A mitad de camino por el dique, había una pequeña casa de campo arrimada a una pared de piedra y abrigada por unos cuantos pinos. Parecía bastante consistente, un buen edificio con un gran establo; pero tenía las ventanas cerradas y un aspecto general de desolación. Era la casa del guarda de los pantanos, pero no había guarda desde 1940.
Se dirigió a un alto acantilado bordeado de pinos. Desmontó de la bicicleta y la apoyó en un árbol. Más allá había dunas de arena y después una ancha playa muy plana, que la marea estrechaba; el mar quedaba a unos cuatrocientos metros. Alcanzaba a ver el cabo a la distancia, al otro lado del estuario que se curvaba como un gran dedo doblado cerrando un sector de canales y bancos de arena y arrecifes que, al subir la marea, resultaban seguramente tan letales para la navegación como el resto de la costa de Norfolk.
Sacó la cámara y tomó gran cantidad de fotografías desde diversos ángulos. Cuando estaba terminando, el perro le trajo un palo en el hocico; lo dejó cuidadosamente a sus pies. Se agachó y le acarició las orejas.
—Sí,
Patch
—dijo en voz baja—, creo que esto puede resultar muy bien.
Tiró el palo por encima de la barrera de alambre de púas que impedía el libre acceso a la playa, y
Patch
se precipitó a buscarlo, pasando junto al cartel que decía «Cuidado con las minas». Gracias a Henry Willoughby sabía perfectamente que no había ningún peligro en esa playa.
A su izquierda había una pequeña fortificación de cemento y un nido de ametralladoras; las dos construcciones parecían en completa decadencia. Entre los pinos había una zanja antitanque que el viejo había llenado de arena. Tres años antes, después del desastre de Dunkerque, hubo soldados allí y el año anterior había existido un destacamento de la Home Guard. Pero ahora no.
En junio de 1940 se declaró zona de defensa a un sector que abarcaba treinta y dos kilómetros tierra adentro, desde el Wash hasta Rye. No había restricciones para los habitantes del lugar, pero quienes venían de visita debían esgrimir buenas razones para no resultar sospechosos. Todo eso había cambiado considerablemente y ahora, tres años después, prácticamente nadie se molestaba en respetar las normas impuestas pues, a decir verdad, no resultaban necesarias.
Joanna Grey se inclinó para acariciar otra vez al perro.
—¿Sabes lo que significa esto,
Patch
? Los ingleses ya no esperan que nadie les ataque.
El martes siguiente llegó a la Tirpitz Ufer el informe de Joanna Grey. Hofer lo esperaba ansiosamente. Lo llevó directamente a Radl, que lo abrió y examinó su contenido.
Había fotos de las dunas de Hobs End, de los accesos a la playa.
La posición estaba señalada mediante un código de referencias. Radl le pasó el informe a Hofer.
—Prioridad absoluta. Que lo descifren y quédate con ellos mientras lo hacen.
La Abwehr acababa de poner en práctica el uso de la nueva unidad Solnar de codificación que efectuaba en algunos minutos el trabajo que antes exigía varias horas. La máquina tenía un teclado normal de máquina de escribir. El operador procedía a copiar el mensaje tal como estaba codificado y la máquina lo descifraba automáticamente y lo entregaba en un sobre sellado. Ni siquiera el operador podía conocer el contenido del mensaje.
Veinte minutos después, Hofer regresó al despacho de Radl y >esperó en silencio mientras el coronel leía el informe. Radl alzó la vista, sonriente, y lo dejó a un lado.
—Lea esto, Karl, léalo. Excelente, realmente admirable. ¡Qué mujer!
Encendió uno de los cigarrillos y esperó con impaciencia que Hofer terminara la lectura. El sargento, por fin, alzó la vista.
—Parece muy prometedor.
—¿Prometedor? ¿Es todo lo que se le ocurre decir? Por Dios, hombre, se trata de una posibilidad muy precisa. Una posibilidad real.
Hacía meses que no se sentía tan nervioso y eso le hacía mal.
Tenía el corazón seriamente debilitado por las enormes heridas sufridas. Se le estremeció el ojo vacío bajo el parche negro, la mano de aluminio bajo el guante pareció cobrar vida, se le tensaron los tendones como si fueran las cuerdas de un arco. Necesitaba más aire y se dejó caer en la silla.
Hofer sacó inmediatamente la botella de Courvoisier, llenó un vaso hasta la mitad y se lo puso en los labios. Radl se lo bebió casi todo de un trago, tosió y pareció recuperar el control.
Sonrió débilmente.
—No debiera ponerme así muy a menudo, ¿eh, Karl? Nos quedan dos botellas. Y eso es oro en estos días.
—Señor, no debería excitarse tanto —dijo Hofer y agregó, muy serio—: Tiene que cuidarse.
Radl bebió más coñac.
—Lo sé, Karl, lo sé, pero ¿se da cuenta? Era una broma, algo que el Führer dijo un miércoles porque estaba furioso, algo que debía olvidarse el viernes. Un estudio de la viabilidad de la operación, dijo Himmler, y lo dijo sólo porque quiere complicarle las cosas al almirante. El almirante me pidió que escribiera algo. Cualquier cosa, con tal que pareciera que trabajamos bien.
