Habló con la mayor claridad que le era posible.
—¿Se refiere a que nosotros, los alemanes, tenemos una verdadera pasión por el orden, padre? Es verdad. Yo, por lo demás, soy hijo de una norteamericana, aunque fui a la escuela en Londres.
De hecho viví aquí muchos años. Pero ¿a dónde quiere ir a parar con todo esto?
—A que es muy poco probable que se llame Carter.
—Steiner, en realidad. Kurt Steiner.
—¿De qué? ¿De las SS?
—Al parecer esa institución atrae morbosamente a su pueblo.
¿Cree usted que todos los soldados alemanes sirven en el ejército particular de Himmler?
—No, pero al parecer se comportan como si fueran servidores de Himmler.
—Como el sargento Sturm, quiere decir. —Vereker no halló respuesta para eso—. Para que lo sepa, no somos de las SS —continuó Steiner—. Somos paracaidistas. Los mejores, que yo sepa, en esta actividad, con todo el respeto que me merecen sus diablos rojos.
—¿Así que pretenden asesinar al señor Churchill esta noche en Studley Grange?
—Sólo si no tenemos otra alternativa. Preferiría llevármelo vivo.
—¿Y no cree que el plan está fallando un poco? Los proyectos mejor planeados…
—¿Porque uno de mis hombres sacrificó su vida para salvar la vida de dos niños de este pueblo? ¿O prefiere que no le recuerde este hecho? ¿Y por qué no quiere? ¿Porque destruye el fantasma de que todos los soldados alemanes son salvajes cuya única ocupación es el asesinato y la violación? ¿O hay algo más profundo? ¿Nos odia porque fue una bala alemana la que le dejó lisiado?
—¡Váyase al infierno! —exclamó Vereker.
—El Papa, padre, no vería con mucho agrado esos deseos. Y para responder a su primera pregunta: sí, el plan está fallando un poco, pero la improvisación es la esencia de nuestra actitud de soldados. Usted tiene que saberlo, como paracaidista que fue.
—Por Dios, hombre, pero si ya está perdido —insistió Vereker—. Ha perdido por completo el elemento sorpresa.
—Todavía puedo contar con eso — dijo Steiner, muy tranquilo—. Si mantenemos incomunicado a todo el pueblo durante el tiempo necesario.
Vereker se quedó un momento sin habla ante la audacia de lo que acababa de escuchar.
—Pero eso es imposible.
—De ningún modo. En este mismo momento mis hombres están apresando a todo ser viviente en Studley Constable. Llegarán aquí dentro de quince minutos. Controlamos las comunicaciones telefónicas, las carreteras y caminos; cualquiera que venga será apresado.
—No podrá conseguirlo.
—Sir Henry Willoughby salió a las once de la mañana hacia King’s Lynn. Allí iba a comer con el primer ministro. A las 3.30 de la tarde deben salir de allí con una escolta de cuatro motoristas de la policía militar. —Steiner miró la hora—. Lo cual, minuto más, minuto menos, debe de estar ocurriendo en este momento. El primer ministro ha manifestado su interés personal en pasar por Walsingham, pero, perdóneme, no le quiero aburrir con tanto detalle.
—Al parecer está usted muy bien informado.
—Oh, sí. Así que sólo tenemos que esperar hasta la tarde, tal como planeamos, y la presa caerá en nuestras manos. Y su gente, desde luego, no tiene nada que temer de parte nuestra, mientras hagan lo que se les indique.
—No lo conseguirá — le dijo Vereker, con obstinación.
—Oh, no lo sé. Lo hemos hecho antes. Otto Skorzeny liberó a Mussolini de una situación imposible. Y eso fue verdaderamente una hazaña, como reconoció el mismo Winston Churchill en un discurso en Westminster.
—En lo que queda de Westminster después de sus condenadas bombas.
—Berlín tampoco tiene buen aspecto en estos días —precisó Steiner—, y por si le interesa a su amigo Wilde, le puede decir que una pequeña de cinco años y la esposa del hombre que le salvó la vida a su hija cayeron bajo las bombas de la RAF hace cuatro meses.
