Guardapolvos (4 page)

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Authors: Martín de Ambrosio

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BOOK: Guardapolvos
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Después uno trabaja también con la fama. La fama de hijo de puta. Las minas te buscan porque saben que las vas a tocar bien, culear bien. Me pasó con una chica judía, también hija de paciente; no sé por qué yo pensaba que era inhibida. Una vez me subió al auto no sé con qué excusa y me llevó directo a un telo sin decirme nada. Estaba casada, sí. Y es que las casadas se liberan más.

Nunca nunca nunca me descubrieron. Pero éste es un estilo de vida que te cuesta igual la familia. Si volviera a nacer, no haría el mismo camino, es egoísta, punitivo. Sé que es una adicción, hice terapia durante muchos años. Creo que es un reflejo condicionado o algo genético porque le pasaba a mi abuelo, a mi padre y ahora le pasa a mi hijo, que es cuatro veces peor que yo. Y mi hija de 24 años es igual: en la fiesta de 15 la veías dar unos besos a su novio de entonces que yo decía ¡ésta es hija mía!, orgulloso. No es que quiera disculpar mi conducta pero está en los genes, necesito cambiar de pareja porque si no se me transforma en algo rutinario. Soy un enamorado de la mujer, dice como si pensara en uno de esos modelos eternos y únicos que pensaba el maestro de Aristóteles que no estuviera encarnada en ninguna mujer concreta. A la mujer la valoro, la idolatro, la venero, dice. Pero es paradójico porque en un momento me distraigo y aparece algo nuevo. Es parte de la adicción, me desespero por ver cómo son, su jadeo, su cuerpo (aunque a veces son unas pelotudas que más vale perderlas, se permite un matiz de duda, los límites del amor
alla
Platón).

He sido buen padre, viajé con ellos, con mis hijos, por todo el mundo y los veo muy seguido, pero he sido mal marido, lo sé.

Me dijo una cardióloga, rubia de ojos celestes: sos un negro feo pero sos muy sensual. Y a pesar de que me gusta mucho el adorno, lo previo, puedo coger hasta en el baño de un avión. Me acuerdo, una vez, vuelo 919 de Aerolíneas Argentinas con destino a Roma, con una visitadora médica. Hicimos después el amor en los canales de Venecia y hasta debajo de la Torre Eiffel, de noche no hay nadie. Mis encuentros eran 99,9% sexual pero cuando ella se enteró de que estaba casado, me dejó. Lloré como loco a mis 45 años, porque entre comillas te llegás a enamorar (
sic
: el Negro Ramos dijo «entre comillas, te llegás a enamorar»). Hoy sé diferenciar entre sexo, carne, y amor. Te das cuenta porque querés compartir cosas, viajar hasta el fin del mundo, extrañarla, desearla. Tuve relaciones duraderas porque me gusta el afecto, tener actividades culturales, cenas, ir al teatro.

El Negro Ramos sigue hablando. El escéptico de enfrente le cree. Por momentos. Duda, arriesga hipótesis acerca de los detalles, pero cree que a grandes rasgos está ante un discurso verídico, alguien tiene que ser efectivamente así y quiso el destino que yo pudiera oírlo, que lo encontrara. Es el azar el que hace disipar cualquier duda. El recoleto bar frente a la estación comienza a llenarse hacia mediodía y aparece una mujer rubia, coqueta, más bien flaca, de alrededor de 60, quizás un poco menos. Lo ve al Negro y se le ilumina la cara. El cronista ya sabe —no hay que ser demasiado intuitivo— que él la pasó por las armas; o ella; o los dos —vaya uno a saber— se armaron y desarmaron más de una vez y repetidas veces.

