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Authors: Martín de Ambrosio

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Guardapolvos (16 page)

BOOK: Guardapolvos
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García Leal diría que es pedir mucha conclusión a semejante experimento; Thomas S. Kuhn señalaría algo respecto de los paradigmas, aunque no sabemos bien qué exactamente. En tanto que el brillantísimo sociólogo francés Pierre Bourdieu, diría que todo esto «es una construcción social arbitraria de lo biológico, y en especial del cuerpo, masculino y femenino, de sus costumbres y de sus funciones, en particular de la reproducción biológica, que proporciona un fundamento aparentemente natural a la visión androcéntrica de la división sexual y de la división sexual del trabajo y, a partir de ahí, de todo el cosmos». Razonable. Discutible.

En tanto, la bióloga evolutiva inglesa Olivia Judson —autora del recomendable best-seller
Consultorio sexual para todas las especies
— tercia de un modo inteligentemente genético. «El tema es que todos compartimos genes de nuestros padres y nuestras madres al 50%, de modo que no puede haber allí una radical diferencia en cuanto a reproducción. Es algo que no está de todos modos claro. Tiene que haber una cooperación, lo que no significa que las estrategias reproductivas sean las mismas. Puede haber distintas fuerzas evolutivas, pero no son especies separadas. Hay allí un conflicto dentro del genoma, pero, otra vez, no sabemos cuál es ese conflicto», dijo en diálogo personal con el autor (
volveremos sobre esto apenas algunas páginas más adelante
).

Maxi, un médico amigo, con novia histórica, y de los que viaja seguido a congresos y demás subsidiarias filoturísticas por todo el mundo, me contó lo que le pasó durante uno de sus viajes a Brasil. Había llegado a Río de Janeiro a media tarde. Acostumbrado a los viajes intercontinentales, estaba bien, descansado, con todas las pilas, me dice. Tuvo una breve recepción previa al evento del día siguiente en el que se presentaba una nueva droga coronaria. Viajaba solo. En Río se encontró con gente de la filial local del laboratorio y médicos de otros lugares del continente. Sin pasar por el hotel fueron directo a cenar, grupo de más de diez personas, todos recién conocidos, a un bonito restaurante, cerca de Copacabana. Le tocó al lado una colombiana, médica adscripta al laboratorio. Había detectado sus miradas, habían intercambiado un par de conversaciones regadas por sonrisas de cortesía, pero nada más. En un momento, vino va, caipirinha viene, él, inconsciente, arrebatado, le pone la mano descuidada sobre la falda. Llevaba pollerita. Y ella no dice nada. Con la mano izquierda sobre la mesa, e inclinado hacia delante para que nadie viera ni sospechara nada, maniobra poco a poco con su derecha en busca del Santo Grial del sexo. Ella comienza a moverse inquieta, mientras cada uno atiende, o simula que, dos conversaciones distintas, para lados opuestos.

Así transcurrió un rato largo, incuantificable, que Maxi no puede determinar pero pasaron más caipirinhas, que ordenaban otros, solícitos. Maxi me contó que un par de veces debió detener su inquisición digital debido a cierta alarma con la que se movía pese a la laxitud a la que propende el alcohol y la situación misma. Hasta que todos se levantaron después del postre y ya no hubo más toqueteos. Maxi sospecha que nadie los vio, pero dadas las circunstancias no puede estar del todo seguro. Sólo recuerda que en un momento, otra colombiana, que se ve que conocía a la médica en cuestión le hizo un comentario respecto a que la notaba «inquieta»; fue el único momento en que, para no despertar sospechas, él la miró, al fin de cuentas estaba al lado.

