Guardapolvos (3 page)

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Authors: Martín de Ambrosio

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BOOK: Guardapolvos
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Y otras cositas más así, ocasionales. Una vez, yo estaba en la terapia intensiva. Era 1982 y yo tenía 36 años. Apareció una cantante de tangos de 49 años. La enfermera de terapia me armaba la piecita en el fondo que era para estudios complementarios y preparaba todo con camillas y demás como para estar cómodo. Y la cantante nos cantaba a la enfermera y a mí. Nos cantaba tangos. Después la enfermera se iba y teníamos relaciones. Me fascinaba sobre todo que me cantara tangos. Me gusta el tango a mí, dice.

Las enfermeras son bárbaras. No vas a encontrar mujer mejor preparada para las emergencias, dice y ríe por su ocurrencia. Si te quieren, te dan una mano siempre. Pero es verdad que pueden ser muy malas con las otras médicas y suelen surgir celos insalvables. He tenido guardias con colegas mujeres en las que me mandan a pedirles cosas porque a las médicas mujeres no les dan pelota directamente.

Yo soy de tener rutinas. Por ejemplo, otra señora que venía de Trenque Lauquen a tratarse. Vino cada tres meses durante tres años. La revisaba, la controlaba del intestino y la cogía si estaba okey. Pero eso también se perdió. Los médicos trabajamos mucho y no tenemos tiempo libre, no podemos tomar alcohol a mediodía porque no se puede atender con olor a bebida, por mínimo que sea. Entonces es una artesanía poder rajarte y hace falta la colaboración de los colegas. Una vez a otra médica con la que estaba de guardia le dije que me iba. Ella se dio cuenta a qué y a dónde me iba y me dijo no te vas porque llamo a tu mujer. Yo me fui igual porque sabía que no llamaría, y no llamó. Es interesante, mirá vos, me olvidaba. Veinte años después con esa colega que me cubría pude intimar. La experiencia no fue para nada buena. Un amigo me dijo: claro, cómo va a estar bueno si te cogiste un recuerdo. Fue como cogerse a una compañera de secundario treinta años después. Te cogiste un recuerdo, repite como en una letanía. Es una frase de tango más o menos.

Después tengo una adherente. Sí —se ríe— una adherente, como si yo fuera un club atlético con socios y adherentes. Es una chica preciosa que viene cuando necesita plata. Está casada y tiene un hijo. Viene al hospital y me la agarro con la complicidad de mi novia, que me autoriza, dice. El relato de Raúl se corta porque le entra un SMS. Lo mira y me lo muestra: «Buen día, principito. Te extraño te llamó fulano, dice que etc.», es mi novia, dice. Al final siempre me pone y borrá pelotudo los mensajes. Me cuida mucho. Bueno, la socia adherente te contaba que viene cada 45 días, yo le consigo un remedio muy caro que tiene que tomar un familiar y le doy unos mangos. Es semi profesional la cosa. Cuando termina el trámite conmigo lo llama al esposo que viene a buscarla.

¿Él sabrá?, pregunto en busca de romper no sé qué medidor de ingenuidad. No tengo ninguna duda, dice. No tengo ninguna duda, repite. No lo puedo demostrar pero estoy seguro porque ella sale con una plata y vuelve con más. Ponele que le doy cien pesos, algo así. Ella no me pide una cantidad equis pero acepta lo que yo le doy. Tiene 38 años y es hermosa. Mi novia y su socia también son hermosas pero tienen veinte años más, podrían ser abuelas (después pensaré: ésta es la primera vez en la historia de la humanidad en que las abuelas no sólo están en condiciones de tener un sexo más o menos satisfactorio sino que también pueden darse a las partuzas; un cambio que luce radical en el paso que va —digamos, por decir algo— de mi abuela a mi madre).

