—Será mejor que no me incluya a mí en eso —dijo Devlin—. Soy neutral.
Sturm, que había trabajado desde los doce años en el mercado de Hamburgo y se inclinaba por el lenguaje directo, continuó hablando:
—Escuche lo que voy a decirle, porque sólo hablaré una vez. El coronel no se va a ninguna parte. Y no se va con usted. Ni con nadie.
Lleva usted una gorra muy bonita, señor, pero ha estado tanto tiempo sentado en una silla, sacándole brillo con la espalda allá en Berlín que se ha olvidado de ciertas cosas, por ejemplo, de cómo viven verdaderamente los soldados, de cómo sienten. Ha venido a un lugar que no le conviene si lo que esperaba era un coro del
Horst Wessel
.
—Excelente —dijo Radl—. Sin embargo, usted ha interpretado
de modo tan equivocado la presente situación que estoy seguro de que el grado de su inteligencia no alcanza para el rango que tiene.
Dejó el portadocumentos en un rincón, y se abrió el abrigo con su mano buena. Se quitó el abrigo. A Sturm se le abrió la boca de par en par cuando vio la Cruz de Caballero y la cinta de la campaña de Rusia. Radl pasó directamente al ataque.
—¡Atención! —ladró—. De pie todo el mundo.
Se produjo inmediatamente una explosión de actividades de toda índole. En ese mismo instante se abrió la puerta y entró Brandt a la carrera.
—Y usted también, sargento —rugió Radl.
El silencio era absoluto. Todo el mundo se puso firmes. Devlin, que gozaba con estos acontecimientos, se sentó encima del mostrador y encendió un cigarrillo.
—Se creen que son soldados alemanes por el uniforme que llevan, pero están equivocados —comenzó Radl, y fue mirando uno por uno a los paracaidistas, como para grabarse esos rostros en la memoria—. Les voy a decir lo que son.
Lo hizo con palabras simples y directas que dejaron a Sturm como un principiante. Hizo una pausa para tomar aliento, después de dos o tres minutos de perorata ininterrumpida. Desde la puerta se oyó entonces una tos amable. Se volvió y se encontró con Steiner acompañado de Ilse Neuhoff.
—No lo podría haber dicho mejor, coronel Radl. Sólo puedo esperar que olvide todo lo que ha sucedido aquí y lo atribuya a un exceso de entusiasmo. Le aseguro que sus pies no van a tocar el suelo cuando me dedique a ellos. Se lo aseguro. —Adelantó la mano y sonrió amablemente—. Kurt Steiner.
Radl siempre iba a recordar ese primer encuentro. Steiner poseía esa extraña cualidad que sólo se encuentra en las tropas aerotransportadas de todos los países. Una especie de arrogante autosuficiencia, producto de los azares de las campañas. Vestía una camisa azul gris de vuelo con las insignias amarillas del rango en el cuello y dos alas estilizadas, pantalones de campaña y la gorra conocida como
Schiff
, que solían usar los veteranos. El resto, considerando que era un hombre que había recibido prácticamente todas las condecoraciones existentes, era muy sencillo. La leyenda
Kreta
en la gorra, la cinta de la campaña de Rusia, y el águila oro y plata de los paracaidistas. La Cruz de Caballero y las Hojas de Roble estaban ocultas bajo el pañuelo de seda que llevaba atado, suelto, al cuello.
—Si quiere que le diga la verdad, coronel Steiner, he gozado poniendo en su lugar a estos granujas.
Ilse Neuhoff sonrió.
—Fue una actuación excelente, coronel, si me permite expresar mi opinión.
Steiner les presentó. Radl le besó la mano a la mujer.
—Es un placer,
frau
Neuhoff. ¿No nos hemos visto antes?
—Sin duda —dijo Steiner.
Y obligó a adelantarse a Ritter Neumann, que se estaba escondiendo detrás, vestido como estaba, con su traje negro de goma.
