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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

Gusanos de arena de Dune (34 page)

BOOK: Gusanos de arena de Dune
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Kiria seguía apretando, mientras Murbella trataba de respirar. Bloqueando el dolor de sus dedos rotos, golpeó las palmas con fuerza contra las orejas de Kiria. La mujer se tambaleó y Murbella aprovechó para sacarle su ojo derecho con un índice retorcido, dejándole la cara cubierta de sangre y una sustancia gelatinosa.

Kiria se apartó, encogiéndose, tratando de ponerse en pie, pero Murbella la siguió con un torbellino de patadas y golpes. Sin embargo, su oponente no estaba derrotada. Kiria estampó su talón contra el esternón de Murbella y luego asestó un golpe lateral en el abdomen. Algo se rompió por dentro; Murbella notaba el daño, pero no sabía hasta qué grado sería grave. Echando mano de sus reservas de energía, apartó a Kiria con el hombro.

La Honorada Matre enseñó los dientes, dejando ver las encías ensangrentadas. Concentrándose, Kiria reunió todas sus fuerzas para golpear, sin preocuparse por su ojo destrozado. Pero cuando apoyó el pie, resbaló con un charco de sangre de la silla-perro. Esto le hizo perder el equilibrio por un momento… lo suficiente para darle la ventaja a Murbella. Sin dudar, la madre comandante le asestó un golpe tan fuerte que se partió la muñeca… junto con el cuello de Kiria. Su oponente cayó muerta al suelo.

Murbella se tambaleó. Janess corrió a su lado, con expresión preocupada, para ayudar a su madre, a su superiora. Murbella levantó un brazo. Su muñeca rota colgaba con flacidez, pero consiguió controlar el gesto de dolor de su rostro.

—Puedo mantenerme en pie sin ayuda.

Algunas de las Reverendas Madres más jóvenes se habían replegado contra la pared de la cámara, con los ojos desorbitados y expresión intensa.

Murbella deseaba con toda su alma dejarse caer en el suelo junto a su víctima, dejar que el agotamiento y el dolor tomaran el control. Pero no podía permitírselo… no con tantas Reverendas Madres mirándola. No debía dar muestras de debilidad, sobre todo ahora.

Recuperando el aliento, apurando sus últimas chispas de resistencia, Murbella habló con voz neutra.

—Ahora me iré a mis alojamientos y me curaré. —Y, en voz más baja, añadió—: Janess, que me envíen de la cocina una bebida energética regeneradora. —Lanzó una mirada despectiva al cadáver de Kiria, luego miró a Janess, Laera y las impresionadas espectadoras de la sala—. ¿O alguna de vosotras quiere retarme aprovechando mi desventaja? —Con gesto desafiante, levantó su muñeca rota. Nadie aceptó el reto.

Herida por dentro y por fuera, Murbella no recordaba muy bien cómo consiguió llegar a sus alojamientos. Caminaba muy despacio, pero no quiso aceptar la ayuda de nadie. Las otras Reverendas Madres, viendo su determinación, la dejaron en paz.

Cuando llegó a su habitación la bebida de especia ya le estaba esperando.
¿Cuánto he tardado en llegar aquí?
Un sorbo y ya sintió la energía resurgir por todo su cuerpo. Bendijo en un murmullo a Janess; su hija había pedido una bebida especialmente potente.

Tras dejar dicho que no la molestaran, Murbella cerró con llave su puerta y se terminó el resto de aquel poderoso bebedizo. Reforzó las reparaciones internas que ya había iniciado, tanteando con delicadeza para comprobar el alcance de los daños. Finalmente, permitiendo que el dolor inundara sus sentidos, Murbella evaluó lo que Kiria le había hecho. El grado de los daños internos la asustó. Nunca en un desafío había estado tan cerca de perder.

¿Se congregarán el resto de Reverendas Madres bajo mi mando… o empezarán a olfatear mi debilidad como hienas hambrientas?

