—Por cierto,
herr Untersturmführer
—le dijo amablemente Radl—, si lo desea puede usted regresar conmigo a Berlín y discutir el asunto directamente con el
Reichsführer
.
—No hay preguntas —dijo Preston, en un susurro apenas audible.
—Bien —afirmó Steiner y se volvió a Ritter Neumann—. Que le equipen y después entrégaselo a Brandt. Más adelante hablaremos de su sistema de entrenamiento. —Le hizo una seña a Preston—. Está bien, se puede ir.
Preston no hizo el saludo nazi, porque de súbito tuvo la impresión de que no sería bien recibido. Saludó militarmente, dio media vuelta y salió. Ritter Neumann sonrió y se fue tras él.
—Después de esto realmente necesito un trago —dijo Steiner apenas se cerró la puerta. Atravesó la habitación y se sirvió un coñac.
—¿Crees que irá bien, Kurt? —preguntó Radl.
—¿Cómo puedo saberlo? —dijo Steiner, con una sonrisa feroz—.
Si tenemos suerte se romperá una pierna en el entrenamiento. Pero pasemos a cosas más importantes. ¿Cómo le ha ido a Devlin? ¿Hay más noticias?
En su pequeño dormitorio de la vieja granja sobre los pantanos de Hobs End, Molly Prior trataba de quedar presentable para recibir a Devlin, que iba a llegar a comer de un momento a otro. Se desvistió rápidamente y se quedó de pie frente al espejo del viejo armario de madera. Sólo tenía puesto el sujetador y las bragas. Se examinó en actitud crítica. La ropa interior estaba limpia, pero mostraba evidentes indicios de varias reparaciones. Bueno, con eso no había problemas; todos estaban en las mismas condiciones. Nunca habría suficientes cupones para vestirse bien. Lo importante era lo que había debajo de la ropa y eso no estaba tan mal. Pechos bonitos y firmes, caderas redondas, buenos muslos.
Se puso la mano en el vientre y pensó en que fuera ésa la mano de Devlin. El estómago le dio un vuelco. Abrió el primer cajón del tocador, sacó su único par de medias, modelo anterior a la guerra, cada una muchas veces repasada, y las desenrolló cuidadosamente.
A continuación cogió el vestido de algodón de los domingos.
Se lo estaba poniendo cuando oyó el sonido de la bocina de un coche. Se asomó por la ventana y vio el viejo Morris que entraba en la granja. El padre Vereker iba al volante. Molly maldijo en voz baja, se pasó el vestido por la cabeza, casi desgarró una de las mangas, y finalmente se puso los zapatos domingueros con tacones de cinco centímetros.
Se cepilló el pelo mientras bajaba por la escalera e hizo una mueca pues lo tenía enredado. Vereker estaba en la cocina con su madre; se volvió y la saludó con una sonrisa que a él le pareció sumamente cálida.
—Hola, Molly, ¿cómo estás?
—Apurada y con mucho trabajo, padre. —Se puso un delantal, se lo ató a la cintura y le dijo a su madre—: ¿Estará listo el pastel de patatas? Va a llegar en cualquier momento.
—Ah, están esperando compañía —dijo Vereker, y se puso de pie, apoyado en el bastón—. Voy de camino. Hace mal tiempo.
—No se preocupe, padre —dijo la señora Prior—. Se trata sólo del señor Devlin, el nuevo guarda de Hobs End. Va a comer aquí y después nos ayudará toda la tarde en la granja. ¿Sucede algo especial?
Vereker miró a Molly, especulativamente, reparando en el vestido, en los zapatos; frunció el ceño, como si no aprobara lo que veía. Molly se sonrojó, molesta. Se puso la mano izquierda en las caderas y le enfrentó, en actitud beligerante.
—¿Quería hablar conmigo, padre? —le preguntó, en tono peligrosamente tranquilo.
—No, quería hablar con Arthur. Arthur Seymour. ¿No les ayuda los martes y los miércoles?
