Los enumeró con los dedos de la mano y Devlin sonrió.
—Eh, espere un momento. Me parece que se me va a complicar la cosa. Si contamos a partir del sábado próximo, estaré aquí sólo tres semanas; y me voy a marchar tan rápido y misteriosamente que creerán que nunca estuve aquí.
—Todas esas cosas son esenciales —dijo Joanna—. Todo el mundo las tiene; así que usted también. Sólo faltaría que un empleadillo de Fakenham o de Kings Lynn notara que usted carece de un documento o que no lo ha pedido, y solicite una investigación…, nadie sabe lo que podría suceder entonces.
—De acuerdo, usted manda. Hábleme de ese trabajo.
—Será el guarda de los pantanos de Hobs End. No puede ser un lugar más aislado. Hay allí una casa de campo que le será útil. No es perfecta, pero bastará.
—¿Y qué se espera que haga allí?
—Trabajos de guarda sobre todo. Hay también un sistema de esclusas, del dique, que requiere vigilancia y control periódicos. Pero hace dos años que no hay guarda desde que el último se fue a la guerra. Y se supone que usted controlará a las bestias. Los zorros hacen mucho daño a la fauna silvestre.
—¿Y qué debo hacer? ¿Tirarles piedras?
—No, Sir Henry le entregará un arma adecuada.
—Me parece muy bien. ¿Y cómo me trasladaré?
—He hecho todo lo posible. He conseguido convencer a Sir Henry de que le autorice a usar una de las motocicletas oficiales. Lo puede justificar por las necesidades de los trabajos agrícolas. Los autobuses casi han dejado de existir. A la mayor parte de la gente le dan una pequeña cantidad de gasolina cada mes para que se puedan trasladara la ciudad para los asuntos más indispensables.
Sonó una bocina en el exterior. Joanna salió al salón y regresó al instante.
—Es Sir Henry. Déjeme llevar a mí la conversación. Actúe con todo el servilismo que pueda y abra la boca sólo cuando le pregunten algo. Eso le gustará. Le haré pasar ahora mismo.
Salió de nuevo y Devlin se quedó esperando. Oyó abrirse la puerta principal y la voz de fingida sorpresa de Joanna.
—Voy a una nueva reunión del mando de la zona, en Holt, Joanna. ¿Te puedo servir en algo?
Contestó en voz baja, así que Devlin no pudo escuchar. Sir Henry bajó la voz también, continuaron hablando así un momento y finalmente entraron los dos juntos en la cocina.
Sir Henry vestía uniforme de teniente coronel de la Home Guard, con cintas y medallas de la Primera Guerra Mundial y de la India. Todo eso formaba una mancha de colores sobre el bolsillo izquierdo superior. Miró de modo penetrante a Devlin, con una mano a la espalda y la otra acariciándose los amplios bigotes.
—¿Así que usted es Devlin?
Devlin se puso de pie y se quedó allí, fingiendo nerviosismo y retorciendo la gorra entre las manos.
—Quería darle las gracias, señor —dijo aumentando notoriamente su acento irlandés—. La señora Grey me contó todo lo que ha hecho usted por mí. Ha sido muy amable.
—Tonterías, hombre —dijo bruscamente Sir Henry, aunque era visible que separó un poco más las piernas y se irguió cuanto le fue posible—. Ha dado lo mejor por su país, ¿verdad? ¿Le hirieron en Francia según me informaron?
Devlin asintió ansiosamente y Sir Henry se inclinó para examinar la cicatriz que le había dejado la herida de bala de un revólver de la sección especial de la policía irlandesa.
—Cielos —dijo en voz baja—. Tuvo usted mucha suerte, sin duda.
—Creía que todo estaba arreglado —dijo Joanna Grey—. ¿Es así, Henry? Pero estás tan ocupado, ya lo sé.
—¿Te lo dije o no, muchacha? Debo estar en Holt dentro de media hora. No hay más que hablar. Le llevaré a la casa, le mostraré el lugar, etcétera. Y empiezo a pensar que tú conoces Hobs End mejor que yo.
Miró la hora, olvidó un instante lo que estaba diciendo y dónde estaba, le pasó el brazo por la cintura a Joanna, se corrigió rápidamente y le dijo a Devlin:
—Y no olvide presentarse ahora mismo a la policía en Fakenham. ¿Sabe lo que necesita llevar?
—Sí, señor.
—¿Ninguna otra pregunta?
—El arma, señor —le dijo Devlin—. Creía que usted quería que saliera a cazar un poco.
—Ah, sí. No hay problema. Llame a Grange mañana por la tarde y me ocuparé del contrato. También puede llevarse la motocicleta, ¿Se lo ha dicho la señora Grey? Sólo le darán quince litros de gasolina al mes, pero todos tenemos que sacrificarnos.
Tendrá que aprovecharlos lo mejor que pueda. Un solo Lancaster, Devlin, consume más de nueve mil litros de gasolina para llegar al Rhur. ¿Lo sabía?
Se volvió a atusar el bigote.
—No, señor.
—Pues ya ve. Todos tenemos que estar preparados para dar lo mejor de nosotros mismos.