Murbella no podía permitirse perder el tiempo ni la energía peleando contra su gente. Quedaban muy pocas después de la epidemia. ¿Y si los Danzarines Rostro volvían a infiltrarse en la Hermandad? ¿Es posible que alguno de ellos, adiestrado en alguna técnica exótica de lucha, se hiciera pasar por una oponente Honorada Madre y la matara? ¿Y si algún Danzarín Rostro se convertía en la madre comandante de la Hermandad? Desde luego, si eso pasaba, todo estaría perdido.

Se recostó en su lecho, cerró los ojos y se sumió en un trance curativo. El tiempo era fundamental. Tenía que recuperar fuerzas. Las fuerzas de Omnius habían localizado su mundo y pronto llegarían.

49

Todo hombre tiene una sombra… algunos más oscura que otros.

El Canto de la Shariat

Mientras Yueh estaba bajo arresto y era interrogado, se produjo un nuevo acto de sabotaje.

Las hermanas Bene Gesserit convocaron al pasaje en el gran auditorio para una reunión de emergencia. Garimi parecía especialmente agitada; Duncan Idaho y Miles Teg estaban alerta. Scytale, siempre como extranjero, observaba con mirada concentrada. ¿Qué habría pasado ahora?
¿Me culparán a mí?

¿Era peor que el asesinato de otro ghola y su tanque axlotl? ¿Había muerto alguien más? ¿Habían soltado otra reserva de agua al espacio, mermando los nuevos suministros conseguidos en Qelso? ¿Stocks de especia contaminados? ¿Cubas de alimentos destruidos? ¿Habían hecho daño a los siete gusanos cautivos?

El tleilaxu se recostó en su asiento, observando a la riada de personas que llegaban desde los corredores y tomaban asiento formando grupos con amigos o compartiendo su opinión con otros. La tensión se palpaba en todos ellos. Más de doscientas personas se reunieron allí, la mayoría intrigadas, alarmadas, asustadas. Solo unas pocas censoras permanecían en secciones aisladas con los niños más pequeños nacidos durante el viaje; otros ya eran lo bastante mayores para que los trataran como a adultos.

El Bashar hizo el anuncio personalmente.

—Unas minas explosivas han desaparecido de la armería. Ocho de las ciento doce que hay… desde luego, suficiente para dañar gravemente la nave.

Tras un breve silencio, las conversaciones se reanudaron en un sinfín de susurros, exclamaciones y acusaciones.

—Las minas —repitió Teg—. En Casa Capitular fueron colocadas en el exterior de la nave como mecanismo de autodestrucción por si Duncan o algún otro trataba de llevársela. Y ahora ocho de ellas han desaparecido.

Sheeana se situó junto al Bashar.

—Yo desactivé esas minas personalmente para que la nave pudiera escapar. Quedaron guardadas bajo llave, y ahora han desaparecido.

—Si no están, es posible que las hayan arrojado al espacio…

O que las hayan colocado en el casco de la nave como bombas de relojería —dijo Duncan—. Sospecho que se trata de esto último, y que nuestro saboteador tiene nuevos planes para nosotros.

El rabino se lamentó en voz alta.

—¿Veis? Más incompetencia. Tendría que haberme quedado en Qelso con el resto de los míos.

—Tal vez las robó usted —espetó Garimi.

El hombre la miró horrorizado.

—¿Te atreves a acusarme? ¿A un hombre santo de mi posición? Primero Yueh dice que le manipulé para que matara al ghola, ¿y ahora tú insinúas que he robado unos explosivos? —Scytale veía perfectamente que aquel anciano frágil no podría haber levantado ni una de aquellas pesadas minas, no digamos ocho.

—Yueh ha estado bajo la vigilancia constante de Thufir Hawat y la mía propia —dijo Teg—. Incluso si él mató al bebé ghola y al tanque, no puede haber robado las minas.