—Y éste, señor, no es lo que puede imaginarse, un cetáceo del Atlántico, sino el teniente Ritter Neumann.
—Teniente.
Radl miró un momento a Ritter Neumann. Recordó que habían acordado concederle la Cruz de Caballero; pero finalmente no se la habían dado debido a ese consejo de guerra. Se preguntó si el teniente lo sabía.
—¿Y este caballero?
Steiner se volvió hacia Devlin, que se bajó del mostrador y se acercó.
—Al parecer todo el mundo piensa que soy su amistoso vecino de la Gestapo —dijo Devlin—. Pero no estoy muy seguro de que esto resulte muy halagador. —Alargó la mano—. Devlin, coronel. Liam Devlin.
—Herr
Devlin colabora conmigo —explicó en seguida Radl.
—¿Y usted? —preguntó amablemente Steiner.
—Trabajo en el cuartel general de la Abwehr. Y ahora, si no tiene inconveniente, me gustaría hablar en privado con usted sobre un asunto de la máxima urgencia.
Steiner frunció el ceño y una vez más se produjo un silencio sepulcral en la habitación. Se volvió a Ilse.
—Ritter te llevará a casa.
—No. Prefiero esperar a que termines con el coronel Radl.
Estaba terriblemente preocupada. Se le notaba en los ojos.
Steiner le dijo con ternura:
—Me imagino que no será muy largo. Encárgate de ella, Ritter.
—Se dirigió a Radl—. Por aquí, señor.
Radl hizo una seña a Devlin y se fueron juntos.
—Está bien, descansen —dijo Ritter Neumann—. Puñado de locos.
Se produjo una disminución general de la tensión. Altmann se sentó al piano y empezó a tocar una canción popular cuya letra aseguraba que todo mejoraría muy pronto.
—Frau
Neuhoff —llamó—. ¿Qué le parece si cantamos un poco?
Ilse se sentó en uno de los viejos bancos del bar.
—No estoy de humor —dijo—. ¿Quieren saber una cosa, muchachos? Estoy harta de esta condenada guerra. Todo lo que deseo es un cigarrillo decente y una copa, pero eso sería como un milagro, supongo.
—Oh, no lo sé,
frau
Neuhoff. —Brandt había hablado y saltó sobre el mostrador, quedando junto a ella—. Para usted, cualquier cosa. Cigarrillos, por ejemplo, y ginebra de Londres.
Metió las manos bajo el mostrador y las sacó con un cartón de Gold Flake y una botella de Beefeater.
—¿Va a cantar ahora para nosotros,
frau
Neuhoff? —dijo Hans Altmann.
Devlin y Radl se inclinaban sobre la baranda para mirar el agua, clara, limpia y profunda, a la pálida luz del sol. Steiner, sentado en un trozo de hierro al extremo del muelle, leía el contenido del portadocumentos de Radl. Al otro lado de la bahía, el fuerte Albert se elevaba en primer plano, y más atrás los acantilados, cubiertos de detritus de los pájaros, estaban llenos de aves marinas que se revolvían en bandadas: gaviotas, patos, y otros pájaros que buscaban peces o moluscos.
—Coronel Radl —llamó Steiner.
Radl se acercó inmediatamente. Devlin le siguió, pero se quedó aunos tres metros apoyado en la baranda.
—¿Ha terminado? —preguntó Radl.
—Oh, sí. Esto va en serio, supongo.
Steiner dijo esto y guardó los papeles en el portadocumentos.
—Por supuesto.
Steiner se adelantó y tocó con un dedo la cinta de la campaña deRusia de Radl.
—Entonces todo lo que le puedo decir, amigo mío, es que el frío de Rusia se le debe haber metido en el cerebro.
Radl sacó el sobre del bolsillo interior de su abrigo y le pasó a Steiner la orden del Führer.
—Creo que es mejor que lea esto.
