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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

Ha llegado el águila (2 page)

BOOK: Ha llegado el águila
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—¿Y usted cree que puede estar aquí?

—Volví a repasar mis anotaciones. Recordé que se educó en la religión católica y se me ocurrió que quizá fue enterrado como católico. Estaba alojado en el hotel Blakeney, y uno de los mozos me dijo que aquí en Studley Constable había una iglesia católica. Por cierto, es un lugar apartado. Me costó bastante llegar aquí.

—Y ha sido un esfuerzo inútil, me temo.

Se puso de pie.

—Hace veintiocho años que estoy en esta iglesia y le puedo asegurar que nunca he oído mencionar ni he visto nada relacionado con ese Charles Gascoigne.

Era mi último recurso y supongo que la desilusión se reflejó en mi rostro; pero insistí, de todos modos.

—¿Está usted completamente seguro? ¿Hay archivos de aquel período? Quizá si reviso las entradas en el registro de entierros…

—La historia local de esta zona es una de mis aficiones personales —me dijo en tono ligeramente irritado—. No hay un solo documento relacionado con la iglesia que yo no conozca en detalle, y le puedo asegurar que no existe mención alguna de ese Charles Gascoigne. Y ahora, si usted me perdona, me esperan para comer.

Cuando comenzó a andar se le resbaló el bastón, tropezó y estuvo a punto de caer. Le tomé por el codo y se las arregló para sostenerse sobre el pie izquierdo. Ni siquiera frunció el ceño.

—Lo siento, he sido condenadamente torpe —le dije.

Sonrió por segunda vez.

—No ha sido nada.

Se tocó el pie con el bastón.

—Una molestia, pero, como dicen, he aprendido a vivir con ella.

Era el tipo de observación que no requiere comentarios, y evidentemente no buscaba que le hicieran ninguno. Caminamos por la nave en dirección a la salida, lentamente debido a su pie.

—Es una iglesia notablemente hermosa —le dije.

—Sí, y estamos bastante orgullosos de ella.

Me abrió la puerta.

—Siento no poder ayudarle.

—Está bien —le dije—. ¿Le importa que eche un vistazo al cementerio?

—No es fácil convencerle a usted. —Hablaba sin malicia—. ¿Por qué no? Hay piedras muy interesantes. Le recomiendo especialmente la sección oeste. De principios del siglo XVIII, y todo obra, sin duda, del mismo artesano que trabajó en Cley.

Esta vez fue él quien alargó la mano. Me dijo, mientras nos despedíamos:

—Su nombre me pareció conocido. ¿No escribió un libro sobre los disturbios del Ulster el año pasado?

—Exacto. Un asunto sucio.

—La guerra siempre lo es, señor Higgins. El hombre en su máximo grado de crueldad. Buenos días.

Su rostro había adquirido un aspecto muy serio.

Cerró la puerta y me quedé en el pórtico. Un encuentro extraño.

Encendí un cigarrillo y salí a la lluvia. El sepulturero se había marchado y, de momento, tenía a mi exclusiva disposición el cementerio y el patio, salvo por los cuervos, desde luego.
Los cuervos de Leningrado.
Me quedé pensando en eso un momento y en seguida aparté el pensamiento de mi mente: tenía trabajo por delante. No me quedaban grandes esperanzas, después de la conversación con el padre Vereker, de encontrar la tumba de Charles Gascoigne, pero la verdad era que ya no me quedaba ningún otro sitio donde investigar.

Comencé a caminar observando todo cuidadosamente. Empecé en la parte oeste. Contemplé las lápidas que me había mencionado.

Eran curiosas, sin duda. Estaban talladas y terminaban en vívidos y más bien violentos adornos de huesos, cráneos, arcángeles y alados relojes de arena. Interesantes, pero sin ninguna relación con Gascoigne.

