Vereker, helado de terror, no pudo siquiera pronunciar palabra, pero el grito del niño alertó inmediatamente a los hombres de Steiner. Todos se detuvieron a observar cuál era el problema; los dos niños, entretanto, cayeron por la rampa de cemento y el agua comenzó a arrastrarles hacia la rueda del molino.
El sargento Sturm tiró todo su equipo y corrió hacia el borde.
No tuvo tiempo de quitarse la chaqueta del uniforme de campaña.
Los dos niños, uno asido al otro, seguían avanzando inexorablemente hacia la rueda.
Sturm se sumergió sin vacilar y nadó hacia ellos. Agarró a Graham del brazo. Brandt se tiró al agua y empezó a vadear con el agua hasta la cintura. Sturm continuaba arrastrando a Graham hacia la orilla; pero el niño metió la cabeza bajo el agua, se asustó, empezó a dar patadas y a luchar y soltó a su hermana. Sturm le lanzó hacia atrás para que Brandt le sujetara y siguió en pos de Susan.
La tremenda fuerza de la corriente la había salvado hasta ese instante, pues le permitía mantener la cabeza sobre las aguas. Estaba gritando. Sturm la sujetó por el abrigo, trató de abrazarla y de mantenerse de pie, pero resbaló y cayó. Cuando volvió a la superficie comprobó que la corriente le arrastraba irremediablemente hacia la rueda.
Sintió un grito por encima del rugido del agua en el molino, se volvió y alcanzó a ver que sus camaradas tenían al niño y que Brandt regresaba al agua y se le acercaba a la mayor velocidad que podía.
Walter Sturm reunió todas sus fuerzas y levantó a la niña para que Brandt pudiera alcanzarla y salvarla. Un instante después la corriente le arrastró hacia abajo y una mano gigante le engulló. Rugió la rueda y Sturm desapareció de la superficie.
George Wilde había regresado a la taberna a buscar un cubo de agua para limpiar la entrada. Salió en el momento en que los niños resbalaban y caían por la rampa. Dejó caer el cubo, llamó a su esposa y corrieron hacia el puente. Harvey Preston, que también había visto la desgracia, corrió hacia allí con su sección.
Graham Wilde estaba empapado, pero la experiencia no le había dejado más huellas. Lo mismo pasaba con Susan, aunque la niña lloraba histéricamente. Brandt dejó a los niños en brazos de George Wilde y corrió a lo largo de la orilla para reunirse con Steiner y los demás, que estaban buscando a Sturm más allá de la rueda del molino. De súbito, apareció flotando en aguas tranquilas. Brandt se lanzó al agua para sacarle.
No tenía ninguna marca en el cuerpo, aparte de una pequeña herida en la frente; pero sus ojos estaban cerrados y los labios levemente separados. Brandt salió del agua con su amigo en brazos, y todo pareció suceder en un instante entonces. Llegaron todos, Vereker, Harvey Preston y sus hombres y finalmente la señora Wilde que tomó en brazos a Susan.
—¿Está bien? —preguntó Vereker.
Brandt le abrió la camisa y le puso la mano sobre el pecho, tratando de sentirle el corazón. Le tocó la pequeña señal de la frente, y la piel se llenó inmediatamente de sangre, apareció la carne y el hueso, todo blando, como jalea. A pesar de todo, Brandt recordó perfectamente dónde estaba y se controló. Alzó la vista hacia Steiner y le dijo en buen inglés:
—Lo siento, señor, pero se fracturó el cráneo.
Por un momento el único sonido fue el siniestro crujido de la rueda del molino. Graham Wilde rompió el silencio, diciendo en voz alta:
—Mira su uniforme, papá. ¿Es ése el que usan los polacos?
Brandt, con la prisa, había cometido un error fatal. Bajo la chaqueta de campaña de Sturm quedó al descubierto la
Fliegerbluse
de Paul Sturm, con la insignia de la Luftwaffe (al costado derecho).
