—Necesito un par de esos paquetes —les dijo Devlin.
Steiner le encendió un cigarrillo.
La señora Grey es una mujer admirable. A quién dejaste de guardia, Ritter, ¿a Preston o a Brandt?
—Me imagino que adivinará.
Golpearon suavemente a la puerta y entró Preston. El uniforme de camuflaje, el revólver en la cartuchera a la cintura, la boina roja inclinada en el ángulo preciso sobre la cabeza, le hacían parecer más apuesto que nunca.
—Oh, sí —dijo Devlin—. Me gusta. Impresionante. ¿Cómo estás, amigo? Feliz de pisar nuevamente tu tierra nativa, supongo.
La expresión del rostro de Preston insinuaba claramente que consideraba a Devlin como algo muy análogo a cierto material que no conviene que se adhiera a los zapatos.
—No le encontré especialmente agradable en Berlín, Devlin. Y ahora todavía menos. Le agradecería muchísimo que dedicara su atención a otras cosas.
—Que Dios nos salve —dijo Devlin, atónito—, ¿a qué demonios se cree que está jugando ahora este muchacho?
—¿Alguna otra orden, señor? —le preguntó Preston a Steiner.
Steiner tomó los dos cartones de cigarrillos y se los entregó. —Le agradecería que los entregara a mis hombres —dijo muy serio.
—Le van a amar por eso —acotó Devlin.
Preston no le hizo caso, se puso los cartones bajo el brazo izquierdo y saludó correctamente:
—Muy bien, señor.
La atmósfera dentro del Dakota era verdaderamente eufórica.
El viaje de vuelta se había desarrollado sin ningún incidente.
Estaban a cincuenta kilómetros de la costa holandesa. Bohmler abrió el termo y le sirvió otra taza de café a Gericke.
—En casa, sanos y salvos —comentó.
Gericke asintió, feliz. Pero la sonrisa se le desvaneció abruptamente. Una voz conocida se dejó oír en sus auriculares. Era Hans Berger, controlador de vuelo, emitiendo por su vieja unidad.
Bohmler le tocó el hombro.
—Es Berger, ¿verdad?
—¿Quién otro puede ser? —dijo Gericke—. Le has oído lo suficiente.
—Babor, cero-ocho-tres grados —se escuchó la voz a través de la estática.
—Parece como si estuviera guiando un caza —comentó Bohmler—. Y cerca de nosotros.
—Blanco a cinco kilómetros.
La voz de Berger cobró súbitamente caracteres de un martillo que golpea el último clavo de un ataúd, crispada, clara, definitiva. A Gericke se le retorció el estómago con una intensidad casi sexual. No tenía miedo. Como si después de tantos años buscando y desafiando la muerte, la mirara ahora cara a cara con verdadero deseo.
—¡Somos nosotros, Peter! —gritó Bohmler y se aferró convulsivamente del brazo de Gericke—. ¡Nosotros somos el blanco!
El Dakota osciló violentamente de lado a lado en el momento en que la bala de cañón penetró por el suelo de la cabina, destrozó el panel de instrumentos e hizo añicos los cristales. La metralla le desgarró el muslo derecho a Gericke y le golpeó con violencia el brazo izquierdo. Otra parte de su cerebro le indicó exactamente lo que estaba ocurriendo:
Schraege Musik
, disparada desde abajo por uno de sus propios camaradas. Pero ahora era él el punto de mira de los disparos.
Se aferró a la palanca de mando y tiró de ella hacia atrás con todas sus fuerzas mientras el Dakota iniciaba su caída. Bohmler intentaba ponerse de pie, con el rostro ensangrentado.
—¡Salta! —le gritó Gericke sobre el rugido del viento que penetraba por las ventanillas destrozadas—. No lo puedo sostener mucho más.
Bohmler se había puesto de pie y trataba de decir algo. Gericke le golpeó salvajemente en la cara con la mano. El dolor era insoportable y volvió a gritarle.
—¡Salta! ¡Es una orden!
Bohmler se volvió y retrocedió por el Dakota hacia la salida. El avión era un infierno, estaba lleno de agujeros, trozos de fuselaje se golpeaban en la turbulencia. Olía a humo y a aceite quemado. El pánico le dio nuevas fuerzas. Luchó con las manillas de su paracaídas.
«Dios mío, no dejes que me queme vivo —pensó—, que me pase cualquier cosa, pero eso no.» El paracaídas empezó a soltarse, vaciló un instante y se lanzó al vacío de la noche.
El Dakota se estremeció, se alzó una de las alas. Bohmler cayó hacia atrás, golpeándose en la cabeza con la cola del aparato. Fue un golpe violento en el mismo instante en que tiraba convulsivamente de la cuerda del paracaídas. Terminó de tirar de la cuerda en el mismo momento en que moría. El paracaídas se abrió como una extraña flor pálida y le llevó consigo suavemente a la oscuridad de abajo.
El Dakota continuaba en vuelo, descendiendo, con uno de los motores ardiendo; las llamas se extendían por el ala en busca del fuselaje. Gericke permanecía en los controles, seguía luchando sin advertir que tenía el brazo izquierdo quebrado en dos partes.
