Gusanos de arena de Dune (50 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Gusanos de arena de Dune
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—Vayamos a la cubierta de carga, sí. —Sheeana cogió al muchacho de la mano y fueron apresuradamente por los corredores y elevadores hacia los niveles inferiores.

Cuando ya se acercaban a las grandes puertas, Sheeana oyó un sonido ensordecedor procedente del interior. Los gusanos estaban enfervorecidos y se lanzaban desde un extremo de la cámara contra las paredes.

Para cuando llegaron a la puerta de acceso, el joven Leto parecía a punto de desmoronarse.

—Tenemos que entrar —dijo con el rostro sofocado—. Los gusanos… necesito hablar con ellos, tranquilizarlos.

Sheeana, que nunca había tenido miedo a los gusanos, vaciló, temiendo que en aquel estado su integridad física o la de Leto estuvieran en peligro. Pero el muchacho manipuló los controles y las puertas selladas se deslizaron hacia el lado. Un aire seco y caliente les golpeó el rostro. Leto entró en las dunas, con arena hasta las rodillas, y Sheeana se apresuró a seguirle.

Cuando el muchacho levantó los brazos y gritó, los siete gusanos se lanzaron hacia él como predadores, con el más grande —Monarca— a la cabeza. Sheeana intuía su furia, su necesidad de destruir… pero algo le decía que su ira no estaba dirigida contra ellos. Las criaturas se elevaron sobre las arenas ante los dos humanos.

—Las máquinas pensantes están fuera —le dijo Sheeana a Leto—. Los gusanos… ¿lucharán por nosotros?

El muchacho tenía un aire desdichado.

—Me seguirán si yo les marco el camino, pero yo mismo no sé cuál es el camino.

Mientras lo miraba, Sheeana se preguntó de nuevo si aquel muchacho podía ser el kwisatz haderach último, si era el eslabón que Omnius se había saltado. ¿Y si Paul Atreides solo era una pieza más en el duelo final entre el hombre y la máquina?

Leto se sacudió, tratando visiblemente de darse ánimos.

—Pero mi yo anterior, el Dios Emperador, tenía una enorme presciencia. Quizá previó esto y preparó a las bestias. Yo… confío en ellas.

En este punto, los gusanos se agacharon, como en una reverencia. El cuerpo de Leto se meció, y los gusanos se mecieron con él. Por un momento las paredes de la cámara parecieron retroceder, y las dunas se extendieron al infinito. El techo desapareció en una vertiginosa nube de polvo. De pronto, todo volvía a estar claro.

Leto contuvo el aliento y gritó:

—¡La Senda de Oro viene a mi encuentro! Es hora de soltar a los gusanos… aquí y ahora.

Sheeana intuía que sus palabras eran ciertas y supo lo que tenía que hacer. Los sistemas aún estaban programados para obedecer sus instrucciones.

—Las máquinas han desactivado las armas y los motores, pero puedo abrir las compuertas de la cámara de carga.

Ella y Leto corrieron a los controles del pasillo, donde Sheeana introdujo la orden. La maquinaria zumbó y se forzó. Y entonces, con un fuerte ruido, una abertura apareció en las largas paredes. Desde el pasillo, los dos vieron las inmensas puertas inferiores deslizarse a lado y lado, como unos dientes apretados que alguien intenta separar por la fuerza.

Toneladas de arena se derramaron al exterior, e impulsaron a los gusanos como arietes a las calles de la capital mecánica.

73

La presciencia no desvela absolutos, solo posibilidades. La mejor manera de saber exactamente qué depara el futuro, es experimentarlo en tiempo real.

P
RINCESA
I
RULAN
,
Conversaciones con Muad’Dib

Un duelo no tiene sentido. —El barón miró a su alrededor con el ceño fruncido—. Es un derroche. Naturalmente, estoy convencido de que mi querido Paolo derrotaría a este advenedizo, pero ¿por qué no conservar a los dos kwisatz haderach, Omnius?