Ella es kinesióloga; el Negro me la presenta. Qué tal cómo te va, me dice ella con una sonrisa mucho pero mucho menos sonrisa que las que le prodiga al Negro. ¿Así que le estás contando anécdotas del consulín?, pregunta, retórica. Consulín, consultorio y bulín, me explica. Hablan luego un rato entre ellos, que a ver cuándo nos juntamos, que cómo está Jimena (¿Qué Jimena? ¿Cómo qué Jimena? ¡Tu mujer, tarado!), que no sé qué del trabajo. De repente se dan cuenta de que hay alguien más en la mesa, que yo también estaba ahí. El Negro, sin dejar de mirarla, le pregunta te acordás de cuando te ponía patas arriba, dice y hace el gesto de levantarla para poner a la misma altura el ombligo de ella y la boca de él, mientras me relojea.

Pero ella con una sonrisa espléndida que la rejuvenece veinte años y contando, le dice Negro, yo no sé nada, de qué me hablás, yo recién te conozco, pero se ríe para que la mentira quede bien clara. Enseguida sigue, relajada: te acordás cuando me fui a Mar del Plata sólo para encontrarme con vos, Negro, subí a toda mi familia, marido, hijos, al auto, y después nos encontrábamos de noche en la playa, yo salía con cualquier excusa. Sí, completa él, divertido, quería estar desnudo, hacer el amor y que la arena me entrara por todos lados. Siempre fuiste un Negro pervertido, dice ella sin el menor reproche. Soy sexuado, no sexópata, trata de aclarar él (sin importarle la contradicción con la parte de su discurso en que señalaba que su mal es, digamos, genético; para poder ser caratulado de inimputable). Veámonos, reclama ella antes de irse al almuerzo con aburridos compañeros de trabajo, no puede ser que vivamos tan cerca y no nos veamos. ¿Cenamos? Dale, cenemos una noche cualquiera.

Ella se va y él sigue hablando como si nada. Pero el cronista dice: parecía una escena preparada. ¿Le darías ahora? Hmmm, no sé, la veo un poco viejita, no sé, no sé, a mí me motivan más las jóvenes, dice el Negro. Y recalca que es poco, o muy poco, frecuentador de putas; me encanta la seducción aunque es más peligrosa, dice.

Las palabras —la imaginación, la fantasía— son otras claves dice el Negro, para quien el sildenafil (Viagra) es una ayuda en caso de que quiera impresionar bien a una pareja nueva, y en eso no es distinto a muchos inexpertos inseguros jóvenes. Anotá, me dice: «reina, diosa, hermosa, deliciosa», todo eso les digo y corto papelitos y pongo iniciales de esas palabra «re-dio-her-de», entonces ya saben de qué les hablo, así como encriptado todo. Y después el otro extremo, hija de puta, putita, cómo te gusta, y todo lo demás que se me ocurra, lo que me permite en los SMS mezclar todo. Es la fantasía por un lado y lo corporal por el otro. Me tomo mi tiempo para hacerles masajes por todo el cuerpo; y me gusta ponerles durazno. Qué. ¡Durazno al natural es algo que siempre tengo en la heladera! Corto trocitos y los voy deslizando por el cuerpo de ellas, hasta que se los introduzco por delante y por detrás, no sé si me entendés, y sin hacer demasiado esfuerzo, apenas soplando un poquito para que entre. Y no te preocupes que eso después sale solo, qué sé yo, cuando se están duchando.

Como te decía, no me arrepiento de nada. Lo que sí es que si volviera a nacer —repite y ahora hace un desarrollo de la idea anterior—, si volviera a nacer trataría de hacer terapia antes. ¿Antes? ¿Antes de qué? Antes de dar rienda suelta a esto de disfrutar sin ver el futuro. Uno a tu edad no mira a 30 años y no piensa en envejecer con la misma mujer. El camino que tendría que haber hecho es tener una pareja y alguna amante periódica como hace la mayoría de mis amigos. Dice. Porque cada vez que yo conocía más mujeres, más quería a la mía, en mi hogar, tranquila; a mí me gusta mi casa. Pero lo que me pasó es que en algún momento, sin llegar a descubrirme, mi esposa se dio cuenta de mi doble vida. Y ahí se me complicó todo. Te digo algo: mientras estuve casado, no me enamoré de ninguna otra.

