Ha llegado el águila (30 page)

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Authors: Jack Higgins

Tags: #Aventuras, Bélico, Histórico

BOOK: Ha llegado el águila
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Seguía lloviendo con fuerza cuando regresó al establo. El viento silbaba furioso en las aguas del pantano y llenaba la noche de rumores. Las condiciones eran verdaderamente perfectas. Llenó el compresor, puso en marcha el motor, armó el equipo de pintura y preparó la mezcla. Empezó por la caja, procediendo con calma; pero trabajó muy bien, y a los cinco minutos la había cubierto con una resplandeciente capa de pintura caqui.

—Que Dios nos salve —se dijo en voz baja—. No está mal que nunca se me haya ocurrido volverme criminal: perfectamente me podría haber ganado muy bien la vida en esos menesteres.

Se trasladó a la parte izquierda del camión y continuó trabajando.

El viernes después del almuerzo estaba retocando los números del camión con pintura blanca cuando oyó que un automóvil se detenía afuera. Se limpió las manos y salió rápidamente del establo.

Dio la vuelta a la casa, pero resultó ser Joanna Grey que ya estaba tratando de abrir la puerta principal. Con el uniforme del Servicio de Voluntarias, su figura adquiría una elegancia sorprendentemente joven.

—Su aspecto es estupendo con ese uniforme —le dijo Devlin—.

Apuesto a que así la vio sir Henry antes de empezar a subirse por las paredes.

—Y tú estás muy bien —le contestó, sonriente—. Las cosas deben de haberte ido bien.

—¿Quiere verlo usted misma?

Abrió la puerta del establo y la hizo pasar. El Bedford, con su reciente atuendo de verde-caqui, tenía realmente buen aspecto.

—Según mis datos, los vehículos de las fuerzas especiales no suelen llevar indicaciones ni insignias. ¿Es así?

—Es verdad. Los que he visto en operaciones cerca de Meltham House no llevaban ninguna identificación.

Estaba sumamente impresionada, era evidente.

—Todo esto es magnífico, Liam. ¿Tuviste algún problema?

—Él tuvo algunos porque trató de seguirme; pero le despisté en seguida. Pero la gran confrontación se producirá esta noche.

—¿Y podrás salir con bien?

—Esto me ayudará.

Levantó un paño que cubría un paquete depositado bajo la lona que cubría los bidones de pintura, abrió el paquete y sacó un Máuser con el cañón cubierto de un curioso sistema de protuberancias.

—¿Nunca ha visto nada parecido?

—No lo sé.

Joanna lo pesó con la mano izquierda, lo observó con interés de profesional e hizo la puntería.

—Lo usan algunos miembros de las SS —le explicó Devlin—.

Pero no hay suficiente. Es la única arma eficiente y con silenciador que conozco.

—Estarás en tu salsa —dijo ella en tono dubitativo.

—Ya he estado antes.

Envolvió el Máuser otra vez y se dirigió a la puerta con ella.

—Si todo sale bien estaré de vuelta con el jeep sobre la medianoche. Me pondré en contacto con usted a primera hora de la mañana.

—No creo que pueda esperar tanto.

Estaba tensa, ansiosa. Le pasó la mano, impulsivamente, y Devlin se la retuvo un instante, con fuerza.

—No se preocupe. Resultará bien. Tengo intuición, eso solía decir mi abuela. Conozco estas cosas.

—Oh, sinvergüenza —dijo Joanna, y se inclinó y le besó con verdadero cariño—. Muchas veces me he preguntado cómo te las has arreglado para sobrevivir tanto tiempo.

—Eso es fácil —respondió Devlin—: nunca me he preocupado de sobrevivir.

—¿Lo dices en serio?

—Mañana nos veremos —le dijo y sonrió amablemente—. Iré a verla en cuanto vuelva. Ya verá.

La miró mientras se marchaba, empujó con el pie la puerta del establo y se llevó un cigarrillo a la boca.

—Ya puedes salir —gritó.

No pasó nada durante unos segundos y finalmente emergió desde los arbustos a un costado del patio. Estaba demasiado como para haber oído, y por eso Devlin la dejó estar. Puso la barra la puerta y se le acercó. Se detuvo a un metro de Molly, con las manos en los bolsillos.

—Molly, mi niña querida —le dijo cariñosamente—. Te quiero mucho, pero si sigues jugando así te voy a dar la gran paliza de vida.

Se le colgó del cuello.

—¿Me lo prometes?

—Molly, eres una verdadera sinvergüenza.

—¿Puedo venir esta noche? —le dijo, sin soltarle.

—No puedes. No voy a estar —le dijo, y le agregó una verdad a medias—: Me voy a Peterborough a resolver negocios particulares y no regresaré hasta la madrugada —la acarició en la punta de la nariz— y esto debe quedar para ti sola. No se lo cuentes a nadie.

—¿Más medias de seda? ¿O traes whisky escocés ahora?

—Los yanquis pagan a cinco la botella.

—Ojalá no lo hicieras. ¿Por qué no puedes ser agradable y normal como todo el mundo?

Molly estaba muy preocupada.

