Gusanos de arena de Dune (48 page)

Read Gusanos de arena de Dune Online

Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Gusanos de arena de Dune
7.76Mb size Format: txt, pdf, ePub

—La ciudad entera es un ser vivo y pensante —dijo Paul—. Toda ella es una máquina adaptable y cambiante.

Por lo bajo, su madre citó:

—«No crearás una máquina a semejanza de la mente humana».

En las paredes de los edificios aparecieron unos altavoces y una voz simulada repitió con tono burlón las palabras de Jessica.

—«No crearás una máquina a semejanza de la mente humana». ¡Qué superstición tan anticuada! —La risa sonó como si la hubieran grabado en otro lugar, distorsionada, y volvió a repetirse—. Estoy impaciente por que nos encontremos.

Los robots escolta los guiaron al interior de una estructura enorme con paredes centelleantes, arcadas y espacios cerrados que semejaban a parques. Una espectacular fuente de lava vertía penachos de un líquido escarlata y caliente a un cuenco templado.

En medio del gran salón de la catedral, un anciano y una anciana los esperaban, ataviados con ropas amplias y cómodas. En aquel recinto cerrado, lo cierto es que no tenían un aspecto muy amenazador.

Paul decidió no esperar a que sus captores empezaran con sus juegos.

—¿Por qué me habéis traído aquí? ¿Qué queréis?

—Quiero ayudar al universo. —El anciano bajó los pulimentados escalones de piedra—. Estamos en el juego final del Kralizec, un punto de inflexión que cambiará el universo para siempre. Todo lo que ha sido llegará a su fin, y todo cuanto sea en el futuro sucederá bajo mi tutela.

La anciana explicó:

—Pensad en el caos que ha existido en los milenios de civilización de los humanos. ¡Sois unas criaturas tan desordenadas! Las máquinas pensantes podríamos haber hecho un trabajo mucho más eficiente y limpio. Sabemos de vuestro Dios Emperador, de la Dispersión, de los Tiempos de la Hambruna.

—Al menos él impuso la paz durante tres mil quinientos años —añadió el anciano—. No iba desencaminado.

—Mi nieto —dijo Jessica—. Lo llamaban el Tirano por las difíciles decisiones que tomó. Pero ni siquiera él hizo tanto daño como las máquinas pensantes durante la Yihad Butleriana.

—Atribuyes las culpas muy a la ligera. ¿Fuimos nosotros quienes causamos ese daño y destrucción o fueron humanos como Serena Butler? Es un tema para un debate. —De pronto, la anciana se desprendió de su disfraz como un reptil que cambia la piel. El rostro de metal líquido del robot, ahora varón, mostraba una amplia sonrisa—. Desde el principio las máquinas y los humanos hemos estado enfrentados, pero solo nosotros somos capaces de contemplar el amplio abanico de la historia, solo nosotros podemos entender lo que hay que hacer y encontrar una forma lógica de hacerlo. ¿No es ese un análisis válido para vuestro legendario Kralizec?

—Solo es una interpretación —dijo Jessica.

—La interpretación correcta. En estos momentos estamos atareados en la necesaria labor de arrancar las malezas del jardín… una buena metáfora. Las malas hierbas no pueden apreciarlo, y quizá la tierra quedará algo alterada por un tiempo, pero al final el jardín habrá mejorado enormemente. Las máquinas y los humanos no son más que la manifestación de un conflicto que vuestros antiguos filósofos ya registraron, la batalla entre el corazón y la mente.

Omnius conservó su forma de anciano, puesto que no tenía otra manifestación física familiar.

—En el Imperio Antiguo, muchos de los vuestros están tratando de crear una última barrera defensiva ante nosotros. Es inútil, mis Danzarines Rostro se han asegurado de que sus armas no funcionen. Incluso vuestras máquinas de navegación están bajo mi control. Mi flota se está acercando a Casa Capitular.

—Nuestra nave no ha tenido contacto ni con la Cofradía ni con Casa Capitular desde antes de mi nacimiento —dijo Paul con tono desdeñoso. Señaló a Chani, Jessica y Yueh, todos ellos gholas nacidos en la nave—. Ninguno de nosotros ha estado nunca en el Imperio Antiguo.

—Entonces permite que te lo muestre. —Con un ademán de la mano, el anciano desplegó una compleja imagen holográfica donde se veía hasta dónde había llegado su inmensa flota. Paul se sintió perplejo por la magnitud de la conquista y la devastación. Y no creía que la supermente estuviera exagerando sus logros. No tenía necesidad. Cientos de planetas ya habían sido destruidos o esclavizados.

—Afortunadamente —dijo Erasmo con voz tranquilizadora esta guerra pronto habrá acabado.

El anciano se acercó a Paul.

—Y ahora que te tengo, no hay ninguna duda sobre el resultado. La proyección matemática dice que el kwisatz haderach cambiará la batalla del fin del universo. Y dado que yo te controlo a ti y al otro, terminaremos con este conflicto ahora.

Erasmo se adelantó para examinar a Paul, como un científico examina un valioso espécimen. Sus fibras ópticas se encendieron.

