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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Ha llegado el águila (20 page)

BOOK: Ha llegado el águila
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—Bueno, aquí estamos.

El paisaje era increíblemente llano; se extendía hasta las distantes dunas de arena y el mar del Norte. Gericke bajó del coche; la lluvia procedente del mar le mojó con suavidad y le dejó un sabor a sal. Caminó por el borde de la pista y la fue golpeando con la punta del pie hasta que un fragmento de hormigón se quebró y salió despedido.

—La hizo construir un magnate naviero de Rotterdam para su uso particular hace diez o doce años —dijo Radl, que había bajado del coche y se le acercaba—. ¿Qué le parece?

—Nos harán falta los hermanos Wright. —Gericke miró hacia el mar, se estremeció y hundió las manos en los bolsillos del abrigo de cuero—. Qué desierto… El último lugar de la lista de Dios, me imagino.

—Y por lo tanto el más adecuado para nuestros planes —añadió Radl—. Y ahora, a trabajar.

Inició la marcha hacia el primer hangar, también custodiado por un policía militar acompañado de un perro alsaciano. Radl le hizo una seña y el hombre hizo deslizar una de las puertas correderas.

Dentro había humedad y hacía bastante frío. La lluvia se colaba por un agujero del techo. El avión de dos motores que estaba allí encerrado se veía solitario y como grotesco, completamente ajeno al lugar. Gericke se enorgullecía de que desde hacía mucho tiempo nada le podía sorprender. Pero no fue así esa mañana.

El aparato era un Douglas DC3, el famoso Dakota, quizás uno de los aviones de transporte mejores jamás construidos, el caballo de batalla de las fuerzas aliadas durante la guerra, como lo fuera el Junker 52 para las alemanas. Pero lo interesante era que tenía las insignias de la Luftwaffe en las alas y la esvástica en la cola.

Peter Gericke quería los aviones como algunos hombres quieren los caballos, con pasión profunda y constante. Se empinó sobre la punta de los pies y le tocó suavemente un ala. Su voz era muy suave cuando dijo:

—Oh, vieja belleza.

—¿Conocía este avión? —preguntó Radl, sorprendido por el gesto y la frase.

—Mejor que a ninguna mujer.

—Sabía que trabajó usted con la Compañía Aérea Landros de Brasil, desde junio a noviembre del 38. Fueron en total 930 horas de vuelo. Bastante para un joven de 19 años. Debe de haber sido una época difícil para volar.

—¿Por eso me escogieron?

—Todo está en su expediente.

—¿Dónde consiguió este aparato?

—Era un transporte del comando de la RAF. Abastecía a la resistencia holandesa hace cuatro meses. Uno de sus amigos nocturnos lo derribó. Sólo sufrió daños superficiales en los motores.

Creo que fue la bomba de gasolina. El observador estaba muy malherido, no podía saltar, así que el piloto prefirió hacer un aterrizaje de emergencia en una zona pantanosa. Desgraciadamente fue a dar muy cerca de un cuartel de las SS. Consiguió sacar a su amigo, pero no le dio tiempo para destruir el aparato.

La puerta estaba abierta y Gericke saltó adentro. Se instaló en la cabina, detrás de los controles y por un instante se sintió de vuelta en Brasil, con la jungla verde debajo, el Amazonas retorciéndose como una enorme serpiente de plata desde Manaos hacia el mar.

Radl se sentó a su lado. Sacó una pitillera de plata y ofreció a Gericke uno de sus cigarrillos rusos.

—¿Podría volar en uno de estos aparatos, entonces?

—¿Adónde?

—No muy lejos. Atravesando el mar del Norte hasta Norfolk.

Ida y vuelta. Nada más.

—¿Y qué voy a hacer, sólo dar una vuelta?

—Dejará caer dieciséis paracaidistas en Norfolk.