Se puso de pie y se fue a la ventana.
—Pero ahora es distinto, Karl. Ya no es una broma. Es factible.
Hofer se mantenía inmóvil al otro extremo del escritorio, sin dejar traslucir la menor emoción.
—Sí, señor, creo que se podría hacer.
—¿Y esa perspectiva no le conmueve en lo más mínimo? —le dijo Radl, casi temblando—. Dios mío, a mí me asusta. Tráigame esos mapas del Almirantazgo y todos los planos detallados.
Hofer los desplegó sobre el escritorio; Radl localizó Hobs End y examinó el lugar junto con las fotografías.
—¿Qué más podemos pedir? Es una zona perfecta para un lanzamiento de paracaidistas, y ese fin de semana subirá la marea y borrará todas las huellas.
—Pero sólo podremos transportar una fuerza muy pequeña en un transporte o en un bombardero —señaló Hofer—. ¿Se puede usted imaginar a un Dornier o a un Junker volando mucho tiempo sobre la costa de Norfolk en estos días, cuando hay tantas bases aéreas en la zona y todas están protegidas con escuadrillas de cazas nocturnos?
—Es un problema —aceptó Radl—, pero desde luego no insuperable. Los mapas de bombardeo de la Luftwaffe indican que en esa zona no hay radares de bajo nivel; eso significa que no nos detectarán si volamos a menos de doscientos metros de altura. Pero ese tipo de detalles no tiene importancia ahora. Los resolveremos más adelante. Todo lo que necesitamos en este momento es un estudio de la viabilidad de la operación. ¿Está de acuerdo en que, en teoría, es posible lanzar paracaidistas en esa zona?
—De acuerdo con la proposición, pero ¿cómo los retiramos? ¿Con un submarino?
Radl miró un momento el mapa y luego sacudió la cabeza negativamente.
—No, no sería conveniente. El grupo sería demasiado grande.
Sé que se las arreglarían para apretujarse a bordo, pero el punto de reunión estaría muy alejado de la costa y se complicaría bastante el traslado de toda la unidad desde la costa hasta allí. Tiene que ser algo más simple y directo. Quizás una cañonera. Hay muchos barcos de ese tipo en continua actividad por esa zona. No creo que resulte imposible deslizar uno de ellos entre la playa y el cabo. La aproximación tendría lugar en momentos de marea alta, y el informe indica que ninguno de esos canales está minado; esto simplificaría bastante toda la operación.
—Haría falta consultar a la marina —dijo Hofer, cauto—. La señora Grey dice en su informe que esas aguas son peligrosas.
—Y exactamente para eso están los buenos marinos. ¿Hay algo más que no le guste?
—Excúseme, señor, pero me parece que el factor tiempo es crucial para el éxito de la operación y, francamente, no veo cómo se podría solucionar. —Hofer señaló Studley Grange en el plano—. Éste es el blanco, que queda a unos diez kilómetros del lugar de lanzamiento. Si tenemos en cuenta la oscuridad y el desconocimiento de la zona, creo que a la unidad le costará un par de horas llegar y, por más breve que sea la visita, tardarán por lo menos el mismo tiempo en regresar al punto de partida. Creo que habría que contar con un mínimo de seis horas para terminar la acción. Si concedemos que el lanzamiento se debe efectuar, por razones de seguridad, sobre la medianoche, eso quiere decir que la reunión con la unidad de desembarco tendría que efectuarse al amanecer o quizás un poco después, lo cual me parece inaceptable. El barco debe contar por lo menos con dos horas de oscuridad para cubrir la retirada.
Radl estaba reclinado en el asiento, sus ojos cerrados dirigidos hacia el techo.
—Una exposición brillante, Karl. Está usted aprendiendo. Tiene toda la razón. Por eso tendríamos que efectuar el lanzamiento la noche anterior.
—¿Señor? —dijo Hofer, con el asombro en la cara—. No entiendo.
—Es muy sencillo. Churchill llegará a Studley Grange en la tarde del 6 y pasará allí la noche. Nuestros paracaidistas serían lanzados el día anterior, durante la noche del 5 de noviembre.
Hofer frunció el ceño, en actitud meditativa.
—Veo las ventajas. Por supuesto, señor, el tiempo adicional les daría margen de maniobra en caso de producirse algo imprevisto.
—Eso significaría, también, que no habría problemas con el barco, Karl. Podrían embarcar a las 10 o a las 11 de la noche del sábado.
Sonrió y sacó otro cigarrillo de la caja.
—¿Así que acepta que esto también es posible?
—Habría un problema grave: cómo esconderse durante el sábado. Especialmente si se tratara de un grupo numeroso.
—Tiene toda la razón, Karl.
Radl se puso de pie y empezó a pasearse por la habitación.
Pero, creo que hay una respuesta obvia —continuó—. ¿Le puedo hacer una pregunta a un antiguo guardabosque, Karl? Si usted quisiera esconder un pino, ¿dónde lo pondría?
