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Authors: Andrej Djakow

Hacia la luz (21 page)

BOOK: Hacia la luz
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Mientras ascendían por el montículo de arena, los Stalkers, inquietos, volvieron a elevar la mirada hacia el cielo plomizo. Tenían ante ellos la isla de Kotlin. A lo lejos, a mano derecha, se divisaban los vagos perfiles de las ruinas de Kronstadt. Sin embargo, las miradas de los viajeros se volvieron hacia el otro lado. Cerca de la orilla, a la izquierda del dique, reconocieron, a pesar de la niebla, la silueta de un barco de grandes dimensiones.

12
EL ARCA

Al ver la silueta del coloso de hierro, los Stalkers aceleraron el paso. Ninguno de ellos gritó ni demostró su alegría, porque tenían miedo de que les trajera mala suerte. Contemplaron con fascinación el perfil del crucero, que les recordaba el de un animal de presa. Se elevaba con orgullo sobre las aguas de la bahía. Las piernas les llevaron como por sí solas hasta el maravilloso hallazgo. Al fin, no pudieron contenerse y echaron a correr. Incluso el hermano Ishkari caminó más rápido. Mientras iban a toda velocidad por la orilla, olvidaron por completo su fatiga.

Gleb habría querido correr tras ellos, pero su maestro lo sujetó por la manga.

—¿Adónde vas con tantas prisas? ¿Olvidas todo lo que te he enseñado?

Martillo empuñó con firmeza aún mayor el AK-74 y observó la orilla. Maestro y pupilo se acercaron poco a poco sin perder de vista los alrededores. A pesar de las advertencias de su maestro, el muchacho contemplaba con fascinación aquel barco colosal. Lentamente se aproximaron a él. De todos modos, las brumas ocultaban gran parte del bajel e impedían admirarlo en toda su majestuosidad y grandeza.

La alegría se adueñó de Gleb. Todos los peligros y privaciones de la expedición habían merecido la pena. Por fin la habían encontrado: el Arca que iba a llevarlos a la Tierra Prometida. Mientras caminaba al lado de su maestro, el muchacho pensó en lo magnífico que sería pasear con él por las anchas avenidas de una ciudad sin peligros y respirar el aire cristalino del otoño hinchando el pecho, sin máscara de respiración. Qué lástima que sus padres no pudieran verlo. Seguro que les habría gustado. Gleb sonrió al pensarlo.

Los otros Stalkers se encontraban bastante lejos de ellos. Se habían detenido en la orilla y permanecían en silencio frente al barco. Por el motivo que fuese, no hacían nada para llamar la atención de los tripulantes. Cóndor estaba inmóvil y tenía los prismáticos pegados a los ojos.

Cuanto más se acercaron a los otros Gleb y su maestro, más fueron los detalles que se revelaron a sus ojos. El barco estaba algo escorado…, había quedado varado sobre un banco de arena. Los costados estaban cubiertos de manchas de herrumbre, como si hubiese padecido la lepra, pero lo que más llamaba la atención era que en el costado izquierdo, que hasta entonces había quedado oculto, había un boquete muy grande. El espumeante oleaje entraba y salía del barco por el boquete con un ritmo monótono, como si se hubiera tratado de un puerto. A lo largo de todo el costado se había juntado una masa negra y ondulada de algas, vigas podridas y espuma de color anaranjado oscuro. Al parecer, alguien había abandonado el crucero muchos años antes sobre el banco de arena… como uno de tantos testimonios de una época pasada. La época en la que el ser humano había decidido transformar el mundo a su placer mediante armas de aniquilación. El mundo se había transformado. Ciertamente, no como el ser humano hubiera querido. ¿Cómo es que la codicia y la soberbia derrotan siempre al buen sentido? ¿Cómo había sido posible justificar por el «bien de la humanidad» las decisiones y actos más demenciales?

Los viajeros aún contemplaban el barco con la mirada perdida.

