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Authors: Andrej Djakow

Hacia la luz (24 page)

BOOK: Hacia la luz
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—Parece que los señores de la casa no se preocupan mucho por agasajar a sus huéspedes. Se esconden como cucarachas de cocina.

El mecánico carraspeó con inquietud.

—Hay cucarachas que matan en un instante.

El grupo reanudó su camino hacia el oeste. Su tensa búsqueda se alargó durante una hora y se les hacía cada vez más difícil.

—Ni carteles ni conductos de ventilación —murmuró el mecánico en voz baja—.

El guía asintió y miró de un lado a otro.

—En aquel plano de piedra había un signo —observó el tayiko mientras jugueteaba con su
tasbih
entre los dedos—. No tendríamos que haber venido.

Edificio tras edificio, los viajeros exploraron gran parte de los astilleros. Al fin les llamó la atención una calleja que discurría entre dos pabellones. De un extremo a otro había todo tipo de objetos abandonados en absoluto desorden: canillas vacías, taquillas medio inclinadas, piezas de metal soldadas… Gleb se imaginó un gigante que hubiera arrojado los pesados armarios unos contra otros, como un niño con sus juguetes. Tenía la sensación de que alguien había recogido trastos por todos los astilleros y los había arrastrado hasta allí, pero luego había cambiado de opinión y había abandonado su ocupación sin sentido.

Descubrieron todavía más trastos en un callejón sin salida adyacente que quedaba oculto tras una esquina. Como si se hubiese tratado de la tienda de un quincallero, las paredes quedaban ocultas tras los montones de chatarra y piezas de maquinaria.

—¿Un vertedero de basuras? —sugirió Farid.

—No exactamente… Creo que hemos encontrado el refugio antiaéreo. —Martillo contempló unas gruesas letras escritas en la pared sobre uno de los montones de chatarra.

La inscripción era perfectamente legible y decía: ¡Q
UEMAOS EN EL INFIERNO, BASTARDOS
! Gleb contemplaba con asombro aquella serie de barricadas que alguien debía de haber levantado con mucho esfuerzo. Daban la impresión de llevar mucho tiempo allí: la arena se había acumulado entre las vigas herrumbrosas y había permitido que crecieran cardos de denso follaje. ¿Quién se habría atrincherado allí? ¿De quién habían querido protegerse? Y nuevamente aquella palabra: «bastardo». Aunque lo había estado pensando desde el primer día de la expedición, Gleb aún no había logrado entender su significado. Un bastardo… tenía algo que ver con la reproducción… ¿Quizá se refería a personas deformes desde su nacimiento?

—Durante los primeros días después de la catástrofe vi cosas semejantes —explicó Martillo—. Todos los desgraciados que no pudieron refugiarse en el metro acechaban a las expediciones que salían a la superficie. Primero les pedían que los llevaran abajo y luego empezaron a asaltarlos. Llegaron al extremo de tratar de bloquear la estación Park Pobedy: amontonaron todo tipo de objetos a la salida de la escalera eléctrica. Pobres diablos. Lo que se llega a hacer en momentos de desesperación…

—Entonces, ¿piensas que aquí no vamos a encontrar nada? —Chamán le propinó una patada a un trozo de metal.

—Eso no lo decido yo. He cumplido mi misión: estamos en Kronstadt.

Martillo interrogó con la mirada a Cóndor.

Éste se le acercó con pasos lentos, aparentemente de mala gana.

—La única hipótesis con la que trabaja la Alianza es la del refugio antiaéreo. Aunque no hubiese nada, tendríamos que asegurarnos. Y averiguar si allí abajo podríamos encontrar recursos de verdad.

—Pues entonces será mejor que vayamos al grano. —El mecánico dejó su mochila en el suelo—. Farid, saca los explosivos, vamos a despejar el camino.

