Guardapolvos (13 page)

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Authors: Martín de Ambrosio

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BOOK: Guardapolvos
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Yo me divorcié a los ocho años de estar casada, dice, pero no fue por nuestra profesión. Yo sabía las reglas del juego y los dos hacíamos guardias. Y finalmente, dice, yo creo que esto de la infidelidad se da en todas las profesiones, en todos los ámbitos laborales. Aunque es verdad que la guardia te lleva, concede al fin. Cada uno reacciona como puede ante la muerte de los pacientes.

Mi teoría es que una mujer debe tener tres hombres, dice mientras se manda para atrás el pelito que le tapaba parte del rostro, añoso pero aún lindo, firme. Uno mayor, para que te endulce el oído todo el tiempo. Uno joven, para que haga lo que tiene que hacer. Y un homosexual, para que te acompañe al Obelisco a las tres de la mañana si es necesario.

1
.
Según el libro de Desmond Morris.

EL INFIERNO SON LOS OTROS

«El cansancio, la soledad,
el agotamiento.»

Siendo todavía un médico interno, solía yo visitarlo en ocasiones en el hospital en que estaba haciendo las prácticas. Solíamos jugar al billar con los otros internos. Detestaba la atmósfera de aquel lugar; aborrecía a sus compañeros, sus modales, su conversación, hasta sus propios fines. El gran arte de curar no significaba nada para ellos. Ni siquiera tenían ese fundamental requisito previo del curador: el amor a la humanidad. Eran insensibles, crueles, totalmente egocéntricos, sin el menor interés por nada que no fuera su promoción. Eran más groseros que los carniceros del matadero.

Henry Miller,

Sexus.

Sin embargo, siempre hay excepciones.

Como la de Amalia, que puede explicar por qué los médicos son como son. Pero como testigo de lujo, sin ella jamás haber probado qué es una guardia excitante porque luego del trabajo, de alguna emergencia, habría de retozar en la misma cama con otro médico que acababa de salvarle la vida a un herido de bala, o no había podido eliminar la septicemia general que había matado a un nene con síndrome de down luego de haberse lastimado profundamente la mano en un accidente doméstico y haber sido mal curado en una salita con un médico inepto. Jamás. Ella, unos treintaypocos años, ojos clarísimos, conoció a su marido cuando aún no había terminado la Facultad y siempre lo integró a los grupos de amigos que ella frecuentaba, donde se hablaba sin cesar en jerga médica, esa jerga que abrevia todo el tiempo palabras que para el resto de los mortales tienen terminación por lo general griega (anato, fisio, onco, oftalmo, neuro, histo y hepato) o de iniciales (udehache, uti, erreuno, pc, erredos, acv, pic, ta, iam, pcr, rcp, tam, arm y siguen las firmas) cuya piedra Rosetta son algunos años de arduo estudio. Quienes tienen más posibilidades de engañar a sus parejas son los que no integran a sus parejas, dice Amalia una mañana de invierno en su departamento de la porteña avenida Constituyentes, mientras una empleada doméstica prepara el café antes de ir a buscar al pequeño hijo que tiene con Jerónimo, marido profesional de la computación, el mismo que me mira desde un portarretrato mientras la abraza a ella en alguna isla caribeña de luna de miel. El círculo médico es muy cerrado, abunda Amalia. Las charlas son muy aburridas, todo el tiempo hablan de lo mismo, de pacientes, de líos en los hospitales, de cuestiones de poder. Por eso, si no podía llevar a Jero, directamente no iba, no me interesa, decía yo; así todos supieron que si me invitaban a mí, invitaban a los dos. Por suerte, mi marido es abierto, sociable y entró fácilmente en los grupos. Muchas veces, él era el único no médico, pero preguntaba y le explicaban todo, yo corrí con esa ventaja. Los que no integraron a sus parejas, sí se metieron en líos. Porque todas las semanas hay algo, todo el tiempo se organizan salidas, jodas. Son muchas horas seguidas las que hay que estar de guardia, y lo mismo cuando eras estudiante. Vas a fiestas, estés como estés de cansada, para sentir que de algún modo disfrutás de la vida, que no todo es sacrificio. Durante el estudio no hay vida, no hay cumpleaños, celebraciones, nada. Estás siete años encerrado y después seguís con la residencia, entonces parece que a los 26 empieza tu vida y actuás como si tuvieras 19.

