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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Ha llegado el águila (5 page)

BOOK: Ha llegado el águila
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—¿Tan mal están las cosas, señor?

—Muy mal, Karl —respondió Radl.

Se bebió el coñac y le contó lo peor.

Y todo pudo quedar así de no haber sido por una extraordinaria coincidencia. En la mañana del 22, justamente una semana después de su entrevista con Canaris, Radl estaba sentado en su escritorio ordenando los papeles que se le habían acumulado durante su estancia de tres días en París.

No se sentía nada bien, estaba de mal talante y frunció el ceño, impaciente, cuando se abrió la puerta y entró Hofer.

—Por el amor de Dios, Karl, he dicho que me dejaran en paz.

¿Qué pasa?

—Lo siento, señor. Pero acaba de llegar un informe y creo que le va a interesar.

—¿De dónde viene?

—De la primera sección.

Era el departamento de espionaje en el exterior. Radl no se sintió interesado en absoluto, pero Hofer continuaba allí de pie, con un sobre en la mano y la otra en el pecho. Dejó la pluma y suspiró.

—De acuerdo, dígame de qué se trata.

Hofer dejó el sobre encima del escritorio y lo abrió.

—Es el último informe de uno de nuestros agentes en Inglaterra. Su nombre en clave es Starling.

Radl miró la primera página mientras buscaba un cigarrillo en la caja que tenía sobre la mesa.

—La señora Joanna Grey.

—Reside en la parte norte de Norfolk, cerca de la costa, señor.

En un pueblo llamado Studley Constable.

—Pero por supuesto —dijo Radl, sintiéndose súbitamente interesado—. ¿No es la mujer que consiguió los detalles de la instalación Oboe?

Revisó las dos o tres primeras páginas y frunció el ceño.

—Hay un montón de informaciones. ¿Cómo nos las envía?

—Tiene un excelente contacto en la embajada de España y envía todo por valija diplomática. Es mejor que el correo.

Normalmente tarda en llegar unos tres días.

—Admirable —dijo Radl—. ¿Con qué frecuencia nos informa?

—Una vez al mes. Posee también una emisora de radio, pero casi no la utiliza. Sin embargo, mantiene abierto el canal tres veces por semana por si hace falta. Su enlace para este tipo de operaciones es el capitán Meyer.

—Muy bien, Karl. Tráigame un poco de café y lo leeré ahora mismo.

—He marcado con rojo el parágrafo interesante, señor. Está en la página tres. He adjuntado, también, un mapa de la zona a gran escala. Un mapa inglés.

Hofer se marchó y Radl comprobó en seguida que el informe estaba muy bien elaborado, era sumamente lúcido y suministraba gran cantidad de información. Realizaba una descripción general de la situación en la zona, la localización exacta de dos nuevas escuadrillas de B-17 norteamericanos al sur del Wash y de una escuadrilla de B-24próxima a Sheringham. Todo el material era aprovechable, útil, sin llegar a ser excepcionalmente interesante.

Pero llegó a la página tres y a un breve párrafo subrayado en rojo; el estómago se le contrajo con un espasmo de nerviosa excitación.

Era bastante sencillo. El primer ministro británico, Winston Churchill, iba a inspeccionar unas instalaciones de la jefatura de bombarderos de la RAF, cerca del Wash, la mañana del 6 de noviembre. Más tarde, ese mismo día, visitaría una fábrica cerca de King’s Lynn y hablaría a los trabajadores.

Y ahora venía la parte importante: en lugar de regresar a Londres, pensaba pasar el fin de semana en Studley Grange, en casa de sir Henry Willoughby, que quedaba exactamente a ocho kilómetros del pueblo de Studley Constable. Sería una visita privada, cuyos detalles se suponían secretos. Nadie conocía el plan en el pueblo, pero, al parecer, sir Henry, un comandante naval retirado, no había resistido la tentación de contárselo a Joanna Grey que era muy amiga suya.

Radl se quedó pensativo, mirando fijamente el informe.

Después tomó el mapa que le había llevado Hofer y lo desenrolló. En aquel momento se abrió la puerta y apareció Hofer con el café. Dejó la bandeja en la mesa, llenó una taza y se quedó de pie a la espera, con el rostro impasible.

Radl alzó la vista.

—De acuerdo, maldita sea. Muéstreme dónde está el lugar.

Supongo que lo sabe.

—Desde luego, señor.

Hofer puso el dedo sobre el Wash y lo corrió a lo largo de la costa.

Esto es Studley Constable, y aquí están Blakeney y Cley, en la costa; forman un triángulo. He estudiado los informes de la señora Grey sobre esta zona desde antes de la guerra. Es un lugar aislado, rural. Una costa solitaria de grandes playas y marismas.

Radl se quedó mirando el mapa un momento y tomó una decisión.

—Que venga Hans Meyer. Quiero hablar unas palabras con él, pero no le diga absolutamente nada sobre qué se trata.

—Por supuesto, señor.

Hofer se fue a la puerta.

