor, ¡buenas noches!

El señor Evans ignoró también esta parrafada grandiosa y continuó hablando como si no hubiera oído una sola palabra.

—Suponga, señor Marx —susurró astutamente— que, en lugar de dos mil quinientos dólares, le ofreciera a usted un cheque de cinco mil. ¿Estaría dispuesto entonces a recomendar los Delaney?

A la mención de cinco mil dólares, mi integridad empezó a tambalearse un poco. Cinco mil representaban una suma respetable. Estuve tentado a acceder en seguida. Sin embargo, después del estúpido discurso que acababa de soltar, no me quedaba otra alternativa que persistir en mi actitud.

El ferviente señor Evans me apremiaba ahora en tono enfático.

—Cinco mil dólares constituyen una buena suma, señor Marx. Con tanto dinero podría comprarse usted dos Cadillacs.

—Señor Evans —repliqué con altivez—, probablemente no está usted enterado de ello, pero ya
tengo
dos Cadillacs. ¿Qué haría yo con cuatro?

—¡Hum! —replicó—. Bueno, podría dar un coche a cada uno de sus hermanos.

Irguiéndome hasta alcanzar toda mi estatura, declaré solemnemente:


Todos
los hermanos Marx tienen dos Cadillacs.

—Muy bien —dijo rindiéndose—. Olvidémonos de los automóviles. He de confesar que usted resulta un hombre difícil para hacer negocios. Por lo visto, usted no tiene ningún interés por el dinero. (Estuve a punto de decir: «¡Ya lo creo que lo tengo!», pero me contuve en el último momento.) Ahora voy a hacerle una nueva oferta, que será mi última oferta. Puede tomarlo o dejarlo. Le doy siete mil quinientos dólares, si escribe usted su nombre en este papel aceptando recomendar los cigarrillos Delaney.

A la mención de siete mil quinientos dólares, estuve a punto de desmayarme. Mi tensión arterial crónicamente baja subió de repente casi a su estado normal y el camerino empezó a dar vueltas alrededor de mi cabeza. Mientras la ambición desmesurada comenzaba a sustituir la rectitud, lancé rápidamente una mirada por encima de aquel individuo y examiné la puerta del camerino a fin de asegurarme de que Evans no podía escaparse. Volví mi rostro hacia él y lo miré fijamente a los ojos.

—Antes de que firme, escúcheme usted bien: ¿está seguro de que ésta es su oferta definitiva?

—¡Menudo pájaro está hecho usted! —dijo—. Siete mil quinientos dólares es un buen montón de dinero por no hacer absolutamente nada.

—Muy bien. Déme el contrato.

Lo firmé apresuradamente y el hombre me entregó un cheque extendido a nombre de Groucho Marx por valor de siete mil quinientos dólares. He de confesar que aquel detalle me extrañó mucho. ¿Cómo podía saber antes aquel individuo que yo iba a rechazar las ofertas de mil quinientos dólares, de dos mil quinientos y de cinco mil, para aceptar finalmente la de siete mil quinientos? Metí rápidamente el cheque en mi bolsillo, nos estrechamos la mano y lo acompañé hasta la puerta. Un momento antes de despedirse definitivamente, metió la mano en uno de sus bolsillos y sacó otro cheque. Me lo enseñó. Estaba extendido también a nombre de Groucho Marx y la suma que allí figuraba era de ¡diez mil dólares! Nunca olvidaré sus últimas palabras, mientras lo iba rompiendo en pedazos. El hombre dijo:

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