Por supuesto que nunca se habían creído los cuentos de hadas de Éxodo, pero, en el fondo, todos ellos habían esperado un milagro.

—Ah, hermano, ¿ésa es tu Arca? —Chamán miró de reojo al sectario.

Ishkari bajó la mirada lentamente hasta el suelo y no abrió la boca. Se reconocía en sus ojos la consternación y… no, la decepción, no, más bien la extrañeza, la incapacidad de creer en lo que había visto. Y, finalmente, el cansancio. Ishkari suspiró hasta lo más hondo.

Gleb no se sentía mucho mejor que el sectario. Una vez más, había vislumbrado un destello de esperanza, y ésta se había esfumado ante sus propios ojos. Era como si hubiera tendido la mano para agarrar algo y… se hubiese encontrado sin nada entre los dedos. La visión de la maravillosa ciudad se había desvanecido de golpe, y tan sólo le había quedado la desoladora visión del oleaje estéril.

—Tendríamos que registrarlo —le dijo Cóndor al guía.

—No creo que la luz proviniera de ese barco. —Martillo le pasó el plano al luchador—. Kronstadt se hallaba en la trayectoria del rayo de luz. No sería nada probable.

—Tenemos que cerciorarnos. Vamos a verlo en persona.

Era evidente que Cóndor vacilaba. Cada día le quedaban menos hombres y no quería poner en peligro porque sí la vida de los luchadores que aún tenía a su cargo. Martillo se había dado cuenta del tormento que sufría el Stalker y dijo con decisión:

—Yo entraré. Esperadme aquí.

Martillo no le dio a Cóndor ninguna oportunidad de replicarle.

Dejó la mochila, el arma y el chaleco militar. Tras echar una ojeada al contador Géiger, se sacó la máscara, y también el traje aislante con todo lo que éste contenía. Gleb miraba furtivamente a su maestro. Una fea cicatriz le atravesaba la espalda en diagonal. En la pantorrilla izquierda se reconocía la marca de un mordisco. Tenía un surco cicatrizado en la piel del antebrazo, testigo de que en una de sus muchas escaramuzas le habían arrancado un jirón de músculo.

—¿No se te habrá ocurrido meterte en el agua? Será mejor que busquemos algún medio para que llegues hasta allí.

—Hace una eternidad que no me baño. Tal vez unos veinte años. —Martillo metió sus cosas dentro de una gruesa bolsa de plástico, se la ató al cinturón y cargó el fusil sobre el hombro—. No sé cuándo voy a tener otra oportunidad…

—¡Te quedará el cuerpo lleno de radiación!

—En tan poco tiempo, no. —Envainó el machete y se metió en el agua.

—Esto es una locura —murmuró Cóndor, y empuñó el Pecheneg que hasta entonces había llevado al hombro.

Los Stalkers observaron en tensión mientras la silueta de Martillo se alejaba. El guía nadó con brazadas fuertes y bien calculadas. Le faltaba poco para llegar al boquete en el costado del barco. Sobre el telón de fondo del crucero se asemejaba a una diminuta pulga. Al cabo de un instante, desapareció en el interior del cuerpo del gigante.

—Parece que lo ha conseguido. ¡Ese condenado tiene suerte! —Cóndor, aliviado, bajó el arma.

Martillo se izó con fuerza con los brazos y logró encaramarse a la rampa de hierro. Temblaba de frío. Abrió la bolsa y sacó sus cosas. Echó una rápida ojeada al contador Géiger. Todo estaba normal. Sintió como si le hubieran quitado un peso de encima. Encendió la linterna e iluminó las herrumbrosas entrañas del barco inundado. Una vez se hubo puesto de nuevo la máscara de respiración, miró a su alrededor y empezó a avanzar a lo largo de un mamparo. Las escaleras que encontró no inspiraban confianza, pero tampoco parecía que tuviese otra posibilidad. Martillo ascendió con precaución por los escalones podridos y llegó a una amplia sala: la sala de máquinas. En ella reinaba una atmósfera de desolación. Motores cubiertos de herrumbre, charcos anaranjados del agua que se había condensado sobre el suelo metálico, cables que colgaban, telarañas desgarradas… Un barco fantasma.

