Authors: Andrej Djakow
»No me detuve. No se me ocurrió que tal vez habría podido salvarlos. El miedo me había hecho perder la razón. Mientras pude, no dejé de correr. Quería salvar mi propia piel. En el mismo momento en que trataba de abrir el cerrojo del refugio, empecé a oír nuevas explosiones a mi espalda. Primero fueron débiles. Lejanas. Luego, cada vez más fuertes. Las manos me temblaban tanto que en un primer momento no logré meter la llave en la cerradura. Luego, por fin, entré en el refugio, cerré la puerta hermética, y entonces me dejé ir. En lo alto se oía un estruendo indescriptible, todo temblaba, el revestimiento de las paredes se desprendía. Y yo me había echado en el suelo y daba gritos; había perdido todo control sobre mí mismo…
Martillo enmudeció y tomó otro trago. Todos callaban. Nata estaba pálida y era incapaz de seguir con la conversación. Gleb, conmovido, miraba a su maestro con los ojos como platos. Era la primera vez que Martillo hablaba de manera tan prolongada.
—Yo sólo tenía dos años —dijo Cóndor para poner fin al silencio—. No me acuerdo de nada. Siempre le preguntaba a mi viejo por aquel día. Una idiotez por mi parte.
—Esas pruebas nos fueron enviadas desde lo alto —dijo tímidamente Ishkari—. Tan sólo los que son constantes en su espíritu alcanzarán la salvación. Tenemos que creer en…
—¡Cállate! —le gritaron varias voces a la vez.
Silenciosos y atormentados, los luchadores contemplaban la hoguera. La conversación había llegado, en cierta medida espontáneamente, a su fin.
De pronto se oyó un murmullo en los altavoces polvorientos que Chamán había instalado sobre un montón de cajas. Los Stalkers se volvieron hacia allí. El mecánico, cubierto de polvo grisáceo e inmóvil como una estatua, se erguía entre los aparatos ya montados y atornillados, enredado en una maraña de cables.
—¿Qué me dices, Kulibin?
[13]
¿Hay vida en Marte?
Chamán no reaccionó. Sin embargo, el murmullo que se oía en los altavoces era cada vez más fuerte. Entonces, el murmullo se interrumpió y en el atronador silencio se oyó con nitidez:
—¡… arriba, hasta ocultar el cielo!
Entonces el receptor empezó una vez más con los crujidos y murmullos.
—¡Espera! ¡Hazla girar en dirección opuesta! ¡Dale más volumen! —gritaron todos los luchadores a la vez, y acudieron a su lado.
Chamán tenía la mirada fija en el tablero de controles y sujetaba con dedos sudorosos la ruedecita de selección de canales. Tenía el rostro perlado de gruesas gotas de sudor. Sus ojos seguían atentamente los indicadores por el cuadrante.
—¡Hazlo de una vez, Chamán! ¡Hazlo! —Nata bailoteaba con impaciencia a la espalda del mecánico.
—Venga, tío, hazla girar en la dirección opuesta —exclamó Ksiva.
—¡Callaos! ¡Dejad de gritar, maldita sea! —bramó Chamán. Al instante, los luchadores callaron, y el mecánico se inclinó una vez más sobre los aparatos.
Poco a poco, una voz se abrió paso entre el ruido de fondo. Gleb escuchó extasiado el ronco murmullo, pero por mucho que se esforzara no entendía ni una sola palabra. Chamán seguía manipulando los aparatos. La voz monótona que se oía a duras penas en el altavoz parecía de una persona segura de sí misma. Pero ¿qué era exactamente lo que…?
Entonces, un golpe violento sacudió el techo de la sala de control, y luego otro. El desagradable crujido del metal les chirrió en los oídos. El edificio entero retembló. Se oyó en lo alto un grito sordo y prolongado.
—¡Apagad las linternas! ¡Y también el hornillo!