Estaba mintiendo, Molly lo advirtió de inmediato.
—Arthur Seymour ya no trabaja aquí, padre. Creía que usted lo sabía. ¿O no le dije que le eché?
Vereker estaba muy pálido. No lo podía aceptar; sin embargo, no se atrevía a mentirle en la cara. Entonces dijo:
—¿Y por qué le echaste, Molly?
—Porque no le quería ver más por aquí.
Vereker se volvió a la señora Prior; la miró interrogativamente.
La mujer parecía incómoda, pero se encogió de hombros.
—No me parece buena compañía ni siquiera para las bestias —dijo la señora Prior.
Vereker cometió entonces un grave error. Le dijo a Molly:
—En el pueblo están molestos. Piensan que actuaste con excesiva severidad. Que deberías haber tenido una razón mejor para hacerlo y no sólo porque prefieras a un forastero. Que has sido muy dura con un hombre que les ha ayudado todo lo que ha podido, Molly.
—¿Un hombre? ¿Eso es, padre? Nunca me di cuenta. Puede decir en el pueblo que siempre me estaba metiendo la mano por debajo de la falda y tratando de tocarme. —Vereker estaba muy pálido, pero ella continuó despiadadamente—: Claro que la gente del pueblo puede considerar que eso está muy bien, pues ese al que usted llama hombre se ha dedicado a hacer lo mismo a todas las mujeres desde que tiene doce años y nadie le ha dicho nada nunca.
Y al parecer tampoco usted.
—¡Molly! —gritó su madre, atónita, espantada.
—Ya comprendo —siguió Molly— Me quieres decir con eso que no debo ofender a un sacerdote diciéndole la verdad. ¿Eso me querías decir? Y no me diga usted, padre, que no sabe nada. Nunca se pierde la misa de los domingos, así que usted le debe confesar a menudo.
Molly miraba con desprecio a Vereker, pero se volvió porque en ese momento golpearon a la puerta. Se arregló el vestido y corrió a abrir. Pero el que apareció en la puerta no era Devlin, sino Laker Armsby, que fumaba un cigarrillo cerca del tractor que acababa de sujetar a un remolque cargado de tubérculos.
—¿Dónde quieres que dejemos esto, Molly? —le dijo, sonriente.
—Condenado Laker, escoges bien el momento, ¿eh? En el granero. Allí. Mejor que te indique yo misma, porque eres capaz de equivocarte.
Caminó por el patio, atravesando el fango con los zapatos nuevos, y Laker la siguió.
—Estás vestida de fiesta. ¿Por qué será, Molly?
—Ocúpate de lo tuyo, Laker Armsby —le dijo— y deja abierta la puerta.
Laker quitó la barra y empezó a abrir una de las grandes puertas del granero. Arthur Seymour estaba al otro lado, con la gorra baja sobre los ojos de loco. Sus hombros parecían a punto de romper las costuras del viejo impermeable.
—Allí está Arthur —dijo Laker, desencajado.
Seymour apartó a un lado a Laker y agarró a Molly por la muñeca y la arrastró adentro.
—Entra acá, puta. Quiero hablar contigo.
—Un momento, Arthur —le dijo Laker, tocándole el brazo—.
Ésas no son maneras.
Seymour le golpeó con el dorso de la mano y le hizo sangrar por la nariz.
—¡Vete de aquí! —le gritó y le empujó de espaldas al fango.
—¡Déjeme salir! —le gritó Molly y le pateó furiosamente.
—Oh, no —contestó él. Cerró la puerta, puso la barra y cruzó el pestillo—. Nunca más, Molly —le dijo y la agarró del pelo con la mano izquierda—. Ahora pórtate como una niña buena y no te haré daño. No te dejaré salir hasta que me entregues lo que le has dado a ese bastardo irlandés.
Alargó la mano para quitarle la falda.
—Hiedes —le dijo Molly—. ¿Lo sabías? Como un cerdo viejo en la mugre.
Se inclinó y le mordió la muñeca con todas sus fuerzas.