Steiner la leyó, sin manifestar emoción alguna, se encogió de hombros y se la devolvió a Radl.
—Bueno, ¿y qué?
—Pero, coronel Steiner —dijo Radl—. Usted es un soldado alemán. Hicimos el mismo juramento. Ésta es una orden directa del Führer.
—Parece haber olvidado usted una cosa de la mayor importancia —respondió Steiner—. Estoy en una unidad disciplinaria, me han conmutado la pena de muerte, oficialmente estoy en desgracia. De hecho, sólo mantengo el rango por las peculiares condiciones del trabajo que estamos efectuando. —Sacó un arrugado paquete de cigarrillos franceses del bolsillo de la camisa y se llevó uno a los labios—. En todo caso, no me gusta Adolf. Habla muy alto y tiene mal aliento.
Radl no hizo caso de la observación.
—Tenemos que luchar. No tenemos opción.
—¿Hasta el último hombre?
—¿Qué otra cosa podemos hacer?
—No podemos ganar.
La mano buena de Radl estaba en un puño y tensa; estaba llegando al máximo de la excitación que podía resistir.
—Pero podemos forzar al enemigo a cambiar el punto de vista.
Quizá se convenza de que un arreglo es preferible a esta continua matanza.
—¿Y nos servirá de algo liquidar a Churchill?
Steiner hablaba con evidente escepticismo.
—Eso les demostrará que todavía tenemos buenos dientes.
Recuerde la rabia que les dio cuando liberamos a Mussolini. Fue un impacto en todo el mundo.
—Me contaron que el general Student y unos pocos paracaidistas metieron mano en eso también —dijo Steiner.
—Por Dios —exclamó Radl, impaciente—. Imagine cómo aparecería a los ojos del mundo. Tropas alemanas se dejan caer en Inglaterra con una sola misión; pero el blanco es nada menos que ése. Claro que quizás usted cree que no podemos lograrlo.
—No veo por qué no —le dijo Steiner con calma—. Si esos papeles que acabo de leer son exactos y usted ha realizado bien su trabajo, todo puede resultar con la precisión de un reloj suizo. Es muy posible que agarremos a los ingleses con los pantalones bajados.
Y que podamos atacar y retirarnos antes de que sepan quién les ataca.
—¿Y entonces qué? —preguntó Radl, completamente exasperado—. ¿Acaso es más importante vengarse del Führer por lo del consejo de guerra? ¿Por qué está aquí? Steiner, usted y sus hombres morirán muy pronto todos si se quedan aquí. Eran treinta y uno hace un par de meses. ¿Y cuántos quedan? ¿Quince? Le debe esto a sus hombres; se lo debe a sí mismo. Deben correr este riesgo para vivir.
—O para morir en Inglaterra.
Radl se encogió de hombros.
—Ir y volver. Directamente. Así va a resultar. Como un reloj suizo, tal como ha dicho usted.
—Pero lo terrible de los relojes suizos —observó Devlin— es que basta que falle la más pequeña pieza para que todo el reloj se detenga.
—Bien dicho —dijo Steiner—. Bien dicho, señor Devlin. Pero dígame una cosa, ¿por qué participa usted en esto?
—Es muy simple. Porque hay una posibilidad. Y soy el último de los aventureros.
—Excelente. —Steiner se rió, encantado—. Eso sí que lo puedo aceptar. Jugar el juego. El mayor y más grave juego. Pero no sirve de mucho, usted lo sabe. El coronel Radl dice que estoy obligado para con mis hombres, que éste es el modo que tienen para no morir aquí.
Pero, para serle franco y claro, no creo que le deba nada a nadie.
—¿Ni siquiera a su padre? —dijo Radl.
Se produjo un silencio. Sólo se oía el sonido del mar sobre las rocas, abajo. La cara de Steiner adquirió una tensión y palidez extremas; se le oscurecieron los ojos.
—De acuerdo; hable.