Tenía además la cinta roja, blanca y negra de la Cruz de Hierro de segunda clase. Al costado derecho estaba la Cruz de Hierro de primera clase, la cinta de la campaña de Rusia, la insignia de paracaidista, la insignia de plata de los heridos en combate. El uniforme completo, tal como insistiera Himmler.
—Oh, Dios mío —susurró Vereker.
Los alemanes formaron un círculo. Steiner dijo en alemán a Brandt:
—Ponga a Sturm en el jeep.
Le indicó con la mano a Jansen que le entregara el teléfono de campaña.
—Déjeme eso. Águila Uno a Águila Dos —llamó—. ¿Me escucha?
Ritter Neumann y su sección estaban al otro extremo del pueblo, fuera de la vista. La respuesta fue casi inmediata:
—Águila Dos, le escucho.
El Águila ha fracasado —le dijo Steiner—; reúnase conmigo en el puente ahora mismo.
Le pasó el teléfono a Jansen. Betty Wilde dijo, asombrada y asustada:
—¿Qué pasa, George? No comprendo.
—Son alemanes —afirmó Wilde—. Conozco esos uniformes. Los vi en Noruega.
—Sí —le dijo Steiner—, algunos de nosotros estuvimos allí.
—Pero ¿qué quieren? —dijo Wilde—. Esto no tiene sentido.
Aquí no hay nada para ustedes.
—Pobre y estúpido bastardo —intervino Preston—. ¿No sabes quién estará esta noche en Studley Grange? El todopoderoso y condenado Winston Churchill en persona.
Wilde se lo quedó mirando asombrado y finalmente se rió.
—Les deben haber engañado. Nunca he oído tontería mayor en toda la vida. ¿No es así, padre?
—Me temo que tiene razón —dijo Vereker lentamente y con obvias dificultades para pronunciar—. Muy bien, coronel. ¿Me podría decir qué va a suceder ahora? Para empezar, estos niños deben de estar helados hasta los huesos.
—Señora Wilde —dijo Steiner a Betty—, se puede llevar ahora mismo a los niños a casa. Apenas se cambie de ropa el niño lleve a Susan a casa de sus abuelos. ¿Ellos están a cargo de la estafeta de Correos y de la central telefónica?
—Sí, así es —contestó Betty, aún desconcertada por todo lo que estaba sucediendo.
—Hay sólo seis teléfonos en toda la zona —le dijo Steiner a Preston—. Todas las llamadas pasan por una central que está en la oficina de Correos que depende del señor Turner y de su esposa.
—¿La eliminamos? —preguntó Preston.
—No, eso llamaría la atención innecesariamente. Podrían enviar a alguien a repararla. Cuando la niña esté bien, envíen la junto con su abuela a la iglesia. Y que Turner se quede en la central.
Deberá contestar a cada llamada que la persona buscada no está o algo semejante. Eso bastará por el momento. Y ahora márchese y trate de mantener la calma, nada de melodramas.
Preston se volvió hacia Betty Wilde. Susan había dejado de llorar y el joven le extendió los brazos y le dijo con su mejor sonrisa:
—Ven aquí, preciosa, te daré un caramelo.
La niña reaccionó instintivamente, encantada.
—Por aquí, señora Wilde, si es tan amable —solicitó Preston.
Betty Wilde, después de mirar desesperadamente a su esposo, le siguió. Llevaba a su hijo de la mano. Un metro más atrás les siguieron Dinter, Meyer, Riedel y Berg, el resto del grupo de Preston.
—Si algo le sucede a mi mujer… —dijo Wilde, con la voz alterada.
Sin prestarle atención, Steiner le dijo a Brandt:
—Lleve al padre Vereker y al señor Wilde a la iglesia y reténgales allí. Becker y Jansen le pueden acompañar. Hagl, venga conmigo.
Ritter Neumann había llegado al puente con su grupo. Preston se acababa de encontrar con él y le estaba contando al teniente, sin duda, lo que había acontecido.