—¿Me quieres sepultar tan pronto? —le dijo Devlin y la hizo girar sobre sus talones—. Ve a poner la tetera en la cocina y si eres buena chica te dejaré que me prepares la comida… u otra cosa.

Le sonrió brevemente por encima del hombro, de súbito completamente encantadora, y atravesó corriendo la habitación.

Devlin volvió a llevarse el cigarrillo a la boca, pero no se molestó en encenderlo. Los truenos rugían en el horizonte, anunciando nueva lluvia. Otro viaje para empaparse. Suspiró y la siguió por el patio.

En el taller Fogarty hacía más frío que la noche anterior, a pesar de los intentos de Sammy Jackson, que había perforado un viejo bidón de aceite y lo había llenado de carbón y encendido. Pero el humo que despedía esa estufa improvisada sí que resultaba impresionante.

Ben Garvald, de pie junto al bidón, con media botella de coñac en la mano y una taza de plástico en la otra, se apartó de un salto.

—¿Qué demonios estás tratando de hacer? ¿Me quieres envenenar?

Jackson, que estaba sentado en un cajón al otro extremo, y que acariciaba una escopeta de cañón recortado que tenía sobre las rodillas, dejó el arma y se levantó.

—Lo siento, señor Garvald. Es el carbón. Ése es el problema.

Está demasiado húmedo.

Reuben, que atisbaba por la mirilla de la puerta, gritó que parecía que venía alguien.

—Quita eso de la vista —dijo rápidamente Garvald— y recuerda que no debes hacer nada mientras yo no te lo ordene. —Se sirvió otro poco de coñac en la taza de plástico y sonrió—. Quiero gozar con esto, Sammy. Trata de que sea así.

Sammy dejó la escopeta sobre el cajón bajo un trozo de tela y encendió un cigarrillo, nervioso. Esperaron. El sonido de un motor se acercó, pasó frente al garaje y se alejó en la noche.

—Por Cristo —dijo Garvald, molesto—, no era él. ¿Qué hora es?

—Las nueve en punto. Debe de estar al llegar —dijo Reuben, mirando su reloj.

Pero Devlin, en realidad, estaba allí, de pie bajo la lluvia, junto a la ventana rota de atrás, que apenas habían cubierto con unas latas.

No veía perfectamente por el hueco que dejaban dos latas mal colocadas, pero sí lo suficiente; podía distinguir a Garvald y a Jackson junto al fuego. Y había escuchado con nitidez todo cuanto habían dicho en los últimos cinco minutos.

—Podrías hacer algo útil mientras esperamos, Sammy. Llena el tanque del jeep con un par de bidones, para que estés listo para regresar a Brum.

Devlin se retiró, se abrió paso hacia el patio con cuidado, para no tropezar con los restos de varios automóviles, llegó a la carretera y corrió junto a una verja hasta un espacio abierto donde había dejado su BSA a unos quinientos metros.

Se desabotonó el impermeable, sacó el Máuser y lo revisó a la luz del faro de la motocicleta. Satisfecho, lo volvió a guardar, pero dejó abierto el impermeable; a continuación subió a la moto. No estaba asustado en lo más mínimo. Un poco excitado, es verdad, pero lo justo para agudizar más sus sentidos. Puso en marcha el motor y giró hacia la carretera.

Jackson acababa de llenar el tanque del jeep cuando Reuben se volvió, se apartó de la mirilla, excitado, y volvió a hacer su anuncio.

—Es él. Ahora sí. Acaba de entrar aquí delante.


Okey
. Deja abiertas las puertas y que entre —dijo Garvald.

El viento era tan violento que cuando entró Devlin se produjo una turbulencia que hizo crepitar el fuego como si se tratara de madera seca. Devlin apagó el motor y dejó la moto descansando en su soporte. Tenía el rostro en peor estado que la noche anterior, lleno de fango. Se quitó las gafas protectoras y sonrió abiertamente.

—Hola, señor Garvald.

—Aquí estamos otra vez —le saludó Garvald y le alargó la botella de coñac—. Por su aspecto, creo que le hará bien un trago.

—¿Se acordó de mi Bushmills?

—Por supuesto. Saca esas dos botellas de licor irlandés para el señor Murphy, Reuben.

Devlin bebió un trago de coñac de la botella mientras Reuben subía a traerle las dos botellas nuevas. Su hermano se las pasó.

—Aquí están, muchacho, tal como le prometí.

Devlin se acercó al jeep y dejó las botellas debajo del asiento derecho.

—¿Así que no hubo ningún problema anoche?

—Nada especial —contestó Devlin.

Examinó el jeep. Al igual que el Bedford, necesitaba una buena mano de pintura, pero todo lo demás parecía en buenas condiciones.

Tenía techo de lona, era abierto por los costados y poseía la instalación apropiada para montarle una ametralladora. La matrícula, en contraste con el resto del vehículo, había sido retocada recientemente. Devlin la miró de cerca y pudo apreciar las huellas de otros números debajo.

—Una pregunta, señor Garvald. ¿No echarán de menos uno de éstos en alguna base norteamericana?