Tenía sangre en los ojos. Se rió débilmente mientras se esforzaba por ver algo a través del humo. Qué manera de marcharse.
No habría visita a Karinhall, ni Cruz de Caballero. Su padre sufriría por esto. Pensó que le concederían esa condenada condecoración a título póstumo.
De súbito se aclaró el humo y pudo distinguir el mar a través de una niebla intermitente. La costa holandesa no podía estar demasiado lejos. Había por lo menos dos barcos allí abajo. Varias filas de balas trazadoras se alzaron en la noche en dirección a su avión. Alguna condenada cañonera que le quería mostrar los dientes.
Verdaderamente muy gracioso.
Trató de moverse en el asiento y descubrió que tenía el pie izquierdo atrapado por un trozo de fuselaje roto. No importaba mucho; estaba demasiado bajo para saltar. Estaba a sólo cien metros sobre el mar. La cañonera le perseguía como un galgo, le disparaba con todo. Las balas se cebaban en el Dakota.
—¡Bastardos estúpidos! —exclamó Gericke.
Se rió débilmente y dijo en voz baja, como si Bohmler estuviera todavía a su lado:
—¿A quién se supone que estoy combatiendo, en todo caso?
Repentinamente una violenta ráfaga de viento apartó el humo y vio el mar a no más de treinta metros acercándose velozmente.
En ese instante volvió a ser el gran piloto de siempre y cuando verdaderamente le importaba como nunca en la vida. Todos los instintos vitales le dieron nuevas fuerzas. Tiró de la palanca y a pesar del espantoso dolor del brazo izquierdo la pudo mantener atrás y elevó así lo que quedaba de los alerones.
El Dakota casi saltó; la cola empezó a descender. Aceleró por fin un poco y lo mantuvo horizontal mientras caía sobre las olas; volvió a tirar con fuerza de la palanca de mando. Chocó tres veces contra el agua, se deslizó por encima como un gigantesco patín y se detuvo. El motor ardiendo silbaba furioso mientras las olas le cruzaban por encima.
Gericke siguió sentado un momento. Todo negativo, nada había resultado conforme a los libros. Y no obstante lo había conseguido contra toda posibilidad. El agua le empezó a llegar a los tobillos.
Intentó levantarse, pero tenía el tobillo completamente aprisionado por el fuselaje. Cogió el hacha contra incendios que había en el techo de la cabina y empezó a golpear el fuselaje y el tobillo. Se rompió el tobillo en el intento, pero ya no razonaba.
No le sorprendió en lo más mínimo encontrarse de pie, con el pie roto y libre. Abrió la puerta sin problemas y cayó al agua, se golpeó con el ala, y por fin pudo tirar de la cuerda que liberaba el salvavidas inflable. El chaleco respondió satisfactoriamente. Gericke tomó impulso apoyando el pie en el ala del avión y empezó a apartarse mientras el Dakota se hundía lentamente.
Cuando la cañonera llegó a su lado ni siquiera se molestó en mirarla. Continuó flotando con la vista fija en el Dakota, que empezaba a desaparecer de la superficie de las aguas.
—Un trabajo excelente, amigo, excelente —dijo.
Una cuerda azotó el agua a su lado y alguien le gritó en un inglés con fuerte acento alemán:
—Agárrate, inglés, y te subiremos. Ya estás a salvo.
Gericke se volvió y alzó la vista. Vio a un joven teniente alemán y media docena de marineros inclinados en cubierta, mirándole.
—¿A salvo? —dijo en alemán—. Bastardos estúpidos. Soy uno de los vuestros.
Poco después de las diez de la mañana del sábado, Molly cabalgó por el campo hacia Hobs End. La violenta lluvia de la noche anterior se había convertido en una fina llovizna, pero los pantanos continuaban cubiertos de niebla.
Se había levantado temprano y había trabajado enérgicamente toda la mañana. Alimentó el ganado y ordeñó las vacas personalmente, porque Laker Armsby tenía que cavar una tumba.
Un súbito impulso la llevó a decidir que debía cabalgar de inmediato a pesar de la promesa que le había hecho a Devlin de esperar a que él la visitara. Estaba aterrorizada; algo le podía suceder a Liam. La pena que se aplicaba a los implicados en actividades de contrabando o de mercado negro solía ser muy importante.
Llevó el caballo por el pantano y se acercó por detrás a la casa a través de la barrera de cañas, dejando que el animal escogiera el camino. El agua fangosa llegó al vientre de la cabalgadura y le entró un poco a las botas Wellington. No le importó, se inclinó sobre el cuello del animal y trató de atravesar la niebla con la vista. Estaba segura de oler a humo de leña. Finalmente el establo y la casa aparecieron entrela niebla y, en efecto, salía humo por la chimenea.
Vaciló un instante, sin decidirse. Era evidente que Liam estaba en casa y que había regresado antes de la hora prevista; pero si se acercaba, otra vez iba a creer que le estaba espiando. Clavó los tacos en los flancos del caballo y empezó el regreso.
