Y entonces, una tarde que paseaban por la Unter den Linden después de una velada en la ópera en la cual habían visto al Führer en su palco, Meyer le contó con toda calma que ahora trabajaba en la Abwehr y le pidió que se convirtiera en su agente en Inglaterra.
Aceptó de inmediato, sin pensarlo dos veces. Su cuerpo temblaba con una excitación que nunca había sentido antes. Así que a los 60 años se convirtió en espía. Una espía de la alta sociedad (así se la consideraba), de rostro plácido, que caminaba por los campos vestida con un suéter y una falda de tweed, con un perro negro pisándole los talones. Una mujer apacible de pelo blanco. Que tenía un equipo emisor y receptor de radio oculto tras los paneles de madera de su despacho, que se mantenía en contacto con la embajada de España en Londres, la cual le enviaba cualquier informe importante a Madrid y de allí, por valija diplomática, a los servicios de Inteligencia alemanes.
Y había conseguido resultados realmente buenos. Se había enrolado en el Servicio de Voluntarias y esto le permitía tener acceso a muchas instalaciones militares; de este modo pudo suministrar detalles de la mayoría de las bases de bombarderos pesados de Norfolk y gran cantidad de informaciones complementarias. Su mayor triunfo se produjo a principios de 1943, cuando la RAF puso en funcionamiento dos nuevos ingenios para el bombardeo a ciegas que se esperaba iban a aumentar considerablemente el éxito de las incursiones nocturnas sobre Alemania.
El más importante, Oboe, operaba en relación directa con instalaciones inglesas en territorio inglés. Una estaba en Dover y se conocía con el nombre clave de «ratón»; la otra, situada en Cromer, en la costa norte de Norfolk, recibía el nombre de «gato».
Era sorprendente la cantidad de información que el personal de la RAF estaba dispuesto a entregar a una bondadosa mujer del Servicio de Voluntarias que siempre llevaba libros de la biblioteca y servía tazas de té. Le bastó media docena de visitas a la instalación Oboe de Cromer, el uso de una de sus cámaras fotográficas en miniatura, una llamada al señor Lorca (su contacto en la embajada de España), un viaje de ida y vuelta a Londres y un encuentro en Green Park.
Veinticuatro horas más tarde la información volaba a Madrid por valija diplomática. Treinta y seis horas después, Hans Meyer, feliz, la dejaba en el escritorio del almirante Canaris en la Tirpitz Ufer.
Hans Meyer terminó su exposición y Radl dejó la pluma con la que había tomado breves notas.
Una mujer fascinante —dijo— Asombrosa. Pero dígame una cosa, ¿qué entrenamiento ha recibido?
Lo suficiente, señor. Pasó sus vacaciones en Alemania en 1936 y 1937. En cada oportunidad se la instruyó sobre ciertos asuntos elementales. Códigos, uso de la radio, trabajo general con las cámaras fotográficas, técnicas básicas de sabotaje. En realidad no fue una instrucción avanzada, salvo en el caso del alfabeto morse, que maneja de manera excelente. Por lo demás, siempre se ha procurado evitar que su función implique ningún riesgo físico.
—Por supuesto, lo entiendo. ¿Y se le enseñó a usar armas?
—No hacía falta. Se educó en las llanuras africanas. A los diez años era capaz de acertar en el ojo de un ciervo a cien metros de distancia.
Radl frunció el ceño dirigiendo la vista al espacio, sin mirar nada en particular, y asintió.
—¿Hay algo especial detrás de este interrogatorio, señor?
¿Podría ayudarle en algo?
—Por ahora no —le dijo Radl—. Pero es muy posible que le necesite muy pronto. Se lo haré saber. Por el momento me basta con que me envíe todos los documentos y fichas que tenga sobre Joanna Grey y que suspenda toda comunicación por radio con ella hasta nueva orden.
Meyer estaba desconcertado. No pudo contenerse.
—Por favor, señor, si Joanna está en peligro…
—No corre ningún riesgo. Comprendo su preocupación, me
puede creer; pero de momento no le puedo decir nada más. Es un asunto de alta seguridad, Meyer.
Meyer se tranquilizó lo suficiente como para pedir disculpas.
—Por supuesto, señor. Excúseme, pero soy un viejo amigo de la señora.
Se retiró. Poco después entró Hofer. Llevaba varios archivos y carpetas y un par de mapas enrollados bajo el brazo.
—La información que usted quería, señor. He traído dos mapas del Almirantazgo británico que cubren toda la zona del litoral, los números 108 y 106.
—Le he dicho a Meyer que le entregue todo lo que tenga sobre Joanna Grey y que suspenda todas las comunicaciones por radio.
Usted se encargará de ello desde ahora.
Cogió uno de esos eternos cigarrillos rusos y Hofer sacó un encendedor hecho con una cápsula rusa de 7.62 mm.
—¿Empezamos entonces, señor?
Radl expulsó una nube de humo y se quedó mirando al techo.
—¿Conoce las obras de Jung, Karl?
—Señor, usted sabe que yo vendía cerveza y vino antes de la guerra.