Todo ese disfrutar cuesta por todos lados. En lo económico me cuesta US$ 100.000 porque mi ex mujer no quiere vender la casa en la que vive con mis hijos y ésa es la parte que me corresponde. Mis hijos además están de su lado, te pasan la factura por todas las que hiciste. El placer provoca un destrozo material, moral, social muy grande. Yo sé bien qué es la muerte por episodios muy cercanos que tuve, pero te juro que lo de mi mujer es aún más difícil. Me terminé de divorciar hace muy poco luego de 20 años de separación de hecho. Todo esto, el dolor, el sufrimiento, la sensación de pérdida son más que las dosis de goce efímero que tuve. Si pudiera dar cátedra de viveza, les diría que cuiden su hogar; si disminuye el sexo, vean cómo arreglarlo, hagan terapia, algo, hasta les sugeriría que tuvieran una aventura pero no quiebren el matrimonio. Hice tres años de terapia para mejorar esta faceta negativa de mi vida. El psiquiatra me decía que pusiera mi libido en otra cosa. Pero yo le explicaba que era un tipo que viajaba, que jugaba al tenis, al fútbol, que estudié y estudio, que llevé a mis hijos de viaje a Europa, a Estados Unidos, a Brasil, que trabajo mucho, que soy docente. Hago de todo, me va bien con mi pequeño consultorio suburbano, cada vez mejor. Conozco el mundo, mi vida es intensa, pero extraño lo que me falta. No es miedo a la soledad. Es otra cosa.

De la historia del Negro Ramos, de lo que me supo contar aquella mañana triste, excitada, sólo falta transcribir un episodio swinger, que podría no ir en el libro, pero que ya que estamos incluiremos como una especie de posdata a las líneas que lo narran.

Una vez fui a un lugar swinger, dice el Negro, y estuve un mes torturado. No puede ser, yo tengo hijos, dice que pensaba y así se flagelaba. No pude ahí, ahí delante de la gente, en un lugar de Capital proclive al intercambio de fluidos y parejas en un ambiente semi público. Me tuve que ir al baño, no pude intercambiar, me tuve que ir al baño y lo hice con mi pareja ahí. Me dejó mal, te vuelve loco algo así, tan animal.

Y ahí se va el Negro, satisfecho con su vida, desgarrado.

En los Estados Unidos cada tanto algún caso de conducta inapropiada de los médicos cobra relevancia pública y la opinión se escandaliza. En 2007, un médico reconocido, de 77 años, que incluso había fundado un hospital del área de Baltimore, confesó haber tenido contactos sexuales inapropiados con una misma paciente, unas cien veces. La historia tiene detalles por demás escabrosos y arranca en 1966, cuando la paciente tenía 18 años y él, de nombre Morton Ellin, prestigioso por esos años hasta la caída final, el doble. Ahí, en la oficina o en la sala del hospital donde atendía Ellin, tuvieron relaciones sexuales de un modo continuado. Durante años. ¿Por qué ella nunca lo denunció si es que no quería? Sencillo, la mujer, que estaba bajo tratamiento psiquiátrico debido a un intento de suicidio, creía que debía someterse para que el médico no pusiera en su historia clínica nada que la llevara a que la encerraran en un hospital psiquiátrico; y no es que se le ocurrió que Ellin podía hacer una cosa así, sino que él la amenazaba con eso. Durante el juicio, que comenzó 41 años después del primer acceso carnal, hasta se dijo que Ellin le inyectaba cierta medicación para adormecerla antes de fornicarla. Ellin reconoció que las aproximadamente cien veces que tuvieron «inapropiado contacto sexual» fueron entre 1972 y 1979 y, no se sabe debido a qué pregunta hecha en el Juzgado, reconoció sexo extramatrimonial (oh, sí, el hombre era casado) con otra mujer en su oficina y con una enfermera del Hospital General del Condado de Baltimore durante la misma época. Morton Ellin era especialista en medicina familiar, como Amalia (mi entrevistada algunos capítulos más adelante), es decir, dedicado a tener todos los indicios de qué tipo de enfermedades sufren los parientes para estar atentos a qué predisposición —por ejemplo, desde lo genético— tiene cada uno y así tratar de evitarlas. Volveremos sobre casos similares en otros capítulos. Pero como muestra basta un Morton Ellin de botón.