Ocupé una hora y veinte minutos en recorrerlo todo; al final sabía que estaba derrotado. Algo me llamó la atención, sin embargo: al revés de la mayoría de las iglesias rurales actuales, el cementerio de ésta estaba muy cuidado, en muy buen orden. El césped cortado, los arbustos podados; había muy poco que hubiera crecido en exceso o quedara oculto parcialmente.

Así pues, nada de Charles Gascoigne. Estaba junto a la tumba que acababan de abrir. Acepté la derrota. El viejo sepulturero la había cubierto con un trozo de lona para que el agua no cayera dentro; pero se había soltado en una esquina. Me agaché para ponerla en su sitio y cuando empezaba a levantarme advertí algo extraño.

A menos de dos metros de distancia, junto a la pared de la iglesia, en la base de la torre, había una lápida apoyada sobre una leve eminencia del terreno cubierto de hierba. Era de principios del siglo XVIII, un ejemplo del trabajo que ya he mencionado. Tenía una soberbia calavera y un par de huesos cruzados; estaba dedicada a un comerciante en lanas llamado Jeremiah Fuller, a su esposa y a sus dos hijos. Agachado como estaba, pude advertir que debajo de esa lápida había otra.

El celta que hay en mí aflora muy rápido; me sentí lleno de una súbita excitación irracional, como si estuviera al borde de algún descubrimiento. Me arrodillé sobre la lápida y traté de moverla, cosa que parecía bastante difícil. Pero entonces, de repente, empezó a moverse.

—Vamos, Gascoigne —dije en voz baja—. Déjame verte.

La losa se deslizó a un lado y se quedó reposando sobre el césped. Y todo se reveló. Creo que ése fue uno de los momentos más sorprendentes de mi vida. Era una simple piedra, con una cruz alemana en la parte superior, lo que la mayoría de la gente llamaría una cruz de hierro. La inscripción estaba en alemán. Decía:
Hier ruhen Oberstleutnant Kurt Steiner und 13 Deutsche Fallschirmjäger gefallen am 6 November 1943.

Mi alemán es muy pobre, sobre todo por falta de práctica, pero era suficiente para esto: «Aquí descansa el teniente coronel Kurt Steiner y 13 paracaidistas alemanes, muertos en acción el 6 de noviembre de 1943».

Me quedé allí, agachado bajo la lluvia, comprobando cuidadosamente la fidelidad de mi traducción; pero no, era exacta, y no tenía ningún sentido. Para empezar, sabía perfectamente —una vez escribí un artículo al respecto— que los restos de los 4.925 alemanes que murieron en Gran Bretaña durante la primera y la segunda guerras mundiales fueron trasladados al cementerio militar alemán de Cannock Chase en Staffordshire, en 1967, apenas se inauguró.

Muertos en acción, decía la inscripción. No, era completamente absurdo. Una broma muy sutil y complicada. No podía ser otra cosa.

Pero no pude seguir pensando en el tema. Me lo impidió un grito ofendido.

—¿Qué diablos está haciendo?

El padre Vereker avanzaba a trompicones hacia mí por entre las tumbas, con un paraguas negro en la mano.

—Esto le va a sorprender e interesar, padre —le dije amablemente—. Creo que he descubierto algo muy raro.

Me di cuenta de que algo iba mal cuando le tuve más cerca.

Algo iba muy mal, en realidad, pues el sacerdote estaba pálido de ira y temblaba entero.

—¿Cómo se atreve a mover esa piedra? Sacrilegio…, ésa es la palabra.

—De acuerdo —le dije—. Lo siento, pero mire lo que he encontrado debajo.

—No me importa en absoluto lo que haya encontrado. Ponga eso en su lugar en seguida.

Ahora era yo el que empezaba a irritarme.

—No sea tonto. ¿No ve lo que dice aquí? Si no lee alemán, permítame que se lo diga yo: «Aquí descansa el teniente coronel Kurt Steiner y 13 paracaidistas alemanes, muertos en acción el 6 de noviembre de 1943». ¿No me va a decir que no encuentra esto absolutamente fascinante?

