—¿Qué es eso? —le preguntó ella, desconcertada.
—No te preocupes —le dijo—. Pero déjame apoyar la cabeza de nuevo, para poder verte los pezones.
Molly se puso la mano en el vestido roto y se sonrojó.
—Demonio.
—Ya ves que no hay mucha diferencia entre Arthur y yo cuando se trata de lo mismo.
Ella le acarició suavemente con los dedos entre los ojos y en la frente.
—Nunca he oído a un hombre adulto decir tantas tonterías.
Se presentó su madre en la cocina, atándose un delantal limpio a la cintura.
—Por Dios, muchacho, seguramente debes de tener un hambre tremenda después de esa pelea. ¿Estás dispuesto a comer el pastel de patatas?
Devlin miró a Molly y sonrió.
—Gracias, muchas gracias, señora. Creo que puedo decir, y es verdad, que ahora estoy dispuesto a cualquier cosa.
La muchacha contuvo la risa, le acercó un puño a la nariz, y se fue a ayudar a su madre.
Devlin regresó a Hobs End a última hora de la tarde. Todo estaba muy silencioso y quieto en el pantano; amenazaba lluvia y el cielo estaba oscuro y algunos truenos se dejaban oír intranquilos por el distante horizonte. Hizo el recorrido más largo para comprobar el estado de las compuertas que controlaban el paso del agua a la red de diques y canales. Finalmente entró en el patio de la granja y encontró aparcado el coche de Joanna Grey. Vestía el uniforme del Servicio de Voluntarias y se apoyaba en la pared, mirando al mar. El perro la acompañaba pacientemente. Se le acercó en seguida y le miró. El rostro de Devlin presentaba las huellas del golpe de Seymour.
—No está mal —le dijo Joanna—. ¿Te tratas de suicidar a menudo?
—Debería usted ver al otro —le dijo, sonriente.
—Le he visto —contestó y sacudió la cabeza—. Esto tiene que terminar, Liam.
Encendió un cigarrillo protegiendo el fósforo entre las dos manos para eludir el viento.
—¿El qué?
—Molly Prior. No estás aquí para eso. Tienes un trabajo que hacer.
—Vamos, vamos. No tengo absolutamente nada que hacer antes de la reunión con Garvald el 28.
—No seas idiota. La gente de estos sitios es igual en todo el mundo. Tú lo sabes perfectamente. Desconfía del forastero y ocúpate de ti mismo. No les ha gustado lo que le has hecho a Arthur Seymour.
—Y a mí no me gustó lo que trató de hacerle a Molly Prior —dijo Devlin, casi riendo y algo asombrado—. Que Dios nos salve, mujer, si sólo la mitad de lo que me contó esta tarde Laker Armsby es cierto. Hace tiempo que tendrían que haberle encerrado para siempre. Hay agresiones sexuales en tal cantidad que no se pueden contar; y de joven liquidó a dos hombres por lo menos.
—Nunca recurren a la policía en lugares como éstos. Se las arreglan por sí mismos —comentó Joanna, negando con la cabeza, impaciente—. Pero esto no nos lleva a ninguna parte. No podemos enseñar a los locos a ser sensatos. Así que deja en paz a Molly.
—¿Es una orden, señora?
—No seas idiota. Estoy apelando a tu sensatez, nada más. Se fue al coche, acomodó atrás al perro y se situó al volante.
—¿No hay novedades de Sir Henry? —le preguntó Devlin mientras ella ponía en marcha el motor.
—Le mantengo en forma, no te preocupes —sonrió Joanna—.
El viernes por la noche hablaré por radio con Radl. Te contaré lo que resulte.
Se marchó. Devlin abrió la puerta y entró en la casa. Vaciló largo rato y finalmente echó el cerrojo y se fue al salón. Bajó las cortinas, encendió un pequeño fuego y se sentó al lado con un vaso de Bushmills entre las manos.
Era una vergüenza, una condenada vergüenza, pero quizá tenía razón Joanna Grey. Sería idiota buscarse complicaciones. Pensó en Molly un momento y después, resueltamente, tomó un ejemplar de
The Midnight Court
, en irlandés, que tenía entre la pequeña biblioteca que había llevado consigo, y se obligó a concentrarse.
Empezó a llover. El agua azotaba el cristal de las ventanas.
Aproximadamente a las 7.30 advirtió que la cerradura de la puerta principal se movía infructuosamente. Poco después sintió unos golpes en la ventana, al otro lado de la cortina, y ella le llamó en voz baja. Siguió leyendo, esforzándose por seguir el sentido de las palabras a la débil luz del pequeño fuego; poco después ella se marchó.
Juró en voz baja, con una enorme rabia en el corazón, y tiró el libro contra la pared. Tuvo que resistir con cada fibra de su ser el impulso de salir corriendo detrás de Molly. Se sirvió otro whisky y se instaló junto a la ventana. De pronto experimentó un sentimiento de soledad más intenso que nunca. La lluvia azotaba los campos con repentina furia.
Y en Landsvoort había una tormenta sobre el mar, con esa clase de lluvia que se mete hasta los huesos como el bisturí del cirujano.
