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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Ha llegado el águila (25 page)

BOOK: Ha llegado el águila
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Dio media vuelta y se alejó corriendo en la noche. Devlin se llevó el arma al hombro y se fue a la casa. Bajó la cabeza, pues la lluvia aumentaba su fuerza. Seymour estaba loco…, no, no completamente pero no era responsable. No le preocupaban en lo más mínimo sus amenazas; pero recordó a Molly y se le revolvió el estómago.

—Dios mío —se dijo en voz baja—. Si le hace daño, mataré a ese bastardo. Lo mataré.

Capítulo 9

El fusil ametrallador Sten fue quizá la mejor arma de producción en serie de la Segunda Guerra Mundial. Constituía el armamento básico de la infantería británica. Podía parecer burdo y tosco de diseño, pero era capaz de soportar más malos tratos que ningún otro de su clase. Se podía desarmar en pocos segundos y cabía en un maletín de mano o en los bolsillos interiores de un impermeable, cualidades que le convertían en elemento inapreciable para los distintos grupos de la resistencia europea a quienes los británicos se lo lanzaban en paracaídas. Se le podía sumergir en el fango, pisotear y golpear, y sin embargo seguía sirviendo para matar con la misma precisión que la más cara de las Thompson.

El modelo MK IIS se había diseñado especialmente para las unidades de comandos. Estaba provisto de un silenciador que absorbía en una medida asombrosa el ruido de la explosión de las balas. El único sonido que se oía cuando disparaba era el clic del gatillo, lo cual lo hacía prácticamente inaudible a más de quince metros de distancia.

Uno de estos últimos ejemplares era el que tenía en las manos el sargento Willi Scheid en el improvisado campo de tiro de las dunas de Landsvoort en la mañana del miércoles 20 de octubre de 1943. A un extremo había situado una fila de blancos, réplicas tamaño natural de soldados ingleses al ataque. Vació el cargador sobre los cinco primeros, procediendo de izquierda a derecha.

Resultaba una curiosa experiencia eso de ver las balas golpeando los blancos sin que se oyera nada más que el clic del gatillo. Steiner y el resto de la pequeña fuerza de asalto, de pie en semicírculo detrás del sargento, estaban impresionados.

—¡Excelente! —dijo Steiner y alargó la mano para que Scheid le pasara el Sten—. ¡Realmente notable!

Examinó el arma y se la pasó a Neumann.

—¡Condenación, el cañón está caliente! —maldijo Neumann.

—Así es,
herr Oberleutnant
—dijo Scheid—. Tiene que tener cuidado y asirla solamente por la culata. Los tubos del silenciador se calientan muy rápido cuando se dispara el arma automáticamente.

Scheid servía en el departamento de intendencia del ejército, en Hamburgo. Era un hombre pequeño, insignificante, con gafas de montura metálica y el uniforme más descuidado que Steiner había visto en su vida. Se acercó a una manta donde tenían desplegadas varias armas.

Van a utilizar el Stern, tanto en la versión simple como en la que lleva silenciador. Como ametralladora ligera utilizaría la Bren.

No es tan buena como nuestra MG-42, pero es un arma de ataque.

Dispara tiro a tiro o ráfagas de cuatro o cinco tiros; es económica y sumamente segura.

—¿Y los rifles? —preguntó Steiner.

Antes que Scheid pudiera contestarle, Neumann tocó a Steiner en el hombro y el coronel se volvió justo a tiempo para ver un Stork que descendía desde Ijsellmeer y giraba para describir el primer círculo sobre el aeropuerto antes de aterrizar.

—Me retiro por un momento, sargento —dijo Steiner y se volvió a sus hombres—: Desde ahora en adelante se hace lo que diga el sargento Scheid. Tenemos un par de semanas, y cuando haya terminado espero que puedan desarmar y armar este cacharro con los ojos cenados. —Miró a Brandt, y continuó—: Le prestará usted toda la ayuda que precise. ¿Entendido?

—Señor —dijo Brandt y se puso firme.

—Bien. —La mirada de Steiner parecía posarse sobre cada uno de los hombres, fijándose en ellos como en individuos particulares—. La mayor parte del tiempo estaremos con ustedes el
Oberleutnant
Neumann y yo. Y no se preocupen. Muy pronto sabrán de qué se trata todo esto. Se lo prometo.

Brandt puso firmes a todo el grupo. Steiner saludó, dio media vuelta y se apresuró a dirigirse al coche que tenía aparcado cerca, seguido de Neumann. Se sentó a un lado, Neumann tomó el volante y partieron. Se acercaron a la entrada principal del aeropuerto. El policía militar de turno les abrió la puerta y saludó mecánicamente, sosteniendo la cadena del alsaciano con la otra mano.

—Uno de estos días se va a soltar este bruto —comentó Neumann— y francamente no creo que sepa de qué lado pelea.

El Stork aterrizó limpiamente y cuatro o cinco hombres de la Luftwaffe corrieron en un pequeño camión a recibirle. Neumann les siguió en el coche y se detuvo a unos pocos metros del aparato.

Steiner encendió un cigarrillo a la espera de que descendiera Radl.

