Authors: Andrej Djakow
Llevó a los viajeros por la zona de calderas y luego hasta una cámara húmeda donde despedazaban a los cerdos recién sacrificados.
Bajo la mirada atenta de los habitantes de la estación, pasaron por la zona del matadero y llegaron por un estrecho corredor hasta la fosa séptica. Después de vadear unos cien metros de caldo pestilente, treparon por una escalerilla herrumbrosa, abrieron una trampilla en el techo y entraron en uno de los corredores circulares del búnker de la fábrica. Gleb había renunciado a aprenderse el camino. En aquel sitio habría sido imposible llegar muy lejos sin un guía. Después de pasar por una puerta de seguridad abierta de par en par, el avispado muchacho los llevó por un breve laberinto de pasillos y finalmente salió con ellos al edificio de la fábrica.
—Tendréis que subir. —El joven señaló con la mano el terraplén donde estaban instaladas las vías—. Esperad donde el ferrocarril; va a llegar dentro de poco.
El joven se cubrió la boca con la manga de la camisa y se marchó a toda prisa por la puerta. Gleb se ajustó la boca del sistema de respiración y sintió un escalofrío. No se habría arriesgado jamás a salir al exterior así como así, sin equipamiento.
Martillo caminaba hacia el trecho de vías con la metralleta a punto para disparar. Se oían truenos a lo lejos. Empezó a caer una fina llovizna. Los viajeros pasaron por un mercado de abastos ya saqueado y llegaron a la vía. A la derecha se encontraban las ruinas de un puente. En la brecha dejada por éste se hallaban los restos de varios vagones que bloqueaban la Moskovsky Prospekt. En cambio, las vías que iban hacia el oeste parecían intactas. Gleb se dio cuenta de que en algunas de las traviesas había tuercas nuevas. Era evidente que el ferrocarril aún funcionaba.
De súbito, Martillo empujó al muchacho terraplén abajo. Ambos rodaron por la cuesta y se quedaron tendidos en la zanja. Una imponente sombra pasó a toda velocidad a ras de tierra. El Stalker siguió con la mirada el vuelo del depredador y obligó a Gleb a esperar unos minutos antes de incorporarse.
—¿Vosotros dos tenéis billete o qué?
El muchacho se volvió hacia la voz y se quedó atónito ante lo que se les acercaba. Sobre las vías avanzaba una dresina con una jaula de gruesos barrotes de hierro colado sobre la plataforma. En la parte de arriba había una escotilla cuadrada, protegida con barrotes idénticos a los demás.
—¡Hola, Martillo! —Un tipo extraño, de cabellos apelmazados en mechones largos y grasientos y una sonrisa sin dientes, los miraba a través de los barrotes de la jaula. Tenía el rostro cubierto por varias capas de costras, hasta el punto de parecer deforme. Sobre el ojo derecho le había crecido un voluminoso lobanillo.
—El tren expreso partirá de acuerdo con el horario. ¡Se ruega a los acompañantes que abandonen los vagones!
—Sería mejor que te pusieras la máscara para respirar, Caronte. —El Stalker ayudó a Gleb a subirse a la dresina—. Aunque con esa jeta que tienes logras asustar a todos los mutantes.
—¡Como si me hicieran alguna falta vuestros artilugios! —El monstruo agarró la palanca de acción y les sonrió nuevamente con sorna—. A mí la radiación no me hace nada.
Martillo echó una ojeada a la aguja del contador Géiger y arrugó la frente. La dresina arrancó con dificultad y avanzó sobre las vías.
—¿Por qué «Caronte»? —Gleb se puso en cuclillas al lado de su maestro y contempló a través de los barrotes el desolado paisaje de la ciudad destruida.
—Es un apodo. Los antiguos griegos tenían un personaje que se llamaba así. Llevaba las almas de los muertos al otro lado de la laguna Estigia.
—¿Y este Caronte de aquí también transporta a los muertos?
—Claro que sí. —El Stalker suspiró hasta lo más hondo—. Estamos todos muertos desde hace veinte años. Nos hemos sepultado a nosotros mismos y erramos por el subsuelo como espíritus que no han hallado reposo. Buscamos unas cosas y otras, nos organizamos el día a día… y todo es en vano. Estamos muertos. No existimos.
Se oyó un aullido prolongado en los garajes. Sombras grises y difusas corrían de un lado para otro y saltaban de tejado en tejado.
Indudablemente no eran perros… pero tampoco seres humanos.
Tenían los hocicos largos, las orejas enhiestas, el pellejo hirsuto; en vez de patas delanteras, unos brazos humanos musculosos… con garras. Y espaldas de una anchura que no era natural. El Stalker empuñó el Kalashnikov que llevaba colgado al hombro.
—Maldita sea, esto es igual que en el zoo. Nos ven como si fuéramos papagayos en una jaula.
Martillo disparó una ráfaga breve y ensordecedora. Uno de los monstruos contrajo sus patas deformes y se precipitó en la zanja.
Los demás siguieron persiguiéndolos con los dientes desnudos, gruñendo. Gleb sacó la pesada Pernatch, apuntó y disparó dos veces.
Otra de las criaturas se alejó cojeando hacia los edificios en ruinas.
—¡Venga, hermano, no se lo pongamos fácil! —Martillo estaba al otro lado de la palanca de acción.
La dresina cobró velocidad. Los hombres-perro se quedaron atrás, excepto uno de ellos, desacostumbradamente grande, que los perseguía tenazmente. De repente, tomó impulso y saltó sobre el techo de la jaula. Gleb se llevó tal sorpresa que se quedó tendido de espaldas.