Harvey Preston, de guardia junto a la puerta de la vieja granja, trataba de apretarse contra la pared; maldecía a Steiner, maldecía a Radl, maldecía a Himmler y a todos los que se habían puesto de acuerdo para reducirle a eso, el nivel más bajo y miserable de toda su vida.
Durante la Segunda Guerra Mundial los paracaidistas alemanes se distinguían de los británicos por un aspecto muy importante: el tipo de paracaídas que utilizaban.
La versión alemana, distinta de la que usaban los pilotos y la tripulación de la Luftwaffe, no tenía correas que unieran las cuerdas al arnés. Las cuerdas se unían directamente al sistema que llevaba el paracaidista en la espalda. Esto modificaba completamente el proceso del salto. Por este motivo, en Landsvoort, un domingo por la mañana, Steiner preparó una demostración del paracaídas británico normal. Se iba a efectuar en el viejo establo de la granja.
Los hombres se agruparon en semicírculo. Harvey Preston, en medio de los demás, también estaba vestido con botas y uniforme de campaña. Steiner tenía a su lado a Ritter Neumann y a Brandt.
—El punto capital de esta operación consiste en que, como les he explicado, debemos parecer una unidad polaca del cuerpo especial aerotransportado. Por eso no sólo todo el equipo debe ser británico, sino que saltaremos utilizando el paracaídas normal de la fuerza aérea inglesa. —Se volvió a Ritter Neumann—. Te corresponde ahora a ti.
Brandt cogió un paracaídas envuelto y lo mantuvo levantado.
—Paracaídas normal de las fuerzas aerotransportadas británicas —dijo Neumann—. Pesa cerca de ocho kilos y, como ha dicho el coronel, es muy distinto del nuestro.
Brandt tiró de una cuerda, el paquete se abrió y se desplegó el paracaídas color caqui. Neumann continuó:
—Observen cómo las cuerdas se unen al arnés mediante unas correas especiales; igual que los de la Luftwaffe.
—Lo que interesa —intervino Steiner— es que este paracaídas se puede manipular, cambiar de dirección, controlar el lugar de la caída, cosa que ustedes no pueden hacer con el que usan habitualmente.
—Y otra cosa importante —siguió Neumann—: el centro de gravedad de nuestros paracaídas es muy alto y, como ustedes saben, esto les obliga a lanzarse casi de cabeza para no enredarse en las cuerdas una vez en el aire. Con estos otros se pueden lanzar de pie.
Y eso es lo que vamos a practicar ahora mismo.
Hizo una seña a Brandt, que dijo:
—Muy bien; empezamos en seguida.
Había un altillo de unos seis metros de alto al extremo del establo. Habían pasado una cuerda por una anilla situada allí arriba.
A un extremo de la cuerda pusieron un paracaídas.
—Un tanto primitivo —anunció jovialmente Brandt— pero será suficiente. Saltarán desde allí, y al otro extremo de la cuerda estaremos todos nosotros para asegurarnos de que la caída no sea demasiado fuerte. ¿Quién es el primero?
—Creo que me corresponde el honor, sobre todo porque tengo que hacer otras cosas —dijo Steiner.
Ritter le ayudó a ponerse el arnés. Brandt y otros cuatro tiraron del extremo de la cuerda y le alzaron al altillo. Se detuvo un momento en el borde, Ritter hizo la señal y Steiner se lanzó al espacio. El extremo de la cuerda subió velozmente arrastrando a tres hombres, pero Brandt y el sargento Sturm se colgaron y la sujetaron, maldiciendo. Steiner cayó perfectamente y se puso de pie.
—Muy bien —le dijo a Ritter—. Formación habitual. Tengo tiempo para ver un salto de cada uno. Después me voy.
Retrocedió y se situó a la retaguardia del grupo, donde encendió un cigarrillo; Neumann se puso el arnés. Desde abajo y desde atrás resultaba bastante impresionante contemplar cómo alzaban al
Oberleutnant
hasta el altillo; pero se produjo un rugido de carcajadas cuando Ritter se enredó entero al caer y quedó finalmente de espaldas enel suelo.
—¿Has visto? —dijo el soldado Klugl a Werner Briegel—. A eso lleva ir montado sobre esos condenados torpedos. El teniente se olvidó de todo lo que sabía.
Brandt subió después. Steiner observaba de cerca a Preston. El inglés estaba muy pálido, le sudaba la cara. Evidentemente estaba aterrorizado. El grupo trabajó con variado éxito. Los hombres del extremo de la cuerda se equivocaron una vez con la señal y la soltaron cuando no correspondía. La consecuencia fue que el soldado Hagl descendió los seis metros por sus propios medios con toda la gracia de un saco de patatas. Pero se levantó sin ningún daño y una experiencia más.
Por fin le tocó el turno a Preston. El buen humor se disipó abruptamente.
—Arriba con él —le indicó Steiner a Brandt.
Los cinco hombres de la cuerda le subieron con fuerza y Preston salió disparado hacia arriba. Se golpeó contra la pared en la subida y terminó debajo del techo. Le bajaron un poco hasta que se puso de pie en el borde. Les miró, espantado.