—Solo quiero al mejor —contestó la supermente.

—Y no podríamos estar seguros de controlarlos a los dos mientras luchan por sobresalir con sus nuevos poderes —apuntó Erasmo.

—El que gane el duelo recibirá la ultraespecia —anunció Omnius—. Cuando el ganador la consuma, tendré a mi kwisatz haderach definitivo. Y entonces podré terminar con esta estupidez e iniciar el verdadero trabajo de rehacer el universo.

Chani no quitaba la mano del brazo de Paul.

—¿Cómo sabes que uno de los dos es vuestro kwisatz haderach?

—Quizá os habéis equivocado —dijo Yueh, y el joven Paolo le lanzó una mirada furiosa.

—¿Por qué iba yo a cooperar si gano? —dijo Paul, pero el eco enfermizo de sus visiones recurrentes ahogó sus protestas. Intuía lo que iba a pasar, al menos una parte.

—Porque tenemos fe. —El barón, paradigma de lo impío, se rio de su propio chiste, pero nadie más rio.

Paolo hacía dibujos en el aire con la punta de su cuchillo.

—¡Yo tengo la daga del Emperador! Ya fuiste apuñalado con ella en una ocasión.

—No volverá a pasar. Este es mi día de gloria. —Pero Paul mismo notaba el tono quebradizo en sus palabras comedidas, la vulnerabilidad que había detrás de su bravuconería. No podía evitar aquel duelo, estaba claro, y no estaba seguro de querer hacerlo. En su mente, apartó los inquietantes flashes de su visión. Aquella versión perversa de sí mismo debía ser extirpada como un cáncer.

Había llegado la hora. Paul trató de concentrarse para el combate. Besó a Chani, sin apenas verla. La daga de diente de gusano parecía perfectamente equilibrada en su mano. Paul había practicado con ella en la no-nave y sabía luchar.

No conoceré el miedo. El miedo mata la mente.

El joven Paolo apretó los labios en una sonrisa tensa.

—¡Me parece que tú también has tenido las visiones! Ves, otra cosa en la que nos parecemos.

—He tenido muchas visiones. —
Afrontaré mi miedo.

—No como estas. —La sonrisa de suficiencia de su oponente era enloquecedora, irritante. Paul trató de no vacilar en su determinación. No le daría a Paolo la satisfacción de mostrar miedo o vacilación.

Unos robots de platino aparecieron y llevaron a los observadores humanos a los lados de la extensa sala. El barón se situó detrás de Khrone, y sus ojos se movían inquietos entre el joven Paolo y la tentadora dosis de ultraespecia. Se humedeció sus gruesos labios con avidez, como si quisiera probar un poco.

En la zona de combate de la sala, Paul estaba en posición, a unos dos metros de Paolo. Su enemigo se pasó la daga de una mano a otra y sonrió, enseñando sus dientes blancos.

Paul se tranquilizó, recordando todas las lecciones importantes que había aprendido: las actitudes Bene Gesserit, la instrucción prana-bindu, el aprendizaje del control muscular y los rigurosos ejercicios de ataque que Duncan y el Bashar habían enseñado a todos los niños ghola.

Paul le habló a su miedo:
Permitiré que pase sobre mí y a través de mí.

Todo culminaría allí. Paul confiaba en que si estaba a la altura y ganaba, sus poderes de kwisatz haderach aflorarían y podría derrotar a las máquinas pensantes. Pero si ganaba Paolo… no, no quería pensar en eso.

—Usul, recuerda el tiempo que pasaste entre los fremen —le gritó Chani desde el lado de la sala—. ¡Recuerda cómo te enseñaron a luchar!

—¡No recuerda nada de todo eso, zorra! —Paolo sesgó el aire con el cuchillo del Emperador, como si cortara una garganta invisible—. Y en cambio yo he recibido entrenamiento completo, soy una máquina de combate.