Y ahora déme las llaves de su vehículo. Nos puede ser útil.
—No las tengo aquí —empezó a decir Vereker.
—No me haga perder tiempo, padre. Le diré a mis hombres que le desnuden, si hace falta.
Vereker sacó las llaves, a regañadientes, y Steiner se las guardó en el bolsillo.
—Bien, tengo algunas cosas que hacer —alzó la voz—. Brand encárguese de todo esto. Le enviaré a Preston para que le releve; pase a informarme al pueblo.
Salió y el soldado Jansen se adelantó y se detuvo junto a la puertacon la M1 preparada. Vereker caminó lentamente por la nave.
Pasó junto a Brandt y Wilde, que estaba sentado en un banco con los hombros hundidos. Sturm yacía frente al altar de la capilla de la Virgen. El sacerdote le miró un instante y después se arrodilló, juntó las manos y empezó a rezar un responso con una voz firme y confiada.
—Ya lo sabemos —comentó Pamela apenas la puerta se cerró detras de Steiner.
—¿Y qué vamos a hacer? —dijo Molly, casi mareada.
—Salir de aquí, eso es lo primero.
—Pero ¿cómo?
Pamela se fue al otro lado de la habitación, encontró la manija oculta, y una sección de los paneles de la pared retrocedió dejando a la vista la entrada del túnel. Tomó la linterna que su hermano había dejado sobre la mesa. Molly tenía la boca abierta, asombrada.
—Vamos —le dijo Pamela, impaciente—. Tenemos que darnos prisa.
Una vez dentro, cerró la puerta e indicó el camino; avanzaron deprisa. Salieron a través del armario de encima al sótano del presbiterio y subieron la escalera hasta el vestíbulo. Pamela dejó la linterna en la mesa junto al teléfono y, al volverse, descubrió que Molly estaba llorando amargamente.
—¿Qué te pasa, Molly? —le dijo y le tomó las manos.
—Liam Devlin —dijo Molly—. Es uno de ellos. Tiene que serlo.
Estaban en su casa. Les vi.
—¿Cuándo fue eso?
—Esta mañana temprano. Me dejó que creyera que aun estaba en el ejército. En un trabajo secreto —dijo Molly y retiró las manos y las empuñó—. Me ha utilizado. Todo el tiempo me ha estado utilizando. Que Dios me ayude, pero ojalá le ahorquen.
—Molly, lo siento —le dijo Pamela—. Lo siento mucho. Si lo que dices es verdad, no le queda otra posibilidad. Pero tenemos que salir de aquí —miró el teléfono—. No tiene sentido tratar de llamar a la policía; controlan las llamadas del pueblo. Y no tengo las llaves del coche de mi hermano.
—La señora Grey tiene un coche — dijo Molly.
—Es cierto —y a Pamela le brillaron los ojos de excitación—. Si pudiera llegar hasta su casa…
—¿Y qué vas a hacer entonces? No hay un teléfono en muchos kilómetros a la redonda.
—Me iré directamente a Meltham House —dijo Pamela—. Allí están los rangers norteamericanos. Una unidad de elite. Le enseñarán a Steiner un par de cosas. ¿Cómo viniste hasta aquí?
—A caballo. Está atado a un árbol, detrás del presbiterio.
—De acuerdo, déjalo allí. Nos iremos por el sendero del bosque Hawks y trataremos de llegar a casa de la señora Grey sin que nos vean.
El sendero tenía siglos de antigüedad, estaba muy hundido en la tierra y les permitía avanzar completamente ocultas. Pamela iba delante, corriendo tan deprisa como le permitían las piernas. No se detuvo hasta llegar a los árboles de la orilla opuesta al estero que bordeaba la propiedad de la señora Grey. Había un estrecho puente y la carretera parecía desierta.
—Muy bien —dijo Pamela—, crucemos.