El regreso al hotel, algo alejado, como mínimo veinte o treinta minutos desde el restaurante, se hacía en una camioneta tipo Traffic. Maxi pensó que ella se sentaría atrás para, al menos, poder hablar con la colombianita de la que olvidó el nombre. Te juro, si no, te lo diría. Me olvidé. Sandra quizá. No, Sandra no. Se sentó en la primera línea de pasajeros de un total de cuatro, justo detrás del chofer. Qué tonta, me cuenta que pensó Maxi que igual se sentó a su lado, así no vamos a poder conseguir intimidad. No había nadie más en la primera fila; la colombiana estaba a su izquierda esta vez. A las dos cuadras fue ella la que le agarró la mano y se la llevó a su sexo. No bien halló lo que buscaba, desde atrás iniciaron una animada conversación que le exigió hablar en reiterados momentos, acerca de la situación en la Argentina y la salida de la crisis económica, la situación de la salud pública y el bienestar de los médicos. Requerimientos a los que mi amigo respondió con buena fuerza de voluntad y algún que otro chiste, rotando algo la cabeza y el torso, sin dejar las maniobras amatorias con la izquierda, la mano de Dios. Ella, mientras tanto, también hablaba y se reía.

Maxi intentaba encontrar el requiebre de su voz que los delataría, la luz de un poste que los dejaría en
offside
, expulsados del paraíso congresal para siempre, por comer de la fruta del conocimiento médico dactilar. Nada pasó. Y si alguien los vio, guardó piadoso silencio y no hubo ni la mínima mirada sobrentendida. El grupo se despidió en el lobby del hotel, cada uno a su habitación, y quedaron para desayunar todos juntos a las ocho y media, nueve de la mañana, antes del evento.

En su rol de coordinadora, la colombiana pidió a cada uno el número de habitación, «por caso de necesidad», arguyó. Qué lista, pensó Maxi, cuántos congresos tiene esta chica encima. Llegó a su habitación, se bañó y demás (venía del viaje y todo el trajín sin tocar un baño), y esperó una llamada que no se hacía. Así que, impaciente, bañado y perfumado, pidió en recepción por el número de habitación de la colombiana. La llamó, se encontraron. Pero eso que siguió fue más o menos trivial, me reconoció Maxi. Le insistí por algún detalle, algo más que agregar, si ella era casada, algo. Nada. Lo interesante había sucedido antes.

¿EL SEXO PUEDE AFECTAR

EL EJERCICIO DE LA MEDICINA?

«La ocasión hace al ladrón.»

Al fin de lo que se llama «vida sexual» el único amor que perdura es el que lo ha aceptado todo, cada decepción, cada fracaso, cada traición, el que ha aceptado hasta el triste hecho de que, al cabo, no hay deseo tan hondo como el simple deseo de compañía.

Graham Greene,

¿Puede prestarnos a su marido?

Como el caso de Ellin Morton, comentado en el segundo capítulo, otra paciente que llevó a su médico a juicio en Inglaterra, se manifestó atada al doctor, quien desde su lugar de conocimiento podía —ya no enviarla a un psiquiátrico como en aquel caso— curarle su enfermedad, que conocía al dedillo (nunca mejor usada la expresión: se trataba de un ginecólogo). El caso explotó hacia fines de 2009 y se llevó buena cantidad de títulos en los diarios menos recatados de las Islas Británicas. Bibi Giles acusaba a su médico Angus Thomson de provocarle no uno sino dos orgasmos mientras la revisaba y le decía cosas sucias, con una enfermera a pocos pasos. Thomson dice que es al revés, que la acosadora era ella, y pone un SMS como prueba. Ella había sido operada y el minucioso y sin dudas eficaz examen había sido realizado poco después de salir del quirófano. Bibi dice que ella no sabía cómo eran las revisiones postoperatorias entonces dejó hacer a su médico. Y no lo denunció hasta curarse porque creía que pese a todo era mejor dejar el tratamiento por una enfermedad en manos del mismo ginecólogo de siempre.

Un estudio del colombiano Adalberto Campo Arias cita una alta prevalencia «en otros países» de relaciones sexuales entre médicos y pacientes y la cifra entre el 4 y el 11%. Dice que siempre es una conducta no ética, ya que son «una modalidad del abuso sexual y quebrantan la autonomía del paciente», y que hay controversia sobre si se puede o no confraternizar —si se permite el eufemismo— con ex pacientes. Curiosamente, señala que «las relaciones sexuales médico-paciente tienen consecuencias legales negativas para los profesionales y secuelas psicológicas para los pacientes». Y remata: «Los profesionales de la salud deben identificar la atracción sexual que pueden generarle algunos pacientes, es necesario estar alerta y prevenir cualquier acercamiento sexual». Cualquier coincidencia con curas y psicólogos queda a cargo de los lectores.