Gericke, atónito, aspiró el tabaco demasiado fuerte y profundo y casi se atragantó. El humo ruso le golpeó el fondo de la garganta.

Se rió, feliz.

—La operación León Marino, por fin. Pero ¿no cree que ya es un poco tarde para invadir Inglaterra?

—Esa zona del litoral carece de radar de baja altura —contestó Radl con calma—. No habrá problema alguno si se mantiene a un máximo de doscientos metros de altura. Vamos a preparar el avión, por supuesto, y le volveremos a pintar las insignias de la RAF en las alas. Si alguien les ve, pensará que se trata de un transporte de la RAF en vuelo de rutina.

—Pero ¿por qué? —dijo Gericke—. ¿Qué demonios van a hacer cuando lleguen allá?

—Eso a usted no le importa, amigo —le dijo Radl en tono firme—. Limítese a ser chófer de autobús.

Se levantó y salió del aparato. Gericke le siguió.

—Espere un momento. Quizás otro lo podría hacer mejor que yo.

Radl se encaminó al Mercedes sin responderle nada. Pero se detuvo junto al coche y se quedó mirando el aeropuerto, hacia el mar.

—¿Demasiado difícil para usted?

—No sea estúpido —le dijo Gericke, enfadado—. Sólo quiero saber en qué me estoy metiendo.

Radl se abrió el abrigo. Del bolsillo interior sacó el sobre con las preciosas órdenes y se lo pasó a Gericke.

—Lea eso —le dijo, tenso.

Gericke alzó la vista finalmente. Estaba pálido.

—¿Era tan importante? No me extraña que Prager estuviera tan turbado.

—Exacto.

—De acuerdo, ¿cuánto tiempo tengo?

—Aproximadamente cuatro semanas.

—Necesitaré a Bohmler, el observador de vuelo. Es el mejor navegante que me he encontrado hasta la fecha.

—Todo lo que necesite. Pídalo y punto. Pero debe mantener el más absoluto secreto, por supuesto. Le puedo dar una semana de vacaciones, si quiere. Después se quedará aquí en condiciones de extrema seguridad.

—¿Puedo probar el avión?

Si le parece indispensable hágalo, pero que sea de noche y a ser posible sólo una vez. Dispondremos de un equipo de los mejores mecánicos que tiene actualmente la Luftwaffe. Todo lo que necesite.

Estará a cargo de este aspecto de la operación. No quiero que fallen los motores por alguna absurda tontería mecánica cuando estén volando sobre Norfolk. Ahora volvamos a Amsterdam.

Exactamente a las 2.45 de la madrugada siguiente, Seumas O’Broin, un ovejero de Conroy, condado de Monaghan, luchaba por abrirse camino a casa a través de los pantanos. Y le estaba costando bastante.

Lo cual era comprensible, porque cuando se tienen 76 años los amigos propenden a desaparecer con monótona regularidad, y Seumas O’Broin regresaba a casa tras asistir al funeral de uno que acababa de desaparecer. Y el velatorio había durado diecisiete horas.

No sólo había tomado bebidas, como dicen los irlandeses de manera tan encantadora. Había consumido tales cantidades que realmente no sabía muy bien dónde estaba, si en este mundo o en el otro. Así pues, cuando lo que le pareció un gran pájaro blanco emergió de la oscuridad sobre su cabeza y cayó sin producir sonido alguno en el campo próximo, al otro lado de la cerca vecina, no sintió ningún miedo, sólo la mayor curiosidad imaginable.

Devlin hizo un aterrizaje perfecto. La maleta con los abastecimientos cayó primero, pues la llevaba amarrada con una cuerda de seis metros a su cintura; el golpe de la maleta le advirtió para estar preparado. Cayó una fracción de segundo después, rodó por las malezas del llano irlandés, se puso de pie en seguida y se liberó del paracaídas.