1
.
Aunque probablemente la versión definitiva del juramento hipocrático sea bastante posterior, responsabilidad de Galeno en el siglo II.

EL CADÁVER Y LA NOVIA

«Rubiecita, tontita, calentadora.»

En el chat

—Acá te mando el link de la nota en
Ñ
sobre el premio Bad Sex Award al mal sexo en una novela. Este año se lo dieron a Jonathan Littell. La novela se llama
Las benévolas
. Mirá lo que escribió:

Su vulva estaba opuesta a mi cara. Los pequeños labios se salían levemente de la carne pálida y convexa. Su sexo me miraba, me espiaba como la cabeza de un Gorgón, como un cíclope quieto cuyo ojo nunca parpadea. Poco a poco la mirada me penetró hasta la médula. Mi respiración se aceleró y estiré mi mano para esconderla: yo ya no podía verla pero ella todavía me veía a mí, y me desnudó completamente (aunque ya estaba desnudo). Si sólo pudiera endurecerme nuevamente, pensé, y usar mi miembro como una estaca endurecida por el fuego y rendir ciega a este Polifemo que me convertía en un Nadie. Pero mi pija se mantenía inerte y yo parecía estar convertido en piedra. Estiré mi brazo y enterré mi dedo mayor dentro de este ojo sin límite. Las caderas se movieron levemente, pero eso fue todo. Lejos de lanzarlo, todo lo contrario, lo había abierto aún más, liberando la mirada del ojo escondido. Entonces tuve una idea: saqué mi dedo y arrastrándome con mis antebrazos empuje mi frente contra esta vulva, presionando mi cicatriz contra el hoyo. Ahora era yo que miraba hacia adentro, descubriendo las profundidades de este cuerpo con mi radiante tercer ojo mientras que su tercer ojo irradiaba y nos quedamos mutuamente ciegos: sin moverme, acabé en un inmenso chapoteo de luz blanca mientras que ella gritaba: «¿Qué estas haciendo? ¿Qué estas haciendo?» Y me reí en voz alta —la esperma aún desparramándose de mi pene, alegremente— y mordí fuertemente su vulva para tragármela entera y mis ojos por fin se abrieron, claros, y vi todo.

—Y, sí, ese párrafo al menos es horrible, está muy pensado, y nadie coge pensando (creo), o al menos no mucho…

—Jajajaja. Interesante la hipótesis de que nadie coge pensando. Otro día la seguimos.

—Es verdad, no me había dado cuenta: la voy a tener que usar en el libro.

—Igual te la refuto y justamente no por mí. Hay mucha gente que coge pensando y otra que directamente piensa de una manera que sólo piensa garchando. Otra gente que se «eleva» a un más allá donde no hay tiempo ni espacio y sólo existe «eso», hay otra gente que simplemente coge, como come o se baña. En fin, 'ta luego.

—…

—Y ponete las pilas que no quiero que te den ese premio a vos.

Alberto es médico, pero también es un intelectual. Y, en tiempos en que los médicos han dejado de ser hombres de genio (antes, claro, las mujeres no estaban incorporadas masivamente a la profesión), personas que son como los viejos humanistas, poca gente ha leído tanto y conoce tanto la condición humana como él. Distraído, en una cena me contó algo de lo poco, según él, que le pasó y que podría sumarse a estas crónicas. También me explicó algunas razones posibles para el estado de desenfreno que viven algunos colegas. Lo hizo con un brillo en la mirada, achinando apenas los ojos, mientras un barbado amigo a su lado los cerraba al unísono como forzando el recuerdo de los años de guardia que pasaron. Se sabe, las guardias son cosa de jóvenes —y he ahí otra posible clave estrictamente hormonal, fisiológica, para explicar frenéticos encuentros—, y pasados los cincuenta, o bordeándolos, como mis amigos de esa noche de wok de pollo, son más un recuerdo que una necesidad imperiosa. Te vas de las guardias y se acaba todo. Ahí pasa más del 90% de la actividad sexual, me dicen por si hiciera falta.