—Sabemos que llevas el potencial en tus genes. La cuestión es determinar cuál de los Paul Atreides será el mejor kwisatz haderach.

70

El optimismo puede ser la mejor arma de la humanidad. Sin él jamás intentaríamos lo imposible que, contra todo pronóstico, a veces funciona.

M
ADRE
COMANDANTE
M
URBELLA
, discurso ante la Hermandad

Sin destructores ni sistemas de navegación, las naves humanas yacían con sus panzas blancas como víctimas esperando el sacrificio a todo lo largo de la línea de defensa que habían establecido.

A bordo de su nave insignia, la madre comandante Murbella gritaba órdenes, mientras el administrador Gorus exigía un milagro a sus subordinados. A través de las pantallas del puente de navegación, Murbella veía las naves de las máquinas pensantes pasar de largo junto a los lastimosos aparatos de la Hermandad, de camino a Casa Capitular. Una escena similar debía de estar produciéndose en los cien puntos clave de la línea de frente, sistemas habitados que ahora estaban indefensos ante el golpe de gracia. Su apuesta había fracasado estrepitosamente.

Su responsabilidad le pesaba, responsabilidad ante la humanidad, ante el resto de la Hermandad, ante su largamente perdido Duncan. ¿Vivía aún, se acordaba de ella? Ya habían pasado casi veinticinco años. Murbella tenía que hacer aquello… por él, por sí misma, o por todos los que habían logrado sobrevivir hasta ahora en aquella epopeya.

Sin dejar que su ira instintiva de Honorada Matre tomara las riendas, Murbella se volvió hacia Gorus. Lo sujetó por la parte delantera de su amplia túnica y lo sacudió con tanta fiereza que la trenza le azotó el rostro.

—¿Qué otras armas tiene vuestra Cofradía?

—Algunos proyectiles, madre comandante. Armas de energía. Artillería ofensiva estándar… pero eso sería un suicidio. ¡Solo los destructores nos habrían permitido asestar un golpe mortal al Enemigo!

Murbella lo soltó de un empujón, disgustada, y él trastabilló y cayó al suelo.

—¡Esto es una misión suicida! ¿Cómo se atreve a amilanarse cuando sabe que no tenemos alternativa?

—Pero… madre comandante… ¡sería un desperdicio, de nuestras vidas, nuestra flota!

—Es evidente que el heroísmo no es su fuerte. —Se volvió hacia un hombre de la Cofradía de expresión dócil y utilizó el poder de la Voz Bene Gesserit con él, por si acaso—. Preparaos para lanzar los destructores. Cubrid el espacio con ellos. Quizá los saboteadores se saltaron alguno.

El hombre manipuló sus controles de armamento, sin molestarse apenas en elegir objetivos. Lanzó diez destructores, luego otros diez. Ninguno de ellos estalló, y las naves de las máquinas seguían llegando.

—Ahora disparad todos los proyectiles estándar que tengamos —dijo Murbella en voz más baja—. Y cuando agotemos nuestro armamento convencional, utilizaremos las naves como arietes. Lo que tengamos.

—Pero ¿por qué, madre comandante? —dijo Gorus—. Podemos replegarnos y reagruparnos. Buscar otro modo de luchar. ¡Al menos podremos sobrevivir!

—Si hoy no vencemos, no podremos sobrevivir. Puede que nos superen en número, pero aún podemos eliminar una parte de su flota. ¡No pienso abandonar sin más Casa Capitular!

Gorus se puso en pie torpemente.

—¿Con qué propósito, madre comandante? Las máquinas encuentran reemplazo enseguida.

Mientras ellos hablaban, otros destructores salieron al espacio.

Por el momento, todos eran una estafa.

—La idea es demostrarles que aún podemos luchar. Eso es lo que nos hace humanos, lo que nos da un valor. No permitiré que la historia cuente que abandonamos Casa Capitular y tratamos de escondernos de la confrontación final entre la humanidad y las máquinas pensantes.

—¿La historia? ¿Y quién quedará para registrar la historia?

Seis pequeñas naves que plegaban el espacio aparecieron con una separación de tres minutos y se dirigieron velozmente a la zona de batalla informando sobre los otros grupos del frente. Transmitían mensajes urgentes y pedían nuevas órdenes de la madre comandante.

—¡Nuestros destructores no funcionan!

—Todos los sistemas de navegación se han desactivado.

—¿Cómo debemos luchar ahora, madre comandante?

Ella contestó con voz fuerte y firme.

—Lucharemos con todo lo que tengamos.

En ese momento, un destello fabulosamente intenso se extendió al menos entre cincuenta de las naves enemigas, pulverizándolas en un arco expansivo que hizo estremecerse las cubiertas de las naves más alejadas de la Cofradía. Murbella se quedó sin aliento, luego rio.

—¡Veis! ¡Uno de los destructores funcionaba! Disparadlos todos.

Para su sorpresa, a su alrededor de pronto el espacio empezó a centellear y chisporrotear, y vomitó cientos de naves gigantes. No eran defensores humanos.