Los viajeros se quedaron inmóviles y escucharon mientras el desconocido animal se debatía en lo alto y tanteaba con unas garras gigantescas el tejado de la sala de control. Arrancó estrepitosamente una de las ventanas. Una garra arqueada de metro y medio de longitud apareció en el marco vacío.
—Ya la tenemos liada. —Ksiva se guareció bajo el tablero de controles.
Farid le susurraba plegarias a Alá. Cóndor se afanaba por volver a tender la cuerda hasta el piso inferior. Martillo se había tumbado de espaldas y apuntaba al techo con la boca de su fusil de asalto. Humo mordía nerviosamente el cigarrillo mal liado que aún no había encendido.
El muchacho estaba tumbado en el suelo, medio muerto de miedo, y contemplaba el techo con pavor, mientras empezaban a abrirse imponentes hendiduras. Si hubiera conocido las plegarias de Farid, habría rezado con él. Sentía estremecimientos por todo el cuerpo. Ni siquiera la cercanía de su maestro lo aliviaba.
Se oyó un golpe tremendo, y entonces la torre empezó a moverse y se oyó el aleteo de unas alas gigantescas. El monstruo se había marchado volando. Paralizados por el terror, los Stalkers aguardaron algún tiempo en absoluta quietud, hasta que se oyó la voz malhumorada de Chamán.
—¡Ese cabrón…! ¡Ese barrigudo con plumas ha arrancado la antena!
El Stalker corrió hacia el receptor e hizo girar las manivelas, tocó varios aparatos por dentro… pero fue en vano. Los altavoces crepitaron, pero no logró recuperar la enigmática voz.
—Vamos. —Martillo recogió la mochila del suelo.
—¿Te has vuelto loco? —Ksiva se levantó del suelo, dubitativo—. Está anocheciendo, ¿adónde quieres que vayamos?
—Tiene razón. Tenemos que salir de aquí. —Cóndor, que aún sostenía la cuerda con la mano, se quedó escuchando—. ¿No sientes la vibración?
Como para reforzar sus palabras, más abajo se oyó un estrépito que no presagiaba nada bueno. La torre se tambaleaba. El estrépito se volvió más fuerte.
—Está a punto de caerse —dijo Humo en voz baja. El mutante de piel verde palideció y su color se volvió como el de una hoja de col en escabeche.
Los luchadores bajaron precipitadamente hasta el piso inferior. Al hermano Ishkari le aleteaban los bajos del abrigo durante el descenso. Cóndor se disponía a seguirlo cuando de pronto se fijó en Chamán. El mecánico hacía gestos de desesperación con la cabeza y se afanaba con los cables.
—¡Chamán! ¡Baja en seguida! ¡Esto se hunde!
—No, no… —murmuraba Chamán—. Tengo que localizar dónde estaba ese canal… para que luego podamos captar sus señales…
Cóndor agarró al mecánico y lo arrastró hasta la abertura. Con la ayuda de Martillo obligó al Stalker a bajar hasta el fondo, pese a todos sus forcejeos. Mientras los últimos miembros del grupo saltaban al piso de abajo, la construcción se tambaleó de manera agónica. Al cabo de un instante, la torre de hierro se ladeó y cayó con un estruendo terrorífico, y toneladas de mugre acumulada se transformaron en polvareda.
Cóndor contempló durante largo rato los resultados del pequeño apocalipsis. Luego escupió al suelo y gritó una maldición.
—¡Poneos las máscaras y comprobad el estado de vuestras armas! ¡Vamos! ¡En marcha!
La esperanza es como un reflejo en el agua. Primero está allí y luego desaparece bajo las ondas de acontecimientos posteriores que agitan la superficie. Pero aunque se desvanezca en un instante, siempre deja tras de sí un aroma apenas perceptible, se consume en algún rincón escondido en lo más hondo de la consciencia, y al cabo de un tiempo su forma inconstante aparece de nuevo en la apacible superficie de nuestras inquietudes nocturnas. En esos instantes nos acomete la maravillosa sensación de recuperar lo que se perdió hace mucho tiempo. Lo que podríamos perder en cualquier instante. Y lo mismo nos ocurre una y otra vez.