El agotamiento y la cercanía con la muerte tienen que ver con el aumento de la libido, comenta Alberto y lo mira a su amigo y a mí alternativamente, apenas encorvado por los años. Llega un momento en que el sexo es tan necesario y tan banal como un vaso de agua (podría haber agregado: para un sediento en el desierto, pero no se trata de alguien con la metáfora fácil). Es como una ducha; ahí está la necesidad corporal. Y te voy a poner un ejemplo. Habla y elige las palabras, quiere ser preciso con su recuerdo y con la gramática y los conceptos. Lo logra.

Yo tenía una cercanía con una mujer en la guardia. Dormimos juntos un año. Me decía que me diera vuelta para que no la viera a la hora de cambiarse, por ejemplo. Éramos buenos compañeros. Yo la miraba igual, obviamente, me atraía, pero no busqué forzar nada, consciente de los límites que ella ponía, me parecía bien. Nunca tuvimos sexo; nadie nos creía porque dormíamos juntos, pero la verdad es que no. Hasta que un día tuvimos una guardia fatal. Se nos murió una chica de 28 años. Entró en UTI (unidad de terapia intensiva) a las doce de la noche. Afuera estaban su marido y dos hijos pequeños. No pudimos hacer mucho. Tuvo un paro cardíaco y fibriló. Se nos murió al Cacho Pérez y a mí. Esa noche. Ella me dijo, tenemos que coger, qué vamos a hacer. Y es que se dio cuenta de eso, de nuestra finitud, de que no tiene sentido que vos tengas mujer y yo marido. Tampoco es que importa tanto al día siguiente. Sigue la vida común.

Después me contó más cosas, Alberto. Hay una pequeña historia, me escribió, muy menor que me sucedió a mí y que te sintetizo. Una madrugada asistí a una paciente con un cuadro muy grave, edema agudo de pulmón. Anduvo muy bien y luego la seguí semana tras semana. La mujer era una gorda divina que nos traía la cena todos los viernes a la guardia de la unidad coronaria. Venía con su hija, de unos 25 años, casada. Sus maridos, el de la madre y el de la hija, se quedaban afuera. La mujer nos ponía la mesa con mantel y cocinaba cosas exquisitas, incluido el postre. Todo se fue dando de manera que la madre me hizo entender que su hija era parte del homenaje. Desde ese momento, y por muchos meses, cada viernes la mujer y su hija venían con la comida. Mientras la señora preparaba la mesa y organizaba la cena yo me encerraba con su hija en el cuarto de la unidad coronaria. Los dos maridos, el de la señora y el de la hija, aguardaban en la sala de espera durante dos o tres horas. Rara forma de agradecimiento, ¿no?

Aunque éste no era claramente el caso, para muchos el sexo es trascendental. O al menos puede serlo. Después de una buena dosis de (buen) sexo, la vida puede cambiar. Uno queda atado a la otra persona, al menos de momento; si tenemos (mala) suerte, eso puede durar unos meses, unos años, la vida. Pero hay que pensar, hay que imaginar, que para muchos puede ser algo menor, algo más chico que una anécdota. Algo que no merece repetirse ni contarse, ni siquiera entre los amigos en un asado. Ni entre las amigas, después de un martini o una caipiroska. Nadie dice hoy me até los cordones, fue muy interesante, apoyé los dedos sobre la lengua de la zapatilla, rocé el índice de la mano izquierda con el índice y el pulgar de la derecha, sentí escalofríos, creo que me enamoré.

Le pregunto a un amigo de Alberto si tiene alguna historia para contarme. Me dice que no, que en el hospital de La Plata donde era residente nunca pasó nada. Bueno, salvo que los jueves les tocaba la revisación de todas las putas de la zona. Y siempre había alguna que agradecía más efusivamente que otra.