—Henry, vas a llegar tarde —le advirtió Joanna y le tomó del brazo.
—Sí, es cierto, cariño. Muy bien, Devlin, le veré mañana por la tarde.
Devlin se tocó la frente y esperó que salieran por la puerta principal antes de dirigirse al salón. Observó cómo se marchaba Sir Henry en su automóvil, y estaba encendiendo un cigarrillo cuando volvió Joanna Grey.
—Dígame una cosa —le dijo—. ¿Es verdad que él y Churchill son amigos?
Que yo sepa nunca se han conocido. Pero Studley Grange es famoso por sus jardines isabelinos. Y parece que al primer ministro le encantó la idea de un tranquilo fin de semana para poder descansar y pintar un poco antes de volver a Londres.
—¿Con Sir Henry encima? Oh, pero claro, quizá sea posible.
—Creí que iba a decir una imprudencia, Devlin —dijo Joanna sacudiendo la cabeza—. Es usted muy hábil.
—Liam —le dijo—. Llámeme Liam. Me suena mejor, sobre todo si la sigo llamando señora Grey. ¿Así que la corteja a su edad?
—Los romances otoñales no son una cosa tan rara.
—Más parecen invernales, diría yo. Por otra parte, eso debe de ser de enorme utilidad.
—Más todavía, resulta esencial —dijo ella—. Bien, traiga su maleta, iré a buscar el coche y le llevaré yo misma a Hobs End.
La lluvia se mezclaba con el viento del mar, que era muy frío, y los pantanos estaban cubiertos de niebla. Joanna Grey frenó en el patio de la vieja casa del guarda de los pantanos y Devlin se bajó a mirar y observarlo todo detalladamente. Era un lugar extraño, misterioso, un ambiente de los que ponen los pelos de punta. Había ojos de mar y zonas pantanosas con grandes cañaverales pálidos difuminados en la niebla y algún aislado y ocasional grito de un pájaro, algún invisible batir de alas.
—Entiendo lo que me quiso decir con eso de «desolado».
Sacó una llave de debajo de una piedra plana que había junto a la entrada y abrió la puerta. Entró primero, con Devlin casi encima, a un pasillo medio en ruinas. La humedad era tremenda y el yeso se había desprendido de las paredes. A la izquierda había una puerta que daba a un amplio salón, cocina y comedor. El suelo era de losas de piedra, pero había un inmenso fogón abierto y una alfombra de lana gastada y sucia. Al otro extremo había una cocina de hierro y un fregadero. Los únicos muebles eran una gran mesa de pino flanqueada por dos bancos y una vieja mecedora junto al fogón.
—Le daré una buena noticia —dijo Devlin—. Me crié en una casa exactamente igual a ésta en el condado de Down, en Irlanda del Norte. Todo lo que hace falta es un buen fuego y secará en seguida.
—Y tiene una gran ventaja: la soledad. Es muy probable que no llegue a encontrarse con nadie durante todo el tiempo que esté aquí.
Devlin abrió la maleta Gladstone y sacó algunas pertenencias personales, ropas y tres o cuatro libros. Luego pasó el dedo por el interior en busca del fondo falso. En la cavidad oculta había una WaitherP38, un fusil ametrallador Sten con silenciador desmontado en tres partes y una pequeña radio de campaña que cabía en un bolsillo. También había mil libras en billetes de una libra y otras mil en billetes de cinco. Había, en fin, algo envuelto en un pañuelo blanco, pero no se molestó en desenvolverlo.
—Operación dinero —dijo.
—¿Para conseguir vehículos?
—Exacto. Me han dado unas direcciones para entrar en contacto con cierta gente.
—¿Dónde se las dieron?
—Son direcciones que tiene la Abwehr en sus archivos.
—¿Y dónde está esa gente?
—En Birmingham. Creo que daré una vuelta por allí este fin de semana. ¿Necesito algo especial?
Joanna se había sentado para observar mejor cómo introducía el cañón del Sten en el cuerpo del arma y cómo le ajustaba después la culata.
—El viaje es bastante largo. Unos quinientos kilómetros en total. —Y evidentemente hasta allá no voy a llegar con mis quince litros de combustible. ¿Qué se puede hacer?
—La gasolina abunda en el mercado negro; claro que a tres veces su precio oficial, y hay que conocer los garajes. La que se entrega al comercio está teñida de rojo para que la policía pueda identificar fácilmente al que la está malgastando; pero eso se puede arreglar fácilmente con un filtro.
Devlin comprobó el estado del Sten, lo volvió a desarmar y lo guardó otra vez en el doble fondo de la maleta.
—Una maravilla de la tecnología —comentó—. Esto se puede disparar a quemarropa y lo único que se escucha es el clic del gatillo.
Y es un arma inglesa, por cierto. Es otro de los equipos que el servicio secreto inglés se imagina que está dejando caer en Holanda para ayudar a la resistencia. —Sacó un cigarrillo y se lo llevó a la boca—. ¿Qué más tengo que saber para no correr riesgos en ese viaje?
