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Authors: Martín de Ambrosio

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Guardapolvos (17 page)

BOOK: Guardapolvos
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Y, si no, siempre estarán «Sexólicos anónimos» si la clínica en la que se encierran estrellas como Michael Douglas o el propio Woods resultan, digamos, inaccesibles. Pero cuidado, con el sexo, como con el alcohol, nadie se cura del todo. Quien fue adicto algún tiempo, lo será toda la vida. Aunque lo tenga de algún modo controlado.

Es un modo de locura por exceso de sexo («exc-sexo»). Pero la carencia también provoca serios trastornos psicológicos-psiquiátricos. Lo estudió Sigmund Freud en ciertas mujeres a las que calificó de histéricas. Más acá en el tiempo, ha formado parte de una fuerte polémica en el ámbito de biólogos y de zoólogos que estudian los comportamientos humanos a la luz de la evolución. En aras de simplificar, existen dos corrientes que no casualmente puede transpolarse al mundo de la política: los que creen no sólo en la guerra de los sexos antes mentada, sino que además postulan el individualismo de los seres vivos (no sólo humanos sino de toda la cadena que comenzó con la primera celulita egoísta que logró reproducirse) y que admiten que sólo interesa la multiplicación de la propia semilla en forma de genes, versus los que muestran múltiples argumentos de la necesidad de cooperación, no sólo entre machos y hembras sino también al interior de las comunidades, y que sostienen que sin ayuda mutua nada se podría y nada valdría la pena. Uno de los que está en el primer grupo es el antropólogo norteamericano Michael Ghiglieri, quien en su libro
El lado oscuro del hombre
recopila evidencia de la forma que toma la pelea por dejar descendencia; y hasta menciona la violación como una estrategia más (desde luego, la condena pero dice que hay que aceptar esta herencia natural para poder combatirla con mejores armas). Pese a que los argumentos a veces apabullan, y como el análisis termina siendo bastante hobbesiano —derrapando al final con estridencia al abogar por la Ley del Talión para controlar a los violentos—, una corriente más humanista desanda ese camino, sin olvidar el marco científico para razonar. Por ejemplo, el primatólogo holandés Frans de Waal, que da los contraejemplos de altruismo y de la empatía que exhibe el ser humano y que empiezan con el llanto de un bebé de un día provocado por otro colega bebé que llora porque quiere leche (es decir, no llora por algo que le pasa a él sino por solidaridad, un gremialismo congénito que reíte del Hugo Moyano bebé). E ironiza respecto de la casualidad que hizo que justo, en el mismo momento en que el mundo era dominado por Ronald Reagan y Margaret Thatcher, los biólogos publicaban libros «técnicos» que apoyaban esas ideas de conservadurismo y liberalismo inaudito (con
El gen egoísta
de Richard Dawkins a la cabeza).

De Waal también matiza la idea de que somos violentos por naturaleza. En contacto con chimpancés y bonobos, señala que hemos tomado la violencia y la actitud de componer castas de unos y cierto desenfreno sexual cooperativista de otros (se insinúa que el hecho de que sean pacifistas tiene relación con que las hembras, orgásmicas, son las dominantes). Somos primates bipolares, escribe. «Somos como una cabeza de Jano, con una cara cruel y otra compasiva mirando en sentidos opuestos.»

Lo curioso del caso es que Ghiglieri y De Waal usan —bonobo más, chimpancé menos— aproximadamente la misma evidencia. Se podría decir que bajo el mismo paradigma de análisis biológico, evolutivo, darwineano, uno es más de izquierda y otro más de derecha (si es que aún son categorías que significan algo).

Mariano

Mariano me recibe en la cafetería que está al lado de la guardia de la clínica en la que atiende. Es una clínica de un sindicato que vio mejores épocas de poderío, entre el primero y el segundo peronismo de Perón. Es una tarde de lunes y él está algo retrasado. Me pide disculpas y me dice que no tiene mucho tiempo, que debe volver a la guardia: faltó un compañero y la sala de espera está llena. Tiene el tiempo justo mientras espera unas placas que pidió. Hablamos y elogiamos un rato al amigo que tenemos en común. Mariano tiene 39 años, mide alrededor de un metro ochenta, tiene complexión fuerte y ojos claros; es médico, supongo que les debe caer muy bien a las chicas. Le explico qué libro quiero hacer. Uh, dice, hay historias a rolete, arranca. Lo libidinoso del asunto es pasar la noche afuera, dice. Dormir en casa todas las noches es distinto; tiene más chances de ser fiel alguien que duerme en su cama siempre. Sin dudas, y más allá de la personalidad de cada uno, me dice. Es el tema de que la ocasión hace al ladrón, dice. Obvio, me aclara, que estoy hablando del comportamiento en general, de la campana de Gauss, puede haber gente en los dos extremos que puede sobreponerse a las tentaciones. Compartís 24 horas o más con la misma gente, estás cansado, conocés personas atractivas, estás lejos de casa, mal dormido; pasó el día y no tuviste relaciones. Todo eso crea el ambiente promiscuo. Porque hay que reconocerlo, es promiscuo todo. A veces pensás, dudás, no sabés bien qué hacer, pero le das para adelante. Hay mucha oferta. ¿De pacientes?, me animo a interrumpir. De todo, me dice, de pacientes, enfermeras, familiares, colegas, lo que quieras.