—En un bosque de pinos, supongo.
—Exacto. En un lugar tan aislado como ése cualquier extraño debe resultar un fenómeno, especialmente en tiempo de guerra. Y no hay gente de vacaciones, recuérdelo. Los ingleses, como buenos sajones, pasan las vacaciones en casa, para colaborar al esfuerzo de guerra. Y sin embargo, Karl, la señora Grey informa que hay extraños que continuamente, todas las semanas, se pasean por esas tierras y entran a esos pueblos; y se les acepta sin problemas. —Hofer parecía encandilado, absorto, y Radl continuó—: Son soldados, Karl, en maniobras, ensayando la guerra, persiguiéndose unos a otros por los campos.
Tomó el informe de Joanna Grey y volvió varias páginas.
—Aquí, por ejemplo, en la página tres, habla de Meltham House, a doce kilómetros de Studley Constable. El año pasado se utilizó cuatro veces como base de entrenamiento para unidades de comandos. Una vez la usaron los norteamericanos, dos veces los británicos, y otra una unidad compuesta de checos y polacos con oficiales ingleses.
Dejó el informe en el escritorio y Hofer se quedó mirándolo.
—Sólo necesitan uniformes británicos y se podrán pasear por allí sin que nadie les moleste. Un comando polaco sería perfecto.
—Esto explicaría el problema del idioma —dijo Hofer—. Pero esa unidad polaca que menciona la señora Grey tenía oficiales ingleses, no sólo oficiales que hablaran inglés. Y si usted me perdona, debo decirle que hay una pequeña diferencia.
—Sí, tiene razón. Una tremenda diferencia. Pero todo quedaría perfecto si el oficial de mando fuera inglés o pareciera un verdadero inglés.
Hofer miró la hora.
—Debo recordarle que la reunión de los jefes de sección va a empezar dentro de diez minutos en el despacho del almirante.
—Gracias, Karl. —Radl se arregló el uniforme, se puso el cinturón y se levantó—. Así que, al parecer, nuestro estudio de la viabilidad de la operación está prácticamente completo. Parece que lo hemos previsto todo.
—Excepto la cuestión quizá más importante, señor.
Radl estaba a medio camino, llegando a la puerta, y se detuvo.
—Muy bien, Karl, sorpréndame.
—El responsable de esta aventura, señor. Tiene que ser un hombre extraordinariamente capaz.
—Otro Otto Skorzeny —insinuó Radl.
—Exacto. Pero con una cualidad extra. La de poder pasar por inglés.
Radl sonrió beatíficamente.
—Encuéntremelo, Karl. Tiene cuarenta y ocho horas.
Abrió la puerta silenciosamente y salió.
Como solía suceder, Radl debió partir inesperadamente a Munich al día siguiente, y no reapareció en su despacho de la Tirpitz Ufer hasta el jueves por la tarde. Estaba exhausto, había dormido muy poco la noche anterior en Munich. Los bombarderos Lancaster de la RAF se habían concentrado más que de costumbre sobre esa ciudad.
Hofer trajo café de inmediato y le sirvió un trago de coñac.
—¿Buen viaje, señor?
—Bueno —dijo Radl—. En realidad lo más interesante ocurrió ayer, mientras aterrizábamos. Un Mustang norteamericano estuvo molestando a nuestros Junkers. Nos asustó bastante, se lo puedo asegurar. Hasta que advertimos que tenía una svástica en el fuselaje.
Me parece que era uno que se había estrellado y que la Luftwaffe puso en acción nuevamente; estaban probándolo.
—Extraordinario, señor.
—Eso me dio una idea, Karl. Sobre el problema que planteó usted con los Dorniers o Junkers que deberían sobrevolar Norfolk.
En ese momento advirtió un sobre que había sobre el escritorio.
—¿Qué es esto?
—El encargo que me dejó, señor. El oficial que puede pasar por inglés. Me costó trabajo, el informe contiene los detalles de un consejo de guerra incluso. Estará todo completo esta tarde.
—¿Un consejo de guerra? No me gusta eso. —Abrió el legajo—.
¿Quién demonios es este hombre?
—Se llama Steiner. Teniente coronel Kurt Steiner; le dejaré tranquilo para que lo lea. Es una historia interesante.
Era sumamente interesante. Fascinante.
Steiner era el hijo único del comandante general Karl Steiner, actual jefe de la zona de Bretaña. Había nacido en 1916, cuando su padre era comandante de artillería. Su madre era norteamericana, hija de un rico comerciante de lanas de Boston que se había trasladado a Londres por razones de negocios. El mismo mes que nació su único hijo, murió su hermano en el Somme, donde comandaba un regimiento de infantería de Yorkshire.
El niño se educó en Londres, pasó cinco años en St. Paul, en el período que su padre fue agregado militar en la embajada alemana, y hablaba inglés correctamente. Después que falleciera su madre en 1931, en un trágico accidente automovilístico, regresó a Alemania con su padre, pero hasta 1938 continuó viajando a Yorkshire periódicamente.