Authors: Andrej Djakow
—Seryosha… —Cóndor hablaba con voz temblorosa—. ¿Cómo has podido ser tan imbécil, Seryosha? Tan imbécil…
—¿Cuánto rato has pasado fuera? —intervino Chamán.
—Una hora y media, más o menos. —Cóndor soltó una maldición. Chamán se acercó al luchador y, sin dudarlo, a pesar de sus protestas, le clavó una jeringa en el hombro—. Como si eso me fuera a ayudar. Esta dosis no me servirá de nada, hermano.
—Te calmará el dolor —le replicó Chamán con voz quebrada.
El grupo siguió adelante por la carretera principal… pero no a la misma velocidad de antes. Okun cerraba la marcha y pugnaba por no desplomarse. El luchador había expresado su deseo de seguir adelante con sus compañeros mientras le quedaran fuerzas y Martillo se había encogido de hombros. Cóndor trataba de ayudar a Okun, pero cada vez que lo intentaba, éste se enfadaba y obligaba al comandante a alejarse. Parecía como si temiera que la muerte invisible que lo acechaba pudiese atacar también a los demás. Por desgracia, el bosque que los rodeaba se llenó de nuevo con todos los ruidos y voces imaginables. Los depredadores acechaban, como si olieran la debilidad del Stalker.
Gleb miraba alrededor de él cada vez con mayor frecuencia. Okun hacía eses. Resollaba y tosía, fatigado, pero seguía arrastrándose, aunque a duras penas lograse poner una pierna delante de la otra.
La situación era desalentadora. Los aullidos de los animales salvajes eran cada vez más osados e impacientes. Humo fue el primero en perder los nervios. Se volvió, dejó atrás a Okun y disparó una ráfaga preventiva contra la espesura. El Utyos se sacudió rítmicamente en sus manos y segó capas enteras de vegetación.
—¡Vamos, aquí tenéis algo para comer! ¿Queda alguno que quiera partir hacia el otro mundo? ¡Comed, criaturas!
Ésa fue la gota que desbordó el vaso. El resto de luchadores también se volvió. Sus Kalashnikov crepitaron al unísono con el fusil ametrallador del mutante. Para Okun, el tiroteo fue como una tristísima salva de honor. Una salva de honor por una incursión irreflexiva y estúpida. Una salva de honor por la codicia humana.
Una granada salió volando hacia los arbustos. Cúmulos de tierra y muñones de raíces saltaron por los aires con la explosión. Entonces los disparos se detuvieron. En el silencio que se hizo a continuación, oyeron que los menudos grumos de tierra se posaban suavemente sobre la alfombra de hojarasca que se había acumulado durante los últimos años.
—Qué, ¿ya os habéis desahogado? —Martillo se había quedado aparte y sostenía el arma cruzada sobre el pecho—. ¿Ahora os sentís mejor?
Se acercó a Okun y le puso en la mano la fría empuñadora de su Nossorog.
—No vas a salir de ésta. Sé hombre y hazlo tú mismo. No nos obligues a decidir por ti.
—¡Apártate de mi luchador! —Cóndor trató de agarrar a Martillo por el hombro y éste se volvió bruscamente. Las miradas de ambos chocaron.
Gleb daba por sentado que los dos irreconciliables rivales se enfrentarían de nuevo cuerpo a cuerpo. El rostro de Cóndor estaba contorsionado por la ira. Martillo, en cambio, parecía tranquilo, y tan sólo en sus ojos centelleaba un fuego no habitual, un fuego que abrasaba por su misma frialdad.
—Basta —se oyó la voz de Okun—. Nuestro guía tiene razón. No quiero que todos vosotros muráis por mí… Una cosa, jefe. Hazme un favor… Cuando volváis a casa, cuida de mis seres queridos. Compénsalos por…
Sus ojos empezaron a moverse de un lado para otro. El luchador estaba como alelado y las palabras no le salían. Luego, resignado, negó con la cabeza y se alejó. Cóndor hubiera querido responderle algo, pero no sabía muy bien el qué. Todas las frases y palabras de despedida imaginables le daban vueltas en la cabeza, pero sin excepción le sonaban estúpidas e hipócritas.