Gleb contempló las ruinas del Raskat. Pensó tristemente en el receptor destrozado, pero su corazón temblaba de alegría al pensar en lo que habían descubierto: «No estamos solos».
La esperanza es un sentimiento extraño.
La naturaleza había necesitado varias décadas para recobrar el territorio del que anteriormente se había adueñado el hombre. Al hombre, en cambio, le habían bastado unas pocas horas para destruir los logros y éxitos de varios milenios. En un breve instante todo desapareció por culpa del más peligroso de los pecados que aquejan al alma humana: la codicia. Ésta fue la causa de que a lo largo de los siglos las ciudades ardiesen y las civilizaciones se derrumbaran. El hombre no se detuvo nunca por ello. Alimentó, cultivó y preservó metódicamente su mayor pecado. Ni quería confesar su culpa ni era capaz de compartir nada con nadie. Pero sí había aprendido a sentir envidia. La codicia cegó al hombre en aquel día memorable.
La codicia restará para siempre junto al cadáver mordisqueado de la humanidad mientras quede vida en los últimos túneles de metro.
La fatigada luz del cielo que desapareció tras el horizonte entregó las regiones costeras del golfo a las criaturas de la noche. Los gritos de depredadores hambrientos surcaban el aire frío. Su sencilla y monótona vida había abandonado su ritmo habitual por culpa de los extraños que habían emergido del bosque. Olían de manera extraña, se movían —todavía era más extraño— sobre dos miembros y cazaban con absoluta desvergüenza en territorios que ya habían sido repartidos hacía tiempo. En una palabra: forasteros.
Diez figuras cautelosas avanzaban por la selva ocultas en la penumbra. Al final de la hilera iba un individuo que se distinguía visiblemente de los demás por su llamativa estatura. Cada cierto tiempo se detenía, miraba en torno a sí y recorría con la boca de su pesado fusil ametrallador la espesura que crecía al borde del camino.
—No tengo ni idea de qué puede ser… —Humo hizo una mueca—. Huele a podrido.
—Eso está claro —corroboró Ksiva—. Como si alguien hubiera muerto.
Era cierto: el olor a podredumbre penetraba cada vez con mayor fuerza por sus filtros de respiración. Gleb arrugó la frente y trató de reducir a la mitad la frecuencia con la que tomaba aire…, pero fue en vano. El repugnante olor le daba arcadas.
—Vuelve a consultar el plano, jefe. ¿Qué nos espera más adelante? —Chamán estaba tenso y miraba al frente.
Cóndor desplegó el plano de bolsillo.
—El parque Sergiyevka. Y aquí tenemos una anotación a mano: IIB…
—Instituto de Investigación Biológica. —Martillo no prestaba atención al hedor y caminaba animadamente sobre la estrecha franja de asfalto—. Dentro de poco tendremos que tomar un sendero, y a la izquierda, sobre una elevación, veremos los edificios del instituto.
—Sí, eso es lo que dice el plano. —Ksiva miraba de un lado para otro con nerviosismo—. Quién sabe lo que encontraremos después de tantos años…
El luchador calló a media frase. El bosque terminaba de pronto y entonces apareció ante sus ojos un sorprendente paisaje. Un camino ancho, sin asfaltar, atravesaba el que ellos seguían: por la derecha continuaba hasta la orilla del golfo de Finlandia, a la izquierda ascendía hasta el esqueleto de un antiguo edificio. A lo largo de su breve viaje, Gleb había visto en muchas ocasiones ruinas semejantes, pero no fue el edificio lo que llamó la atención de los viajeros. De un extremo a otro, el sendero rebosaba de unas plantas extrañas: tallos de un color amarillo grisáceo, de un palmo de alto, rematados por unas pequeñas caperuzas de las que rezumaba un moco de color marrón. Cubrían toda la superficie de uno a otro margen del camino. Gleb llegó a creer por un instante que aquellas asquerosas criaturas se movían levemente.