Otra médica —nacida en el interior argentino, recibida de pediatra en la UBA, que ejerce en la propia Buenos Aires y a la que llamaremos Graciela— refuerza la idea de que la cercanía a la muerte, la muerte inminente, es clave para un cierto estado chacotón de los médicos (tan clave como lo es la conciencia de finitud humana para la existencia misma del arte). Sobre todo en algunos servicios en particular.

Dice: En el área de terapia intensiva pediátrica están todos locos. Eso pensé cuando fui por primera vez durante el período de la rotación. Es un área con acceso muy restringido a los padres, no más de un par de veces por día; el resto del tiempo, están sólo con médicos y enfermeras. Todo el tiempo haciendo chistes, los más escatológicos que te puedas imaginar, sin parar. Están alucinados, pensaba, qué les pasa. Durante la primera semana ahí la pasé muy mal, casi no podía soportar ver a los chicos en ese estado, moribundos, sufriendo mucho; y los otros de gran farra. De a poco me fui convirtiendo en uno de ellos, una médica más que hace los mismos chistes, dice las mismas cosas y se ríe igual. Comencé a comportarme como ellos. Ésa es la forma de abstraerse, dice, de disociar lo que hacés y decís de lo que está pasando ahí a tu lado. Si no, el sufrimiento te consume y no podés servir a los fines propios, no hacés lo que tenés que hacer.

Graciela, que busca salvar la vida de estos niños, tampoco es santa; al menos, según ciertos cánones (que posiblemente no sean los míos). Fue ella la que me explicó cómo había que hacer para tragar el semen. No es desagradable su gusto, me explica; el problema a mi modo de ver tiene relación con la textura, que es un poco pegajosa. Como se te va hacia el paladar y mucho no se disuelve en saliva, lo que hay que hacer es formar especies de bolitas y mandarlas hacia el buche, tragar sin más, como si fuera una pastilla gorda, un ibuprofeno que calma el dolor, y no tuvieras agua a mano para empujarla.

En la misma conversación, le comenté que no está claro para qué sirve el orgasmo desde el punto de vista evolutivo. Se enojó muchísimo.

Como hipótesis que parafrasea a John Lennon: la vida es aquello que hacemos como evasión para poder tolerar la vida (y su finitud); por ahí pasa, por ese entresijo, por las grietas, donde no está la acechanza de Dios sino soportando una autoconciencia durísima, inaceptable, intolerable si no fuera por las descargas, por los chistes, por el vino, por las drogas, por esas caricias. El ser humano está todo el tiempo haciendo chistes en la trinchera, riéndose de la condición humana mientras esquiva balas y reza para que no le lancen una granada, pidiendo fuego para el cigarrillo en el medio de la noche aún a riesgo de delatarse y morir la muerte de Saki. No en vano la guardia es calificada como la primera trinchera de la medicina.

Claro que la cercanía a la muerte no hace a todo el mundo moralmente superior. Como la historia que se cuenta en el Hospital Italiano de un médico que no tuvo más opción que hacer el amor con la acompañante de un paciente, que creía moribundo, justo al lado de donde agonizaba el tipo. Con tal mala suerte que el señor se recuperó de la muerte. Y de las primeras cosas que dijo al regresar de su estupor, si es que había regresado, fue: ustedes dos, ustedes hicieron el amor al lado de mi cama. Un desagradecido, además de un indiscreto: quién sabe si esa entrevisión de regocijo vital, en medio de la turbia percepción de la enfermedad, no fue lo que lo trajo de nuevo al mundo de los que están más vivos que muertos.