—No tanto.

—Quiere decir que lo había visto antes.

—No, por supuesto que no.

Había algo angustiado en él, un principio de desesperación en sus palabras cuando agregó:

—Y, ahora, ¿tendría la bondad de volver a colocar la lápida?

No le creí; no le creí ni un instante. Le pregunté:

—¿Quién era? ¿Quién era ese Steiner? ¿De qué se trata todo esto?

—Ya se lo he dicho, no tengo la menor idea —me dijo, y parecía aún más angustiado.

En ese momento recordé algo.

—Usted estaba aquí en 1943, ¿verdad? Fue aquel año cuando se hizo cargo de la parroquia. Eso dice el tablero que está en la iglesia. Estalló, perdió los estribos.

—Por última vez, ¿va a dejar esa piedra tal como la encontró?

—No —le dije—. Creo que no puedo hacerlo.

Cosa extraña, pareció recuperar cierto control sobre sí mismo.

—Muy bien —me dijo con calma—, entonces me veo obligado a expulsarle ahora mismo.

No tenía sentido discutir, si se consideraba su estado y excitación, así que le dije brevemente:

—De acuerdo, padre, si usted lo quiere así.

Ya estaba en el camino cuando me gritó:

—Y no vuelva más. Si regresa no vacilaré en llamar a la policía.

Atravesé el pórtico del cementerio, subí al Peugeot y me marché. No me preocupaban sus amenazas. Estaba demasiado excitado para eso, demasiado intrigado. Todo me resultaba intrigante en Studley Constable. Era uno de esos lugares que parecen existir en North Norfolk y en ninguna otra parte. La clase de pueblo que uno encuentra una vez accidentalmente y nunca vuelve a hallar, así que se termina preguntando si en realidad existió.

Y no es que hubiera mucho que ver. La iglesia, el viejo presbiterio con su jardín amurallado, quince o dieciséis casas de campo de variadas formas repartidas caprichosamente a lo largo del arroyo, el viejo molino de agua con su enorme rueda, la taberna del pueblo a un extremo, Studley Arms.

Me detuve a un lado del camino, junto al arroyo, encendí un cigarrillo y pensé un momento con calma en cuanto había pasado. El padre Vereker había mentido. Había visto antes la lápida, conocía su significado; estaba convencido de ello. Resultaba un poco irónico todo el asunto. Había llegado por casualidad a Studley Constable, en busca de Charles Gascoigne. Y en su lugar había descubierto algo mucho más intrigante, un auténtico misterio. Pero ¿qué iba a hacer?

Ésa era la cuestión.

La respuesta se me presentó sola, casi instantáneamente, en la persona de Laker Armsby, el sepulturero, que apareció por un camino estrecho que discurría entre dos granjas. Seguía manchado de barro y con el grueso chaquetón sobre los hombros. Atravesó la carretera y entró en Studley Arms; me bajé inmediatamente del Peugeot y le seguí.

La placa que había sobre la puerta indicaba que el propietario era un tal George Henry Wilde. Abrí la puerta y me encontré en un corredor de piedra flanqueado por paredes con grandes paneles.

Había una puerta abierta a la izquierda y se oía un murmullo de voces, de carcajadas procedentes del interior.

Entré. No había mostrador. Era simplemente una amplia sala, cómoda, con el hogar encendido, de piedra, varios bancos de alto respaldo y un par de mesas de madera. Los clientes eran seis o siete y ninguno joven. Diría que la edad promedio era de sesenta años, una pauta descorazonadoramente habitual en esas zonas rurales.

Eran campesinos hasta la médula, con el rostro curtido por el aire, gorras de tweed y botas de goma. Tres de ellos jugaban al dominó y otros dos les observaban; un viejo tocaba la armónica para sí mismo sentado junto al fuego. Todos alzaron la vista para estudiarme con ese grave interés que siempre manifiestan los grupos cerrados cuando se presenta un extraño.