El barón aplaudió, pero solo un poco.

—A nadie le gustan los fanfarrones, Paolo… a menos, claro está, que ganes y demuestres a todos que solo estabas exponiendo un hecho.

Paul se negaba a dejar que sus visiones le dominaran.
Yo soy el kwisatz haderach. Desafío a mis visiones. Lucharé, y estaré en todas partes a la vez.

El joven Paolo debía de estar pensando lo mismo, porque saltó sobre él como una víbora. Sorprendido por el inicio repentino del duelo, Erasmo apartó su lujosa túnica a un lado y se quitó rápidamente de en medio. Por lo visto, su idea era marcar las normas del enfrentamiento, pero Paolo prefería una pelea.

Paul se dobló hacia atrás como un junco y la hoja del cuchillo del Emperador pasó silbando a un centímetro de su cuello. El joven Paolo rio con desprecio.

—¡Solo estoy calentando! —Levantó la daga en alto, mostrando las manchas rojo óxido—. Yo te llevo un paso de ventaja, porque este cuchillo ya está ensangrentado.

—Es más sangre tuya que mía —dijo Paul por lo bajo. Y avanzó moviendo el crys como en una danza.

El ghola más joven respondió imitando los movimientos de Paul, como si entre ellos hubiera una conexión telepática inconsciente. Él golpeó hacia el lado y Paul se movió hacia el otro. ¿Sería aquello una forma de presciencia, prever inconscientemente cada golpe, o es que los dos conocían y reproducían exactamente las técnicas de lucha del otro? Habían recibido un entrenamiento completamente distinto, una educación distinta. Y sin embargo…

Concentrándose en el duelo, Paul empezó a notar un zumbido de estática en los oídos. Al principio oía palabras de apoyo, jadeos, gritos de preocupación de su madre y de Chani, pero los bloqueó.

¿Tendría el potencial de convertirse en el kwisatz haderach que Omnius buscaba? ¿Quería serlo? Había leído la historia, sabía el sufrimiento y el derramamiento de sangre que Paul Muad’Dib y Leto II habían provocado como kwisatz haderach. ¿Qué intentarían las máquinas con un kwisatz haderach aún más poderoso? Una parte de Paul que le seguía vedada ya tenía la capacidad de ver donde nadie más veía… en el pasado de hombres y de mujeres.
¿Qué otros poderes yacen ocultos en mí? ¿Tendré el valor de averiguarlo? Si gano este duelo, ¡qué me pedirán las máquinas pensantes!

Se sentía como un gladiador de la vieja Tierra probando su valía en la arena. Y tenía una debilidad fatal: Omnius tenía a Chani, a Jessica, Duncan y tantos otros como prisioneros. Si Paul recuperaba sus recuerdos, los sentimientos que le unían a ellos serían más fuertes.

Evidentemente, así es como Omnius pretendía obligarle a cooperar si ganaba el duelo. Su amor por ellos aumentaría, y ellos sufrirían por su culpa. Dado que la supermente informática tenía mucha más paciencia que ningún humano, las máquinas podían torturar y matar a los prisioneros con impunidad, tomar muestras de piel y desarrollar nuevos gholas. ¡Una y otra vez! Quizá Erasmo recuperaría a su hermana Alia, a su padre, el duque, o a Gurney, a Thufir. Los mataría, los resucitaría, los volvería a matar. A menos que Paul Atreides, el kwisatz haderach, cediera a sus exigencias, las máquinas pensantes convertirían su vida en un infierno interminable. O eso pretendían.

Ahora entendía el dilema de su destino. Y una vez más se vio muriendo en un charco de sangre. Quizá había cosas que no se podían cambiar. Pero si de verdad era un kwisatz haderach, tendría que ser capaz de superar técnicas tan mezquinas.