Amalia no parece para nada incómoda con su castidad pero se pregunta si puede servirme para algo lo que me cuenta. Le digo que sí. Mi testimonio, sigue, es distinto al de alguien soltero; tengo una amiga que puedo presentarte: ella jodió mucho más, yo soy más cerrada, más formal. Ella es más relajada y colgada, la pasa bien. ¿Te arrepentís?, me animo a preguntarle aunque sé que las circunstancias —su empleada acaba de salir en busca de su hijo al jardín de infantes, es mediodía, el marido me mira de reojo y de frente, acabo de verlo en otra foto, nieve de fondo— no son los propicias para confesión alguna. Amalia no muestra sombra de duda: no me arrepiento, dice. De nada, agrega. Me dan ganas de creerle. Le creo, de hecho. No todos tienen por qué vivir bajo un paradigma de hedonismo, pienso ahora mientras escribo (aunque sospecho represiones, me digo que si esa falta es una negatividad, el otro paradigma, el supuestamente animal, el de múltiples gozos, sería el natural y es ahí donde sospecho de mí mismo, de mis propios prejuicios).

Pero que siga Amalia: todo lo que hago lo elijo y me gusta, dice, y lo volvería a elegir. Fui más responsable siempre, en todos los ámbitos, pero así es mi personalidad. Y así estamos, yo tengo 33, tengo marido e hijo, y mi amiga, que tiene 31, tiene ahora una pareja con el que, la verdad, se lleva mal y no sé si no se van a separar pronto. Creo que hoy se elige una vida de más inmadurez, joda continua, dice Amalia. Pero piensa un segundo, posiblemente en su amiga, en que la quiere y en que es injusto calificarla de inmadura sólo porque no lleva la misma vida que ella. Y retoma: no sé si está bien decirlo así, inmadurez. Se puede ser maduro igual. Creo, subraya.

Lo primero que hizo Amalia, mientras aún estudiaba, era un trabajo de administrativa de fin de semana en uno de los grandes hospitales privados de la ciudad de Buenos Aires. Le tocaban doce horas seguidas de atender teléfonos y de hacer las derivaciones. Ahí empezó a ver cómo era este temita de las guardias. Ahí la guardia es así, dice, comparten espacio ginecólogos, traumatólogos, cirujanos, pediatras, médicos familiares. Y vuelve sobre algo que ya es lugar común en este libro: los más descontrolados son los cirujanos primero, y después los traumatólogos. El resto no. Y es porque tienen otra responsabilidad, una demanda de trabajo más continua y más alta carga de pacientes. El laburo es tan intenso que no tienen tiempo de nada, por eso terminan arruinados. El descontrol más grande que he visto fue para fechas especiales, como Navidad y Año Nuevo. La pareja que más se da, dice, es entre cirujanos e instrumentadoras. Le digo que no es la primera vez que lo oigo. Claro, me dice. No es tan común entre médicos y médicas, tengo pocos casos de decir ah, mirá vos la atorranta esa, dice. En cambio, la gran mayoría de las instrumentadoras pasaron por todos los cirujanos. Igual, supongo que debe ser distinto en un hospital público más grande; ahora que me recibí estoy en una clínica más chica y la verdad es que no pasa nada de nada. Es otro nivel de gente, dice y atiende su
Blackberry
que acaba de sonar.