—Durante la Gran Guerra Patriótica, un avión arrojó una bomba sobre el búnker —le explicó Martillo a su pupilo, sin perder de vista el entorno—. Los que en ese momento estaban metidos en trincheras y sótanos lograron sobrevivir, los demás murieron. Entonces introdujeron modificaciones en el refugio antiaéreo. Para evitar que el desastre se repitiera. No tengo ni la menor idea de lo que podemos descubrir detrás de toda esa chatarra.

Contemplaron la barricada. Chamán y Farid habían preparado la carísima dinamita. Aquella explosión iba a costarles una fortuna, de acuerdo con lo que se consideraba habitual en el metro. Casi toda la dinamita se había empleado en su momento para abrir nuevas galerías, para ampliar el espacio habitable de las estaciones. El propio Martillo no llevaba más que unos pocos cartuchos.

—¡Ya está a punto! —El mecánico desenrolló el cable hasta la esquina de la calle adyacente—. Podemos proceder.

Los Stalkers pegaron el cuerpo a una pared de ladrillo y aguardaron sin moverse.

—Cubríos los oídos y abrid la boca.

Gleb se apresuró a seguir las indicaciones de su maestro. Al instante, se produjo una explosión ensordecedora. La tierra tembló bajo sus pies y sintieron un fuerte zumbido en los oídos. Al otro lado de la esquina se había formado una columna de polvo y de esquirlas de metal. Un humo de color anaranjado inundó la calleja.

—¡Shaitan! Vaya estruendo —Farid fue el primero en asomarse por la esquina y desapareció entre las nubes de humo.

Los demás lo siguieron. Poco a poco, el humo se aclaró y los Stalkers pudieron contemplar la imagen de destrucción. Por todas partes había piezas metálicas herrumbrosas. Allí donde se habían imaginado que se encontraba la entrada había quedado al descubierto un gran agujero. A cierta distancia se hallaban los fragmentos de la puerta arrancada de sus goznes.

En cuanto se hubieron acercado, los Stalkers descubrieron un pasillo alargado que descendía hacia las entrañas de la tierra. En las gruesas paredes de hormigón se veían arañazos y agujeros. Alguien había hecho intentos desesperados por salir del refugio antiaéreo… y, visiblemente, habían sido en vano. Los Stalkers bajaron por la escalera y salieron a un estrecho rellano, frente a una puerta de seguridad abierta, en la que también se reconocían arañazos y abolladuras.

—Según parece, tenías razón, Stalker. —El mecánico iluminó la puerta y examinó el metal abollado—. Algunos de los que en aquella época no lograron entrar en el metro trataron de meterse aquí por la fuerza. Y los que estaban dentro trataron de salir. En cualquier caso, se fastidiaron los unos a los otros tanto como pudieron. No sé si tiene ningún sentido ir ahí abajo…

Martillo se ciñó el chaleco blindado, empuñó el fusil de asalto, echó una mirada al grupo y dijo:

—Comprobad que las armas y las linternas funcionen. Vamos a bajar.

14
EL REINO DE LAS TINIEBLAS

Entraron en la sala de descontaminación. Los rayos de luz de sus linternas se abrieron paso en la oscuridad. Las sonoras pisadas de sus botas militares fueron el primer sonido que se oía desde hacía muchos años en aquel sitio oscuro y abandonado de Dios. Los Stalkers levantaron pequeñas nubes de polvo al penetrar en el reino de las tinieblas. Al otro extremo de la sala encontraron un nuevo pasillo que también descendía. Al llegar allí, hicieron su primer hallazgo: a lo largo de las paredes húmedas reposaban esqueletos humanos, aún vestidos, en parte, con jirones podridos. Farid, involuntariamente, le dio una patada a uno de los esqueletos, y retrocedió al darse cuenta de que los huesos se habían venido abajo como un castillo de naipes.

—Cóndor, cierra la puerta de seguridad. —Martillo habló mientras empezaba a bajar—. Así nos aseguramos de que no nos ataquen por detrás.

