—Ah, sí, ese hombre al que llaman el comandante fantasma. El que Rommel estima tanto.
—Le capturamos en enero de este año,
herr Reichsführer.
Creo que ahora está en Colditz, pero la obra que él empezó no sólo ha continuado, sino que se ha perfeccionado. Según nuestras informaciones, están a punto de regresar a Inglaterra, probablemente para preparar la invasión de Europa, los regimientos primero y segundo y el tercer y cuarto batallones franceses de paracaidistas. Tienen también un escuadrón independiente de paracaidistas polacos.
—¿Adónde quiere ir a parar con todo eso?
—Los cuadros convencionales del ejército saben muy poco de estas unidades. Todo el mundo acepta que sus planes son secretos, así que es muy poco probable que alguien trate de averiguarlos.
—Y usted pretende que nuestros hombres pasen por miembros polacos de esas unidades?
—Exacto,
herr Reichsführer.
—¿Y los uniformes?
—La mayor parte utiliza en la actualidad vestimentas de camuflaje semejantes a las de las SS. Llevan la boina roja de los paracaidistas ingleses. Y la cinta con la leyenda «Triunfa el que se arriesga», con una daga y un par de alas.
—Espectacular —observó secamente Himmler.
—La Abwehr tiene abastecimiento suficiente de esa clase de uniformes. De los prisioneros hechos a las unidades inglesas en las operaciones en las islas griegas, Yugoslavia y Albania.
—¿Y el equipo?
—No hay problema. Los británicos aún ignoran la amplitud que tiene nuestra infiltración en el movimiento de resistencia holandés.
—Movimientos terroristas —le corrigió Himmler—. Pero continúe.
—Casi todas las noches lanzan armas, equipos de sabotaje, radios de campaña, incluso dinero. Todavía no han descubierto que todos los mensajes que reciben por radio son emitidos por la Abwehr.
—Dios mío —dijo Himmler—. Y sin embargo continuamos perdiendo la guerra. —Se levantó, se acercó al fuego y se calentó las manos—. Todo este asunto de usar uniformes del enemigo es muy delicado y lo prohíbe la convención de Ginebra. Hay una sola pena: el pelotón de fusilamiento.
—Es verdad,
herr Reichsführer
.
—En ese caso, me parece que debemos buscar una fórmula intermedia. La unidad llevará uniformes alemanes normales debajo del camuflaje británico. Así lucharán como soldados alemanes y no como gángsteres. Se pueden quitar los disfraces justo antes de empezar el ataque, ¿qué le parece?
Radl creyó que era la peor idea que había escuchado en toda la vida, pero se daba cuenta de la inutilidad de discutir.
—Como usted diga,
herr Reichsführer
.
—Bien. Me parece que todo depende de una buena organización. La Luftwaffe y la marina para el transporte. No hay problemas en ese punto. La orden del Führer le abrirá todas las puertas. ¿Hay algo que usted quiera preguntar?
—En cuanto a Churchill —dijo Radl—, ¿le debemos traer vivo?
—Si es posible —dijo Himmler—. O muerto si no hay otro modo.
—Comprendo.
—Bien. Dejo entonces todo el asunto en sus manos. Rossman le dará un número de teléfono a la salida. Me interesa estar en contacto permanente con usted.
Puso los mapas y los informes en el portadocumentos y se lo entregó a Radl.
—Como usted diga,
herr Reichsführer
.
Radl dobló la carta, la puso en el sobre y se guardó este último bajo la capa. Tomó el portadocumentos y el abrigo de cuero y se fue a la puerta.
—Coronel Radl —dijo Himmler, que ya había empezado a escribir otra vez.
—¿Herr Reichsführer?
—¿Recuerda su juramento de soldado alemán, al Führer y al Estado?
—Por supuesto,
herr Reichsführer
.
Himmler alzó la vista, enigmático.
—Repítalo ahora.