—Alguien viene con él —dijo Neumann.

Steiner alzó la vista y frunció el ceño mientras Radl se le acercaba sonriendo con la mano extendida.

—Kurt, ¿qué tal va todo? —le dijo con la mano abierta.

Pero Steiner se sentía más interesado por su acompañante, un hombre alto, joven y elegante, con la calavera de las SS en la gorra.

—¿Quién es tu amigo, Max? —le preguntó en voz baja. Radl sonreía incómodo mientras les presentaba.

—El coronel Kurt Steiner. El
Untersturmführer
Harvey Preston, del Cuerpo Británico Libre.

Steiner había convertido el viejo salón de la granja en el nervio central de toda la operación. A un extremo de la habitación había situado un par de camas de campaña, para él y Neumann. En el centro había dos grandes mesas cubiertas de mapas y de fotografías de Hobs End y de Studley Constable. También tenían una maqueta muy perfecta, pero todavía incompleta, de toda la zona. Radl se inclinó a mirarla muy interesado, con un vaso de coñac en la mano.

Ritter Neumann se situó al otro lado de la mesa y Steiner se paseaba arriba y abajo junto a la ventana, fumando furiosamente.

—Este modelo es verdaderamente soberbio. ¿Quién lo está haciendo?

El soldado Klugl, señor —respondió Neumann—. Me parece que antes de la guerra era un verdadero artista.

Steiner se volvió, impaciente.

—Aclaramos lo que tenemos entre manos, Max. ¿De verdad esperas que me haga cargo de ese…, de ese objeto que tienes allí fuera?

—Fue idea del
Reichsführer
, no mía —dijo Radl con suavidad—.

En estas materias, querido Kurt, no doy órdenes, las recibo.

—Pero debe de estar loco.

Radl asintió y se acercó a un mueble para servirse más coñac.

—Creo que eso ya se ha dicho varias veces con anterioridad.

—Muy bien —dijo Steiner—. Miremos este asunto desde un ángulo puramente práctico. Si queremos alcanzar el éxito, necesitaremos de un cuerpo perfectamente disciplinado que se pueda mover como un solo hombre, pensar como un solo hombre, actuar como un solo hombre. Tiene que ser exactamente así. Todos estos hombres han ido al infierno y regresado. Estuvieron en Creta, Leningrado, Stalingrado y en varios otros lugares, y yo siempre con ellos. Hay veces, Max, en que ni siquiera tengo que dar una orden.

—Lo comprendo perfectamente.

—¿Entonces cómo diablos esperan que acepte un extraño y, peor aún, a alguien como ese Preston? —Tomó la ficha que le había pasado Radl y la sacudió violentamente—. Un mezquino criminal, un delincuente, un actorcillo que ha actuado desde que nació, incluso ante sí mismo. —Tiró la ficha, molesto—. Ni siquiera sabe lo que es ser un soldado de verdad.

—Lo cual me parece lo más serio por el momento —acotó Ritter Neumann—. Y nunca ha saltado desde un avión en vuelo.

Radl sacó uno de sus cigarrillos rusos y Neumann se lo encendió.

—Me pregunto, Kurt, si no estás dejando que te dominen las emociones.

—De acuerdo —dijo Steiner—. Así que mi mitad norteamericana no soporta a este ratón porque es un traidor y un tipo capaz de cambiar de posición según le convenga, y mi mitad alemana tampoco estima mucho por lo mismo. Mira, Max, ¿tienes alguna idea de lo que significa el entrenamiento para saltar en paracaídas?

Sacudió la cabeza, exasperado, y le pidió a Ritter Neumann que se lo explicara.

—Antes de seis saltos no se obtiene el certificado de aptitud y se debe saltar por lo menos seis veces al año para mantenerlo —dijo Neumann—. Y esto vale para cualquiera, desde el recluta hasta el general. El sueldo es de 65 hasta 120 marcos por mes, según el rango.

—¿Y?

—Para llegar a ganarlo, hace falta un entrenamiento previo, en tierra, de dos meses, y hacer el primer salto, solo, desde doscientos metros. Después vienen cinco saltos en grupo en distintas condiciones de luz, incluso en plena oscuridad, disminuyendo continuamente la altura. Y finalmente el último acto. Saltar desde nueve aviones en condiciones de combate desde menos de cuatrocientos metros de altura.

—Muy impresionante —dijo Radl—. Pero me parece que

Preston tendrá que saltar sólo una vez, seguramente de noche, pero sobre una playa grande y solitaria. Una zona perfecta para un lanzamiento, como habéis reconocido vosotros mismos. Yo había pensado que quizá se le podría entrenar suficientemente para ese único salto.

—¿Qué más puedo agregar? —dijo Neumann, que se volvió, desesperado, hacia Steiner.

—Nada —dijo Radl—, porque va a ir. Y va a ir porque el
Reichsführer
considera que es una buena idea.

—Pero por Dios, Max, si es imposible, ¿no te das cuenta?

—Vuelvo hoy mismo a Berlín —contestó Radl—. Puedes venir conmigo y explicarlo personalmente. ¿O no te gustaría ir?