Al principio Murbella pensó que las máquinas habían enviado una nueva flota, pero no tardó en reconocer el emblema de los cascos. ¡Cruceros de la Cofradía! Salían del tejido espacial desde todos los lados y rodearon la primera oleada de naves mecánicas.

—Administrador, ¿por qué no nos había dicho nada? —Murbella hablaba con voz crispada—. ¡Debe de haber un millar de naves!

Gorus parecía tan perplejo como ella.

Una atronadora voz femenina sonó por las líneas de comunicación que unían las naves de Murbella.

—Soy el Oráculo del Tiempo y traigo refuerzos. Los compiladores matemáticos corrompieron muchas naves de la Cofradía, pero mis navegantes controlan estos cruceros.

—¿Navegantes? —El administrador de pelo blanco jadeó consternado—. Pensábamos que todos habían muerto por falta de especia.

El Oráculo habló con voz poderosa y fluctuante.

—Y mis naves… a diferencia de las construidas por los traicioneros fabricadores de Ix, cuentan con todo su armamento. Nuestros destructores funcionan como deben. Los extrajimos de antiguas naves de Honoradas Matres y los ocultamos para nuestra defensa. Y ahora vamos a utilizarlos.

Murbella sintió que se sofocaba. Ya sospechaba que las Honoradas Matres rebeldes poseían muchos más destructores de los que se encontraron. ¡Así que los navegantes los habían estado ocultando todo el tiempo!

La flota invasora de Omnius cambió su posición en respuesta a la llegada de los refuerzos, pero las máquinas no comprendían la magnitud del oponente al que ahora se enfrentaban. No reaccionaron a tiempo cuando los cruceros del Oráculo escupieron deslumbrantes soles en una cadena de explosiones, como supernovas en miniatura. Cada bola incineradora de luz pulverizó grupos enteros de complacientes naves enemigas.

Aunque las fuerzas invasoras se apresuraron a defenderse, su respuesta fue ineficaz, como si sus controles hubieran sido desconectados. La supermente había revisado su plan repetidamente, estableciendo actuaciones de contingencia para posibles giros en los acontecimientos. Pero Omnius no había previsto aquello.

—Las máquinas pensantes han sido mis enemigos jurados durante mucho tiempo —dijo el Oráculo con su voz etérea.

Mientras Murbella miraba con gran satisfacción, destructores dirigidos con precisión eliminaron incontables naves enemiga. ¡Ojalá las Honoradas Matres hubieran utilizado sus armas contra las máquinas pensantes cuando tuvieron ocasión! Pero aquellas mujeres nunca se unieron frente a su enemigo común. En vez de eso, guardaron sus armas robadas y utilizaron su poder destructivo entre ellas, contra planetas rivales. ¡Qué desperdicio!

Las detonaciones, cada una lo bastante potente para calcinar un planeta, golpearon la línea de frente de naves enemigas. Una docena de cruceros se adentró velozmente en el sistema planetario para perseguir a las naves que ya habían entrado en la órbita de Casa Capitular.

—Haremos lo que podamos en los otros planetas que están en la línea del frente —dijo el Oráculo—. En el día de hoy heriremos al Enemigo.

Y, antes de que pudiera asimilar lo que estaba pasando, Murbella vio que la oleada inicial de naves de las máquinas pensantes había quedado reducida a escombros. Y que ella supiera, no habían tenido ocasión de lanzar ni un disparo contra las defensas de la humanidad.

Algunos de los cruceros desaparecieron, plegando el espacio para dirigirse a los otros puntos inutilizados de la defensa. Allí, liberarían sus destructores y de nuevo saldrían en busca del Enemigo. Por toda la línea del frente, allí donde Murbella había situado sus grupos de combate, los navegantes del Oráculo atacaban y desaparecían…

—¡Consígueme una línea de comunicación! —espetó Murbella al administrador Gorus—. ¿Cómo podemos hablar con vuestro Oráculo del Tiempo?

Gorus estaba perplejo por lo que había visto.

—No se puede pedir una audiencia con el Oráculo. Ninguna persona viva puede iniciar un contacto con ella.

—¡Nos acaba de salvar la vida! ¡Deja que hable con ella!

Con una expresión escéptica, el administrador señaló con el gesto a los otros hombres de la Cofradía.

—Podemos intentarlo, pero no le prometo nada.

El hombre de túnica gris se puso a toquetear los controles de comunicación, hasta que Murbella lo apartó.

—¡Oráculo del Tiempo… quienquiera que seas! Unamos nuestras fuerzas para eliminar a las máquinas pensantes.

Un largo silencio fue su respuesta, ni siquiera estática. Murbella se desanimó. Gorus le dedicó una mirada de superioridad, como si hubiera sabido en todo momento que aquello pasaría. Murbella vio que una segunda oleada de naves enemigas se acercaba ahora que el ataque inicial había sido abortado. Y estas no pasarían a su lado burlonamente sin disparar.

Other books

Into the Darkness by K. F. Breene
Fatal Disclosure by Sandra Robbins
What if I Fly? by Conway, Jayne
Buried Alive! by Gloria Skurzynski
February Fever by Jess Lourey
The Cassidy Posse by D. N. Bedeker
Nip 'N' Tuck by Kathy Lette