—«Juro por Dios que prestaré obediencia incondicional al Führer del pueblo, y del Reich alemán, Adolf Hitler, comandante supremo de las Fuerzas Armadas, y que estaré siempre dispuesto, como valiente soldado, a dar la vida en cualquier momento por este juramento.»
Le ardía el ojo vacío y le dolía la mano muerta.
—Excelente, coronel Radl. Y recuerde una cosa: el fracaso es una señal de debilidad.
Himmler bajó la cabeza y continuó escribiendo. Radl abrió la puerta lo más rápido que pudo y salió fuera.
No se fue a casa. Le dijo a Rossman que le dejara en la Tirpitz Ufer, subió a su despacho y se acostó en la cama de campaña que tenía dispuesta para estas ocasiones. No pudo dormir mucho. Cada vez que cerraba los ojos veía las gafas de plata, los ojos fríos, la voz tranquila y seca que decía monstruosidades.
Una cosa era cierta, o por lo menos así lo creyó cuando finalmente, a las cinco de la mañana, renunció al sueño y buscó la botella de Courvoisier. Tenía que llevar adelante este trabajo y lo haría por Trudi y sus hijas, no por él mismo. La vigilancia de la Gestapo ya era algo bastante malo para mucha gente. «Pero yo —se dijo mientras se servía un trago—, yo tendré al propio Himmler detrás de mí.»
Y se durmió. Hofer le despertó a las ocho, con café y pasteles.
Radl se levantó y se acercó a la ventana. Era una mañana gris, llovía bastante.
—¿Cómo fue el bombardeo, Karl?
—No tan malo. Me dijeron que abatieron ocho Lancasters.
—Si busca en el bolsillo interior de mi capa encontrará un sobre —le dijo Radl—. Quiero que lea la carta que contiene.
Esperó, mirando la lluvia y se volvió. Hofer tenía la vista clavada en la carta, evidentemente sorprendido.
—Pero ¿qué significa esto, señor?
—La operación Churchill, Karl. La vamos a llevar adelante. El Führer lo quiere. Himmler me entregó eso anoche.
—¿Y el almirante, señor?
—No debe saber nada.
Hofer se quedó mirándole, asustado, con la carta en la mano.
Radl la tomó y la levantó.
—Usted y yo somos hombres poco importantes, y estamos cogidos en una gran red que apenas podemos tejer. Nos basta con esa orden. Órdenes directas del Führer. ¿Me sigue?
—Creo que sí.
—¿Confía en mí?
Hofer se puso firme.
—Nunca he dudado de usted, señor. Nunca.
Radl se dio cuenta de que quería a Hofer.
—Bueno, entonces procederemos como he indicado y en el más estricto secreto.
—Como usted diga, señor.
—Bien, Karl, tráigame todo lo necesario, entonces. Todo lo que tenemos. Lo vamos a revisar todo de nuevo.
Se acercó a la ventana, la abrió y respiró profundamente. El fuego de la noche anterior aún se percibía, olor acre, en el aire.
Varios sectores de la ciudad, lo podía ver desde la ventana, eran una ruina desolada. Era extraño que estuviera tan excitado.
—Necesita un hombre, Karl.
—¿Señor? —dijo Hofer.
Estaban inclinados sobre el escritorio estudiando los mapas, los informes.
—La señora Grey —explicó Radl—, necesita un hombre.
—Ah, ahora entiendo, señor. Alguien de hombros anchos. ¿Un instrumento poderoso?
—No. —Radl frunció el ceño y cogió uno de los cigarrillos rusos que tenía en la mesa—. Es esencial que tenga también cerebro. Hofer le encendió el cigarrillo.
—Una combinación difícil.
—Siempre lo es. ¿A quién tiene actualmente en Inglaterra la primera sección? ¿Quién nos puede ayudar? ¿Hay alguien en quien podamos confiar plenamente?
—Hay media docena de agentes que quizá nos pueda servir.