Las nubes se abrieron un momento y le permitieron, a la luz de la luna creciente, ver todo lo necesario para hacer rápidamente lo que tenía que hacer. Abrió la maleta, sacó un impermeable oscuro, una pequeña pala, un par de zapatos y una gran maleta Gladstone de cuero.

Cerca había una valla rota, una zanja. Cavó rápidamente un hoyo. Se quitó el traje de vuelo. Debajo llevaba un traje de tweed.

Pasó la pistola Walther, que llevaba en el cinturón de vuelo, al bolsillo derecho del pantalón. Se puso los zapatos y metió el traje de vuelo, el paracaídas y las botas en la maleta; luego arrojó la maleta al hoyo y apisonó rápidamente el suelo. Diseminó una capa de hojas secas y demaleza por encima y tiró la pala en la zanja.

Se puso el impermeable, cogió la maleta Gladstone y se volvió.

Frente a él estaba Seumas O’Broin, que le contemplaba, inclinado sobre la valla. Devlin se movió rápido, con la mano en la Walther.

Pero el aroma del buen whisky escocés, y el acento inconfundible del viejo le explicaron todo lo que necesitaba saber.

—¿Quién es usted, hombre o demonio? —preguntó el viejo granjero, pronunciando cada palabra separadamente—. ¿De este mundo o del otro?

—Que Dios nos salve, viejo, pero por su olor, si cualquiera de nosotros dos enciende un fósforo nos iremos en un santiamén al infierno. Y en cuanto a su pregunta, soy un poco de los dos mundos.

Un simple muchacho irlandés que ha inventado un nuevo modo de regresar a casa después de muchos años en el extranjero.

—¿Es eso verdad? —preguntó O’Broin.

—¿No se lo estoy diciendo?

El viejo se rió encantado.


Cead mile failte sa bhaile romhat
—dijo el irlandés—. Cien mil bienvenidas a casa para ti.


Go raibh maith agat
—le contestó Devlin, sonriendo—.

Gracias.

Tomó la maleta Gladstone, saltó la valla y empezó a caminar velozmente por el campo, silbando entre dientes. Era agradable volver a casa, aunque fuera por poco tiempo.

La frontera del Ulster, entonces como ahora, estaba completamente abierta para quien conociera la zona. Le bastaron dos horas y media de rápido caminar por senderos campestres para encontrarse en el condado de Armagh, sobre suelo británico. Un breve viaje en un carro repartidor de leche le llevó al mismo pueblo de Armagh a lasseis. Media hora más tarde, subía a un compartimiento de tercera clase del primer tren de la mañana a Belfast.

Capítulo 7

El miércoles llovió todo el día; por la tarde entró la niebla del mar del norte hacia los pantanos de Cley, Hobs End y Blakeney.

Joanna Grey salió al jardín después de comer, a pesar del mal tiempo. Estaba trabajando en su pequeña plantación de verduras, sacando patatas, junto a los frutales cuando crujió la puerta del jardín.
Patch
dio un leve aullido y salió disparado. Joanna se volvió y se encontró que al principio del sendero había un hombre de baja estatura, pálido, de anchos hombros, con impermeable negro con cinturón, tocado con una gorra de tweed. Llevaba una maleta Gladstone en la mano izquierda y tenía los ojos azules más destellantes que ella jamás hubiera visto.

—¿Señora Grey? —preguntó en voz baja, de acento irlandés—.

¿La señora Joanna Grey?

—Soy yo.

Sintió un nudo en el estómago por la excitación. Durante un momento perdió casi por completo la respiración.

—Voy a encender en el corazón una candela de comprensión que jamás podrá extinguirse —dijo Devlin y sonrió.


Magna est veritas et praevalet
.

—Grande es la verdad y prevalece —tradujo Devlin, siempre sonriendo—. Podré reponerme si me ofrece una taza de té, señora Grey. Ha sido un viaje infernal.

