RFSS.
Reichsführer der SS
. Las iniciales de la guardia personal de Himmler.
El hombre joven que bajó del asiento de detrás llevaba sombrero de civil y un abrigo de cuero negro. Sonreía con la simpatía forzada que sólo los auténticamente falsos poseen.
—¿Coronel Radl? Me alegro de encontrarle antes de que se marche. El
Reichsführer
le envía sus saludos. Le gustaría mucho recibirle ahora mismo; si dispone usted de un momento libre, por supuesto. —Con toda tranquilidad le quitó a Radl el portadocumentos que llevaba en el brazo—. Déjeme llevárselo.
Radl se humedeció los secos labios y se las ingenió para sonreír.
—Naturalmente —dijo, y subió al Mercedes.
El joven se sentó a su lado, los otros subieron delante y partieron. Radl notó que el que acompañaba al conductor llevaba una metralleta Erma sobre las rodillas. Respiró hondo para controlar el miedo que empezaba a roerle las entrañas.
—¿Un cigarrillo, señor?
—Gracias —le contestó Radl—. ¿Y adónde vamos, por cierto? El joven le encendió el cigarrillo y sonrió.
—Prinz Albrechtstrasse. Al cuartel general de la Gestapo.
Radl entró en el despacho del primer piso de la Prinz Albrechtstrasse y encontró a Himmler sentado detrás de un gran escritorio repleto de expedientes. Vestido con el uniforme completo de
Reichsführer SS
, parecía un demonio de negro en la penumbra; su rostro era frío e impersonal con la mirada inexpresiva detrás del monóculo.
El joven del abrigo de cuero negro que había acompañado a
Radl, hizo el saludo de los nazis y depositó el portadocumentos sobre la mesa.
—A sus órdenes,
herr Reichsführer
.
—Gracias, Rossman —respondió Himmler—. Espéreme fuera.
Le puedo volver a necesitar.
Rossman salió y Radl se quedó esperando que Himmler terminara de ordenar y apartar a un lado del escritorio todas las carpetas, como quien se prepara para la acción. Tomó el portadocumentos y lo miró pensativamente. Cosa extraña, Radl había recuperado algo de su tranquilidad y hasta cierto grado de humor negro que siempre le había ayudado en ocasiones análogas.
—Hasta a los condenados se les permite fumar un último cigarrillo,
herr Reichsführer
.
Himmler sonrió, lo que era bastante si se consideraba que el tabaco era una de sus principales aversiones.
—¿Por qué no? Me han informado que es usted un valiente, señor. Obtuvo la Cruz de Caballero en la campaña de Rusia, ¿no es cierto?
—Así es,
herr Reichsführer
.
Radl sacó la caja de cigarrillos y la abrió hábilmente con su única mano.
—¿Y ha trabajado desde entonces con el almirante Canaris?
Radl esperaba, fumaba el cigarrillo, trataba de hacerlo durar; Himmler mantenía clavada la vista en el portadocumentos. La habitación resultaba verdaderamente agradable en la penumbra. Un brasero resplandecía y hacía brillar un retrato autografiado del Führer enmarcado en oro.
—Casi todo lo que sucede hoy en la Tirpitz Ufer llega a mi conocimiento —dijo Himmler—. ¿Le sorprende? Por ejemplo, me informaron que el 22 de este mes recibió usted un informe de una agente de la Abwehr en Inglaterra, de la señora Joanna Grey; y que en ese informe figuraba el mágico nombre de Winston Churchill.
—No sé qué decirle,
herr Reichsführer
.
—Y algo fascinante: pidió que todo el material sobre ella le fuera transferido desde la sección primera de la Abwehr, y relevó de su función al capitán Meyer, a pesar de que este hombre fue durante muchos años el contacto de esa agente. Creo que se siente sumamente preocupado por eso. —Himmler apoyó la mano en el portadocumentos—. Vamos, señor, no tenemos edad para seguir jugando. Usted sabe a qué me refiero. ¿Qué me puede decir?
Max Radl era realista. No tenía opción en este caso.
—En ese portadocumentos encontrará el
Reichsführer
todo cuanto quiere saber, menos un punto.
—¿Los documentos del consejo de guerra que juzgó al coronel Kurt Steiner, del regimiento de paracaidistas? —Himmler tomó el primer legado del montón que había dejado a un extremo del escritorio. Añadió—: Hagamos un intercambio. Léalo afuera. —Abrió el portadocumentos y empezó a sacar su contenido—. Le mandaré llamar cuando le necesite.
Radl casi alzó el brazo; pero aún le quedaba algo de respeto de sí mismo e hizo un saludo militar. Se volvió, abrió la puerta y salió a la antecámara.
Rossman estaba casi tendido sobre una silla, leyendo un ejemplar de
Signal
, la revista de la Wehrmacht. Alzó la vista, sorprendido:
—¿Ya nos deja usted?
—No tengo tanta suerte. Parece que hay algo que tengo que leer. Radl dejó los papeles sobre una mesita y se soltó el cinturón.