En el establo los hombres estaban preparando el equipo para iniciar los primeros movimientos. Brandt y Altmann supervisaban la instalación de una Browning M2 en el jeep.
Preston permanecía de pie, vigilante, con las manos apretadas detrás de la espalda, como quien está a cargo de toda la operación.
Werner Briegel y Klugl habían abierto parcialmente las persianas de la parte trasera del establo y Werner observaba con sus prismáticos lo que alcanzaba a ver del pantano. Había bastantes pájaros entre los arbustos del pantano y las cañas del dique próximo.
Los suficientes para que se sintiera satisfecho. Gallinetas y patos silvestres, estorninos, garzas y gansos.
—Allí hay un ejemplar magnífico —le dijo a Klugl—. Una garza verde. Suele emigrar en el otoño, pero a veces invernan aquí mismo.
Siguió moviendo los prismáticos y divisó a Molly.
—Por Cristo, nos están observando —exclamó.
Brandt y Preston se le acercaron al instante.
—La voy a atrapar —dijo Preston y se volvió y corrió a la puerta.
Brandt trató de retenerle, pero era tarde; Preston ya había atravesado el patio y saltado entre las cañas. Molly miró atrás y detuvo el caballo. Creyó que era Devlin. Preston sujetó las riendas y ella le miró, atónita.
—Muy bien, dígame quién es usted.
Trató de bajarla y Molly hizo retroceder el caballo.
—Suélteme. No he hecho nada.
La aferró por la muñeca y la tiró de la silla. La cogió en brazos.
—Ahora lo veremos, ¿eh?
Empezó a luchar y Preston la apretó con fuerza. Se la puso sobre los hombros y se la llevó pateando y gritando hacia el establo.
Devlin había salido con las primeras luces del alba a verificar si la marea alta había borrado todas las huellas de las actividades de la noche anterior. Después del desayuno había vuelto a salir con Steiner, para mostrarle cuanto pudiera verse de la zona del estuario y del Point, donde les debían recoger una vez terminada la operación. Estaba a unos treinta metros de la casa cuando Preston surgió del pantano y de la niebla con la joven sobre los hombros.
—¿Qué pasa? —preguntó Steiner.
—Es Molly Prior, la joven de que le hablé.
Empezó a correr y entró al patio en el momento en que Preston cruzaba la entrada.
—¡Déjela inmediatamente, condenado! —le gritó Devlin.
—No tengo por qué obedecer sus órdenes —le contestó Preston.
Pero intervino Steiner, que había seguido de cerca a Devlin.
—Teniente Preston —le dijo en tono acerado —, deje inmediatamente a la señorita.
Preston vaciló un momento, pero dejó a Molly en el suelo. La joven se le encaró y le golpeó en el rostro.
—Y deje quietas las manos, degenerado —le espetó.
Todos se rieron en el establo. Molly se volvió y vio a través de la puerta abierta una fila de caras sonrientes, el camión, y el jeep con la ametralladora Browning a punto.
Devlin se acercó y apartó a Preston.
—¿Estás bien, Molly?
—Liam —dijo Molly, espantada—, ¿qué pasa aquí? ¿Qué están haciendo?
Pero Steiner se hizo cargo de la situación con delicadeza y tacto.
—Teniente Preston —dijo fríamente—, pídale disculpas inmediatamente a la señorita. —Preston vacilaba y Steiner le obligó—. ¡Ahora mismo, teniente!
Preston se puso firme.
—Acepte mis humildes excusas, señorita. Ha sido un error —le dijo con cierta ironía, se volvió y entró al establo.
—No sé cómo expresarle cuánto siento este desgraciado incidente —le dijo Steiner a Molly y la saludó muy serio.
—El coronel Carter, Molly —explicó Devlin.
—Del batallón de paracaidistas polaco —dijo Steiner—.
Estamos aquí para realizar un entrenamiento táctico y me parece que el teniente Preston se ha dejado llevar de un excesivo celo por las cuestiones de seguridad.
Molly estaba más espantada que antes.
—Pero, ¿y Liam? —empezó a decir.
Devlin la cogió del brazo.
—Vamos a buscar ese caballo y vuelve a montar.
La empujó en dirección al pantano, en cuyos bordes pastaba pacíficamente el animal.
—Mira lo que has hecho ahora —le reprochó—. ¿No te dije que esperaras a que yo pasara a verte esta tarde? ¿Cuándo vas a aprender a no meter la nariz en las cosas que no te importan?
—Pero no entiendo nada —le dijo—. Esos paracaidistas… aquí, y ese camión y el jeep que tú pintaste…
—Razones de seguridad, por Dios, Molly —le dijo y la aferró de un brazo con fuerza—, ¿no has oído lo que decía el coronel? ¿Por qué te crees que ese teniente reaccionó así? Hay una razón muy especial para que estén aquí. Lo sabrás cuando se marchen, pero de momento es un secreto total y no debes decir nada a nadie. Prométemelo por el amor que me tienes.