Seymour gritó de dolor, pero la volvió a sujetar con la otra mano cuando ella se volvió de costado. El vestido se rompió y Molly corrió a la escalera.
Devlin, de camino por el campo desde Hobs End, llegó a la cima de la colina que dominaba la granja en el momento en que Molly y Laker Armsby cruzaban el patio en dirección al granero. Un instante después Laker salió expulsado del establo, cayó de espaldas al fango y se cerró la puerta. Devlin tiró el cigarrillo y echó a correr.
Cuando saltó la verja y entró al patio, el padre Vereker y la señora Prior estaban junto al granero. El sacerdote golpeaba la puerta con el bastón.
—¿Arthur? —gritaba—. Abre la puerta, termina con esta locura…
La única respuesta fue un grito de Molly.
—¿Qué pasa? —preguntó Devlin.
—Es Seymour —dijo Laker, que tenía un pañuelo ensangrentado en la nariz—. Agarró a Molly y se ha encerrado con ella.
Devlin trató de empujar la puerta con el hombro, pero se dio cuenta en seguida de que eso era imposible. Miró a su alrededor desesperadamente, mientras Molly volvía a gritar; en ese momento reparó en el tractor, que Laker había dejado con el motor en marcha.
Devlin atravesó el patio, se subió al alto asiento tras el volante y tiró de la palanca del acelerador con tanta fuerza que el tractor saltó adelante arrastrando el remolque; los tubérculos volaron por el patio de la granja como balas de cañón. Vereker, la señora Prior y Laker alcanzaron a apartarse justo a tiempo. El tractor se estrelló contra las puertas, las abrió con violencia hacia dentro y penetró de modo irresistible.
Devlin frenó el vehículo. Molly estaba en el altillo, Seymour abajo, tratando de colocar otra vez la escalera, que Molly había derribado. Devlin detuvo el motor y Seymour giró sobre sus talones y le miró con ojos extraños, de loco.
—Ahora sí, bastardo —dijo Devlin.
Vereker entró de un salto.
—¡No, Devlin, déjeme esto a mí! —gritó y se volvió a Seymour—. Arthur, esto va a terminar, ¿verdad?
Seymour no les hizo el menor caso a ninguno de los dos. Como si no existieran. Empezó a subir por la escalera. Devlin se bajó del tractor y empujó con el pie la escalera. Seymour cayó pesadamente al suelo. Se quedó allí un momento, sacudiendo la cabeza. Se le aclararon los ojos.
Mientras Seymour se ponía de pie, el padre Vereker se adelantó.
—Vamos, Arthur, te he dicho que…
No pudo decir más. Seymour le apartó con tanta fuerza que cayó al suelo.
—¡Te voy a matar, Devlin!
Profirió un grito de rabia y saltó hacia adelante, con las grandes manos extendidas para matar y destruir. Devlin se apartó a un lado y Seymour se estrelló contra el tractor arrastrado por su propio peso.
Devlin le golpeó con la izquierda y la derecha en los riñones y empezó a saltar a su alrededor, mientras Seymour gritaba de dolor.
Se revolvió, con un rugido. Devlin amagó con la derecha y estrelló la izquierda contra la fea boca. Le rompió los labios y la sangre empezó a manar en abundancia. Le golpeó en seguida con la derecha en las costillas. El golpe resonó como el del hacha sobre la madera.
Se agachó ante el siguiente golpe de Seymour y le volvió a golpear bajo las costillas.
—Solíamos llamarle la Santísima Trinidad, padre: trabajo de piernas, ritmo y golpes; es todo el secreto. Basta aprenderlo y heredaréis la Tierra tanto como los humildes. Claro que siempre conviene ayudarse con un poco de trabajo sucio, por supuesto.
Lanzó una patada a Seymour bajo la rótula derecha, y cuando el hombre se doblaba de dolor, le golpeó con la rodilla en el rostro.