Lo que además dejan todas estas recomendaciones y prohibiciones es la certeza de que el sexo es algo que corresponde a —como mínimo— dos personas adultas y en pleno uso de sus potestades y albedríos. Y aunque pocas veces estemos exentos de disparidades, en ese sentido ser médico otorga un poder demasiado ostentoso sobre la otra persona que está lejos del debido
fair play
(o juego limpio) que se estila. Porque siempre las parejas están plagadas de asimetrías, por infinidad de razones. ¿O no? De hecho, la misma palabra usada («pareja») remite a una cierta igualdad que de todos modos nunca o casi nunca es total.

Distintas asociaciones, sobre todo del autoproclamado Primer Mundo, realizan guías con recomendaciones para que el staff médico sepa con claridad qué está bien y qué está mal, qué se puede y qué no. No sólo médicos sino también enfermeras tienen prohibido salir con pacientes a menos que el contacto entre ellos haya sido mínimo, pide allí el Consejo para Regular la Excelencia en el Cuidado de la Salud Británico (todo así, todo con mayúsculas), que armó la guía a requerimiento del Ministerio de Salud de las Islas. En él, los profesionales tienen la obligación de reportar las conductas inapropiadas de pacientes o colegas, deben dejar al paciente con un colega si sienten atracción, y no tener relaciones sexuales ni siquiera luego de un consentimiento informado (experimentos o tratamientos no estandarizados sí; coger, no). En 2006, un año antes, el Consejo Médico General, también británico, había realizado una guía con similares interdicciones pero algo más suave ya que señalaba que «si circunstancias excepcionales en las cuales el contacto social con ex pacientes llevan a la posibilidad del comienzo de una relación sexual, se debe tener especial cuidado a la naturaleza y circunstancias de la relación». En criollo, no es más que un «metele, pero cuidado que no te den la canaveri». Luego de los casos publicitados en Tribunales, ni siquiera eso se puede. Sin embargo, hubo una corriente de opinión que pidió que las leyes se hicieran algo más laxas. Después de todo, por más manipuladores y abusadores de su posición dominante que puedan ser, los médicos son seres humanos que, sí, pueden llegar a enamorarse. Y más: las leyes parecen hechas para médicos de Londres o de otras grandes ciudades, con una oferta sexual amplia, cosa que no ocurre en poblados pequeños, como bien se quejaba un médico clínico de las Islas Shetland en una página web. A él se le hacía impracticable la cosa: «Una gran proporción de la población local es gente a la que una u otra vez le ha tocado ser mi paciente aunque tenue o brevemente», gemía. Pero la Asociación Médica Británica insiste en desalentar este tipo de relaciones con el argumento de que los pacientes son vistos cuando están enfermos y vulnerables, lo que los deja en situación desventajosa.

La prensa consigna varias, numerosas, historias de médicos toquetones y más y mucho más. Como Clifford Avling, un clínico que estuvo preso por atacar sexualmente a sus pacientes una buena cantidad de años. Como Peter Green, otro clínico: nueve veces se comprobó que había atracado sexualmente a sus pacientes. Como Keith William Bevan, que tuvo sexo con una paciente, seducida luego de una cirugía apenas fallecida su madre y con su marido en la sala de espera. Fue condenado por eso. Bevan se defendió y dijo que fue una relación consentida y sin ninguna presión, en la que ambos entraron libremente, por mutua atracción, y que entre pitos y flautas duró catorce meses, demasiado para que allí no juegue el libre albedrío. Como algunos testigos dijeron que Bevan era un gran médico le impusieron una condena laxa de entre las previstas, un año sin ejercer su profesión. La condena, que en primera instancia había marcado que sus acciones fueron irresponsables, inapropiadas y lejos del interés del paciente, le cayó a los 57 años y seguía casado.