Gente como Blancanieves, por ejemplo. Hace dos años que trabaja en las oficinas del departamento naval de Portsmouth. Nos envía regularmente informes valiosos sobre los convoyes del Atlántico Norte.
Radl sacudió la cabeza con impaciencia.
—No, él no. Su trabajo es demasiado importante y no podemos arriesgarlo. Pero tiene que haber otros, ¿o no?
—Por lo menos cincuenta. Desgraciadamente, los servicios británicos han trabajado muy bien estos últimos dieciocho meses.
Radl se levantó y fue a la ventana. Se quedó allí golpeando el suelo con la punta del pie, impaciente. No estaba enfadado. Más que nada, preocupado. Joanna Grey tenía 68 años, y por más entregada y digna de confianza que fuera, necesitaba un hombre de todos modos. Como dijo Hofer, un instrumento fuerte, poderoso. Toda la empresa podía fracasar si no le encontraban.
Le dolía la mano izquierda, la mano que ya no tenía. Señal inequívoca de un exceso de tensión; la cabeza parecía estallarle. «El fracaso es señal de debilidad, coronel.» Himmler lo había dicho, mirándole con sus fríos ojos oscuros. Radl se estremecía incontroladamente; el miedo casi le hacía temblar las entrañas cada vez que recordaba las celdas de la Prinz Albrechtstrasse.
—Siempre nos queda la sección irlandesa, desde luego —dijo Hofer en tono inseguro.
—¿Qué dice?
—La sección irlandesa. El Ejército Republicano Irlandés.
—Completamente inútil —dijo Radl—. Los contactos con el IRA se rompieron hace tiempo, ya lo sabe usted, después del fracaso con Goertz y los otros agentes. Un completo fracaso.
—No completamente, señor.
Hofer abrió uno de los archivos, buscó rápidamente y sacó un sobre que dejó en el escritorio. Radl se sentó, frunció el ceño y lo abrió.
—Pero por supuesto…, ¿y está todavía aquí? ¿En la universidad?
—Eso creo. Nos hace algunas traducciones a veces.
—¿Y cómo se llama ahora?
—Devlin. Liam Devlin.
—¡Tráigalo!
—¿Ahora, señor?
—Ya me ha oído. Lo quiero aquí a lo sumo dentro de una hora.
No me importa si tiene que quemar todo Berlín. No me importa si tiene que pedir ayuda a la Gestapo.
Hofer entrechocó los talones y salió rápidamente. Radl encendió otro cigarrillo, con los dedos temblorosos, y se quedó estudiando el expediente.
No se había equivocado mucho en su observación anterior.
Todos los intentos alemanes por establecer una relación formal con el IRA desde el comienzo de la guerra habían quedado en nada, y todo ese asunto era quizá el mayor fracaso en los archivos de la Abwehr.
Ninguno de los agentes alemanes enviados a Irlanda había conseguido nada positivo. Sólo uno había permanecido un tiempo largo, el capitán Goertz, que se había lanzado en paracaídas sobre Meath desde un Heinkel, en mayo de 1940. Consiguió mantenerse en Irlanda durante diecinueve meses, pero sin resultado positivo.
Goertz encontró que el IRA era un grupo de exasperantes aficionados que, para colmo, se negaba a recibir ningún consejo. Tal como comentaría muchos años después, estaban dispuestos a morir por Irlanda, sabían cómo morir por ella, pero ignoraban cómo luchar por ella. Las esperanzas alemanas de realizar ataques periódicos a las instalaciones militares en el Ulster se desvanecieron así rápidamente. Radl conocía todo esto. Pero le interesaba
verdaderamente ese hombre llamado Liam Devlin. Devlin se había lanzado en paracaídas sobre Irlanda, enviado por la Abwehr. Y no sólo había sobrevivido, sino que había conseguido regresar a Alemania por sus propios medios; un caso único.