Pero, luego lo iré advirtiendo, Mariano ha hecho carrera sobre todo con las pacientes. Y comienza a enumerar; sólo en algunos casos va a explayarse en una primera persona del plural que hace sospechar que algunas de las historias que se adjudica pudieron haber correspondido a un compañero. Una chica, me dice, que venía para hacerse una cirugía laparoscópica (de esas en las que no hace falta «cortar» al paciente y alcanza con unos agujeros por donde pasa una cámara y los instrumentos: se opera a través de lo que se ve en la pantalla). O una chica internada por una urticaria, que pensamos que era síndrome de Schönlein-Henoch (una patología autoinmune que produce una lesión rojiza, palpable, redondeada y suele afectar diversos órganos y producir hemorragias), y estábamos algo preocupados. Pero el enfermero, que era muy bicho y ya la había visto, me dice entrá y revisala, con una sonrisita despreocupada. Yo pensé qué le pasa a éste. Pero fui y la mina tenía puesto un
baby-doll
debajo del camisón. ¡En un hospital público!, se escandaliza, pero un poco nomás. Yo entonces estaba separado y la cosa terminó en cualquier lado. No tenía nada. Ninguna enfermedad, digo. Hasta me hice pasar por dermatólogo, cualquiera, es muy difícil encontrar un especialista de lo que sea a esas horas de la madrugada; además los dermatólogos no hacen guardias, me aclara.

Siempre decimos que hasta las doce de la noche se hace medicina y después hasta las ocho de la mañana es cualquier cosa. Estamos atentos a pacientes que puedan tener algo agudo, desde ya, atendemos paros cardíacos o emergencias, claro, pero no vas a pasarte de madrugada por los cuartos a ver qué tiene un paciente o pensarle una solución, un diagnóstico diferencial o un tratamiento. Todo ayuda a este ambiente que te decía, lo de la ocasión y el ladrón. Lo mismo calculo que le debe pasar al político que es ladrón, dice, se anima a la parábola, y maneja una caja. Hay que ser muy noble, muy de fierro para no meter la mano. Creo que arquitectos e ingenieros pasarían por lo mismo si trabajaran 24 horas seguidas en las mismas condiciones. Nosotros en esos casos contamos con toda la colaboración del paciente, no es que nos tiramos a la pileta a hacer barbaridades y ellos se sorprenden de nuestra osadía. Termina siendo una gran joda. Hay que ser Pinocho, ser de madera para no caer. Es el solo hecho de estar de guardia, de dormir ahí, me repite como si se disculpara, pero no, quiere describir apenas. Resulta que trabajaste un montón, hiciste todos los controles, efectuaste las recorridas de pacientes que tenías que hacer, no hay grandes inconvenientes y de repente te encontrás con una ñata así, que te busca… No sé, quizá la culpa es del sistema, por ahí en un laburo de oficina de 8 a 20 no pasaría algo así.

¿Y no existe, en vos o en otros, el miedo de que quizá les puedan hacer un juicio o de que los echen?, propongo. Te digo, me dice, como hombre lo pensás después. Las posibles consecuencias vienen después y eso que hicimos cualquier disparate. Como que uno está cada vez más frontal (
acerca de la «frontalización» de los médicos, ya mencionada por ejemplo por Amalia, ver capítulo correspondiente más adelante
) y se extienden los límites. Yo tuve un impasse, me divorcié, así que pude aprovechar mucho las oportunidades de sexo. Ahora colgué los botines de vuelta. Pero estuve cuatro años separado luego de que mi mujer se fuera con mi mejor amigo, me dice. Debió haber visto mi cara de estupor, de conmiseración, de compañerismo, gremialismo, incrédula solidaridad. Estuve a punto de levantarme, dar la vuelta a la mesa, esquivar a dos jubilados que tomaban café con leche con una medialuna y a una columna irrisoria que se interponía y abrazarlo.

Pero no lo hice y Mariano siguió. Como un boludo aposté a la familia, me dijo. Pero ahora me volví a casar y es cierto que cuando estás en pareja no buscás tanto, ahora hago una guardia por semana y tengo ganas de dejarla, es una tentación que voy a perder. Mejor. Antes, cuando era residente, hacía cuatro guardias por semana, dormía más afuera que en casa. Es inexorable, cuatro años solo, una joda tras otra. Vos decías si pensaba que me iban a pescar. Qué sé yo. Llegué a hacer cosas increíbles. En el ascensor por ejemplo. Dejarlo trabado entre el piso quinto y sexto para tener una relación sexual ahí, también con otra paciente, a las dos de la mañana cuando sabés que nadie lo va a llamar. Y yo me preguntaba, estas chicas, de qué vinieron a curarse a las dos de la matina. Son como cosas que pasan en las películas, todo lo que pasa en las películas es verdad. Eso lo aprendí. Mirá, yo no pensaba que mi ex mujer —de la que nunca, nunca en la charla dirá cómo se llamaba; de su actual sí; lo desgarra hasta recordar su nombre o eso parece—, que mi ex mujer me podía llegar a engañar así, a llevar una doble vida. Y con mi amigo, dice. Un pibe que conocía de toda la vida, le baja el precio automáticamente Mariano. Es cierto que era una época en la que yo estaba mucho tiempo afuera, época de esfuerzos, de crecimiento económico, pero eso no es excusa para lo que hizo ella. Tuvimos dos nenas. Eso te marca. Eso me destruyó (siempre se refiere a su ex, no a sus hijas).