Rossman sonrió amistosamente.
—Veré si le encuentro algo de café. Tengo la impresión de que se quedará con nosotros bastante tiempo.
Salió; Radl encendió otro cigarrillo, se sentó y empezó a leer.
El 19 de abril fue la fecha elegida para borrar de la faz de la Tierra el ghetto de Varsovia. El 20 era el cumpleaños de Hitler e Himmler esperaba llevarle de regalo la buena noticia.
Desgraciadamente, cuando el comandante de la operación, el
SS Oberführer
Von Sammern-Frankenegg y sus hombres marcharon para cumplir su misión, fueron rechazados por la organización judía de combate al mando de Mordechai Anielewicz.
Himmler inmediatamente cambió al jefe y puso en su lugar al
SS Brigadeführer
y comandante general de policía Jurgen Stroop.
Este, con la colaboración de una fuerza combinada de renegados polacos y ucranianos, se dedicó meticulosamente a terminar la tarea: no debía quedar ni un ladrillo en pie ni un judío vivo. Debía informar a Himmler: «El ghetto de Varsovia ya no existe». Tardó 28 días en lograrlo.
Steiner y sus hombres llegaron a Varsovia por la mañana del decimotercer día de la operación, en un tren-hospital procedente del este y destinado a Berlín. Se tenían que detener por una o dos horas, el tiempo que tardaran en reparar el sistema de refrigeración de una de las máquinas; ordenaron que nadie saliera de la estación. En todas las puertas había policía militar para velar por el cumplimiento de la orden.
La mayoría de los hombres se quedó dentro de los vagones, pero Steiner bajó junto con Ritter Neumann a caminar un poco. Las botas de Steiner estaban rotas, su abrigo de cuero había conocido sin duda días mejores, y llevaba encima una capa de uso habitual entre los soldados.
El policía militar que custodiaba la entrada principal alzó el rifle y dijo con arrogancia:
—¿No ha oído la orden? ¡Vuelva atrás!
—Parece que nos quieren tener encerrados por algo, señor —dijo Neumann.
El policía se quedó con la boca abierta y se puso en posición de firmes en seguida.
—Le pido perdón, señor. No me di cuenta.
Se oyó un ruido de pasos rápidos y una voz dura que preguntaba:
—¿Qué sucede, Schultz?
Steiner y Neumann no hicieron caso y salieron afuera. Una nube de humo negro pendía sobre la ciudad, a lo lejos se oía el sordo fragor de la artillería y el sonido intermitente de las armas ligeras. De pronto, Steiner sintió que una mano se posaba con violencia sobre su hombro; le hicieron girar y se encontró ante el rostro de un comandante inmaculadamente uniformado. Llevaba alrededor del cuello, colgando de una cadena, una brillante insignia de bronce de la policía militar. Steiner suspiró y se quitó la capa. Dejó a la vista no sólo las insignias de su rango, sino también la Cruz de Caballero y las Hojas de Roble de su segunda recompensa.
—Steiner —dijo—. Regimiento de paracaidistas.
El comandante le saludó cortésmente, pero sólo porque estaba obligado a hacerlo.
—Lo siento, señor, pero las órdenes son órdenes.
—¿Cómo se llama? —preguntó Steiner.
El tono de voz del comandante, levemente alterado, era clara señal de posibles complicaciones futuras.
—Otto Frank, señor.
—Bien, ahora que lo sabemos, ¿nos podría explicar qué demonios está ocurriendo aquí? Tenía entendido que el ejército polaco se rindió en el 39.
—Están arrasando el ghetto de Varsovia.
—¿Quién?
—Una unidad especial. SS y otros grupos al mando del
Brigadefiihrer
Jurgen Stroop. Son bandidos judíos, señor. Han luchado casa por casa, en las habitaciones, en las cloacas; llevamos trece días de combate. Decidimos acabar con ellos. Quemarlos. Es el mejor modo de exterminar las ratas.
Durante la convalecencia de las heridas que sufriera en Leningrado, Steiner había visitado en Francia a su padre. Le encontró considerablemente cambiado. Su padre había dudado
mucho tiempo de las bondades del nuevo orden. Y seis meses antes había visitado un campo de concentración en Auschwitz, Polonia.
—El comandante del campo era un cerdo llamado Rudolf Hoess, Kurt. Un asesino condenado a cadena perpetua y liberado en la amnistía de 1928. Se dedicaba a matar judíos por miles en cámaras de gas especialmente construidas y luego incineraba los cuerpos en hornos enormes. Pero antes les extraía detalles como dientes de oro y cosas análogas.
El viejo general se había colmado con eso.
—¿Y por eso estamos luchando, Kurt? ¿Para proteger a cerdos como Hoess? ¿Qué dirá el resto del mundo cuando lo sepa? ¿Que todos somos culpables? Que Alemania es culpable porque apoyó esto. Que las personas decentes y honorables se quedaron al margen y no hicieron nada. Pero yo no actuaré así, por Dios. Luego no podría seguir viviendo conmigo mismo.