Molly la sujetó del brazo.
—He cambiado de opinión.
—Pero ¿por qué?
—Tú inténtalo por este lado. Voy a buscar el caballo y trataré de avisar por otro camino. Así morderemos la manzana por dos lados distintos.
—Me parece bien. De acuerdo, Molly —le dijo Pamela y la besó impulsivamente en la mejilla—. ¡Pero cuídate! Esto es muy peligroso.
Molly la empujó y Pamela corrió por la carretera y desapareció por una esquina del muro del jardín. Molly se volvió y empezó a correr en dirección contraria a través del bosque. «Oh, Devlin, bastardo —pensaba—, espero que te crucifiquen.»
Llegó a la cima. Las lágrimas, lentas, tristes e increíblemente dolorosas se le escapaban de los ojos. Ni siquiera se molestó en averiguar si la carretera estaba vacía; sencillamente la atravesó corriendo, siguió la verja del jardín y se metió en el bosquecillo de detrás. El caballo la esperaba pastando pacientemente en el mismo sitio donde ella lo había dejado. Lo desató rápidamente y se alejó al galope.
Pamela entró por la parte trasera del jardín de la casa y vio que el Morris estaba fuera del garaje. Abrió la puerta del vehículo; las llaves estaban puestas. Se sentó al volante y en ese momento una voz indignada le gritó desde la casa.
—¿Qué demonios estás haciendo, Pamela?
Joanna Grey estaba en la puerta trasera. Pamela corrió a hablarle.
—Lo siento, señora Grey, pero ha sucedido algo absolutamente terrible. Ese coronel Carter y sus hombres, los que están en el pueblo.No son del ejército británico. El se llama Steiner y son paracaidistas alemanes que quieren secuestrar al primer ministro.
Joanna Grey se la llevó a la cocina y cerró la puerta.
Patch,
el perro, bostezó junto a sus pies.
—Ahora cálmate, por favor —dijo Joanna—. Lo que me estás contando es completamente increíble. Ni siquiera está aquí el primer ministro.
Se volvió, se acercó al abrigo que tenía colgado detrás de la puerta y buscó algo en el bolsillo.
—Sí, pero llegará aquí esta tarde —dijo Pamela—. Sir Henry le traerá desde King’s Lynn.
Joanna la encañonó con una Walther automática.
—Has trabajado mucho, ¿verdad? —palpó detrás suyo y abrió la puerta de la despensa—. Vamos, abajo.
—Pero señora Grey, no comprendo —dijo Pamela, atónita.
—Y no tengo tiempo de explicártelo. Digamos que estamos en los extremos opuestos, y dejémoslo así. Y ahora baja por esa escalera.
No vacilaré en dispararte si me obligas a hacerlo.
Pamela bajó.
Patch
se les adelantó y Joanna Grey les siguió.
Encendió la luz y abrió la puerta del fondo. Ante la vista apareció una habitación oscura, sin ventanas, llena de trastos viejos.
—Entra.
Patch
estaba girando en torno de la mujer y se metió entre los pies. Joanna vaciló, tropezó y se apoyó en la pared. Pamela la empujó violentamente a través del umbral de la puerta. Joanna cayó hacia atrás y consiguió disparar a quemarropa. Pamela sintió la explosión, que casi la cegó, el súbito impacto de algo muy caliente en la sien; pero consiguió cerrarle la puerta en las narices a Joanna Grey y correr afuera no sin asegurar la puerta con el cerrojo.
El
shock
de un disparo y de una herida es tan grande que puede dejar en blanco todo el sistema nervioso central durante unos instantes. Pamela se sentía desesperadamente fuera de la realidad mientras subía la escalera hacia la cocina. Se apoyó en un mueble para no caer. Se miró en el espejo que había sobre el mueble. Una tira de carne le colgaba de la sien y podía verse el hueso. Había muy poca sangre, cosa sorprendente, y no le dolió mucho cuando se tocó con la punta de los dedos. Eso vendría después, pensó.