Siguió luchando con apasionamiento, lanzándose a una vorágine sudorosa. Paolo le golpeó con los pies y la atacó con la daga del Emperador. Paul se agachó, rodó y el ghola más joven saltó sobre él. La hoja de su cuchillo golpeó con fuerza en lo que habría sido una cuchillada mortal, pero Paul se escurrió hacia el lado en el último segundo.

La hoja le desgarró la manga, dejando una línea de sangre en su hombro izquierdo, y fue a chocar contra el suelo de piedra. Paolo a duras penas logró controlar el mango, porque el impacto le provocó una fuerte sacudida en la muñeca.

Desde el suelo, Paul deslizó los pies hacia el lado y golpeó a su rival por debajo. Tenía la ventaja de ser físicamente más fuerte que su oponente de doce años. Paul aferró a su contrincante de la muñeca y se incorporó, pero Paolo cerró los dedos en torno al brazo con que Paul sujetaba el crys y no permitió que se lo clavara. Paul empujó, aprovechando su mayor fuerza para llevarlos a los dos hacia la reluciente fuente de lava.

—¡No eres muy… innovador! —El aliento del ghola más joven era jadeante, mientras se resistía y Paul trataba de repelerlo. El calor de la fuente se propagaba en todas las direcciones. Si arrojaba a Paolo en aquel metal incandescente, ¿se estaría matando a sí mismo o salvándose?

Paul veía a su oponente claramente, y no podía odiarlo. En el fondo, los dos eran Paul Atreides. Paolo no era malo de forma innata, pero las cosas malas que le habían hecho le habían corrompido, las cosas que le habían enseñado, y no eran cosas que hubiera hecho por voluntad propia. Paul no dejó que su compasión por su rival le debilitara. Si lo hacía, Paolo no dudaría en matarle y proclamarse vencedor. No, Paul —porque él era Paul— lucharía con cada fibra de su ser para salvar el futuro de la humanidad.

Omnius y Erasmo observaban sin aclamar a ninguno de los dos contrincantes. Aceptarían al que venciera. Los huesos de oliva de los ojos ensombrecidos de Khrone no manifestaban ninguna emoción. El barón miraba con el ceño fruncido. Paul no quería mirar hacia Chani o su madre.

La fuente de lava expulsaba calor. El cuerpo sudado de Paul estaba cada vez más pegajoso. El ágil Paolo utilizó esto en su favor. Se retorció y la mano de Paul empezó a resbalar. De pronto, en el borde mismo de la fuente, el más joven se dejó caer de rodillas.

Paul quiso compensar y perdió el equilibrio. Golpeó a su oponente en el estómago, pero el joven Paolo había recurrido ya a nuevas reservas. Cuando Paul levantó su crys con la mano sudada, Paolo alzó un brazo sosteniendo la empuñadura dorada de su daga para golpear a Paul en la base de la mano con que este sujetaba su cuchillo. Los tendones se crisparon en un acto reflejo, el crys se le escapó, cayó contra el borde de la fuente y acabó en el estanque fundido.

Adiós.

Con la fuerza de la visión dominante, más intensa que la conciencia de que iba a morir, Paul comprendió lo que tendría que haber visto desde el principio:
Yo no soy el kwisatz haderach que Omnius quiere. ¡No soy yo!

El tiempo pareció detenerse. ¿Era aquello lo que el bashar Teg sentía cuando se aceleraba? Pero Paul Atreides no podía moverse más deprisa que los acontecimientos que le rodeaban. Le tenían atrapado y lo apretaban como el abrazo de hierro de la muerte.

Con una mueca venenosa, Paolo giró la daga en un arco perfecto y, con una exquisita lentitud, llevó la punta contra el costado de Paul. Y la hundió entre sus costillas, sin dejar de empujar, clavándola en su pulmón hasta llegar al corazón.

Luego Paolo sacó el arma mortífera y el tiempo recuperó su ritmo normal. Desde muy lejos, Paul oía a Chani gritar.

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