Allí de pie, en la entrada principal de la estación del ferrocarril de Varsovia, Steiner recordó esa conversación y la expresión de su rostro debió de ser de tal forma expresiva que el comandante retrocedió un paso.
—Así está mejor —dijo Steiner—, y si desaparece de mi vista será todavía mucho mejor.
La expresión de asombro del comandante Frank se convirtió en rabia apenas Steiner se adelantó con Neumann a su lado.
—Tranquilízate —le pidió Neumann.
En el andén del otro lado de la vía, un grupo de agentes de las SS estaban amontonando una fila de seres humanos harapientos y desnutridos contra una pared. Era casi imposible diferenciar el sexo de esas personas. Steiner seguía mirando cuando empezaron a desnudarse.
Un policía militar les controlaba desde el mismo andén en que estaba Steiner. Éste le preguntó:
—¿Qué están haciendo allí?
—Son judíos, señor. La cosecha de esta mañana en el ghetto.
Les enviamos a Treblinka para acabar con ellos por la tarde. Les obligan a desnudarse antes de registrarlos; lo hacemos especialmente por las mujeres. Algunas han sido sorprendidas con pistolas cargadas dentro de las bragas.
Se oyeron carcajadas brutales al otro lado de la vía; alguien gritó de dolor. Steiner miró a Neumann, molesto, y advirtió que el teniente estaba mirando hacia el extremo del tren. Agazapada bajo el último vagón había una joven, de 14 o 15 años, vestida con un impermeable de hombre que se ataba con una cuerda. Tenía el pelo quemado y la cara ennegrecida por el humo. Al parecer se las había arreglado para escapar del grupo y quería, era obvio, intentar la huida aferrándose al vagón del tren-hospital.
En ese instante, la vio el policía que estaba de guardia al final del andén y dio la señal de alarma. Saltó a la vía y la agarró de un brazo. La niña gritaba, se retorcía y consiguió soltarse. Saltó al andén y empezó a correr hacia la salida; fue a dar directamente a los brazos del comandante Frank, que regresaba de su despacho.
Este la cogió por el pelo y la levantó en el aire como si fuera un ratón.
—Putilla judía sucia. Te voy a enseñar a comportarte. Steiner se adelantó.
—¡No, Kurt! —le dijo Neumann, pero ya era tarde.
Steiner aferró con fuerza a Frank por el cuello, le sacudió, le hizo perder el equilibrio y casi le hizo caer. Separó a la niña, la tomó de la mano y la retuvo.
El comandante Frank se incorporó con el rostro iracundo. Se llevó la mano a la Walther que tenía en la cartuchera del cinturón, pero Steiner ya empuñaba una Luger y le estaba apuntando a los ojos.
—Si se mueve le vuelo la cabeza. Lo cual sería hacer un favor a la humanidad.
Por lo menos una docena de policías se adelantó corriendo; algunos llevaban ametralladoras, otros rifles; formaron un semicírculo a tres o cuatro metros de distancia. Un sargento apuntó a Steiner con el rifle y éste tiró a Frank del uniforme y le apretó el cañón de la Luger contra la cabeza.
—No se lo aconsejo, sargento.
Una locomotora pasó entonces lentamente. Arrastraba cinco o seis vagones abiertos, llenos de carbón. Steiner le dijo a la niña, sin mirarla:
—¿Cómo te llamas?
—Brana. Brana Lezemnikof.
—Muy bien, Brana, si eres la niña que parece que eres, te vas a agarrar de uno de esos vagones de carbón y te quedarás allí colgada hasta que el tren desaparezca de Varsovia. Es todo lo que puedo hacer por ti.
La niña se marchó corriendo y Steiner alzó la voz:
—Si alguien le dispara mato inmediatamente al comandante.
La niña saltó a un vagón, se agarró y trepó ágilmente. El tren salió de la estación. El silencio era completo.
—La bajarán en la estación siguiente. Yo mismo me encargaré de eso —dijo Frank.
Steiner le dio un empujón y se guardó la pistola. Los policías se le acercaron inmediatamente. Ritter Neumann les gritó:
—Ahora no, caballeros.
Steiner se volvió y se encontró con el teniente que empuñaba una MP-40. El resto de sus hombres se alineaba tras él, todos armados hasta los dientes.
Cualquier cosa podría haber sucedido en ese momento. Pero algo ocurrió, de súbito, a la entrada de la estación. Entró violentamente un grupo de agentes de las SS con los rifles preparados. Tomaron posiciones en V y poco después apareció el
SS Brigadeführer
y comandante general de la policía, Jurgen Stroop. A su lado avanzaban tres o cuatro oficiales de las SS, de diversos rangos pero todos con las armas preparadas. Llevaba el casco y el uniforme de campaña. Su aspecto era sorprendentemente anodino.
—¿Qué sucede aquí, Frank?
—Pregúntele a él,
herr Brigadeführer
—respondió Frank, con el rostro alterado—. Ese hombre, oficial del ejército alemán, acaba de liberar a un terrorista judío.