Ésas son las principales historias, dice; mientras te contaba me fui acordando de algunas que ni yo pensaba decirte. Son todas mujeres de distintos ámbitos y grados culturales pero todas valoran la educación y el respeto con que las trato. Una vez le pregunté a esta adherente qué podría decir de mí y me dijo: que sos buena persona y un caballero. Viste que hay tipos que quieren pegarles a las minas; yo, para nada. Lo bueno además es que yo no deshice matrimonios, eso sí. Uno pica por ahí porque sabe que tiene el asado en casa. No tengo tiempo ni guita para divorciarme.

La mujer llama a un hospital con un nombre que es un gentilicio y pide por el doctor Rodríguez. La telefonista que la atiende hace un breve silencio y le dice ¿te puedo hacer una pregunta personal? La mujer sorprendida le dice sí, claro. ¿Vos estás saliendo con él?, eleva la apuesta la telefonista. Y ya sin medir consecuencias: ¿Te puedo dar un consejo? La sorpresa era mayor, pero la mujer no se va a echar atrás, ni se ofende. Tal vez el tono en que le hablaba la telefonista le daba cierta profesional seguridad, o curiosidad. El caso es que le dijo que sí, estamos en eso, comenzamos a vernos hace poco. Tené en cuenta, sigue la telefonista, que el doctor es un miserable. Y lo dice sin vueltas: «Te va a coger veinte veces antes de pagarte un café». La anécdota no la contó la telefonista indiscreta sino la propia mujer en cuestión, que posteriormente se transformará en la esposa del doctor Rodríguez. O le pagó el café antes, o a la señora no le importaba salir con el doctor del cocodrilo en el bolsillo.

La anécdota, como toda anécdota, se deja contar rápidamente; provoca risas, o al menos sonrisas, y deja inmunizado al oyente, y a la vez ávido de esperar más. Así es el mundo de la anécdota insustancial.

Pero veamos qué cosas puede esconder la anécdota. Podemos pensar que la telefonista hablaba porque había protagonizado directamente encuentros con el médico de la billetera difícil. Que un día le había dicho un piropo, que otro día la había llamado por teléfono pidiéndole que le contara si había detectado a los difíciles familiares de Gutiérrez para poder escaparse sin ser visto, interrogado por esa sarta de imbéciles en que se convierten los parientes de los enfermos. Ella, con sus favores constantes al médico (al fin y al cabo, aunque no era un superior directo al que debiera reportar, el profesional está por encima en la cadena jerárquica del hospital) creía que él le empezaba a deber algo. Pero, se preguntó, ¿lo hago por deber o por placer? ¿qué clase de escalofrío es el que siento cuando lo oigo hablar, cuando lo veo venir, algo vacilante, pero con el estetoscopio siempre apuntando hacia delante, hacia el porvenir, hacia mí? Él no percibe nada, todo lo que quiere es atender a sus pacientes lo más rápido posible e irse. ¿Dónde irá?

A la telefonista le habían insinuado que no se trataba de un hombre generoso, que así como era con los pacientes, huidizo, retaceador, era en su vida no profesional. Así en el trabajo como en la vida.

Desde lo ético, dicen, es reprochable que un médico busque tener relaciones sexuales con sus pacientes. Como los docentes o los jefes, se considera que tienen una cierta ascendencia, una relación en situación de poder que podría emparentarse con la coacción. Y no es una prohibición nueva, hija de las más modernas correcciones políticas y de género: ya el juramento conocido como «hipocrático» la señala. Un estudio de Susana Pérez y Ana Rancich, «Las relaciones sexuales entre médicos y pacientes en los juramentos médicos» (publicado en 2005 en la
Revista Argentina de Cardiología
), buscó determinar cómo esa interdicción varió en 50 juramentos médicos (13 antiguos y medievales, 37 modernos o contemporáneos), ya que el de Hipócrates es tan sólo el más famoso; de hecho 19 de esos 50 son versiones modificadas de aquél. Ya los médicos griegos convivían bajo esta prohibición que los instaba a «alejarse de todo daño e injusticia en las casas que pueda visitar y, en particular, de las relaciones sexuales con mujeres y hombres, libres o esclavos». Duro trabajo el de médico griego, cargado de pócimas y con un conocimiento del cuerpo humano aún más rudimentario que el actual. El análisis de Pérez y Rancich evidencia que casi la mitad de los juramentos, 24, incluían la prohibición.