Me pide disculpas. Donde estoy ahora, si pasa algo, pasa en quirófano, que siempre es lo más turbio. Para el resto es imposible, no hay tiempo: o se trabaja o se duerme, aunque sea de a pequeños ratos, de a media hora. Y al otro día tienen que seguir porque no es que salen a las ocho de la mañana y se van a dormir todo el día, se van a hacer consultorio o a seguir en otro hospital, o a dar clases. La guardia es el peor estado del médico. Lo que sí es cierto es que hay mucha desinhibición. Nosotros, los médicos, vemos el cuerpo humano de un modo distinto del que lo ve el resto de la gente. Vemos penes, testículos, culos todo el tiempo. Y hay mucho manoseo entre nosotros, manoseos de amistad. Somos de mucho tocarnos aunque no pase a mayores, aunque quede en eso, en el hecho de tocarse, dice. Además, como pasamos muchas horas en común, se da una clase especial de fraternidad, se habla de todos los temas. Estamos frontalizados, como decimos nosotros, cansados, exhaustos, son las cinco de la mañana y hace 36 horas que estamos trabajando sin parar, en un estado que pasás del llanto a la risa en tres segundos. (Me explica qué es estar frontalizado y le digo que sé a qué se refiere y que, es más, en el libro habrá un capítulo dedicado a esa parte del cerebro que regula la moralidad; no sé si no me entendió o no me oyó bien porque apenas se mosquea.)

Comés pizza y contás todo, problemas sexuales, familiares, películas, libros y todo tipo de cosas que no contarías si no fuera de noche y en medio de esas circunstancias particulares; en un café al paso no dirías tales cosas. Por eso también tenemos un cierto modo particular en que nos hablamos después en público: somos muy de decirnos hola mi amor, linda, mi vida, cómo estás, qué linda se te ve hoy. Cuando ve que nos tratamos así, mi marido, dedicado a las computadoras, se sorprende de esta relación afectiva, de mucho juego sexual sin llegar al sexo en sí. De muchos abrazos, besos, cariño, de decirnos que nos extrañamos. Y mi marido que me dice cómo que te extraña si nunca vino a comer a casa. Y yo le explico. Son situaciones y momentos que no compartís ni con tu familia. Años de tu vida. Mucho tiempo adentro, de necesidad de afecto. Y uno no diferencia hombres de mujeres, estamos todos en la misma. Necesitamos contención, cariño, que te sostengan en esa desprotección, cuando la responsabilidad te supera y te da mucho miedo todo.

En las guardias no sabés qué te puede caer. Vienen psicópatas sólo para que los toques un poco. Me duele un testículo, te dicen y vos te das cuenta de que no vienen por eso, vienen a que los toquen. Y yo ahí llamo al que está más cerca: «Negro, vení que este hijo de puta quiere que le toque los huevos». Se ve el compañerismo ahí. Por suerte tengo una especie de sexto sentido y me doy cuenta de qué quieren esos tipos que llegan de madrugada y piden por un clínico. Vos estás sola, entre cuatro paredes, con un desconocido que dice tener un problema. Tres veces atendí a tipos que no tenían absolutamente nada. Exhibicionistas. En primer año de la residencia, llegó uno que decía tener una molestia en el glande. ¿Te muestro? me cuenta ella que le dijo, tengo como un dolor, ¿te lo muestro? Por lo que decía yo me di cuenta de que no era ninguna patología que entrara en mi mente. Le dije que me esperara dos minutos y salí, busqué a un amigo traumatólogo que mide como dos metros y cuando lo vio llegar simplemente salió corriendo. Es algo que les dicen a las residentes todo el tiempo: tengan cuidado. Ante la duda, métanse en los consultorios con un médico hombre.

También hay otro tipo de riesgos, no sólo sexuales, que se corren en las guardias. Como cuando se apareció un barrabrava de River Plate. Había habido una gresca —usó esa palabra, Amalia— en unos de los quinchos del club de Belgrano y había un muerto. Y A. L. se apareció en la guardia porque quería que un médico constatase que no tenía nada en el cuerpo, ni un rasguño que hiciera suponer que había participado de pelea alguna. El administrador me avisó y me dijo tené cuidado nena, dice Amalia. Era un tipo muy grandote, un metro noventa, del tipo ropero, fuerte, musculoso. Necesito que me des un certificado que diga que estoy bien para presentar en el Juzgado, dice que dijo él. Y, sí, no tenía nada, ni un hematoma. El tipo no es un lumpen, fue con su carné de la obra social, parece que es de familia acomodada a pesar de su profesión, me cuenta en busca de mi sorpresa, pero yo ya lo sabía.