Steiner se puso pálido.

—Vete al diablo, Max, sabes que no puedo ir, y sabes por qué.

—Pareció que por un momento le costaba hablar—. Mi padre…, ¿está bien? ¿Le has visto?

—No —dijo Radl—. Pero el
Reichsführer
me dijo que te dijera que te podía dar sus seguridades personales sobre este punto.

—¿Y qué demonios significa eso? —dijo Steiner, que respiró profundamente y sonrió con ironía—. Pero estoy seguro de una cosa.

Si podemos raptar a Churchill, a quien admiro, y no porque tanto él como yo tengamos una madre norteamericana, quiere decir que podemos entrar al cuartel general de la Gestapo en la Prinz Albrechtstrasse y agarrar a esa pequeña mierda el día que se nos ocurra. Empieza a pensarlo, es una buena idea. —Miró a Neumann, sonriente—. ¿Qué te parece, Ritter?

—¿Entonces le llevarán? —le interrumpió Radl, ansioso—. ¿A Preston?

—Oh, le llevaremos —dijo Steiner—. Pero cuando terminemos deseará no haber nacido. —Se volvió a Neumann—. De acuerdo, Ritter. Tráemelo y le daré una idea del infierno que le espera.

Cierta vez, cuando era actor, Harvey Preston había representado a un joven oficial inglés en las trincheras de la Primera Guerra Mundial. Se trataba de esa gran obra llamada
Journey’s End
.

Era un valiente veterano cansado de la guerra, envejecido para la edad que tenía, capaz de encarar la muerte con una expresión de cansancio y un vaso en la mano listo para brindar por ella, por lo menos simbólicamente. Cuando el techo del refugio se derrumbaba y caía el telón, bastaba levantarse e irse al vestuario a lavarse la sangre falsa.

Pero ahora no. Esto estaba sucediendo de verdad, sus implicaciones no podían ser peores; estaba comenzando a sentirse enfermo de miedo. No había perdido la fe en la capacidad de Alemania para ganar la guerra. Creía en eso a pie juntillas. Pero prefería, sencillamente, estar vivo para presenciar el día glorioso de la victoria final.

Hacía frío en el patio y se paseaba nerviosamente, fumando, a la espera de alguna señal de vida proveniente de la granja. Sus nervios estaban destrozados.

Por fin apareció Steiner por la puerta de la cocina.

—¡Preston! Venga aquí —le dijo en inglés.

Se marchó sin agregar nada más. Preston entró al salón y encontró a Steiner, Radl y Ritter Neumann agrupados en torno de la mesa de los mapas.

—Señor… —empezó.

—¡Cállese! —le dijo Steiner con frialdad; le hizo una señal a Radl—. Indíquele sus órdenes.

—Untersturmführer
Harvey Preston del Cuerpo Británico Libre, desde este momento debe considerarse total y absolutamente a las órdenes del teniente coronel Steiner del regimiento de paracaidistas —anunció Radl muy formalmente—. Y esto obedece a órdenes directas del
Reichsführer
Heinrich Himmler. ¿Ha comprendido?

Radl podía muy bien haber llevado una túnica negra: para Preston sus palabras equivalían a las de una sentencia de muerte. Le sudaba la frente cuando se volvió a Steiner y le dijo:

—Pero, señor, yo jamás he saltado en paracaídas.

—Ésa es la menos importante de sus deficiencias —afirmó Steiner, sombrío—. Pero puede estar seguro de que procuraré solucionarlas todas ellas.

—Señor, debo protestar —empezó a decir Preston.

Pero Steiner le interrumpió con la violencia de un hacha que se abate sobre su víctima.

—Cállese la boca y junte los pies. De ahora en adelante hablará solamente cuando le pregunten algo. —Giró en torno de Preston, que ahora se mantenía inmóvil en posición de firmes—. De momento usted sólo significa un exceso de equipaje. Ni siquiera es usted un soldado, sólo llega a ser un hermoso uniforme. Veremos si podemos cambiar esta situación, ¿verdad que sí? —Reinaba completo silencio en la habitación; Steiner repitió la pregunta al oído—: ¿Verdad que sí?

Steiner siguió hablándole en un tono de infinita amenaza y Preston se apresuró a responder:

—Sí, señor.

—Bien. Ahora nos entendemos. —Steiner se le puso ahora enfrente—. Punto número uno: hasta hoy las únicas personas que en Landsvoort conocen el propósito de toda esta empresa somos los cuatro que estamos en esta habitación. Si antes que yo decida comunicarlo, alguien llegara a saberlo por alguna falta de discreción de su parte, yo mismo le mataré a usted. ¿Comprendido?

—Sí, señor.

—Y en cuanto al rango: queda usted desprovisto de todo rango desde este momento. El teniente Neumann se cuidará de que le provean de paracaídas y uniforme adecuado. Así no se le podrá distinguir del resto de los soldados en entrenamiento. Tendrá usted que efectuar sesiones intensivas, por supuesto, pero de eso hablaremos más tarde. ¿Alguna pregunta?

A Preston le ardían los ojos, apenas podía respirar; tanta era su rabia.

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