—Ah, Karl —agregó Radl—, y tráigame todos los informes que haya enviado ella. Quiero todo lo que tengamos sobre esa zona.

Se cerró la puerta y todo quedó súbitamente muy silencioso.

Cogió uno de sus cigarrillos. Eran rusos, como siempre mitad tabaco y mitad papel grueso. Una afición que habían adquirido muchos de los que sirvieron en el frente oriental. Radl los fumaba porque le gustaban. Eran muy fuertes y a veces le hacían toser. Pero el asunto le importaba poco: los médicos le habían advertido que sus expectativasde vida eran bastante limitadas debido a los efectos de las tremendas heridas que sufriera en campaña.

Se levantó y se acercó a la ventana. Se sentía curiosamente deprimido. Todo le parecía una tremenda farsa. El Führer, Himmler, Canaris… sombras chinescas. Nada consistente, nada sólido. Nada real.

Y ahora este estúpido asunto, esto de Churchíll. Mientras tantos hombres valiosos sucumbían en el frente oriental, él seguía jugando a estupideces como ésta, que muy probablemente terminarían en nada.

Se sentía molesto consigo mismo, furioso más bien, para colmo por ninguna razón precisa; un golpe en la puerta le sacó abruptamente de sus reflexiones. El hombre que entró era de mediana estatura y vestía un traje de tweed. Llevaba el pelo gris bastante largo y las gafas con marco de carey le daban un aspecto curiosamente vago.

—Ah, Meyer, gracias por haber venido.

Hans Meyer tenía a la sazón 50 años. Durante la Primera Guerra Mundial había sido capitán de un submarino, uno de los más jóvenes de la armada alemana. Desde 1922 había dedicado todas sus energías a trabajos de inteligencia, y era mucho más inteligente y agudo de lo que parecía.

—Señor —dijo formalmente.

—Siéntese, hombre, siéntese. He estado leyendo el último informe de uno de sus agentes, Starling. Extraordinario.

—Ah, sí. Joanna Grey. Una mujer admirable.

Meyer se quitó las gafas y las limpió con un pañuelo arrugado.

—Hábleme de ella.

Meyer hizo una pausa, y frunció el ceño levemente.

—¿Qué le interesa saber, señor?

—¡Todo!

Meyer vaciló un momento. Evidentemente estaba a punto de preguntar el porqué. Pero no lo hizo. Se volvió a poner las gafas y empezó a hablar.

Joanna Grey había nacido en un pueblo pequeño llamado Vierskop, en el Estado Libre de Orange, en marzo de 1875. Su nombre era Joanna van Oosten. Su padre era granjero y pastor de la Iglesia Reformada Holandesa, y a los 10 años de edad éste había participado enel Great Trek, la emigración de cerca de 10.000 granjeros
boers
que entre 1836 y 1838 escaparon de la colonia de El Cabo hacia nuevas tierras al norte del río Orange, a fin de escapar al dominio británico.

Se había casado a los 20 años con un granjero llamado Dirk Jansen. Tenía una hija, nacida en 1898, un año antes de la ruptura de hostilidades con los ingleses, que finalmente se conoció como la guerra de los Boers.

Su padre organizó un comando de caballería y le mataron cerca de Bloemfontain en mayo de 1900. En ese momento la guerra estaba prácticamente terminada, pero los dos años siguientes resultaron los peores del conflicto, pues, al igual que muchos otros compatriotas suyos, Dirk Jansen siguió luchando en una dura guerra de guerrillas que contaba sólo con el apoyo de distintos granjeros aislados.

La patrulla de caballería que allanó la casa de los Jansen el 11 de junio de 1901 buscaba a Dirk Jansen. Pero éste hacía dos meses que había muerto de sus heridas en un campamento de las montañas sin que su esposa lo supiera. En ese momento estaban en casa Joanna, su madre y la pequeña. Se negó a contestar el interrogatorio del sargento y se la llevaron al establo para interrogarla. La violaron dos veces.

Su queja al comandante británico de la zona fue desestimada.

Los británicos combatían la guerrilla por todos los medios. Y éstos eran habitualmente el incendio de las granjas, el arrasamiento de zonas enteras y el desplazamiento de la población, que muchas veces quedó encerrada en lo que muy pronto se conocería como campos de concentración.

Los campos eran incómodos, naturalmente; estaban mal administrados por desidia y no tanto por mala intención. Se produjeron muchas enfermedades, y en catorce meses murieron más de veinte mil personas, entre ellas la madre y la hija de Joanna. Y la mayor ironía: Joanna habría muerto si no hubiera sido por los cuidados de un doctor inglés llamado Charles Grey, a quien habían enviado al campo desde Inglaterra una vez que se hizo público el escándalo de las condiciones en que vivían los prisioneros.

El odio que llegó a acumular contra los ingleses fue algo verdaderamente patológico por su intensidad y no habría de aplacarse jamás. Sin embargo, se casó con Grey cuando éste le propuso matrimonio. Tenía 28 años y su vida estaba deshecha.

Había perdido al esposo y a su única hija, a todos sus parientes en este mundo y no tenía ni un centavo.