—Jung habla de lo que llama sincronía. En ocasiones, los acontecimientos coinciden en el tiempo y, por esto, a veces hay la impresión de que implican motivaciones muy hondas.
—Señor —dijo cortésmente Hofer.
—Piense en este asunto. El Führer, a quien los cielos protegen, tiene una tormenta en el cerebro y sale con esta absurda y cómica proposición: debemos imitar el éxito de Skorzeny en el Gran Sasso y traer aquí a Churchill; pero no aclara si vivo o muerto. Y entonces la sincronía se manifiesta con toda su desagradable fealdad en un informe de la Abwehr. Hay en ese informe una breve mención:
Winston Churchill va a pasar un fin de semana a ocho o diez kilómetros de la costa en una aislada casa de campo de una de las zonas más tranquilas del país. ¿Entiende lo que quiero decir? Ese informe de la señora Grey no habría tenido ninguna importancia en otro momento.
—¿Así que empezamos a trabajar, señor?
—Al parecer los hados nos han ayudado un tanto, Karl. ¿Cuánto me decía que tardan los mensajes de la señora Grey a través de la valija diplomática española?
—Tres días, señor, si alguien la está esperando en Madrid. Y no más de una semana cuando hay dificultades.
—¿Y cuándo debe efectuarse el próximo contacto por radio?
—Esta tarde, señor.
—Bien… Envíele este mensaje.
Radl volvió a mirar el techo, pensando, concentrado, tratando de aclarar las ideas y llegar a una síntesis precisa.
«Muy interesado en su visitante del 6 de noviembre. Creo que dejaremos caer algunos amigos para encontrarle, en la esperanza de que podrán convencerle de que vuelva aquí con ellos. Quedamos a la espera, urgente, de sus comentarios por la ruta habitual. Incluya toda información pertinente.»
—¿Eso es todo, señor?
—Creo que sí.
Eso era un miércoles y estaba lloviendo en Berlín. Pero a la mañana siguiente, cuando el padre Philip Vereker salió por el pórtico de la iglesia de Santa María y Todos los Santos, en Studley
Constable, y caminó por el pueblo, el sol brillaba. Era un perfecto día de otoño.
En aquella época Philip Vereker era un joven alto, esbelto, delgado, de 30 años, cuya delgadez se acentuaba con la negra sotana.
Tenía el rostro tenso y algo retorcido por el dolor, avanzaba apoyándose pesadamente en el bastón. Hacía sólo cuatro meses que había salido de un hospital militar.
Era el hijo menor de un cirujano de Harley Street; fue un magnífico estudiante que dejó entrever en Cambridge todos los signos de un futuro brillante. Y entonces, para desconsuelo de su familia, decidió entregarse al sacerdocio, se fue al English College de Roma y entró en la Compañía de Jesús.
Se incorporó al ejército en 1940, como capellán, y le asignaron al regimiento de paracaidistas. Entró en acción en noviembre de 1942, en Túnez. Tuvo que saltar con la primera brigada de paracaidistas, cuyo propósito era apoderarse del aeropuerto de Oudna, situado a 16 kilómetros de la capital. La operación terminó con una retirada de 80 kilómetros a campo abierto, combatidos desde el aire metro a metro y bajo constante fuego de las fuerzas de tierra.
Ciento ochenta salieron con vida. Doscientos sesenta murieron.
Vereker fue uno de los afortunados, a pesar de que una bala le atravesó el tobillo izquierdo y le rompió el hueso. Cuando llegó al hospital de campaña ya estaba infectado. Le amputaron el pie y le licenciaron.
A Vereker le resultaba difícil ser amable esos días. El dolor era constante y no se marchaba ni se marcharía nunca, al parecer. Sin embargo, se las arregló para sonreír cuando se acercaba a Park Cottage y vio a Joanna Grey que empujaba su bicicleta, con el perro a sus talones.
—¿Cómo está, Philip? Hace varios días que no le veo.
Vestía una falda de tweed, un suéter de cuello alto bajo un chaquetón de piel y llevaba un pañuelo de seda anudado a la cabeza.
Su aspecto era encantador con el bronceado de Sudáfrica, que en realidad no había perdido nunca.
—Oh, estoy bien —dijo Vereker—. Muriendo pulgada a pulgada, de aburrimiento más que otra cosa. Tengo una sola noticia desde la última vez que la vi. Mi hermana, Pamela. ¿Recuerda que le hablé de ella? Tiene diez años menos que yo. Es sargento en las fuerzas femeninas de la RAF.
—Claro que me acuerdo —confirmó la señora Grey—. ¿Qué sucede?
—La han destinado a una base de bombarderos a sólo veinte kilómetros de aquí, en Pangbourne, así que la pienso ver de vez en cuando. Vendrá este fin de semana. Me gustaría presentársela.
—Les estaré esperando.
Joanna Grey subió a la bicicleta.
—¿Una partida de ajedrez por la tarde? —preguntó Vereker.
—¿Por qué no? Venga sobre las ocho y cenamos. Ahora tengo que irme.