—Buenas tardes —dije.

Dos o tres inclinaron la cabeza de un modo bastante amable; un personaje gigantesco de barba negra algo canosa no parecía muy amistoso. Laker Armsby estaba solo en una mesa, liando afanosamente un cigarrillo con los dedos, con un vaso de cerveza enfrente. Se llevó el cigarrillo a la boca; me acerqué y le ofrecí fuego.

—Hola.

Alzó la vista, indiferente, pero en seguida su rostro adquirió expresión.

—Oh, otra vez usted. ¿Encontró entonces al padre Vereker?

—Sí. ¿Quiere otro trago?

—No le voy a decir que no. Me vendrá muy bien un poco de cerveza negra. ¡Georgy!

Vació el vaso en dos tragos. Me volví y me encontré frente a un hombre bajo, fuerte, en mangas de camisa; seguramente el propietario, George Wilde. Parecía tener aproximadamente la misma edad que los otros y resultaba un personaje de aspecto agradable a excepción de un solo rasgo insólito. En alguna época de su vida le habían disparado desde corta distancia, quizás a quemarropa, en el rostro. Había visto suficiente cantidad de heridas de bala en la vida y estaba seguro de eso. En este caso, la bala había dejado un surco en la mejilla izquierda y arrancado un fragmento de hueso, evidentemente. Tuvo buena suerte.

Sonrió con simpatía.

—¿Y usted qué quiere, señor?

Le dije que tomaría un vaso de vodka y agua tónica, lo cual provocó la sonrisa de los campesinos; pero eso no me molestó nada, pues es la única bebida alcohólica que puedo tomar con cierto placer.

El cigarrillo que se había liado Laker Armsby le duró muy poco, así que le ofrecí uno de los míos. Lo aceptó ansiosamente. Llegaron las bebidas y le pasé la cerveza.

—¿Cuánto tiempo lleva de sepulturero en Santa María?

—Cuarenta y un años.

Vació el vaso de cerveza.

—Tómese otra y hábleme de Steiner.

La armónica cesó de tocar. Se hizo un silencio absoluto. El viejo Laker Armsby me clavó la vista desde el otro lado de la mesa, por encima del vaso de cerveza, con esa expresión taimada otra vez.

—¿Steiner? Bueno, Steiner era…

Nos interrumpió George Wilde, que tomó el vaso vacío y puso un mantel sobre la mesa después de pasarle un paño.

—Señor, ya es la hora, por favor.

Miré la hora. Las dos y media.

—Está equivocado. Falta media hora todavía.

Tomó mi vaso de vodka y me lo pasó.

—Esta casa es libre, señor, y en un pueblo tranquilo como éste solemos actuar como mejor nos parece sin que nadie tenga que interrumpirnos, sin que nadie se moleste por ello. Si digo que se cierra a las dos y media, se cierra a las dos y media. Si yo fuera usted, apuraría el vaso, señor.

Sonreía amistosamente. La tensión del aire podía cortarse con un cuchillo. Todos me miraban, rostros duros e inexpresivos con ojos como piedras; el gigante de la barba negra se acercó a un extremo de la mesa, se apoyó en ella y me clavó la vista.

—Ya le ha oído —dijo en voz baja, amenazante—. Beba de una vez, sea bueno y márchese a casa.

No discutí porque la atmósfera era cada vez más hostil. Me bebí mi vodka con agua tónica. Tardé deliberadamente más de lo preciso, no sé si para demostrarles algo o para demostrármelo a mí mismo, y me fui.

No estaba irritado, cosa extraña, sino fascinado por todo ese asunto increíble. Por supuesto, ya había llegado demasiado lejos y no iba a retroceder. Necesitaba algunas respuestas y se me ocurrió que existía una manera obvia de obtenerlas.

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