—Falos perrunos, no cabe duda. —La joven se agachó frente a ellos y contempló de cerca un espécimen de la insólita criatura que habían descubierto.
—¿Un falo qué?
—Es un tipo de seta. Pero no se puede comer. Son iguales que en el libro. Pero un poco más grandes.
—¿Son setas? —Ksiva se agachó a su lado—. No tenía ni idea de que fueras tan experta…
—Cierra el pico. ¿Y yo qué le voy a hacer si mi familia tenía un solo libro? Una enciclopedia botánica. —Nata siguió examinando las feas y apestosas criaturas que se habían extendido por todo el claro.
—¿No serán alucinógenas? ¿Y si nos llevamos un par de kilos para los colillas?
—¡Serías capaz de venderte el alma, Okun! —Farid le sonrió.
—Depende de lo que me dieran a cambio… —Okun le guiñó un ojo a su amigo—. Entonces, el hedor procede de esta seta.
—Lo emplean para reproducirse. —Nata empujó con el pie el espécimen más cercano—. Ese olor atrae a las moscas y son ellas las que transportan las esporas.
—Qué criaturas más repugnantes. —Ksiva hizo una mueca
Entretanto, Martillo también se había acercado y miraba de cerca las setas.
—Si sólo atraen a las moscas, no pasa nada. Pero tengo la sensación de que…
Como para confirmar sus sospechas, un leve aroma se extendió por el claro cubierto de setas, y entonces se oyó un zumbido cada vez más fuerte y molesto. El aire que poco a poco se iluminaba con la primera luz del alba se enturbió con decenas de millares de diminutos insectos.
—Diablos de los pantanos —gimió desesperado el guía.
Los luchadores lanzaron una mirada interrogante al Stalker. Éste retrocedió poco a poco, sin perder de vista a la bandada de moscas cada vez más densa que revoloteaba sobre el claro. Gleb fue el primero en reaccionar. Saltó al camino, arrastró tras de sí a su maestro y corrió hacia el margen contrario, donde volvía a empezar el bosque. Los demás los siguieron.
—¡Esto cada vez me parece menos divertido! —murmuró Gennadi mientras corrían—. ¡¿Es un
déjà vu
, o es verdad que volvemos a correr?! ¡Esto no es ninguna marcha! ¡Es una verdadera maratón! Los luchadores llegaron al otro lado del claro, y fue entonces cuando se dieron cuenta de que faltaba alguien. Al darse la vuelta, vieron al sectario. Ishkari no los había seguido. Sufría un ligero temblor y miraba como fascinado a la peligrosa bandada de moscas.
—¡Qué haces ahí parado, idiota! ¡Ven corriendo! ¡De prisa!
El hermano Ishkari no reaccionaba. No apartaba los ojos del libro de oraciones, que, a saber cómo, había vuelto a sus manos.
Martillo estaba a punto de correr hacia él, pero entonces, a su espalda, se oyó un fuerte grito de advertencia.
—¡No des ni un paso más!
La mano de Cóndor se había posado sobre su hombro.
—¡Me da igual, de todos modos ya me han picado!
—¡Eso no tiene nada que ver! Ahí las hay a millones. ¡A ti te han chupado un cero coma casi nada de sangre! —El luchador sujetó a Martillo con ambos brazos—. Eres demasiado importante para esta expedición como para que corras riesgos por ese… por ese imbécil.
En el claro, mientras tanto, había sucedido algo extraño. Ishkari se había quitado la máscara de gas, había juntado humildemente ambas manos y se había puesto a rezar con fervor. La voz del sectario era cada vez más fuerte y segura.