—A menos que tenga un cómplice —dijo Garimi, y sus palabras suscitaron una nueva oleada de murmullos.

—Descubriremos quién las cogió. —Sheeana atajó los murmullos—. Y dónde las ha escondido.

—Hemos oído promesas similares en los últimos tres años —siguió diciendo Garimi lanzando una mirada significativa a Teg y Thufir—. Pero nuestra seguridad ha sido totalmente ineficaz.

Paul Atreides estaba sentado en una de las primeras filas, cerca de Chani y Jessica.

—¿Tenemos la seguridad de que esas minas han desaparecido hace poco? ¿Con qué frecuencia se comprueba la armería? Quizá Liet-Kynes o Stilgar se las llevaron para su guerra contra las truchas de arena sin avisar.

—Tendríamos que evacuar la nave —dijo el rabino—. Buscar otro planeta, o regresar a Qelso. —Su voz vaciló—. Si las brujas no hubierais… Si no os hubierais… llevado a Rebecca, ahora yo podría estar a salvo con mi gente. Podríamos habernos instalado todos allí.

Garimi frunció el ceño.

—Rabino, durante años ha alentado la disidencia con sus argumentos hirientes y destructivos sin ofrecer alternativas.

—Yo solo digo lo que veo. Esas minas robadas son solo el último de una serie de actos de sabotaje. Si después de morir otros cuatro tanques axlotl mi Rebecca sigue con vida es solo por casualidad. Y ¿quién ha dañado los sistemas de soporte vital, los tanques con las reservas de agua? ¿Quién ha contaminado las cubas de algas y ha destruido las esterillas de filtración del aire? ¿Quién echó ácido en las junturas de la ventana de observación en la cámara de los gusanos de arena? Hay un criminal entre nosotros y cada vez es más temerario. ¿Por qué no le habéis encontrado? Scytale guardaba silencio y escuchaba el debate. Todos temían que hubiera nuevos incidentes y que las minas robadas destruyeran o dañaran de modo irreparable la gran nave.

El tleilaxu no tenía duda de que tarde o temprano las sospechas recaerían sobre él debido a su raza, pero podía demostrar su inocencia. Tenía registros de laboratorio, imágenes de seguridad, una coartada sólida. Y sin embargo, alguien tenía que haber cometido aquellos actos de sabotaje.

Cuando la agotadora reunión se disolvió, el rabino pasó ante Scytale apresuradamente, diciendo que pensaba quedarse velando a Rebecca.

—¡Para asegurarme de que nadie más trata de matarla!

Y cuando pasaba, Scytale percibió el olor habitual del rabino, tenue y extraño, con un toque sutilmente distinto.

Instintivamente, Scytale emitió un silbido apenas audible en una complicada melodía que recordaba de muy lejos en sus vidas pasadas. El rabino no hizo caso y se alejó. Scytale frunció el ceño, no muy seguro de haber notado una momentánea vacilación en el anciano.

50

Dios es Dios, y a Él corresponde únicamente dar la vida. Si ni siquiera Dios tiene la suficiente fuerza para sobrevivir, entonces no nos queda más que la desesperación.

El Canto de la Shariat

En Rakis toda investigación llevaba a los mismos resultados. Solo unas bolsas insignificantes de su ecosistema habían sobrevivido. El planeta estaba vacío, y sin embargo parecía tener la voluntad de vivir. Contra todo pronóstico y toda ciencia, Rakis seguía aferrándose a una atmósfera escasa, a unos penachos de humedad.

Los endurecidos prospectores de Guriff aceptaron encantados las provisiones que Waff y los hombres de la Cofradía les ofrecieron como gesto de buena voluntad. El motivo por el que Waff hizo esto fue principalmente que lo dejaran en paz mientras conducía sus inocuas «investigaciones geológicas». Los prospectores eran abastecidos de forma irregular por naves de la CHOAM que iban a comprobar su trabajo, pero Guriff no tenía ni idea de cuándo volvería la siguiente nave. El maestro tleilaxu tenía suficiente comida empaquetada del crucero para años, si es que su cuerpo deteriorado aguantaba tanto tiempo.