También tuve problemas con algunos gitanos que hacían locuras, dice Amalia. Uno, directamente me quería levantar delante de su misma esposa. Que qué lindos ojos tenés, que si no querés salir conmigo a tomar algo, que tocame acá que es donde me duele, que mirá con quién me casé, esta mujer mía es un desastre, en cambio vos, qué bonita sos… A esa gente hay que atender. La noche es terrible, te pueden caer borrachos, drogados, cualquier cosa.

Pero lo que más recuerda Amalia es una fiesta de Año Nuevo en el mismo hospital donde había entrado como administrativa. Hubo un asado en la terraza, donde estaba la parrilla, hacía calor. Que vino, que cerveza. Enseguida algunos enfilaron para las habitaciones y pintó la unión entre dos tipos y dos minas, instrumentadoras claro. En el medio de la farra cayó un chico con politraumatismos y la familia se dio cuenta de que el traumatólogo que bajó a atenderlo estaba completamente borracho, que hedía alcohol por los poros. Por suerte, nadie murió y no pasó a mayores, pero pudo haber pasado. Esa noche yo estaba ahí, de guardia, y veía cómo se enfiestaban, pero no me tenté, miré de afuera. Siempre fui muy responsable, no me prendí, comí un poco de asado pero nada de alcohol porque había que seguir trabajando. Desde abajo se escuchaban los gritos, la música y yo que pensaba que nos iban a echar a todos a patadas.

Ya que no protagonizó ninguna de estas tenidas, le pregunto si en alguna ocasión cubrió a algún compañero o compañera, si mintió para que ellos pudieran desahogarse. Me dice que sí, que a una atorranta del lugar la cubría para que se fuera a saciar a un cuartito. Pero donde estoy ahora es infrecuente, insiste.

Somos bastante gauchitos, es raro que haya delatores entre nosotros. Nos cubrimos en lo bueno y en lo malo que eso tiene. No se manda al frente a nadie. Y sos castigado si decís que alguien se olvidó de hacer esto o aquello; si hacés eso, no la vas a pasar bien. Es importante el compañerismo, son códigos que se respetan. Si alguien te hace algo, te arreglás con él, cara a cara, nunca con el jefe. Sin embargo, esta chica a la que yo cubría para que se fuera al cuartito me hacía la vida imposible, me jodía la vida. Increíble. Muchas veces me rompía las historias clínicas que yo había demorado dos horas en hacer, cosas de resentida. Pero bueno, es una chica que descontroló con medio hospital. Y yo conozco a las esposas de los tipos casados con los que ella estuvo pero jamás diría nada, ni de casualidad, pese a que la detesto, y con razones. Somos adultos, sabemos qué está bien y qué está mal, es un hospital chico y te enterás de todo lo que pasa, se sabe la vida y tarde o temprano la información llega; hay una especie de hermetismo público pero en los pasillos se conoce todo de todos. Se chusmea pero nada se lleva afuera. Pero eso es también consecuencia de lo que veníamos hablando, de las muchas horas de convivencia, del cansancio, la soledad, el agotamiento.

Le insisto, le vuelvo a insistir sobre si ella misma no tiene alguna historia de sexo para contar, por si se había olvidado o por si ahora con el correr de la charla se siente más relajada como para contar. Busco la grieta. Le vuelvo a decir que no importa su nombre real ni su apellido, que deformo esos datos. Y dice, otra vez, que no. Y eso que ofertas tengo todo el tiempo, dice y me mira de frente. Le creo todo, es bonita, es hermética. ¿Son los pacientes los que le hacen ofertas? ¿Parientes de los pacientes? No, dice. Soy bastante seca en el consultorio, yo tengo una personalidad fuerte, pero sí hay situaciones de acoso y reconozco que otras compañeras no saben qué hacer antes los encares.

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