—Coronel —le dijo Vereker—, tengo un modo de poner fin a su proyecto. Si me marcho ahora mismo usted no podrá matarme. Todo el pueblo me defendería o se levantaría para vengarme.
—En Studley Constable hay dieciséis casas —respondió Steiner—. Son cuarenta y siete personas en total y la mayoría de los hombres no está aquí. Están trabajando en una de las doce granjas que hay en un radio de ocho kilómetros a contar desde este punto.
Por lo demás… —se dirigió a Brandt ahora—: Hágale una demostración.
Brandt tomó el Sten Mk IIS del cabo Becker, se volvió y disparó una ráfaga con el fusil ametrallador apoyado en el muslo; roció la superficie del agua junto al molino. Saltaron en el aire verdaderas fuentes de agua. Pero lo único que se oyó fue el sonido metálico del gatillo.
—Es admirable, tendrá que admitirlo —comentó Steiner— y es un invento británico. Pero hay un modo aún más seguro, padre.
Brandt es capaz de situarle un cuchillo bajo los riñones en el lugar exacto para matarle rápidamente y sin ruido alguno. Es muy preciso, me puede creer. Lo ha hecho muchas veces. Después nos bastaría consentarle entre nosotros en el jeep y marcharnos. ¿Está claro o le parece demasiado violento?
—Me imagino que es preferible que renuncie a resistir —dijo Vereker.
—Excelente —aprobó Steiner y le hizo un gesto a Brandt—.
Márchense entonces. Yo iré dentro de unos minutos.
Se volvió y subió de prisa al puente. Caminaba tan rápido que Hagl iba al trote detrás suyo. Ritter se les acercó.
—¿Qué sucede ahora? ¿Han surgido complicaciones?
—Hemos ocupado el pueblo. ¿Sabes cuáles son las órdenes de Preston?
—Sí, me lo dijo. ¿Qué hacemos nosotros?
—Envía un hombre a buscar el camión. Y después empieza a recorrer el pueblo casa por casa. No me importa cómo lo hagas, pero quiero que todo el pueblo esté dentro de la iglesia dentro de quince minutos o veinte a lo más.
—¿Y después?
—Hay que bloquear las entradas del pueblo. Las carreteras y los caminos. Que parezca algo oficial. Impediremos la salida a todo el que entre.
—¿Aviso a la señora Grey?
—No, dejémosla tranquila de momento. Necesita estar libre para usar la radio. No quiero que nadie sepa que está de nuestra parte hasta que sea absolutamente indispensable. La veré yo mismo más tarde —sonrió—. Es un caso difícil, Ritter.
—Hemos salido de situaciones peores, Kurt.
—Bien —le saludó Steiner, formalmente—. En marcha, entonces. Se volvió y empezó a caminar hacia la iglesia.
En el salón de la estafeta de Correos, Agnes Turner lloraba mientras ponía ropa nueva a su nieta. Betty Wilde, sentada a su lado, sujetaba con fuerza a Graham. Los soldados Dinter y Berg estaban de pie a ambos lados de la puerta, esperando que las mujeres terminaran.
—Estoy tan asustada, Betty —decía la señora Turner—. He leído cosas tan terribles. Que matan y asesinan. ¿Qué nos van a hacer a nosotras?
Ted Turner, que estaba en la pequeña habitación tras el mostrador del Correo donde atendía las llamadas telefónicas, dijo, agitado:
—¿Qué están haciendo a mis mujeres?
—Nada —respondió Harvey Preston—, y así será mientras usted haga exactamente lo que le dicen. Si intenta dar un mensaje cuando alguien llame, si intenta el menor truco —continuó y dejó ver el revólver—, no le mataré a usted, sino a su esposa, se lo prometo.
—Cerdo —le espetó el anciano—. Y se atreve a llamarse inglés.