Pedaleó y avanzó por la ribera del arroyo, con el perro,
Patch
, trotando a un lado. Iba muy seria. El mensaje que había recibido por radio la tarde anterior le había producido un tremendo impacto. Lo había descifrado tres veces para evitar cualquier error de interpretación.
Apenas había dormido, casi nada antes de las 5 de la mañana; se había quedado oyendo a los Lancaster que despegaban y volaban sobre el mar hacia Europa y regresaban pocas horas más tarde. Pero lo extraño era que después de dormitar hasta las 7.30 había despertado llena de vida y vigor.
Como si por primera vez tuviera una tarea importante. Esto…, esto era tan increíble. Raptar a Churchill, arrebatarle de las mismas narices de quienes se suponía debían estar custodiándole.
Se rió en voz alta. Oh, a los condenados ingleses eso no les gustaría nada. No les gustaría nada el asunto, y menos aún el asombro de todo el mundo.
Mientras bordeaba la colina en dirección a la carretera principal, sonó una bocina a su espalda y un pequeño automóvil de lujo la adelantó y se detuvo a un costado. El hombre que iba al volante tenía unos largos bigotes blancos y el efervescente aspecto de quien consume grandes cantidades de whisky todos los días. Vestía el uniforme de teniente coronel de la Home Guard
[2]
.
—Buenos días, Joanna —le dijo jovialmente.
El encuentro no podía ser más afortunado. De hecho, le ahorraba una visita a Studley Grange más tarde en el día.
—Buenos días, Henry —contestó, y se bajó de la bicicleta. El descendió del automóvil.
—Vendrán algunos amigos a casa el sábado por la tarde. Bridge y otras cosas. Nada especial. Jean se alegrará si te unes a nosotros.
—Te lo agradezco mucho. Me encantaría ir, pues Jean debe de estar muy ocupada preparándolo todo para el gran acontecimiento.
Sir Henry manifestó cierta ansiedad y bajó la voz.
—Te dije que no se lo mencionaras a nadie. No has dicho nada, ¿verdad?
Joanna se las arregló para aparentar sorpresa.
—Por supuesto que no. Me lo dijiste confidencialmente, ¿no te acuerdas?
—No te lo debí mencionar en absoluto, pero en realidad creo que puedo confiar en ti, Joanna.
Le pasó el brazo por la cintura.
—Cierra la boca el sábado por la noche, muchacha. Hazlo por mí. Nadie sabe nada de lo que va a suceder y si dices algo se enterará todo el país en seguida.
—Ya sabes que soy capaz de cualquier cosa por ti —afirmó Joanna con tranquilidad.
—¿Lo dices en serio, Joanna?
La voz se le espesó al sentirle el muslo a través de la falda, y tembló un poco. Se apartó, de súbito.
—Bueno, tengo que continuar. Tengo una reunión del mando de la zona, en Holt.
—Tienes que estar muy nervioso ante la perspectiva de recibir al primer ministro.
—Así es. Es un gran honor.
Sir Henry exultaba, le resplandecía el rostro.
—Piensa pasar algunos ratos pintando —continuó—, y ya conoces las hermosas vistas que hay en Grange.
Abrió la puerta y subió al coche.
—¿Y a dónde vas, por cierto?
—Estaba esperando justamente esa pregunta.
—Oh, a mirar un rato los pájaros, como siempre. Voy a bajar a Cley o a los pantanos. Aún no lo sé. En estos momentos hay varios migratorios interesantes.
—¡Que los observes muy bien! —le dijo con seriedad—. Y recuerda lo que te he dicho.
Como comandante local de la Home Guard tenía planos que cubrían todos los aspectos de la defensa del litoral de la zona, incluso el detalle de todas las playas minadas y —lo que era más importante— el de todas las que no estaban y se suponía que lo estaban. En cierta ocasión, lleno de tierna solicitud por su bienestar, había pasado un par de horas indicándole en los mapas, con toda exactitud, dónde no debía acercarse en sus paseos para ver a los pájaros.
—Ya sé que la situación cambia continuamente —le dijo Joanna—. Quizá debieras pasar una de estas tardes por mi casa para darme otra lección sobre esos mapas.
A sir Henry se le enfriaron un tanto los ojos.
—¿Te gustaría que fuera?
—Por supuesto. Hoy estaré toda la tarde en casa, por ejemplo.
—Después de comer —le dijo —. Iré hacia las dos.
Soltó el freno y se marchó rápidamente.
Joanna Grey montó en la bicicleta y continuó por el camino en dirección a la carretera.
Patch
corría detrás. Pobre Henry.
Verdaderamente le tenía cariño. Era como un niño, tan fácil de manejar.
Media hora después, se apartó de la carretera y avanzó por la cima de un dique que atravesaba los desolados pantanos conocidos por Hobs End. Era un mundo extraño, ajeno, de precipicios y acantilados marinos, de pequeños pantanos y largas barreras pálidas de arbustos más altos que un hombre, habitado sólo por pájaros, garzas, patos y gansos que emigraban hacia el sur desde Siberia, a invernar en los pantanos.