El Stalker no tardó en encontrar la salida a la cubierta del gigantesco barco, pero la inspección posterior de los camarotes no dio ningún resultado. Por todas partes lo mismo: objetos diversos tirados por el suelo, ropa sucia y medio podrida, marcos con fotografías amarillentas.

Incluso el breve registro del camarote del capitán terminó sin resultado alguno. Era como si alguien hubiese destruido intencionadamente toda la documentación. El Stalker subió por la escalera que conducía al puente de mando, pero la trampilla no se abría y tuvo que volver a salir a cubierta.

Un soplo de viento gélido le azotó el rostro. Martillo miró en todas direcciones y luego avanzó furtivamente por las galerías y escaleras exteriores hasta que por fin llegó al puente. ¿Adónde se habrían ido los tripulantes? ¿Cuánto tiempo llevaba el barco en aquellas aguas? ¿Era el Arca de la que hablaban constantemente los sectarios? Revolvió todos los almacenes y armarios en busca de algún indicio, pero no encontró nada que pudiese aclararle el destino que había sufrido el barco. Ni un cuaderno de bitácora, ni un registro de ninguna clase.

El Stalker sintió un cosquilleo en la nuca al percibir la mirada de un desconocido en la espalda, en la piel.

Martillo empuñó el fusil de asalto y se volvió bruscamente. En el camarote del capitán no había nadie, pero al otro lado de la ventana salpicada de espumas salobres vio una figura repugnante. Un pterodón.

El mutante se había posado sobre la borda y miraba fijamente los movimientos del hombre. Martillo se ocultó entre las sombras sin perder de vista al depredador. Nada contento con tenerlo allí, el pterodón emitió un chillido amenazador y desplegó sus alas con garras.

—Venga, venga, amiguito, tienes que buscarte otro lugar… —Martillo sostuvo en alto su Kalashnikov, abrió la ventana y disparó varias veces. Las balas hicieron saltar chispas al chocar contra la borda. El mutante se asustó y dio un brinco, abrió el pico y graznó, encolerizado—. ¡Fuera! ¡Vete de aquí!

Por fin, el monstruo se alejó, batió sus alas membranosas y se elevó con parsimonia hacia las alturas. Se despidió con un chillido penetrante y voló hacia el dique.

—Así está mejor…

Tan pronto como la criatura hubo desaparecido, Martillo dedicó su atención a la plataforma para hacer señales. Allí no había nada que tuviera interés por sí mismo, pero de todos modos había algo que no encajaba con el cuadro general. Como si faltase un detalle importante. Después de una nueva mirada por la ventana, el Stalker se dio cuenta de qué era. Había merecido la pena mirar por allí. Tomó nota mentalmente de este último descubrimiento y fue en busca de la salida.

Farid y Chamán se dedicaban a explorar una estrecha franja de vegetación que se había formado en la orilla. Inspeccionaron la maleza separándola con los cañones de los Kalashnikov. Nata anduvo también por la orilla y fue pateando mejillones. Miró al comandante y sonrió. A fin de matar el tiempo, Cóndor había sacado su preciado machete y estaba concentrado pasándole la piedra de afilar.

Gleb se había alejado un poco de las posesiones de su maestro y contemplaba el barco.

—¿Ése no es el
Varyag
? —le preguntó a Ishkari.

—No, muchacho. Tan sólo podrán contemplar el Arca quienes superen todas las pruebas sin temor. Hemos pasado muchas, pero no suficientes como para demostrarle a Éxodo nuestra fe y nuestro tesón por…

—¿Qué no han sido suficientes? —lo interrumpió Nata, que se había dado la vuelta—. ¿Has dicho «no suficientes»?