Por encima de todo, quería cuidar de sus gusanos.

Tal como esperaba, los prospectores pasaban los duros días y noches concentrados en sus excavaciones, con la esperanza de encontrar el legendario tesoro de melange del Tirano. Vehículos de exploración se enfrentaban al clima hostil para llegar a las regiones polares cargados de sensores y sondas, mientras los hombres hacían pequeñas perforaciones de prueba, buscando infructuosamente vetas de especia. La inmensa partida de material que le había proporcionado el crucero de Edrik incluía un vehículo terrestre con una base ancha que podía desplazarse incluso por el terreno más escarpado. Cuando los prospectores partieron, Waff llamó a sus cuatro hombres de la Cofradía para que le ayudaran. Sin ojos curiosos que pudieran vigilar, cargaron con grandes dificultades los largos tanques llenos de arena en el vehículo terrestre. Waff saldría en un peregrinaje a la tierra yerma y calcinada que en otro tiempo fuera un mar de dunas.

—Liberaré a los especímenes personalmente. No necesito vuestra ayuda. —Y les ordenó que volvieran a la tiendas de supervivencia de paredes rígidas—. Quedaos y preparad la comida… y aseguraos de seguir los preceptos adecuados. Les había dado instrucciones precisas al respecto—. Cuando deje libres a los gusanos, volveré para hacer una celebración.

No quería que Guriff y sus hombres ni ninguno de aquellos indignos ayudantes de la Cofradía estuvieran presentes en un momento tan sagrado y privado. En el día de hoy restituiría el Profeta a Rakis, al planeta al que pertenecía. Ataviado con ropas protectoras, introdujo las coordenadas y se alejó con los dos largos acuarios en la parte posterior del vehículo. Fue en dirección este, hacia el cielo naranja y rojizo del amanecer.

Aunque allí el paisaje estaba calcinado, erosionado e irreconocible, Waff sabía exactamente adónde iba. Antes de viajar a Rakis, había rescatado los viejos mapas y, dado que los destructores de las Honoradas Matres habían alterado el eje magnético del planeta, había recalibrado cuidadosamente los mapas en órbita. Tiempo ha, el Mensajero de Dios le había llevado deliberadamente al sietch Tabr. Debía de ser un lugar sagrado para los gusanos, y a Waff no se le ocurría un lugar más apropiado para soltar a aquellas criaturas blindadas y mejoradas. Se dirigió hacia allí.

La luz de aquel cielo velado por el polvo bañaba el suelo vitrificado de extraños colores. Waff notaba que los gusanos se agitaban en los tanques, impacientes por volver al desierto. A casa.

En el crucero, Waff había estado observando a aquellas criaturas inquietas, calibrando su crecimiento en el laboratorio. Sabía que los gusanos eran peligrosos, y que un confinamiento prolongado en tanques pequeños les chupaba la fuerza. Incluso en condiciones cuidadosamente controladas, no había sido capaz de replicar un entorno óptimo, y los especímenes se habían debilitado. Algo estaba mal.

Pero se sentía lleno de esperanza. Ahora que estaba allí, todo volvería a ir bien. ¡El sagrado Rakis! Solo rezaba para que el herido planeta dunar pudiera lograr lo que un maestro tleilaxu no podía y ofreciera algún inefable beneficio a los gusanos, al Profeta.

Cuando Waff llegó a la llanura y vio la roca fundida, recordó la línea de peñascos erosionados que había servido de protección a la ciudad fremen subterránea. Detuvo el vehículo. Una corteza vitrificada —granos de roca fundidos por las explosiones de unas armas incomprensibles— cubría lo que antes era arena. Pero los gusanos sabrían lo que tenían que hacer.

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