Guardapolvos (14 page)

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Authors: Martín de Ambrosio

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BOOK: Guardapolvos
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Y sola, sin que medie intervención de mi parte, vuelve al tema de las especializaciones de la medicina. Los cirujanos sobre todo, pero también los traumatólogos, que a veces son además cirujanos traumatológicos, tienen hasta personalidades distintas. Son los menos responsables. Ya al ingresar a la carrera sabés quiénes van a ser cirujanos por la personalidad. Son los más chantas, los más jodones. Es un perfil muy distinto, no les importa para nada el paciente, si lo salvan es porque eso les hace bien a sus carreras, no porque verdaderamente les importe un rábano. Incluso cuando hay una urgencia y se los llama, tienen la actitud de no apurarse, de que esperen los otros, que ellos son los médicos acá. La pasan mejor, nosotros somos más sufridos, ellos, más relajados (otra vez, como cuando hablaba de su amiga, aparece la tensión responsabilidad-relajación como hablando de una incompatibilidad radical). Siempre la posición de ellos es el «ya veremos».

Me toca intervenir y le digo que, bueno, quizás así es el modo que tienen que ser porque funciona. ¿Funciona?, me pregunta a su vez. No tanto, responde ella misma. Funciona mal y por eso el 80% de las cirugías traumatológicas se infecta, se olvidan las vacunas, se olvidan los antibióticos. Cuando operan a jóvenes no hay mayores problemas porque son cuerpos fuertes, pero las operaciones a viejos se complican por esto, por esta indolencia. Y los cirujanos son buenos pero se toman su tiempo, dos horas, y por ahí no hacen nada, están en la cafetería charlando, toman la leche. Si les avisan que hay una apendicitis, ni se mosquean, piden análisis, fichas, y yo les digo ¡pero bajá, loco, es tu paciente! Año a año son peores, se ensucian. El R-1 que era divino, cuando se convierte en R-2 (residente de segundo año) ya no te baja tan rápido. Escuchan a los grandes, aprenden y cada vez son más guachos. Y sin embargo, te llevás bien porque son divertidos, pero son cero responsables. Las fiestas son distintas si son con pediatras, ginecólogos y demás, que si hay un cirujano.

¿Y los ginecólogos?, digo yo para ver si la saco un poco de registro. Noooo, olvidate. El 80% son mujeres y los hombres están aburridos… es lo que te decía antes, para nosotros el cuerpo es distinto, lo vemos distinto, tetas y culos todo el tiempo. Deja de ser atractivo. A ellos termina gustándole más una buena calza o el escote, la insinuación antes que la cosa burda. En la mujer es lo mismo. Es más lindo en ambo que en bolas, con calzoncillo bien ajustado, que se le marque el bulto. Se valora distinto el cuerpo. Mi marido dice que yo veo pitos y bolas todo el día y no son las mías, dice ella que dice él. Y, sí, pero se vive distinto. Nunca comentamos entre colegas: «Uh, mirá, acabo de ver un pito impresionante». Sí, si era lindo, pero hasta ahí. Suena el timbre, la chica que le fue a buscar al niño le consulta algo, ella dice ahí bajo. Y yo aprovecho para irme.

Desde luego, la enfermedad, las enfermedades, existen y no es tan habitual encontrar un hipocondríaco puro, alguien que carezca en absoluto del más mínimo síntoma corporal y que esté convencido de que lo padece. Pero todo síntoma viene —casi siempre— mezclado con carencias de otro tipo, carencias afectivas, la necesidad de que alguien te escuche, te toque aun de un modo «profesional», tal como el médico debe hacer sin transgredir los límites estrictos de sus deberes.

Ser tocado es una bendición química para el cuerpo. Lo saben y lo ejecutan los médicos más sabios, lo intuyen los pacientes y hasta quienes llevan a cabo prácticas que en algún caso podrían definirse como ejercicio ilegal de la medicina y que en otros se autodenominan «medicina alternativa». Varios informes científicos mencionan cuál es el mecanismo que hace que el contacto con otra piel aumente las hormonas del placer (endorfinas y dopaminas) que activan el sistema inmunitario. En 2010, para un estudio llevado a cabo por científicos franceses encabezados por Nicolas Guéguen (publicado en el
Journal of Behavioral Medicine
) se ubicó a dos grupos de pacientes con un diagnóstico simple como faringitis; a unos los médicos los tocaban en el antebrazo en algún momento de la consulta y a otros no. Quienes habían sido tocados tomaban más antibióticos, es decir seguían el consejo del médico, más que quienes habían sido diagnosticados a distancia. Y más: preguntados qué opinión les merecían los médicos como profesionales, los «tocados» daban mejores notas (investigaciones similares se han hecho en los últimos años para profesiones tan variadas como azafatas, vendedores y mozos, pero en las que la interacción puede ser la clave de las decisiones que toma el cliente o comprador… o paciente). Tocame que me gusta.