Sea con chistes o con actitudes en apariencia descarnadas, frías, es finalmente bueno que el médico se aparte del sufrimiento de su paciente, del modo que fuese. Ayuda a que pueda actuar con celeridad sin pensar en el malestar ajeno al punto de quedar paralizado y sin reacción positiva. Un estudio con imágenes cerebrales del equipo que comanda el investigador francés Jean Decety, director de un laboratorio en la Universidad de Chicago, confirmó que, en efecto, los médicos sienten menos empatía por el dolor de sus pacientes de lo que podrían. Lo que es indudablemente bueno, agregan. Decety y compañía encontraron —luego de mostrar imágenes de gente lastimada por una aguja u otro elemento cortante— que a ellos no se les «prenden» las mismas áreas cerebrales que se activan ante la sensación de tener empatía, sufrir con el otro cuando el otro no la está pasando tan bien. El trabajo fue publicado en la revista
Neuroimage
y ahí Decety escribe que «si no logran una adecuada regulación de la emoción, la repetida exposición al sufrimiento de los otros hace a los profesionales de la salud más sensibles al estrés crónico, al
burn-out
y a la fatiga por compasión» y que al no tener que manejar su propia respuesta al dolor quedan liberados los necesarios «recursos cognitivos» para la asistencia. Sensibles, abstenerse.

Desde luego, es algo que cambia con las especialidades. La frialdad de un cirujano o un anestesista puede agradecerse pero la calidez es bien útil para los pediatras, gerontólogos y algún clínico (¿o alcanza con que la simulen?).

Hacia el final de 2010, Decety —junto con el concurso de investigadores agrupados en el Instituto de Neurología Cognitiva, Ineco, de Buenos Aires— encaraba una serie de investigaciones similares con médicos argentinos, así que pronto habrá más noticias para este o algún otro boletín.

Cristina

Está un poco nerviosa, Cristina (Cris). Le contaron un poco de qué iría la entrevista y dio mil vueltas hasta aceptarla, que no tengo mucho para contar, que es algo divertido si es entre amigos, entre gente que conoce quiénes son cada uno de los involucrados, que no le va a interesar a nadie. Trato de convencerla sin presionarla. Después de todo, puede que tenga razón, que su historia sea banal, o más banal que las otras, (¿pero quién le dijo que no serían estas historias, las banales, justo las que estoy buscando? También me pregunto yo en este momento si busco historias comunes o extraordinarias). Finalmente acepta. Cris es alta y tiene una figura envidiable a sus 35, 36 o quizá 37 años. Le digo qué me propongo y le menciono la palabra «mito». Se ríe al responder; casi todas sus respuestas, hasta las que rondan lo trágico, serán matizadas con risas, risitas y risotadas (no siempre lo aclararé al transcribir la historia para no abrumar). Ella es así. El mito vamos a no desmitificarlo, me dice. Es correcto lo que se dice de las guardias. Claro que no es algo que se cumpla a rajatabla y en todas y cada una de ellas, y a veces toda la joda consiste en pasarse dos horas charlando con una amiga. Depende también de cuánto trabajo haya. A veces no tenés tiempo ni para comer ni para ir al baño por el modo en que tenés que correr de un paciente a otro.

Cris se especializa en diagnóstico por imágenes y nació en un pueblo a un par de cientos de kilómetros de Buenos Aires. Llegó a estudiar y se quedó; se está por comprar un departamento en Barrio Norte con un crédito a veinte años. En las guardias pasa desde un poco hasta todo, me dice, para que me imagine qué quiere decir «poco» y qué quiere decir «todo». A medida que transcurra la charla se irá soltando y su lenguaje comenzará a enriquecerse y se hará más explícito. Justo lo que necesitaba. Las casi dos horas de charla son bien descriptivas pero con poca teorización de por qué sucede lo que sucede en las guardias. Aunque arranca con una idea: mi hipótesis es que el ambiente propicia todo, me dice; no es lo mismo una oficina que un lugar donde tenés disponible la cama, donde dormís uno al lado del otro y si hay piel es más fácil. Oigo la expresión «tener piel» que va a usar un par de veces más y la noto un tanto anacrónica. Me sorprendo verificando que ya casi no se usa, de hecho nadie me la había dicho y eso que cuando la vi a Cris llevaba unas veinte entrevistas con médicos; tampoco recuerdo —o prefiero no recordar— cuándo fue la última vez que la oí por fuera de la investigación para este libro. Ahora se usa, aunque no con exageración, «tener química» para explicar las atracciones fatales y en principio inexplicables, irracionales; desconozco si la reemplazó otra expresión o ya no se recurre a ese concepto.

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