Era indudable que Grey la amaba. Tenía quince años más que ella, le exigía muy poco, era gentil y amable. Pasaron los años y en Joanna fue creciendo cierto afecto por su marido, mezclado con la continua irritación que uno siente ante un niño mal educado.

Grey aceptó un puesto de médico que le ofreció una sociedad bíblica londinense en calidad de médico misionero y durante algunos años trabajó sucesivamente en Rodesia, Kenia y finalmente entre los zulúes. Joanna nunca pudo entender su preocupación por quienes para ella eran sólo unos cafres despreciables, pero la aceptó tal como aceptó las tareas de enseñanza que debía efectuar para ayudarle en su trabajo.

Grey murió de un ataque al corazón en marzo de 1925. Joanna se encontró a sus 50 años con 150 libras como único bagaje para enfrentar la vida. El destino le había jugado otra mala pasada, pero siguió adelante y finalmente aceptó el cargo de ama de llaves en casa de una familia inglesa de Ciudad de El Cabo.

Por esta época se empezó a interesar por el nacionalismo boer y a asistir a las reuniones de una de las organizaciones extremistas que propugnaban la separación de Sudáfrica del Imperio británico.

En una de esas reuniones conoció a Hans Meyer, ingeniero alemán.

El era diez años menor que ella y, no obstante, en poco tiempo floreció un romance, la primera y genuina atracción física que experimentara Joanna desde su primer matrimonio.

Meyer era en realidad un agente del servicio de Inteligencia de la marina alemana, destacado en Ciudad de El Cabo con la misión de obtener la mayor cantidad posible de datos sobre las instalaciones militares británicas en Sudáfrica. Tuvo la suerte de que Joanna Grey trabajara para un empleado del Almirantazgo británico. Con la colaboración de ella pudo, pues, obtener, con toda seguridad y tranquilidad, importantes documentos que fotografiaba en casa y que luego ella devolvía.

Joanna gozaba haciendo este trabajo porque estaba auténticamente enamorada de Meyer; pero había algo más en su apasionamiento. Por primera vez en la vida tenía la oportunidad de asestar un golpe a Inglaterra. Una especie de venganza por todo el daño que los ingleses le habían hecho.

Meyer regresó a Alemania y continuó escribiéndole. Entonces, en 1929, cuando todo el mundo y la mayor parte de la gente se rompía en pedazos, mientras Europa se hundía en la depresión, Joanna Grey tuvo la primera experiencia auténticamente afortunada de toda su vida.

Recibió una carta de una firma de agentes de Norwich en que le informaban que una tía de su marido había muerto y le había dejado en herencia una casa de campo cerca del pueblo de Studley Constable, en la parte norte de Norfolk, y una renta de poco más de 4.000 libras anuales. Sólo existía una dificultad. La anciana señora había querido mucho la casa y exigía, como condición indispensable, que Joanna se trasladara y fijara su residencia en esa casa.

Vivir en Inglaterra
. La mera idea la hacía estremecerse, pero ¿qué otra alternativa le quedaba? ¿Continuar esa vida de amable esclavitud con la única perspectiva de una ancianidad en la pobreza?

Consiguió un libro sobre Norfolk en una librería y lo leyó entero, especialmente las páginas que se referían al litoral norte de esa zona.

Los nombres la espantaron. Stiffkey, Morston, Blakeney, Cleynext-the-Sea, marismas, playas desiertas. Nada de esto tenía sentido alguno para ella; escribió a Hans Meyer contándole su problema y éste le respondió de inmediato urgiéndola a partir y prometiéndole que la visitaría en cuanto le fuera posible.

Fue lo mejor que hizo en la vida. La casa de campo resultó ser una maravillosa casa de cinco dormitorios, de estilo georgiano, rodeada de un jardín amurallado. Norfolk era entonces todavía el condado más rural de Inglaterra, había cambiado relativamente poco desde el siglo XIX, así que en un pueblo pequeño como era Studley Constable se la consideraba una señora de gran posición y de cierta importancia. Y le sucedió otra cosa, también extraña. Los pantanos y las playas le parecieron fascinantes, se enamoró del lugar, fue más feliz allí que en ningún otro sitio en toda su vida.

Meyer viajó a Inglaterra en el otoño del mismo año y la visitó varias veces. Pasearon mucho los dos juntos. Ella le mostró todo. Las playas interminables que se extendían hasta el infinito, los pantanos, las dunas de Blakeney. Meyer nunca se refirió a la época de Ciudad de El Cabo cuando Joanna le ayudaba a obtener las informaciones que necesitaba ni ella le preguntó jamás por sus actuales actividades.

Continuaron escribiéndose y Joanna fue a visitarle a Berlín en 1935. Meyer le mostró lo que el nacionalsocialismo estaba haciendo por Alemania. Joanna quedó fascinada con cuanto veía, con los enormes desfiles y concentraciones, los uniformes, los jóvenes apuestos, las mujeres felices y los niños. Aceptó que estaba ante un nuevo orden definitivo. Así tenía que ser todo.

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