—Y mejor que usted, viejo —le dijo Harvey Preston y le golpeó en la cara con el dorso de la mano—. No lo olvide. Se sentó en el rincón, encendió un cigarrillo y cogió una revista.
Molly y Pamela habían terminado su trabajo en el altar y recogían los restos de hojas y hierba con los que Molly había tratado de adornar la pila bautismal.
—Me parece que le falta algo —comentó Pamela—. Hojas de hiedra. Eso es. Voy a buscar algunas.
Abrió la puerta, atravesó la entrada y arrancó dos o tres manojos de hojas de la enredadera que rodeaba la torre. Iba a entrar de nuevo en la iglesia, pero oyó el chirrido de unos frenos y vio llegar el jeep. Vio cómo bajaban de él su hermano y Wilde. Al principio pensó que los paracaidistas les habían traído. Pero un momento después le pareció que el enorme sargento que les acompañaba les mantenía encañonados con el rifle que sostenía a la altura de los muslos. Se habría reído de lo absurdo de la escena si no hubiera visto poco después a Jansen y Becker que llevaban el cuerpo de Sturm hacia el cementerio.
Pamela retrocedió por la puerta entreabierta y casi chocó con Molly.
—¿Qué pasa? —preguntó Molly.
—No lo sé —dijo Pamela, que la cogió por los hombros—, pero algo ha sucedido, algo malo, muy malo.
A medio camino por el sendero, George Wilde intentó escapar; pero Brandt, que lo estaba esperando, le derribó con violencia. Se inclinó sobre Wilde y le apretó el cañón de su M1 contra las mejillas.
—Muy bien, inglés, eres un valiente. Me descubro. Pero si lo vuelves a intentar te vuelo la cabeza.
Wilde, ayudado por Vereker, se puso de pie y el grupo continuó avanzando hacia la entrada. Adentro, Molly miró a Pamela, consternada.
—¿Que significa todo eso?
—Rápido, por aquí —le dijo Pamela y la empujó y abrió la puerta de la sacristía.
Se deslizaron dentro y Pamela cerró la puerta y echó el cerrojo.
Un momento después escucharon claramente las voces.
—Muy bien, ¿y ahora qué? —dijo Vereker.
—Esperará al coronel —dijo Brandt—. Pero, por otra parte, no veo por qué no puede aprovechar el tiempo y hacer algo por el pobre Sturm. Era luterano, pero supongo que no importa que sea católico o protestante, alemán o inglés cuando se trata de ir a parar a los gusanos.
—Llévelo a la capilla de la Virgen —le dijo Vereker.
Los pasos se alejaron y Molly y Pamela se agazaparon contra la puerta. Se miraron.
—¿Ha dicho alemán? —preguntó Molly—. Eso es una locura.
Los pasos resonaron sobre las losas huecas de la entrada y se abrió la puerta exterior. Pamela se llevó un dedo a los labios.
Esperaron.
Steiner se detuvo junto a la pila bautismal, miró a su alrededor y se golpeó los muslos con la fusta. No se había molestado en quitarse la boina esta vez.
—Padre Vereker —llamó—, por aquí, por favor.
Avanzó hacia la sacristía y trató de abrir la puerta. Las dos jóvenes, al otro lado, retrocedieron alarmadas. Vereker apareció por el coro.
—Esto parece estar cerrado —dijo Steiner—. ¿Por qué? ¿Qué hay ahí dentro?
Esa puerta no se había cerrado nunca, según sabía Vereker; hacía años que habían perdido la llave. Eso sólo podía significar que alguien la había cerrado por dentro. Entonces recordó que Pamela se había quedado adornando el altar cuando él había ido a observar las maniobras de los paracaidistas. La conclusión era obvia.
—Es la sacristía. Los registros de la iglesia, mis hábitos, cosas así. Me temo que la llave debe de estar en el presbiterio. Lamento esa falta de eficiencia. Supongo que en Alemania no pasan estas cosas, ¿verdad?