—Muy poco. Las luces de la motocicleta estarán adaptadas a las exigencias de las disposiciones oficiales sobre iluminación; por ahí no hay problemas. Las carreteras casi no tienen tráfico, especialmente en el campo. Y han pintado líneas blancas en el centro de casi todas ellas. Eso ayuda.
—¿Y qué pasa con la policía y las fuerzas de seguridad? Le miró inexpresivamente.
—Oh, no hay por qué preocuparse por eso. Los militares no le molestarán a menos que intente entrar a una zona controlada por ellos y donde haya restricciones. Esta zona, por ejemplo, es, técnicamente, un área restringida, pero ya nadie se molesta en cumplir las normas. La policía le puede detener y pedirle los documentos y la cédula de identidad; pero sólo detienen ahora a los vehículos cuando tienen órdenes de hacer una campaña para controlar el uso de la gasolina.
Hablaba casi con indignación. Devlin tuvo que luchar con la tentación de contarle lo que estaba sucediendo en Alemania y abrirle así los ojos a la anciana. Pero en lugar de eso dijo:
—¿Eso es todo?
—Creo que sí. El límite de velocidad en las zonas pobladas es de treinta y cinco kilómetros por hora; encontrará, por supuesto, las señales a la vista; pero, si mal no recuerdo, este verano empezaron a poner muchos carteles nuevos.
—¿Así que lo probable es que no tenga ningún problema?
—Nadie me ha detenido nunca a mí. Parece que nadie se preocupa demasiado en estos días. No hay problema. En el centro de ayuda del Servicio de Voluntarias, tenemos toda clase de formularios oficiales de cuando esto efectivamente era una zona de defensa, una zona restringida. Había uno que autorizaba a visitar a un pariente enfermo en el hospital. Voy a preparar uno sobre un hermano suyo que está enfermo en Birmingham. Con ese formulario y el certificado que acredita que está usted licenciado del ejército se le abrirán todas las puertas. Todo el mundo se suaviza cuando se topa con un héroe en estos días.
—¿Sabe una cosa, señora Grey? Me parece que lo vamos a conseguir y nos haremos famosos.
Sonrió y se fue al armario que había bajo el fregadero y empezó a revolver su contenido. Regresó con un martillo y un clavo enmohecidos.
—Esto es lo que necesitaba.
—¿Para qué? —preguntó Joanna.
Se metió en la chimenea y clavó el clavo por detrás del arco ennegrecido que la sostenía. Dejó colgada la Walther por el gatillo.
—Eso es lo que llamo mi carta secreta. Me gusta tener alguna cerca, por si acaso. Y ahora muéstreme el resto del lugar.
Había un conjunto de edificaciones, la mayor parte en decadencia manifiesta, y un establo en bastante buenas condiciones.
Detrás de éste había otro, al borde mismo de los pantanos, una decrépita edificación de piedra de considerable antigüedad, con las piedras completamente verdes de musgo. Devlin entreabrió la puerta con no poco esfuerzo. Hacía frío y la humedad era enorme. Al parecer, aquel lugar estaba fuera de uso desde tiempos inmemoriales.
—Esto me vendrá muy bien —dijo Devlin—. Incluso si el viejo Sir Willoughby viene a meter su nariz, por estos lados no creo que llegue hasta aquí.
—Es un hombre ocupado —dijo Joanna—. Tiene los negocios del condado, la magistratura, el destacamento de la Home Guard. Se lo toma todo muy en serio. En realidad no le queda mucho tiempo para nada más.
—Pero sí para usted —añadió Devlin—. El viejo bastardo se toma tiempo para verla a usted.
—Sí, me temo que lo que dice es muy cierto.
Sonrió y le tomó del brazo.
—Ahora vayamos a ver la zona de lanzamiento.
Caminaron por el dique a través de los pantanos. Llovía con fuerza y el viento arrastraba el olor húmedo y penetrante de la vegetación podrida. Varios gansos salieron volando en formación en medio de la niebla, como un escuadrón de bombarderos que fuera a cumplir su función mortal; al poco tiempo desaparecieron en la bruma gris.
Llegaron a los pinos, a los nidos de ametralladora abandonados, ala trinchera antitanque llena de arena, a la advertencia «Cuidado con las minas», lugares que Devlin reconoció fácilmente por las fotografías que había visto. Joanna Grey tiró una piedra sobre la arena y
Patch
corrió a buscarla.
—¿Está segura de que no hay peligro?
—Completamente.
—Soy católico, recuérdelo por si algo sale mal —dijo Devlin y sonrió torcidamente.
—Todos son católicos aquí. Me preocuparé de que lo entierren como corresponde, pero no se preocupe: la playa está completamente limpia. Todos llegarán a salvo.
Devlin pasó sobre los alambres, se detuvo un momento al borde de la arena y siguió adelante. Volvió a detenerse y de súbito empezó a correr dejando huellas en la arena pues la marea estaba bajando en esos momentos. Corrió de vuelta y cruzó los alambres una vez más.
Estaba inmensamente alegre y le puso a Joanna la mano sobre los hombros.
—Tenía razón. Tenía razón en todo. Va a resultar. Ya lo verá.