—La Gestapo le tiene en la Prinz Albrechtstrasse. Como sospechoso de traición.
Steiner recordó la semana que había pasado con su padre en su cuartel general de campaña de Francia en el 42, recordó lo que le había dicho el viejo; comprendió de inmediato que lo que le decían era verdad.
—Ah, me doy cuenta —dijo en voz baja—. Si soy un buen hijo y hago lo que me mandan, ayudaré a mi padre.
De súbito se alteró y miró alrededor con una mirada terrible, peligrosa. Se abalanzó sobre Radl como una fiera que se ha contenido mucho tiempo y se mueve ahora con precisión y extraña lentitud.
—Bastardos, hijos de puta. Bastardos.
Cogió a Radl por la garganta. Devlin reaccionó rápidamente. Le costó un tremendo esfuerzo separarles.
—A él no, idiota. Está bajo sus botas, igual que usted. Si tiene que matar a alguien, mate a Himmler. Ése es su hombre.
Radl tardó un buen rato en recuperar el aliento, se apoyó en la baranda. Tenía muy mal aspecto.
—Lo siento. Debí suponerlo —dijo Steiner.
A continuación apoyó una mano sobre los hombros de Radl.
Estaba realmente preocupado. Radl alzó su mano muerta.
—¿Ve esto, Steiner, y el ojo? Hay otras heridas que usted no puede ver. Dos años, si tengo suerte. Eso me dijeron. No lo hago por mí, por mi esposa y mis hijas. Me despierto por la noche sudando, sintiendo lo que les puede llegar a suceder. Por eso estoy aquí.
Steiner asintió lentamente.
—Sí, por supuesto, lo comprendo. Todos estamos en el mismo sendero oscuro buscando la salida. —Suspiró profundamente—. De acuerdo, volvamos. Se lo diré a los muchachos.
—Pero no les diga el objetivo. Todavía no.
—Entonces por lo menos el destino. Tienen derecho a saberlo.
Y en cuanto a lo demás, de momento lo hablaré con Neumann.
Empezó a caminar. Radl le dijo:
—Steiner, debo ser honrado con usted. —Steiner se detuvo y le miró—. A pesar de todo lo que he dicho, también creo que la cosa vale la pena, que vale la pena intentarlo. Es cierto lo que dice Devlin, que no va a cambiar el curso de la guerra si traemos a Churchill vivo o muerto; pero quizás esto les induzca a meditar, a considerar la posibilidad de una paz negociada.
—Mi querido Radl —respondió Steiner—. Si usted cree eso, entonces puede creer cualquier cosa. Le voy a decir lo que va a conseguir de los ingleses con este asunto, aunque tenga éxito.
¡Condenarnos a todos!
Se volvió y se marchó caminando por el muelle.
La habitación estaba llena de humo. Hans Altmann tocaba el piano y el resto escuchaba alrededor de Ilse, que, sentada sobre el mostrador con un vaso de ginebra en la mano, relataba anécdotas levemente obscenas sobre la vida amorosa del
Reichsmarschall
Hermann Goering. En el momento en que Steiner, seguido de Radl y Devlin, entró al bar, hubo una explosión de carcajadas. Steiner contempló la escena asombrado, especialmente el conjunto de botellas sobre el mostrador.
—¿Qué demonios sucede aquí?
Los hombres se apartaron de la barra. Ritter Neumann, que estaba detrás, de pie junto a Brandt, explicó:
—Altmann encontró un escondite esta mañana, detrás de la barra, señor, una cavidad que desconocíamos. Había dos cajas de cigarrillos sin desempaquetar siquiera. Cinco mil cigarrillos en cada una. —Movió la mano a lo largo del mostrador—. Ginebra Gordon, Beefeater, whisky White Horse y Haig and Haig. —Tomó una botella y leyó en defectuoso inglés—: Whisky escocés e irlandés. Destilado en origen.