Los luchadores callaron. Ni siquiera el hermano Ishkari supo qué decir para consolar al Stalker. Pero para qué hablar… todo estaba muy claro. Okun iba cuesta abajo. Su marcha había terminado.
Okun se volvió y se sentó sobre el asfalto agrietado de la carretera. Todos los demás se alejaron titubeantes. El último fue Cóndor. Se detenía una y otra vez y miraba hacia atrás. La razón lo arrastraba hacia adelante, pero una pesada roca le oprimía el alma. Sentía asco de sí mismo.
Se alejaron más y más, hasta un sitio donde el bosque se aclaraba y la carretera hacía un recodo al llegar al dique. El viento arrastraba incansablemente nubes de arena que se arremolinaban en espiral o descendían sobre el asfalto y trazaban extrañas figuras. Pero con el siguiente soplo del viento de otoño desaparecía aquella efímera creación de la naturaleza, y las pequeñas tormentas de arena seguían rugiendo en busca de otros lugares a orillas de la bahía.
Nueve figuras insignificantes siguieron por las ruinas del viaducto hasta el rompiente. Sobre el telón de fondo de las interminables masas de agua, parecían detalles menudos, totalmente inadecuados, dentro de un cuadro imponente. Los viajeros contemplaron el juego de las olas y callaron en su desaliento. Las despedidas nunca son fáciles. Pero… de repente, todos ellos se estremecieron: habían oído un disparo en la lejanía.
La carretera atravesaba en un trazo resuelto y rectilíneo la bahía del Neva y desaparecía a lo lejos. Los Stalkers avanzaron por el dique
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sin dejar de mirar al agua con ojos recelosos. El viento penetrante les agitaba la ropa. Las olas espumeantes se estrellaban sin cesar contra la barrera erigida por la mano del hombre. Por encima del borde de la mole se alzaban de tiempo en tiempo salpicaduras espumeantes como fuegos artificiales. Los elementos estaban furiosos, como si quisiesen expulsar a sus huéspedes no invitados
Los viajeros llegaron a una extraña edificación que recordaba a un puente. Una hilera de torres de planta rectangular, totalmente cubiertas de herrumbre, sobresalía por la izquierda.
Martillo echó una ojeada al plano.
—Es el Drenaje D-1. Después hay otro. Tenemos siete kilómetros de camino por el dique hasta llegar a la isla. ¿De dónde dices que provenía la luz?
—Y yo qué sé. De alguna parte de Kronstadt. —Cóndor examinó la construcción—. Escuchadme bien: a partir de aquí, vamos a tener que estar pendientes de los detalles más nimios. Nuestros «contactos» podrían encontrarse muy cerca. Seguramente tendríamos que hacer también una batida por estas instalaciones. ¿Qué piensas tú, Stalker?
Martillo se encogió de hombros. Los luchadores recorrieron el techo de hormigón del drenaje y examinaron todas sus grietas y recovecos. Luego levantaron una de las tapaderas y descendieron al interior de la instalación. Tinieblas, humedad y el estruendo del agua… fue todo lo que los Stalkers descubrieron en el curso de su precavida exploración por el interior del drenaje. Iban ya de camino hacia fuera cuando tropezaron con un cuarto repleto de trastos muy deteriorados: latas vacías, herramientas, rollos de cable…
Gleb había entrado en la habitación para echar una ojeada, y entonces pisó una cosa blanda y elástica. La cosa emitió un penetrante silbido bajo sus pies. Martillo reaccionó al instante. Obligó al muchacho a retroceder y apuntó al suelo con el cañón de su arma. A la luz de la linterna vieron una manguera de goma que salía de una semiesfera de color negro.
El Stalker gruñó una maldción y bajó el Kalashnikov.