—Tengo que llegar hasta Harry —dijo en voz alta—. Tengo que llegar hasta Harry.
Y poco después, como en sueños, se encontró al volante del Morris y saliendo del patio, como en cámara lenta.
Mientras caminaba por la carretera, Steiner la vio en el Morris y, desde lejos, supuso, naturalmente, que era Joanna Grey. Juró en voz baja, se volvió y se dirigió al puente, donde había dejado el jeep con Werner Briegel a cargo de la ametralladora y Klugl al volante.
Llegó allí en el momento en que aparecía el Bedford colina abajo, con Kitter Neumann en el estribo y sujeto de la puerta. Neumann saltó abajo.
—Hay veintisiete personas en la iglesia en este momento, incluyendo a los dos niños. Cinco hombres y diecinueve mujeres.
—Hay diez niños en la cosecha —dijo Steiner—. Devlin calculaba la población total en cuarenta y siete personas. Si descontamos a los Turner y a Joanna Grey, nos quedan ocho personas, la mayoría hombres, que se presentarán de un momento a otro. ¿Encontraste a la hermana de Vereker?
—No había señales de ella en el presbiterio. Le pregunté a Vereker dónde podría estar y me mandó al infierno. Una de las mujeres fue más precisa. Me dijo que suele montar a caballo cuando se queda aquí los fines de semana.
—Habrá que mantenerse muy alerta para apresarla en cuanto aparezca, entonces —dijo Steiner.
—¿Ha visto a la señora Grey?
—No —dijo Steiner, y le explicó lo sucedido—. Me equivoqué en esto. Te debí autorizar a que la fueras a ver cuando me lo pediste.
Sólo puedo esperar que vuelva pronto.
—¿Quizá haya ido a ver a Devlin?
—Es posible. Vale la pena comprobarlo. Por lo demás, conviene que le informemos de lo que está pasando.
Se golpeó la palma de la mano con la fusta.
Hubo un estrépito de vidrios y una silla salió despedida por la ventana de la tienda de Turner. Steiner y Ritter Neumann empuñaron sus Browning y atravesaron corriendo la carretera.
Arthur Seymour había pasado la mayor parte del día cortando
árboles de una pequeña plantación en una granja al este de Studley Constable. Vendía la leña en los alrededores del pueblo y así ganaba algún dinero. La señora Turner le había hecho un pedido a última hora de la mañana. Cuando terminara con su trabajo en la plantación, debía llenar un par de sacos, ponerlos en la carreta de mano y bajar al pueblo por los senderos del campo para depositarlos en la parte trasera de la oficina de Correos.
Abrió la puerta de la cocina de una patada y entró con un saco de leña al hombro. Y se encontró cara a cara con Dinter y Berg, que estaban bebiendo café al borde de la mesa. Ellos se sorprendieron tanto o más que el mismo Seymour.
—¿Qué sucede aquí? —preguntó.
Dinter, que llevaba su Sten en bandolera al pecho, se la apuntó, Berg le encañonó con la M1. En ese mismo momento entró Harvey Preston. Se quedó allí, con las manos en las caderas, y miró detalladamente a Seymour.
—Dios mío —dijo—. He aquí el primer mono erecto.
Algo se movió al fondo de los oscuros ojos enloquecidos de Seymour.
—Cuide sus palabras, soldadito.
—Y también sabe hablar –comentó Preston—. Nunca acaba uno de ver maravillas. Muy bien, llévenle con los demás.
Dio media vuelta para volver a la sala contigua, y entonces Seymour lanzó el saco de leña contra Dinter y Berg y saltó sobre Preston. Le aferró por la garganta con un brazo y le puso la rodilla en la espalda. Rugía como un animal. Berg se puso de pie y le golpeó con la culata de su M1 en los riñones. Seymour gritó de dolor, soltó a Preston y se lanzó sobre Berg con tanta fuerza que atravesaron la puerta abierta y cayeron en la tienda; una estantería se derrumbó detrás.