Devlin no había podido conseguir pasaje el lunes para cruzar desde Belfast a Heysham; la situación no estaba mejor en la ruta de Glasgow. Pero el consejo de un amistoso empleado le hizo viajar a Lame, donde tuvo más suerte y le dieron un pasaje para la mañana del martes, para cruzar en barco hasta Stranraer, en Escocia.

Las exigencias de los tiempos de guerra le obligaron a realizar un viaje interminable de Stranraer a Carlisle, donde cambió de tren y tomó el de Leeds. En esa ciudad tuvo que esperar varias horas, en la madrugada del miércoles, antes de conseguir pasaje a Peterborough, donde hizo el último cambio a un tren local que iba a Kings Lynn.

Todo esto se le paseaba por la mente cuando Joanna Grey regresó de la cocina donde preparaba el té y le dijo:

—Bueno, ¿cómo ha ido todo?

—No demasiado mal. E incluso sorprendente en más de un sentido.

—¿Qué quiere decir?

—Oh, la gente, el estado general de las cosas. No era como me lo esperaba.

Pensaba especialmente en el restaurante de la estación de Leeds, repleto toda la noche con viajeros de todo tipo, todos a la espera de un tren para algún sitio. El cartel de la pared decía, ironía curiosa en este caso: «Es más vital que nunca que usted se pregunte:

¿Es necesario este viaje?». Recordó el buen humor, el buen talante general, y lo contrastó con su última visita a la estación central de Berlín. Comparación desfavorable para esta última.

—Parecen muy seguros de que van a ganar la guerra —comentó mientras Joanna le traía la bandeja a la mesa.

—Es un paraíso de locos —le dijo ella, con calma—. No aprenderán nunca. Nunca han conseguido la organización ni la disciplina que el Führer le ha dado a Alemania.

Devlin recordó la Cancillería seriamente afectada por las bombas, tal como la acababa de ver, las enormes porciones de Berlín que eran simples amontonamientos de cascotes y desperdicios después de cada ofensiva aérea aliada, y se sintió casi obligado a señalar que las cosas distaban mucho de ser como en los buenos viejos tiempos. Pero tuvo la clara sensación de que una observación de ese tipo no sería bien recibida.

Así que se bebió el té y la miró mientras se acercaba a un aparador, lo abría y sacaba una botella de whisky. No podía sino maravillarse pensando lo que en realidad era esa mujer de rostro plácido y pelo blanco que vestía una falda perfecta de tweed y un par de botas Weilington.

Sirvió generosamente dos vasos y alzó uno en una especie de saludo.

—Por la Empresa Británica —dijo ella, con los ojos brillantes.

Devlin pudo haberle dicho que la Armada Invencible fue saludada con análogos epítetos, pero recordó lo que había sucedido a esa desventurada expedición y prefirió no decir nada de eso.

—Por la Empresa Británica —dijo solemnemente.

—Bien. —Dejó el vaso—. Ahora déjeme ver todos sus papeles.

Tengo que asegurarme de que tiene todo lo que necesita.

Sacó el pasaporte, los papeles del licenciamiento del ejército, un certificado de su supuesto jefe de unidad, una carta semejante del párroco y varios documentos relacionados con su situación médica.

—Excelente —dijo—. Todo está perfecto. Le diré lo que he conseguido aquí. Tiene trabajo al servicio del señor principal de la zona, Sir Henry Willoughby. Quiere verle tan pronto llegue, así que esto lo dejaremos listo hoy mismo. Mañana por la mañana le llevaré a Fakenham, un pueblo que queda a unos quince kilómetros de aquí.

—¿Y qué voy a hacer allí?

—Informar a la comisaría de policía. Le inscribirán como extranjero en un formulario que deben cumplimentar todos los irlandeses y les deberá entregar una foto de pasaporte; pero eso lo podemos conseguir sin problemas. Y necesitará cartilla del seguro, cédula de identidad, libreta de racionamiento y cupones para ropa.

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