—No pierdas el suelo de vista. Esto no es ningún paseo.
—¿Qué es eso? —Gleb miraba con pavor desde detrás de la espalda de su maestro.
—¿Es que nunca has visto nada semejante, amiguito? Es una bomba de aire. Si la bloqueas con el pie, se llena de aire.
Una bomba de aire… ¿No había unas que eran de agua y que se utilizaban para sacar la que se metía en la estación? El muchacho contempló con interés su hallazgo. Se acordó de lo complicado que había sido siempre calentar las viejas estufas de la Moskovskaya. Pensó que con un aparato como ése habría sido posible aventar los carbones para que prendiese la llama sin necesidad de agacharse. ¡Cuántas cosas útiles se habían inventado en tiempos pretéritos!
El grupo regresó al camino. Llegaron hasta el otro drenaje sin ningún incidente. Farid era el único que se empeñaba en mirar de reojo las olas, y por ello tropezó en varias ocasiones.
Por supuesto, Ksiva no pudo mantener cerrada la boca.
—¿Qué es lo que miras?
El tayiko suspiró pesadamente y señaló con la cabeza hacia el otro lado, hacia los edificios que a duras penas se perfilaban en el horizonte.
—Ahí está el metro. Mi hogar.
—¿Tu hogar? Yo pensaba que no eras de San Petersburgo.
—No viví allí durante mucho tiempo, casi ni me acuerdo. Hace mucho que estoy aquí. Ésta es mi casa.
—¿Cómo viniste a San Petersburgo?
—Tenía diez años. Vine para visitar a mi tío. Para ver la ciudad. Era hermosa. —Farid se calló durante unos instantes—. Entonces Shaitan hizo temblar la tierra. Fue horrible. Mi padre murió, y también mi tío. Sólo yo quedé con vida.
Martillo iba en cabeza y caminaba más despacio que antes. La niebla que se cernía sobre el dique era cada vez más densa. Una bruma de color azul grisáceo envolvía el trecho de camino que se hallaba más adelante. Los viajeros pasaron poco a poco frente a las torres puntiagudas ya familiares que coronaban el siguiente drenaje. Entonces, el contador Géiger se puso a dar señales.
—Vaya. Esto indica valores elevados. Justamente ahora.
—Aún se puede soportar. —Martillo echó una ojeada al cuadrante—. Prosigamos, pero con precaución.
Avanzaron poco a poco, siempre adelante, a través de la niebla, hasta un lugar en el que la carretera se interrumpía de pronto. Se vieron frente a un barranco de bordes irregulares, producto de un derrumbe. Oyeron el agua que chapoteaba unos nueve metros más abajo. Las piezas de hormigón armado se habían roto, despedazadas por la desconocida fuerza que había abierto aquel boquete gigantesco. La niebla ocultaba el lado opuesto del abismo.
—Tremendo. —Cóndor se agachó en el borde de la brecha y miró hacia abajo—. Me gustaría saber cómo se cargaron esto. Parece que hubiera habido un bombardeo.
—De eso nada. —Martillo le señaló los bordes deformados de los puntales—. ¿No ves en qué dirección iba la onda de choque? Colocaron minas bajo los soportes. Provocaron una explosión. El resto lo ha hecho el agua.
—¿Un sabotaje? Pues me gustaría saber quién lo organizó.
—No lo vamos a saber jamás.
—¿Y ahora qué hacemos, Martillo?
—Lo mismo que otras veces…: vamos a pasar al otro lado.
Cóndor miró con incredulidad al agua.
—¿Y cómo lo haremos?
—A nado. ¿Verdad que todos nosotros sabemos nadar?
Los luchadores miraron estupefactos a Martillo. Gleb se estremeció. No pudo evitar acordarse de la pesadilla de la noche pasada.
—Sí, claro, dentro del metro todo el mundo aprende a nadar. ¿Qué es lo que tienes en la cabeza, Stalker?