—Sí, más vale prevenir que curar —asintió el luchador con la cabeza, y retrocedió hasta la sala.

La puerta se cerró entre crujidos. Los viajeros ya no tenían por qué temer a los peligros del mundo exterior. Sin embargo, Gleb no se sentía tranquilo en absoluto. Por el contrario, las bóvedas bajas y la oscuridad cerrada que reinaba en el refugio antiaéreo lo ponían nervioso y le pesaban en el ánimo.

Llegaron a la primera de las grandes salas del búnker. La basura, los desperdicios y la porquería se mezclaban de la manera más repugnante con restos humanos putrefactos. Se parecía más a una fosa común que a un refugio antiaéreo. Gleb siguió a su maestro, pasó con cuidado por encima de los huesos blancos y brillantes y se lamentó por no haberse quedado atrás para montar guardia. Pero ya era demasiado tarde para lamentarse. Lo único que deseaba el muchacho era no ceder ante aquel miedo nauseabundo, como en otro tiempo había cedido en el subterráneo del hospital. Pero, por suerte, andaba pegado a la espalda de su maestro, y gracias a ello se fue liberando poco a poco del pánico.

Prosiguieron con la exploración. Descendieron entre paredes cubiertas de moho verde hacia lo más profundo de las oscuras catacumbas. Encontraron una nueva sala. Literas, bancos para sentarse, lavaderos… todo había quedado cubierto de moho. A medida que avanzaban encontraban cada vez más. Llegaron a un pequeño montículo de moho, de color verde oscuro, que ocultaba casi por completo los restos de una pila de cadáveres humanos. Para acabar de empeorarlo, una parte de las instalaciones se había inundado. Los Stalkers vadearon el líquido viscoso que les llegaba a los tobillos y descubrieron las ruinas de un almacén. Estantes vacíos, cajas podridas, máscaras de respiración a la deriva sobre aguas turbias.

—¿Qué hicieron aquí? —El mecánico contemplaba, extrañado, una estufa de carbón sobre la que descansaba un cazo cubierto de hollín. A su lado había, en el suelo, una hebilla de cinturón, una suela de zapato y un respaldo de sillón reventado.

A Martillo le bastó con una sola mirada.

—Hicieron caldo con el cuero. Debieron de pasar mucha hambre.

Gleb se estremeció. También en la Moskovskaya se habían vivido períodos de hambre. El muchacho prefería no acordarse. Cuando en el estómago no se siente nada, salvo dolor, y no queda otro remedio que reprimir el ardor, cuando hay que acallar las protestas del organismo engañándolo con agua, entonces la vida pierde todo su sentido.

Cuanto más descendían, más espantoso era el panorama que iban encontrando.

Vieron que el refugio antiaéreo era bastante grande. A juzgar por el número de esqueletos, los seres humanos que se habían refugiado allí habían sido muchos. Pero ¿cómo era posible que en aquel día fatídico hubiera habido tanta gente en los astilleros? A juzgar por lo que contaba Martillo, aquellas instalaciones ya debían de llevar bastante tiempo prácticamente cerradas en el momento de la catástrofe… El muchacho siguió adelante, perdido en sus pensamientos, tropezó con algo y estuvo a punto de caerse al suelo. El rayo de luz iluminó un nuevo esqueleto, que con el choque había crujido y se había descompuesto en sus diversas partes. Bajo los jirones de ropa podridos asomaba una bolsa de plástico sucia.