—Las pruebas y tribulaciones fortalecen el espíritu, porque los sacrificios son inevitables. Son el tributo que hay que pagar por la Redención de los que son dignos.

—¿Tributo? —La joven estaba cada vez más sulfurada—. ¿Tú piensas que Okun, Belga, Ksiva y Humo sólo han sido un tributo? Sí, claro, y tú debes de ser el más digno…

La encolerizada Nata se encaró con el sectario. Éste retrocedió, pero no dejó de lanzar miradas desafiantes a la mujer

—¡Cree y alcanzarás la salvación! Si no, te unirás a las filas de los mártires que tienen que caer para que los Elegidos se salven.

—Ah, sí, claro, los Elegidos.

Nata estaba a punto de arrojarse sobre el sectario, pero el comandante trató de tranquilizarla.

—¡Déjalo, Nata! Como si fuese la primera vez que oyes esos disparates.

—¡No son disparates, sino las doctrinas del Siervo de Éxodo! Hablas como un hereje. ¡Medita, si no quieres caer en la putrefacción igual que tus compañeros!

Cóndor no aguantaba más. Estaba a punto de saltar, pero la joven se le adelantó. Dio un brinco en dirección al sectario y se lanzó sobre él. Ishkari gritó, asustado, pero parecía resuelto a defender sus principios hasta el final.

Las máscaras de respiración cayeron por el suelo y los dos empezaron a pegarse. Al cabo de unos pocos puñetazos, la joven derribó al sectario sobre la arena y le dejó un ojo morado. La arrogancia había desaparecido del rostro de Ishkari, pero su boca, retorcida en una mueca, no dejaba de susurrar la letanía siempre idéntica, la letanía demencial.

—¡En comparación con ellos no vales nada! ¡Así que cierra la boca, asqueroso!

El hermano Ishkari miró, como acorralado, a la joven que se erguía frente a él.

—¡Que Éxodo esté conmigo! —gritó de pronto.

Y se arrojó con todas sus fuerzas contra ella. Ambos rodaron sobre la arena y derribaron también a Cóndor. Éste, fatigado, se levantó de nuevo y se lanzó sobre los otros dos para separarlos.

Los tres quedaron enzarzados. Al fin, el comandante logró ponerse en pie y separar a los dos gallitos de pelea. Sólo entonces se dio cuenta de que había perdido el machete durante el forcejeo. Miró en derredor. En la chaqueta de Ishkari había aparecido una mancha roja. El sectario se puso en pie y palpó su propio cuerpo con pavor. No, la sangre no era suya. Ishkari respiró con alivio y miró a Cóndor con total perplejidad. Este último se volvió aterrorizado hacia la joven.

Nata estaba a su lado, tumbada en el suelo con el cuerpo encogido. Respiraba con dificultad y se cubría el cuello con las manos. Pero aquella herida no se podría restañar tan fácilmente. La sangre le brotaba entre los dedos y goteaba hasta el suelo.

¡¿De dónde?!

Un poco más arriba de la clavícula de Nata asomaba la empuñadura de un machete.

—No… —El luchador se dio cuenta de lo que había sucedido y se arrojó sobre la joven, se apoyó en el suelo con una rodilla y la tomó en brazos—. ¿Cómo es posible? Yo no quería… no podía… si antes no lo hubiera…

El cuerpo de Nata se agitaba convulsivamente. Al cabo de unos instantes dejó de moverse. Los ojos de la mujer se quedaron inmóviles, con expresión de asombro. Los Stalkers contemplaron la tragedia con absoluta estupefacción.

Cóndor aulló. El comandante profirió un grito prolongado, animal, lleno de dolor y desesperación. Entonces meció el cuerpo sin vida en sus brazos y se puso a sollozar.

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