Es probable que con peores ojos se mire a un psiquiatra de nombre Emmanuel Idoko, que atendía en un hospital de la zona de Rochdale, en Inglaterra (poblado apenas al norte de Manchester). Una de sus pacientes había sido abusada por su padre y tenía un marido golpeador, además de ser alcohólica, sufrir una depresión y de contar con antecedentes de intentos de suicidio. Una mujer lo que se dice vulnerable. Con ella Idoko tuvo sexo en el consultorio al menos dos veces. También se comprobó que hubo una serie de llamadas nocturnas inapropiadas… de parte de él. El
affaire
se supo no por una denuncia sino porque ella se lo comentó distraídamente a una enfermera antes de que le dieran el alta. Idoko, que dijo que todo había sido consentido, fue suspendido por un año y aceptó él mismo someterse a un tratamiento psicoterapéutico para no volver a cometer el mismo desliz en el futuro.

Pero la judicialización del sexo intrahospitalario no es potestad exclusiva del Primer Mundo. En la Argentina, un enfermero fue procesado y encarará un juicio oral por haberle practicado sexo oral a un paciente oral que esperaba para ser sometido a una cirugía oral del corazón oral. Sucedió en un hospital público de la ciudad de Buenos Aires. Según el relato del paciente, que había sido anestesiado pero permaneció de algún modo consciente y mortificado por lo que sucedía —aunque sin poder reaccionar del todo, dice— el enfermero se metió en la habitación prequirúrgica donde el paciente esperaba y le dijo que debía rasurarlo (nuevamente, porque ya lo había hecho antes) en los genitales. Acto seguido, procedió a una masturbación primero y luego a la felación; era la calurosa noche del 19 de enero de 2009. El enfermero había sido considerado inocente por el juez de primera instancia debido a que la causa se sostenía por las declaraciones del paciente; la Cámara resolvió, en cambio, el procesamiento luego de analizar la tipología psicológica del denunciante-felado que los peritos encontraron no compatible con la fabulación y de tomar alrededor de diez declaraciones testimoniales que insistían en la angustia que el hecho le había provocado al paciente (raro para lo que se supone deberían ser los cánones de demostración de la Justicia; es decir, no parece una gran, gran, evidencia).

Las notas periodísticas mencionaron asimismo como novedoso el hecho de que en este caso quien fue penetrado oralmente es considerado violador, dadas las circunstancias de indefensión del violado-penetrador. Hasta que se sustancie el juicio, el enfermero —conocido por las siglas ODY— permanecerá libre.

Otro caso, si se quiere más tradicional, se produjo en abril de 1997 cuando una mujer recién salida del quirófano con suero y respirador fue violada por un enfermero, que fue condenado a nueve años de prisión. En su defensa, él dijo que ella «tácitamente» le había indicado sus deseos; se comprobó que nadie los tiene en semejantes condiciones (por si interesa, el condenado se llama Jorge Ramírez Orellana). Entre comillas, las palabras «enfermero violador» arrojan otros 167 resultados en el buscador de Google en español.

En su razonable enjundia por clasificar y delimitar lo normal de lo patológico, la propia medicina como ciencia ha llegado al sexo que, ahora en dosis hiperbólicas, puede también ser una enfermedad más. El hecho de que el placer por el sexo —como por casi todas las cosas, desde el chocolate, la comida chatarra y el café hasta el cannabis— tenga idénticos mecanismos moleculares y de neurotransmisores que refuerzan la necesidad de repetir la conducta y de que aparezcan personas con una actividad sexual desbocada, ha llevado por ejemplo a que la última versión del manual de enfermedades psiquiátricas DSM 5
1
—norteamericano por antonomasia y tan plomo de leer como un diccionario porque se limita a unir síntomas con enfermedades— lo incluyera como trastorno por primera vez en 2010, con la obvia repercusión en los medios de comunicación.

El porcentaje —en los Estados Unidos gustan mucho de usar porcentajes y para todo hay término y hay tasa— de la población general, dice el DSM 5, que «sufre» de hipersexualidad es del 6%. Parece mucho. Parece mucho que, en una oficina (o en una redacción, por poner un ejemplo cualquiera), con unas 100 personas haya, si es muestra estadística claro, seis individuos que tengan este «problema» «psiquiátrico», pero ciertos testimonios de quienes la sufren son suficientemente elocuentes como para dejar la suspicacia y las gracias de mesa de café.