El paquetito le llamó la atención. En su interior debía de haber algo valioso. Al fin y al cabo, su propietario no se había separado de él hasta el momento de morir. El muchacho lo sacó con precaución de entre los restos del cadáver. ¿Un libro? Gleb rompió la tira de nilón y le quitó el celofán húmedo. Las letras estampadas en el sobre rasgado decían: «Diario». Sus páginas amarillentas estaban cubiertas de letra pequeña manuscrita. El muchacho miró a su alrededor: los Stalkers se habían desperdigado por el búnker y tan sólo decían frases breves de vez en cuando. Los rayos de luz de sus linternas titilaban por los pasillos. Gleb aprovechó el instante, iluminó las páginas escritas a mano y siguió con el dedo los renglones:

Maldito sea el día en el que me embarqué en esta aventura. Aunque ahora mismo, al valorar los acontecimientos de los años pasados, no sé muy bien qué habría sido mejor: salir fuera y morir al instante bajo la radiación, o pasarme todos estos años a varias docenas de metros bajo tierra con un montón de desgraciados como yo, e ir pudriéndonos en vida. Día tras día mirándonos a los ojos y mintiendo.

Todo esto empezó con una atractiva oferta de Petya Savelev. Éramos amigos desde la escuela. Luego, nuestros caminos se separaron. Después de graduarse en la academia militar, Petya se fue a servir en el norte. Creo que se enfadó con su chica. No lo sé, el caso es que cortó con ella y se marchó al otro extremo del planeta.

Yo no tuve suerte con los estudios. Los dejé a la mitad. Tampoco encontré un empleo razonable, así que fui tirando; unos días trabajaba en un sitio y otros en otro. Y entonces, un bonito día, Petya regresó. Me acuerdo muy bien: pillamos una buena borrachera para celebrar el reencuentro. Hablamos de la vida con la botella de vodka en la mano. Petya me contó historias tan interesantes sobre el mar, los barcos, las grandezas del norte… Yo, por mi parte, no tenía nada que contar, y no dije más que tonterías. «Esto me va de esta manera —le decía—, y de aquella. Vivo de este modo y ya estoy bien». ¿Acaso tenía algo interesante que contarle?

Petya era un tío considerado. En ningún momento aprovechó para mortificarme. Estaba ahí sentado y no hacía nada, aparte de hurgarse los dientes con la uña. Tenía esa fea costumbre. Había llegado al extremo de dejarse crecer la uña del dedo meñique para que le resultara más fácil. Pero de todos modos me miraba como si estuviera inmerso en sus propios pensamientos. En cualquier caso, me di cuenta en seguida de que me escondía algo, de que había algo que se estaba callando. Enfín: acabó por proponerme un trabajo. Me dijo que se trataba de una cuestión muy seria y que no podía comentarla con nadie. Yo pensé: «Bueno, quiere que me meta en alguna historia sucia». Pero me tranquilizó en seguida y me dijo que se trataba de un trabajo que podíamos hacer los dos juntos para las autoridades militares. La paga no iba a ser muy generosa, pero sí habría mucho trabajo y tres comidas diarias. Pero tenía que firmar un papel. Para garantizar mi discreción.

No lo pensé durante mucho tiempo. Al fin y al cabo, no tenía nada que perder… porque no tenía nada. En resumen: acepté. Al día siguiente fuimos a Kronstadt. Al ver los astilleros me pasó por la cabeza todo tipo de suposiciones. Se me ocurrió que tal vez fuéramos a construir un submarino secreto. Pero se trataba de algo mucho más sencillo. Teníamos que construir un refugio antibombarderos. No podían contratar inmigrantes, y yo y muchos otros firmamos. Los que trabajaron en el refugio fueron sobre todo militares. También había unidades de pioneros. Los soldados iban de un lado para otro o arrastraban cajas. Se gastaron cantidades astronómicas en tecnología. El movimiento no cesaba. Comíamos en el mismo lugar donde trabajábamos. Preparábamos la comida con un hornillo.

Por otra parte, me di cuenta poco a poco que lo del refugio no estaba nada claro. Para empezar, le pusieron una puerta hermética. ¡Era muy gruesa! Pero no en la entrada, sino, por el contrario, al fondo. Nadie sabía lo que podía haber más allá. Teníamos terminantemente prohibido acercarnos a ella. Y el guardia que estaba siempre apostado frente a la puerta no era muy hablador.

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