El efecto del golpe le levantó y le lanzó de espaldas por la puerta al fango del patio. Seymour se puso lentamente de pie, como un toro desconcertado en el centro de la plaza, con la cara ensangrentada.
Devlin continuaba bailando a su alrededor.
—Ya ni siquiera sabes dónde acostarte, ¿verdad, Arthur? Pero eso no me sorprende nada. Con ese cerebro del tamaño de un guisante…
Devlin adelantó el pie derecho, pero resbaló en el barro y cayó.
Se apoyó en una rodilla y entonces Seymour le lanzó un golpe por sorpresa a la frente que le hizo caer de espaldas en el fango. Molly gritó y se precipitó sobre Seymour, clavándole las uñas en la cara. Se separó de ella y levantó un pie para aplastar a Devlin. Pero el irlandés le agarró el pie con las manos y se lo retorció. Le lanzó atrás, vacilante, hacia la entrada del granero.
Cuando Seymour se volvió otra vez, Devlin estaba frente a él.
Ya no sonreía. Ahora estaba pálido, le miraba con ojos de asesino.
—Muy bien, Arthur. Terminemos de una vez. Tengo hambre.
Seymour trató de aniquilarle otra vez a ciegas; pero Devlin se movía en círculos y le llevaba a través de todo el patio, sin darle cuartel. Eludía sus puñetazos con facilidad y, en cambio, sus puños llegaban una y otra vez a la cara de Seymour, hasta convertirla en una máscara de sangre.
Cerca de la puerta trasera había un canal de agua, viejo, de cinc.
Devlin empujaba al gigante hacia ese sitio.
—¡Y ahora me vas a oír, bastardo! —le dijo—. Toca otra vez a esta niña, hazle el menor daño, y te haré pedazos. ¿Me has oído?
Le volvió a golpear bajo los riñones y Seymour roncó y dejó caer las manos.
—Y en el futuro, si yo entro a un lugar, te levantas y te vas. ¿Has entendido eso también?
Le golpeó dos veces con la derecha en la mandíbula y Seymour cayó atravesado sobre el canal de cinc. Finalmente se quedó allí de espaldas.
Devlin se arrodilló y metió la cara en el agua del canal. Alzó la cabeza para respirar y encontró a Molly a su lado y a Vereker inclinado sobre Seymour.
—Dios mío, Devlin, podía haberle matado —dijo el sacerdote.
—No lo he hecho —respondió Devlin—. Desgraciadamente.
Como ansioso de demostrar que vivía, Seymour gruñó y trató de sentarse. En ese mismo instante apareció la señora Prior empuñando una escopeta de dos cañones.
—Lléveselo de aquí —le dijo a Vereker—. Y cuando recupere la cabeza dígale que si vuelve aquí a molestar a mi hija le mataré como si fuera un perro.
Laker Armsby metió en el agua del canal un viejo recipiente de hierro enlozado y lo vació sobre Seymour.
—Mira cómo estás, Arthur —le dijo cariñosamente—. Creo que es el primer baño que te das desde el bautizo.
Seymour gruñó otra vez y se apoyó en la canaleta, tratando de levantarse. Vereker le pidió a Laker que le ayudara y entre los dos le llevaron al Morris.
Y la tierra, de súbito, comenzó a dar vueltas en torno de Devlin, como un mar tormentoso. Cerró los ojos. Pudo oír el grito de alarma de Molly y sintió su fuerte y joven hombro bajo su brazo. Y luego su madre estaba al otro lado e iban caminando juntos hacia la casa. Le llevaban entre las dos.
Despertó en la cocina, sentado en una silla junto al fuego, con la cara apoyada en los pechos de Molly, que le pasaba un paño mojado por la frente.
—Ya me siento bien —dijo.
Molly le miró ansiosa.
—Dios mío, si creí que te había partido la cabeza con ese golpe.
—Es una debilidad personal —le dijo Devlin, consciente de su preocupación y serio por un instante—. Después de un lapso de mucha tensión, a veces me desvanezco como una luz. Debe de ser algo psicológico.