Ahora me volví a casar y hace quince días nació otro hijo (lo nombra). Tengo dos familias y ahora busco cómo hacer para ensamblarlas, vuelvo a apostar por eso, por la familia. Ah, te llevás bien con tu ex pese a todo lo que pasó, le digo yo, quizás en busca de romper no sé qué récord de ingenuidad o estupidez. No, no, me dice. Debí suponerlo, pienso; soy un tarado, me digo. Nos llevamos como el diablo, me hizo un juicio por alimentos y ahora que me volví a casar y tuve un hijo está intratable con mi mujer actual. Además, fijate cómo es la vida, ese amigo mío de toda la vida la dejó. Así que se quedó sin el pan y sin la torta.

En ese contexto de las guardias —busca retomar el hilo y desprenderse de esa historia que no por contada muchas veces, objetivada en extraños, deja de apuñalarlo, eso parece— hay grandes oportunidades, ¿importa el lugar en donde estás o que exista la posibilidad de que te echen?, se pregunta él mismo. No, se responde. Lo he hecho en el auto en el playón del hospital y encerrado en el baño de la clínica. Conocés bastante bien los movimientos luego de un tiempo, sabés dónde hay cámaras de vigilancia y dónde no. Y ya te das cuenta cuando vienen a buscar eso y no están enfermas para nada. No te olvidés de que el sexo lo maneja la mujer, me dice. Sí, le digo, condescendiente. El guardapolvo parece que las atrae por sí solo. Hacen cosas impensables. Y en lugares impensables.

A los lugares que ya te dije agregá una capilla de hospital público, en la capillita, ¿entendés?, en una capillita que teníamos en el hospital para que fuera la gente a rezar por sus enfermos, ahí, al lado de la virgen tuve sexo. También en la biblioteca; teníamos un duplicado de la llave de la biblioteca y entrábamos tres, cuatro de la mañana. Y lo hacían todos, no es que yo era la excepción, el más vivo de todos. Estuve desbordado, ahora no, te juro, me jura. Otro escenario era el aula de residentes, frente al servicio. Ahí, en esa aula, teníamos un colchón guardado detrás del armario de la clase. Lo encontró un día la jefa de enfermería y lo tiró junto con el reservorio de profilácticos que había. Nunca pudo saber de quién era, claro, era de todos, era
vox populi
ya.

Otra vez estaba teniendo relaciones con otra paciente en la cocina del quinto piso del hospital, bien entrada la noche, cuando oímos ruidos, dice, se ve que el cocinero se había olvidado de algo y volvía, así que tuvimos que subir un piso más hasta la azotea, la terraza misma. Decí que era un día de verano, hacía calor, unos 25 grados, porque la chica estaba en pelotas. En bolas, esperando que el puto cocinero se fuera. No te digo, son cosas de película.

Mariano cree que hay muchos cambios ahora, que no es como antes, que las chicas están dispuestas a todo. De pibe había que remar como loco, dice, hablar y hablar. Hoy vas solo, no hay que explicar nada. Las chicas de quince años tienen más actividad sexual que yo, el mundo está hoy muy acelerado. Yo ya cambié, me dice, ahora cuando tengo guardia y está todo tranquilo a las doce de la noche estoy durmiendo; antes a esa hora estaba tomando un café para ver qué joda surgía. Ahora quiero evitar las miles de oportunidades que te da este laburo y que no te da otro.

Hay más. Otra vez llegó otra paciente. Estaba claro que no tenía nada. Pero venía de zona sur, de Lanús, y nosotros estábamos en el hospital de Haedo. A qué viene de la concha de la lora, si yo no le podía ofrecer nada, ni café. Sólo sexo de parado porque después me tenía que ir a seguir trabajando. Son cosas insólitas. Como que no hay control. Si lo pensás un poco, decís esto no puede pasar, es cualquier locura. Otra vez, tuve que esconder a una mina en el mismo armario de los colchones porque empezaba una clase y se tuvo que quedar así cuarenta minutos oyéndola. Por suerte era un armario grande, estaba cómoda ahí adentro del ropero. Mariano no se lamenta ni se ríe de la pobre chica; es aséptico en su descripción, no cabía otra, parece decir, no nos podían ver saliendo del aula con una mina, me dice.

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