—Muy bien, inglés —gritó Brandt—. Recuerde lo que le dije.
Salte cuando le dé la señal.
Se volvió para dar la señal a los hombres de la cuerda. Hubo un grito de alarma; fue Briegel. Preston cayó hacia adelante, al vacío.
Ritter Neumann saltó y aferró la cuerda. Preston quedó colgando a un metro del suelo, balanceándose como un péndulo, con los brazos colgando a un lado, la cabeza gacha.
Brandt le puso la mano bajo la barbilla y le miró.
—Se ha desmayado.
—Eso parece —comentó Steiner.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Ritter Neumann.
—Que dé un paseo —dijo Steiner con calma—. Y vuélvanle a subir. Que suba todas las veces que sea necesario hasta que lo sepa hacer satisfactoriamente… o se rompa una pierna. Ya pueden empezar —dijo, saludó y se marchó.
Había por lo menos una docena de hombres cuando Devlin entró en Studley Arms. Laker Armsby estaba en su lugar de siempre, junto al fuego tocando la armónica; los demás jugaban al dominó sentados alrededor de las dos grandes mesas. Arthur Seymour miraba por la ventana, con una cerveza en la mano.
—¡Que Dios les guarde a todos! —dijo Devlin cariñosamente.
Completo silencio. Todos le miraron, menos Seymour—. Que Dios le guarde a usted es la respuesta a este saludo —dijo Devlin—.
Ah, bueno.
Sintió unos pasos por detrás, se volvió y se encontró con George Wilde, que venía de la habitación de atrás, secándose las manos en un delantal de carnicero. Se le veía muy serio y tenso, sin manifestar emoción alguna.
—Estaba cerrando, señor Devlin —dijo amablemente.
—Es buena hora para tomar una cerveza, seguro.
—Me temo que no. Tendrá que marcharse, señor.
La habitación estaba muy silenciosa. Devlin se puso las manos en los bolsillos, hundió los hombros y agachó la cabeza. Cuando alzó la vista, Wilde retrocedió involuntariamente: el rostro del irlandés se había puesto muy pálido, la piel se le había tensado sobre las mandíbulas, los ojos azules refulgían.
—Aquí hay un hombre que se va a marchar y ése no soy yo —dijo Devlin tranquilamente.
Seymour se apartó de la ventana. Tenía un ojo completamente cerrado y los labios rotos e hinchados. Toda la cara parecía suelta, ladeada, cubierta de morados y cardenales. Miró a Devlin con incertidumbre, dejó la cerveza a medio terminar sobre la mesa y se marchó.
Devlin se volvió a mirar a Wilde.
—Ahora me servirá usted, Wilde. Un vaso de whisky escocés porque dudo de que en su pequeño mundo haya oído mencionar alguna vez el whisky irlandés. Y no me diga que no tiene una o dos botellas bajo el mostrador para sus clientes favoritos.
Wilde abrió la boca como para hablar, pero se arrepintió. Se fue atrás y volvió con una botella de White Horse y un vaso pequeño.
Sirvió una medida y dejó el vaso en la barra, cerca de Devlin.
Devlin sacó unas monedas.
—Un chelín y seis peniques —dijo cariñosamente y contó las monedas en la mesa más próxima—. El precio oficial por un trago.
Supongo, por cierto, que un pilar tan hermoso e importante de la iglesia como es usted, no estará comerciando en el mercado negro.
Wilde no contestó. Todo el mundo mantenía una actitud expectante. Devlin levantó el vaso, lo puso al trasluz, y lo vació entero sobre el suelo. Volvió a dejar el vaso sobre la mesa.
—Muy bueno —dijo—. Me ha gustado.
Laker Armsby estalló en carcajadas. Devlin sonrió.
—Gracias, Laker, viejo amigo. También te quiero a ti —dijo y salió.
Llovía con fuerza en Landsvoort cuando Steiner salió conduciendo su vehículo de campaña por la pista. Se detuvo frente al primer hangar y corrió a refugiarse. Uno de los motores del Dakota estaba abierto y Peter Gericke, enfundado en un viejo mono, engrasado hasta los codos, trabajaba con un sargento de la Luftwaffe y tres mecánicos.
—¿Peter? —le llamó Steiner—. ¿Tienes un momento libre? Me gustaría que me informaras en detalle.
—Oh, las cosas van bastante bien.
—¿No hay problemas con los motores?
—Ninguno. Tienen mil novecientos caballos de fuerza.
Verdaderamente son de primera, y por lo poco que he visto están en perfecto estado. Los estamos desmontando sólo por precaución.
—¿Siempre trabajas en tus propias máquinas?
—Siempre que me autorizan —le sonrió Gericke—. Cuando se vuela en estas máquinas en Sudamérica siempre hay que atenderlas personalmente; no hay nadie más que pueda hacerlo.
—¿Ningún problema?
—No, por lo menos según mis datos. La próxima semana debe estar pintado. No hay prisa en ese sentido, y Bohmler está instalando un aparato Lichtenstein para que tengamos buena cobertura de radar. Será un viaje muy simple. Una hora por el mar del Norte, una hora para volver. Nada.