Para los psiquiatras que tratan a menudo con este trastorno, no es chiste, según una nota de Isabel Lantigua en
El Mundo
. Dicen que es un trastorno del tipo de los obsesivos compulsivos, que no les deja llevar una vida normal, que están desesperados a la busca del próximo encuentro sexual, que no es algo imaginario, que no lo pueden controlar, que es algo que les resulta reprochable hasta a ellos mismos.

Es un comportamiento autodestructivo, que llegan a comparar incluso con el alcoholismo, dijo el propietario de la clínica donde se internó Tiger Woods, golfista con pinta de buen tipo y padre de familia solventada por las publicidades de tarjetas de crédito que se fue al demonio luego de un escándalo: su mujer lo había encontrado
in fragantti
, por vez número N (luego aparecieron al menos una docena de las mujeres más lindas del mundo a proclamar que habían talado el bosque). Woods reconoció su problema y accedió a un tratamiento que incluía el encierro; nunca volvió a ser el mismo en los links de golf.

La hipersexualidad no sólo afectaría a las personas lindas y poderosas; es decir, a aquellas que tienen más posibilidades de tener encuentros sexuales. Le puede pasar a cualquiera, así como todo el mundo puede devenir en un obsesivo con la conducta de acomodar febrilmente las toallas o no pisar las líneas de los mosaicos cuando camina por las veredas. Y también se ha visto a mujeres en las mismas clínicas, aunque en número menor, reconocen los administradores.

Hasta aquí, claro, la versión de quienes tienen intereses en juego; pero del otro lado hay una banda de psiquiatras, psicólogos y sexólogos que no están del todo de acuerdo en que se trate de una patología. ¿Cuánto es mucho?, se preguntan, y coinciden en que todo depende de cuán bien o cuán mal se encuentre el sujeto consigo mismo debido a las conductas que lleva a cabo, o que interfiera con las actividades (otra vez esta palabreja:) normales. En todo caso, es un mal nuevo, seguramente propio de los tiempos modernos
donde por el estrés el ser humano… ¡No!, salta el DSM 5,
hay casos observados en la literatura médica de más de 200 años de antigüedad. Síntomas: consumen pornografía, se masturban, tienen encuentros de una sola noche, no siempre se protegen, por lo que están más expuestos a enfermedades de transmisión sexual, pueden derivar en el exhibicionismo.

Hay incluso un test para responder sí o no a 45 preguntas que incluye algunas de las siguientes en la página web de Patrick Carnes, que resulta ser el antes citado dueño de la clínica donde Tiger Woods —a un costo de 20 mil euros al mes la estadía durante dos meses— y otros varios famosos, y es autor de uno de los primeros libros que habla del tema desde la perspectiva psiquiátrica, publicado en 1989 (
www.sexhelp.com/sast.cfm
):

  • ¿Tus padres tienen problemas con el sexo y la sexualidad?
  • ¿Ocultas a los demás tus actos sexuales?
  • ¿Controlas tus deseos?
  • ¿Es el sexo lo más importante de tu vida?
  • ¿Utilizas Internet para encuentros amorosos?
  • ¿Has pagado por sexo?
  • ¿Has mantenido varias relaciones al mismo tiempo?
  • ¿Algunas de tus actividades sexuales son ilegales?
  • ¿Te sientes deprimido después de tener relaciones sexuales?
  • ¿Te sientes controlado por el deseo sexual?

No dice con cuántas de estas respuestas positivas se entra en la categoría preocupante. En todo caso, si usted ha respondido que sí a muchas de ellas, no desesperar: como se dijo antes, el trastorno incluye en una buena proporción la necesidad de que uno mismo perciba sus acciones como preocupantes o que ellas (las acciones) le impidan buenas relaciones sociales con ese pequeño resto del mundo con el que no se acuesta ni intenta hacerlo.

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