Otro estudio similar, realizado en la Universidad de Illinois, en Chicago, fue más o menos por el mismo lado: a veces los médicos son demasiado fríos y tienen en cuenta datos relativos a la aparición y desarrollo de los síntomas y olvidan datos del contexto vital de las personas que pueden haber significado mucho en la aparición de los mismos. Agustín Ciapponi,
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médico del servicio de Medicina Familiar del Hospital Italiano de Buenos Aires, muchas veces se toma su tiempo para hacer una revisación corporal completa aunque tenga el diagnóstico casi confirmado, para que el paciente note que hay un real interés de su parte por curarlo. «Hay pacientes que lo requieren más que otros y está en el arte del médico darse cuenta de cuándo aplicarlo: el examen físico es mucho más que obtener información fría: es vincularse, acercarse, sentir qué tiene un ser próximo», dijo.

Muchas veces, la falta de tiempo y la necesidad de atender a demasiados pacientes conspira contra esta práctica. «El tocar es algo que se ha perdido. Primero, porque los sistemas de salud presionan. Y segundo, porque es más fácil solicitar un estudio complementario que revisar. También hay un endiosamiento de la tecnología y métodos diagnóstico que no necesariamente nos van a dar muchos más datos que si se le pregunta al paciente, aunque lleve tiempo», añadió. Por su parte, Alcides Greca, profesor titular de Medicina de la Universidad de Rosario, indicó que hay comprobaciones clínicas de que el hecho de tocar hace elevar el umbral del dolor. «Tiene que ver con sentirse contenido y protegido. En gran medida, la intensidad de los síntomas deriva de la causa en sí, pero a ella se agregan la angustia y la incertidumbre. Está bien estudiado que el contacto físico tiene efecto terapéutico y ansiolítico», concluyó. En síntesis, hay que olvidarse —un poco— de la tecnología y acordarse de las personas, algo que las terapias alternativas no científicas ya advirtieron hace rato. Tocame, y escuchame, que me gusta.

En su libro
Diagnóstico
, la médica y asesora técnica de la serie
Doctor House
Lisa Sanders describe cómo la medicina de los Estados Unidos ha ido perdiendo dos cosas: la capacidad de elaborar una historia a través de lo que los pacientes cuentan —a través de sus cuerpos y sus palabras— y la habilidad para tocar al otro. La primera a manos de la tecnología. Y la segunda, posiblemente a manos de pudores y miedos a malinterpretar el manoseo, y que se judicialice. «El acto de colocar la mano sobre otro cuerpo es, en muchos sentidos, el sello distintivo del médico. Y de todos modos, a pesar de su simplicidad, es un acto cargado de complicaciones. ¿A qué personas tocamos en nuestras vidas? A nuestros amantes, por descontado; a nuestros hijos, naturalmente. Y tal vez también y a la larga, a nuestros padres. A nadie más.» Tocar siempre es algo impresionante, por más que en nuestras culturas se lo haga más que en las sajonas, e implica meterse en la esfera que corresponde a otro y establecer un diálogo que si no es de común acuerdo viola derechos personalísimos. He ahí el porqué de la frontera tan lábil en la que deben moverse los médicos. Y he ahí también por qué pasarse de la raya es más frecuente que en otras profesiones que obligan a la distancia física de los cuerpos, y tanto como otras más «corporales» (pienso en los profesores y las profesoras de educación física).

La grelina es una hormona que tiene un funcionamiento particular dentro del organismo; básicamente, se ocupa de regular mecanismos que tienen que ver con el apetito. Como otras, se pone en funcionamiento a determinadas horas del día y hasta cambia sus funciones en relación al momento del día. ¿Y cómo sabe qué hora es? Por el reloj biológico que existe en la vecindad cerebral y se ajusta en función de la luz natural que reciben los cuerpos. La grelina induce al hambre y a la procuración de alimento; por lo mismo, regula la saciedad. Por esa razón, algunas investigaciones descubrieron que al darnos menos horas de sueño, la grelina se desboca y así comemos más que en días en que estamos bien dormidos. ¿Hay pues algún candidato a funcionar como la grelina sexual? ¿Alguna hormona que nos indique saciedad sexual o que, por el contrario, se descoloque por efecto del mal dormir y nos lleve a actos insospechados y a meternos en la cama a tontas y locas
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(como las calorías de más que le regalamos al cuerpo no necesariamente por deseo sino porque no dormimos bien anoche)? Una buena candidata es la testosterona, hormona masculina que se dispara ante un hecho potencialmente sexual, aunque también ante la belicosidad de una batalla o de un modo —apenas— más civilizado en un partido de fútbol o en el deporte en general. Un lindo experimento, si bien algo tramposito, hicieron en la Universidad de Chicago para sacar algunas conclusiones respecto de este comportamiento hormonal. Los investigadores les pagaron a un grupo de estudiantes para que fueran al laboratorio porque, les dijeron, iban a hacer pruebas químicas con su saliva. Lo que no era del todo mentira, aún. Mientras les tomaban las muestras, los estudiantes —varones, claro— se pusieron a hablar de un modo casual con una de las asistentes del grupo de investigación. Y los niveles de testosterona se dispararon hasta un 30% más. Quienes creyeron que la chica era más linda, más hormona secretaron. También le preguntaron a ella qué pensaba de los testeados y dijo que podía señalar con el dedo a quiénes les había caído mejor y que estaban más testosterónicos. «Fue fácil», dijo ella, «son los que más trataron de impresionarme». A otro grupo de estudiantes los pusieron a hablar con un asistente hombre y casi no hubo cambios hormonales; los resultados fueron publicados en la revista
Evolution and Human Behavior
. Estudios previos habían demostrado lo mismo pero con películas porno; y que los hombres que llevan años de casados tiene menos (testosterona) que los que siguen al acecho.