Como cada prohibición nace de una práctica existente (no hay ley que prohíba la fornicación de médicos con cactus u otros vegetales simplemente porque no se conoce que demasiados profesionales lo hagan, aunque alguno habrá, y si lo hacen es perfectamente neutro para el resto de la sociedad; al menos a simple vista, si el doctor o la doctora gustan de pincharse…), es interesante señalar que en una versión hebrea del juramento desaparece la referencia a «mujeres y hombres, libres o esclavos» y sólo se habla de «esposa, hija o doncella» del paciente. Con pudor, no habla tampoco de «relaciones sexuales» sino que la prohibición remite, poética y metafóricamente, a «fijar la mirada» en ellas (otro presupuesto fuerte, desde luego, es que los médicos son hombres, qué tanto).

Otros juramentos remiten a las buenas costumbres, a la moralidad, a no fomentar corrupción alguna, y a no practicar acciones que manchen (a Dios). En todos los juramentos, se insta a los médicos, dada su función social, a ser moralmente irreprochables. Es más, en la India, se los reclamaba moralmente puros, castos, casi ascetas, según el Juramento de Charaka o Caraka (nombre del médico homónimo, casi contemporáneo al mismo Hipócrates
1
: en el cuarto siglo antes de Cristo).

Estos juramentos prohíben hacer cosas a los médicos, pero desde luego no a los pacientes. Así que se deben defender solos. O a través de sus organizaciones gremiales, o científicas llegado el caso. En 2009, la británica Unión para la Defensa Médica (MDU) pidió cuidado a sus protegidos a la hora de revelar datos privados en las redes sociales de la Internet 2.0, con Facebook a la cabeza. Y, por supuesto, no intimar con ellos más de la cuenta para no afectar el normal ejercicio de la profesión. Parece que habían recibido varios casos de intentos de levante beneficiados por los datos íntimos que los médicos habían dejado allí, como las flores favoritas o los libros que, no por casualidad, un paciente le regalaba a su doctora de 30 años luego de negarse a una cita (un acoso regalero, digamos). «Algunos médicos sienten que están siendo maleducados si no contestan a una solicitud de amistad de un paciente al que quizás acaban de salvarle la vida, pero tienen que tener claro que ésta no es una vía de comunicación profesional y que cualquier contacto por este medio se sale de la relación estrictamente médico-paciente», indicó Emma Cuzner, de la MDU, a la BBC de Londres. Pero no, no tienen que hacerlo. «Los médicos podrían afrontar una investigación si son acusados de pasarse de la raya. Tienen un deber que cumplir en cuanto a confianza pública y ser profesionales todo el tiempo, no sólo en su lugar de trabajo», agregó Cuzner, rígida.

Se trata, claro, de sociedades donde los litigios judiciales están a la vuelta de la esquina. En la Argentina no, se sabe que en la Argentina la cosa es distinta.

El Negro Ramos

Estación lluviosa del Gran Buenos Aires. Mañana de martes, un mes cualquiera, abril digamos. Lo primero que dice el Negro Ramos, cardiólogo de más de 60 años, es premonitorio. No empieza por hablar de él; a quienes vean semejanzas con su propia historia, que le vayan a cantar a Freud. Una vez, yo era joven, dice, fuimos a una fiesta de médicos y vi a un gordito, pelado, cara de boludo, despreciable. Sin embargo, era un ganador, se llevó las mejores minas, que estaban embobadas. Y es que la mujer no siempre busca la carita linda, el lomo bien compuesto, sino simpatía, desenfado. Ése es el que gana —y habla y no pontifica; enseña sin dar clases el Negro Ramos.