—Yo sí puedo —dijo Farid en voz baja—. Ha pasado mucho tiempo, pero aún recuerdo cómo se hacía.
—Yo también —dijo Chamán.
—Hum, esto no es ninguna maravilla. —Martillo miró con escepticismo al destacamento. Su mirada se entretuvo en los fusiles de asalto, en los chalecos militares con los bolsillos llenos, en las mochilas de los Stalkers—. Entonces vamos a tener que hacer acrobacias, como se suele decir.
Dio un par de zancadas frente al abismo y luego llamó a Gleb.
—Pásame eso. —El maestro tomó la bomba de aire que el muchacho había atado a su mochila—. Acabo de darme cuenta de que te habías llevado un
souvenir
.
Gleb estaba a punto para aguantar la bronca, pero no parecía que el Stalker tuviera prisa por pegársela.
—Dime, ¿no habrás visto una mochila así de grande al lado de la bomba de aire? —Martillo abrió de manera cómica los brazos—. ¿O un fardo, una bolsa…?
—Sí, había una mochila. —El muchacho miró con cautela a su maestro—. Y a su lado había dos palas.
—Perfecto. Has hecho bien, muchacho. Tengo que alabarte por tu atención a los detalles. —Martillo dio una palmada en la espalda a su pupilo y se volvió hacia Cóndor—. Vamos a retroceder hasta el primer drenaje. A menos que queráis aprender a nadar…
—¡Venga, venga, no seas haragán! —Chamán no dejaba descansar a Ishkari.
El sectario miró con desagrado al mecánico y siguió hinchando la lancha. La rítmica entrada de aire hacía que los costados de la embarcación fuesen cada vez más redondos. La goma, cubierta de manchas de moho, olía a humedad, pero no parecía que eso molestara en absoluto a Chamán. Sus ojos brillaban, como siempre que se le presentaba una oportunidad de emplear medios técnicos anteriores a la guerra.
—¡Y eso no son palas, muchacho! —El entusiasmado Chamán comprobaba la lancha por todos lados—. ¡Eso son remos! —le dijo a Gleb—. ¿Nunca habías visto ninguno? Y esto de aquí son los toletes. Sirven para sujetar los remos.
—Déjalo en paz. —Humo empezó a fumarse un nuevo cigarrillo con fruición—. ¿No ves que el muchacho está muerto de cansancio? Gleb no podía apartar la mirada de la negra superficie de las aguas. Su interminable corriente penetraba por la brecha. Súbitamente, de manera incomprensible, la sensación de ahogo pasó del sueño a la realidad. Sintió el deseo de arrancarse la máscara y de respirar con la boca muy abierta. De meter en su interior el aire frío del otoño, de tragárselo, de emborracharse con él. Un río de sudor descendía entre sus hombros. El mundo empezaba a dar vueltas a su alrededor.
—¡Eh, ten cuidado! —Martillo agarró a su pupilo y lo apartó del borde del abismo—. Empieza por sentarte y respira con calma. Bien. Mira hacia el suelo. ¿Qué hacías con la máscara? Póntela bien. Sí, así. ¿Puedes respirar? Aspira… espira… bien.
La cabeza de Gleb dejó de dar vueltas, el temblor se había calmado. El muchacho se puso en pie. Su fugaz instante de debilidad lo avergonzaba. Sobre todo porque los Stalkers se habían dado cuenta. Miró de reojo a su maestro. ¿En cuántas ocasiones Martillo se había visto obligado a cuidar de él como de un mocoso indefenso? El muchacho recordaba cómo había quedado atrapado en el búnker y que Ksiva se había reído de él.
—¿Ya te encuentras mejor?
—Sí. —Gleb se frotó con amargura los cristales de la máscara.
—No te preocupes por lo que te ha sucedido. No estás acostumbrado. Después de una vida entera en el subsuelo, todo esto te resulta extraño. —Martillo se volvió hacia los demás—. Vamos. Nos esperan.