—¿Por qué lo dices? —intervino Reuben, molesto.

Devlin no le dejó continuar.

—Lo estoy pensando, señor Garvald, porque anoche creí por momento que me estaban siguiendo. Serían los nervios, supongo.

Porque finalmente no pasó nada.

Volvió al jeep y bebió otro trago de la botella. Garvald ya no pudo contener más tiempo la furia que le embargaba,

—¿Sabe lo que usted necesita?

—¿Qué será? —preguntó Devlin en voz baja.

Se volvió, sin soltar la botella de coñac, sujetándose las solapas impermeable con la mano derecha.

—Una lección de buenos modales —anunció Garvald—.

Necesita que alguien le ponga en su lugar y para eso nadie más indicado que yo. Se debía haber quedado en los pantanos.

Comenzó a desabrocharse el abrigo y Devlin le dijo:

—¿Así que ha llegado el momento? Bueno, antes de que empiece usted, me gustaría pedirle a Sammy que comprobara si está cargada o no esa escopeta que hay debajo del saco, porque si no está cargada se va a ver en un serio aprieto.

En ese instante único e inmóvil del tiempo, Ben Garvald comprendió que sin lugar a dudas acababa de cometer el peor error de su vida.

—¡Dispara, Sammy! —gritó.

Jackson se le había adelantado y ya había agarrado la escopeta bajo el saco. Pero demasiado tarde. En el momento en que la amartillaba frenéticamente, la mano de Devlin había terminado de salir dentro del impermeable. El Máuser tosió silenciosamente una vez, la bala se estrelló en el brazo izquierdo de Jackson y el hombre giró en círculo. El segundo disparo le destrozó la columna y le lanzó de cabeza contra un coche desmontado que había en un rincón.

Apretó convulsivamente el gatillo, con los estertores últimos de la muerte, y descargó los dos cañones contra el suelo.

Los hermanos Garvald retrocedieron lentamente hacia la puerta. Reuben se estremecía de miedo. Ben iba despacio, a la espera de la primera oportunidad de salvarse.

—Quédense ahí —dijo Devlin.

A pesar de su estatura, del viejo casco de cuero y las gafas protectoras y del impermeable empapado, su figura resultaba infinitamente amenazadora mientras les encaraba desde el otro lado del improvisado fuego con el bulboso cañón del Máuser en la mano.

—De acuerdo, me equivoqué —dijo Garvald.

—Mucho peor: rompió su palabra —dijo Devlin— y allí de donde yo soy tenemos un excelente remedio para la gente que nos engaña.

—Por Dios, Murphy…

No pudo continuar. Sonó un ruido sordo cuando Devlin disparó otra vez. La bala destrozó la rótula derecha de Garvald. Cayó contra la puerta con un grito ahogado. Rodó sobre sí mismo y se agarró la rodilla con las dos manos. La sangre le brotaba a borbotones entre los dedos.

Reuben se agazapó en el suelo, levantó las manos como para protegerse y bajó la cabeza. Pasó los peores momentos de su vida en esa posición, y cuando tuvo el valor de alzar la vista, comprobó que Devlin estaba instalando unas tablas al costado del jeep. Devlin acomodó la motocicleta en el vehículo mientras Reuben continuaba mirándole.

Se adelantó y abrió una de las puertas del garaje. Chasqueó los dedos en dirección a Reuben.

—El permiso.

Reuben lo sacó de su cartera. Le temblaban los dedos cuando se lo entregó. Devlin lo revisó rápidamente, sacó un sobre y lo tiró a los pies de Garvald.

—Son setecientas cincuenta libras, para que mantenga en orden sus libros. Le dije que cumpliría mi palabra. Trate de cumplirla usted alguna vez.

Subió al jeep, puso en marcha el motor y se perdió en la noche.

—La puerta —le dijo Garvald a su hermano, entre dientes—.

Cierra esa puerta de una vez o dentro de un minuto estarán aquí dentro todos los guardias de la zona para averiguar de dónde viene la luz.

Reuben hizo lo que le decían y se volvió a contemplar la escena.

El aire estaba lleno de humo y olor a explosivo.

—¿Quién era el bastardo, Ben? —preguntó Reuben, estremeciéndose.

—No lo sé y verdaderamente no me importa —respondió Garvald y se quitó el pañuelo de seda blanco que llevaba al cuello—.

Usa esto para vendarme esa rodilla.

Reuben miró la herida, horrorizado, fascinado. La bala 7,63 mm había entrado por un lado y salido por el otro, la rótula estallado en fragmentos blancos, que sobresalían de la carne y la sangre.

—Por Cristo, esto tiene un aspecto muy feo, Ben. Necesitas ir a un hospital.

—¿Estás loco? Si me llevas a cualquier establecimiento oficial de este país con una herida de arma de fuego, en un instante tendremos encima a toda la policía —le dijo, y el esfuerzo le llenó el rostro de sudor—. Así que ponme la venda de una vez por todas, por Cristo.

Reuben empezó a amarrarle el pañuelo alrededor de la rodilla destrozada. Estaba a punto de llorar.

—¿Y qué hago con Sammy, Ben?

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