Yo soy feo, siempre tuve complejo de indio, negro fiero, entendés. Se ataja, va y viene en el relato. ¿Cuántos años tenés vos? Yo soy más argentino que vos entonces: tengo 45 años de argentino. Sonríe y después cuenta que llegó al país desde Perú a estudiar medicina en La Plata. Y comenzó una carrera de desen­freno en busca de quién sabe qué
non plus ultra
del amor. En el Hospital Posadas, comienza a desandar sus historias. Había una rubiecita preciosa, que trabajaba en el laboratorio. Tenía 23; yo 50 ya. Hice una apuesta con un compañero, más joven, más lindo, a ver quién se le acercaba primero con éxito. Una tarde, también lluviosa, el Negro tuvo una intuición, que llegó acompañada con un dato: el lugar en que vivía ella. Voy para Merlo, ¿te acerco a algún lado? Qué casualidad, yo también. En el camino, el Negro hizo toser a propósito a su Citroën, cerca de un restaurante. Luego de sacarle el borne a la bujía, almuerzo ya que estamos. La simpatía y la charla del Negro hicieron el resto. Dos años salí con ella, dice, iluminado por el recuerdo.

La mujer es más desinhibida que el hombre, no tiene problemas; por ejemplo, si tiene que besar a una chica. Se presta a cosas que a los varones a veces nos parecen excesivas. Pero voy aprendiendo, ahora a los 63 estoy de novio con una de 30 y otra de 28; cuando era pichón como vos, esas cosas no me pasaban, ahora con los años se incrementa la calidad y la posibilidad de prolongar el sexo; para él, tres cuartos de hora de juego previo es requisito mínimo, indispensable. Y el hombre, el Negro digo, está preparado para las eventualidades: siempre llevo una valija equipada con ­vodka, champán, tengo listo hielo, cremas de todo tipo, dulce de leche, yogures, agua mineral, disfraces de médica, de mucama, de colegiala, de enfermera; muñequitos (yo pensaba que era algo de viejos impotentes pero doña Rampolla nos abrió los ojos, explica). Lo que se dice un profesional.

Pero vos querés saber qué cosas conseguí durante las guardias. Lo que quieras contarme, digo. En general, las acompañantes de los infartados a los que uno atiende. Si uno trata bien al viejo, ya gana a la hija o a la nieta. Uno apunta siempre a las lindas que están afligidas, les das protección, lo que ahora llaman contención. Una vez, una nieta de 28 años. Muy bonita, casi perfecta. Cuando uno está motivado por una belleza así, no se frena ante nada, trepa cualquier montaña. Al principio me rechazaba mal, como al peor.

Hasta que le escribí una carta, tocaría el cielo si vos… una carta de dos hojas. Nomás cuando me acerqué con la carta en la mano me pegó tremendo cachetazo, se ve que estaba cansada de mi flirteo. Yo te aclaro que soy tímido pero venzo si el
leit motiv
es más fuerte. Tímido y acomplejado soy. Y le dije: me pegás y yo no puedo dormir pensando en vos, Aída. Mientras le digo esto le muestro la carta que tenía su nombre y unos corazoncitos dibujados. Ella no sabía qué era y la curiosidad le ganó. Ahí vi un flanco débil. Dámela, me dijo. No, es mía, le respondí y me la guardé. Un pequeño tira y afloje hasta que fuimos a un café. Hicimos el amor en el Citroën, un rato después, frente a la cancha de fútbol en la que jugábamos con los muchachos. Ella fabricaba zapatos, yo estaba casado. Nos vimos durante un año y medio. Luego nos distanciamos porque ella también estaba casada y una vez su hijo se cayó del balcón y quedó con el cráneo hundido. Le dio culpa y no supe más de ella, se borró.

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