Lo cierto es que la libido del varón depende casi exclusivamente de las concentraciones de testosterona; la de las mujeres, del estradiol y la dopamina, aunque ciertos experimentos mostraron que la testosterona también las influye: cuando disponen de más cantidad, ellas practican más el sexo, son más sociables, y por ende menos proclives a la depresión.

Más dudoso es el estatus de las feromonas, otras hormonas que sí intervienen en la atracción sexual de los animales. El supuesto es que cuando hay disposición hacia el sexo se emite una «hormona de olor» que atrae, engatusa al otro sexo más que una imagen y que mil palabras juntas. Se ha comprobado en laboratorio con ratitas y otros animales especialmente criados, además de insectos como la polilla, pero su eficacia e incluso su mera existencia dentro de los humanos se pone en duda y, en todo caso, la evidencia no es acabada, por usar una palabra tan cara a los sentimientos, intenciones e incluso al tema de este libro. El modo en que se descubrió en el ser humano es espectacular. La investigadora Martha McClintock notó, desde que vivía en una residencia universitaria, que las mujeres que conviven en un mismo espacio —hospitales, cárceles, conventos de reclusión— tienden a sincronizar su ciclo menstrual, algo que, se especula, puede resultar muy importante en la naturaleza para coordinar la crianza, por ejemplo. Y McClintok lo comprobó con distintas experiencias casi a lo largo de toda su carrera, con datos de los más diversos grupos de mujeres convivientes; y que incluso puede alcanzar con la jornada laboral para que la sincronización se concrete. En esa sincronización intervienen las dichosas feromonas emitidas y el olfato que las capta —después se supo— a través del órgano vómeronasal que el ser humano también tiene. Después, se extendió a las emanaciones invisibles de los hombres que también pueden regularizar el período femenino, en otro experimento no menos notable con camisas previamente usadas por hombres y dadas a oler a las mujeres.

La última hormona a considerar es la oxitocina, que es una hormona afectiva, inhibe la agresión, te deja laxo y tranquilo y se desata por nuestros torrentes de sangre luego de amar. Por eso, a más (¿y mejor?) sexo, menos violencia. Los hippies no estaban (tan) equivocados después de todo: haz el amor y no harás la guerra.

Pero, ay, en el mundo cultural no todo es la química y aún está por verse en qué grado exacto determina nuestras elecciones y deseos inconscientes. Pese a todo florece —aunque no termina de explotar— una industria de perfumes y otros artículos de sex shop basados en este principio. Hay gente que dice que realmente funciona pero existen buenas posibilidades de que la tasa de éxito no supere a la del promedio del efecto placebo, más la buena dosis de autoafirmación y autoconfianza que puede crear en las personas saber que tienen resuelto de un modo químico el enigma de la seducción, lo que los torna mucho más habladores y, sí, mucho más sexys.

Darío

Donde entra una excepción caben dos. Darío fue novio de su secretaria en el hospital, de una enfermera y acabó casado con una médica. Pero es poco y nada, me dice, lo que puede aportar de primera mano; poco más que algunos arrumacos en las guardias o un porro en la terraza (íbamos desde el subsuelo para que no nos vieran camino a lugares tan raros en horarios tan insólitos, dice). A mis novias las invitaba a salir cuando estábamos adentro, en medio del trabajo, pero nos íbamos fuera a hacer lo que tuviéramos que hacer, dice.

Darío es flaco y lleva sin anudar una bufanda colorida que, sobre un sobrio pulóver negro, refulge. Una barba de dos días le crece algo raleada y casi nada entre nariz y labios y está un poco harto del sistema médico y de sus pacientes y de todo lo que implica la atención. Yo ya no tengo pasión por la medicina, dice, me siento como un oficinista, vengo, hago lo que tengo que hacer y a las ocho de la noche apago el celular y no existo para nadie. Darío hizo su carrera de residente en un hospital pequeño donde pasan menos cosas pero no porque sean más tranquilos los médicos seleccionados, sino porque es una institución más chica. En el Hospital de Clínicas hay pisos enteros que están a la buena de Dios, dice. Una de las cosas que vio que se hacían es entrar putas en un subsuelo para una despedida de soltero de un urólogo. Cuatro o cinco putas con unos diez médicos, porque incluso llegaron algunos que no estaban de guardia. Les dijeron que preguntaran en seguridad por el doctor fulano de traumatología porque tenían un control equis. Las hicieron pasar al segundo subsuelo a la derecha y se armó la gran fiesta.

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