Liam Devlin había nacido en Lismore, en el condado de Down, en Irlanda del Norte, en julio de 1908. Era hijo de un granjero que fue ejecutado en 1921 durante la guerra anglo-irlandesa por formar parte de una columna de apoyo del IRA. La madre del niño se había marchado a cuidar la casa de su hermano, sacerdote católico en la zona de Falls Road, cerca de Belfast; el sacerdote consiguió que el niño asistiera a una escuela jesuita del sur. Devlin pasó de allí al Trinity College de Dublín y se graduó en literatura inglesa.
Había publicado algo de poesía, empezaba la carrera de periodista, y se habría convertido seguramente en un escritor de renombre si no hubiera sido por un incidente que había de cambiar por entero su vida. En 1931 estaba visitando a su familia en Belfast durante un período de graves disturbios sectarios y presenció cómo una turba protestante saqueaba la iglesia de su tío. Golpearon tan brutalmente al anciano sacerdote que perdió un ojo. Desde ese instante Devlin se entregó por completo a la causa republicana.
Atracaron un banco en 1932, en Derry, para reunir fondos para el movimiento. Hubo un tiroteo con la policía, quedó herido en una pierna y le sentenciaron a diez años de cárcel. Escapó de la prisión de Crumlin Road en 1934 y dirigió, siendo prófugo, la defensa de las zonas católicas de Belfast durante los disturbios de 1935.
Ese mismo año le enviaron a Nueva York a ejecutar a un informador de la policía, a quien habían embarcado a Estados Unidos después de haber vendido informaciones que significaron el arresto y la horca para un joven voluntario del IRA llamado Michael Reilly. Devlin cumplió su misión con una eficacia que contribuyó a consolidar una reputación ya legendaria. Ese mismo año repitió dos veces el trabajo. En Londres primero, y nuevamente en Estados Unidos, esta vez en Boston.
En 1936 se trasladó a España y sirvió en la brigada Lincoln. Las tropas italianas le hirieron y capturaron, pero, en lugar de matarle, le retuvieron con la esperanza de poder canjearle por prisioneros italianos. Aunque esto nunca se concretó, él salvó la vida, sobrevivió a esa guerra y el Gobierno de Franco le sentenció a cadena perpetua.
Por presiones de la Abwehr, le liberaron en el otoño de 1940 y le llevaron a Berlín, donde esperaban fuera de alguna utilidad a los servicios de Inteligencia alemanes. En esta etapa, las cosas le empezaron a ir decididamente mal. Devlin sentía muy poca simpatía por los comunistas, pero al mismo tiempo era totalmente antifascista y se encargó de dejarlo muy en claro durante los interrogatorios. Era demasiado arriesgado confiarle misiones importantes y le dejaron para que hiciera pequeñas traducciones y enseñara inglés en la universidad de Berlín.
Pero la situación cambió súbita y drásticamente. La Abwehr había realizado varios intentos fallidos para sacar a Goertz de Irlanda. Desesperados, llamaron a Devlin y le pidieron que se lanzara en paracaídas sobre Irlanda con documentos de identidad falsificados, contactara con Goertz, y le sacara en un barco portugués o de otra bandera neutral. El 18 de octubre de 1941 le lanzaron sobre el condado de Meath, pero pocas semanas después, antes de que entrara en contacto con Goertz, la policía irlandesa detuvo al alemán.
Devlin pasó varios meses huyendo de un lugar a otro, traicionado infinidad de veces, porque el Gobierno irlandés había internado en Curragh a tantos miembros del IRA que quedaban muy pocos contactos de confianza. La policía le rodeó en una casa de campo de Kerry, en junio de 1942; hirió a dos y le dejaron inconsciente con una bala incrustada en la frente. Escapó del hospital, llegó a Dun Laoghaire y se las arregló para conseguir pasaje en un barco brasileño que partía hacia Lisboa. Desde allí pasó a España por los conductos habituales, hasta que una vez más se presentó en las oficinas de la Tirpitz Ufer.