A través de los barrotes lo miraban dos ojos ardientes.
—Pero ¿tú a qué esperas, maldita sea? ¡Cárgatelo!
El muchacho necesitó unos instantes para salir de su aturdimiento. Pero entonces le quitó el seguro a la pistola, apuntó y disparó una enérgica descarga contra el cuerpo peludo. Algunas de las balas se estrellaron contra los barrotes y les arrancaron chispas. El mutante se estremeció una vez, y otra. Trató de agarrar al muchacho con su zarpa de cuatro dedos, pero la siguiente bala le dio en la cabeza. Una sangre espesa y oscura se derramó por toda la dresina. El hombre-perro no se volvió a mover. Caronte estalló en carcajadas y se enjugó la sangre de su rostro deforme. Martillo maldijo entre dientes. Gleb estaba tendido de espaldas, sostenía con el brazo extendido la pistola, ya descargada, y temblaba desde la cabeza a los pies. No tenía fuerzas para apartar la mirada del cadáver descabezado que seguía en lo alto.
La pistola que empuñaba con manos insensibles había dejado de ser un juguete vistoso. El muchacho contempló las gotas de sangre espesas como brea que caían desde los barrotes y se dio cuenta, por fin, de que lo que tenía en sus manos era un arma. Un arma de verdad, y la había empleado para quitarle la vida a otra criatura. Gleb sintió náuseas.
—Conduces un expreso muy divertido, Caronte. —El Stalker sacó un puñado de cartuchos—. ¿Aún no te has cansado de estos viajes? —Tú tienes tu oficio, Martillo, y yo tengo el mío —respondió Caronte. De repente, su estúpida sonrisa había desaparecido—. Ya hemos llegado. Bajad.
Habían llegado al Prospekt Statchek.
Los viajeros pagaron y salieron de las vías. Avanzaron por la calle en breves etapas. Gleb descubrió unas letras muy grandes en la pared de un edificio gigantesco en cuyas ventanas ya no había cristales: fbrakro.
—¿Es la fábrica Kirov?
—En efecto. Sólo nos queda cruzar otra calle y llegaremos al metro.
Gleb había visto a menudo el plano de la red de metro.
—¿Por qué no hemos ido por la Technoloshka? —preguntó—. Abajo está mucho más tranquilo.
—Digamos que hemos tomado un atajo. Por otra parte, no nos habrían dejado pasar con las armas. Y tanto tú como yo vamos cargados como un árbol de Navidad. —El Stalker se echó de nuevo a andar a su ritmo normal y dio un rodeo en torno a un cráter. El contado Géiger empezó a crepitar—. Aquí hay mucha radiación… Camina detrás de mí. Y no se te ocurra decir ni una palabra sobre ese trecho de vía de ferrocarril. Es una conexión secreta. No hay otra manera de llegar hasta el centro desde la fábrica Kirov. Los gasóleos no quieren hampones. Pero no se espera que lleguen desde la Frunzenskaya. Se cuelan por allí.
Gleb se dio cuenta de que, mientras charlaban, habían llegado a la entrada del metro. Varias columnas del edificio se habían venido abajo y cegado en parte la entrada. Los viajeros se abrieron paso entre los escombros y accedieron al vestíbulo. A su alrededor tan sólo había devastación. Como si una horda de mutantes hubiese dado rienda suelta a su ira. Un cadáver con la cabellera arrancada colgaba de medio cuerpo de una de las ventanas de la garita de vigilancia.
—¿Quién ha hecho esto? —preguntó Gleb en voz baja.
—Sólo existe un animal que mate por placer.
—¿El ser humano?
—Al menos los bastardos que forman parte de esa especie. Vete acostumbrando. Vamos a llegar a una estación poblada por gente de ese calibre.
Martillo dejó atrás los cascotes de hormigón y bajó por la insegura escalera mecánica. Toda la estructura se puso a temblar de manera inquietante, pero el Stalker descendió sin vacilar, si bien con la prudencia de evitar las grietas. Gleb lo siguió pegado a sus talones. Cuando estuvieron un poco más abajo, encendieron las linternas. Los viajeros se adentraron nuevamente en la penumbra del subsuelo, pero Gleb, por el motivo que fuera, no se alegró. Durante el breve espacio de tiempo que había pasado fuera, la luz natural y el cielo en lo alto habían cobrado una importancia vital para él.
Al llegar a la puerta hermética, Martillo llamó con el puño. Los golpes resonaron en el corredor. Por un momento, Gleb tuvo la impresión de que la luz que les llegaba desde arriba había desaparecido en parte tras una extraña sombra. Llevó la mano a la pistola… Pero no, mejor que no. Entonces se dio cuenta de que había adquirido la costumbre de sacar el arma.
Entretanto, la puerta empezó a chirriar. Apareció en el umbral un hombre de aspecto desastrado, alto, con barba, vestido con una chaqueta acolchada. Llevaba una escopeta de cañones recortados en las manos.
—¿Qué queréis?
—Pasar la noche aquí. Y hablar con el jefe.
El hombre de aspecto desastrado lanzó a los huéspedes una mirada penetrante, les cobró el peaje, se apartó a un lado y los dejó pasar. Al instante, los pulmones de los viajeros se llenaron de un aire muy cargado, de una absurda mezcla de punzante humo de tabaco, olor a orina y a gases de escape de un motor diésel. Gleb no pudo evitar la tos. En la columnata se alternaban linternas de escasa potencia y antorchas humeantes. En el andén reinaba el caos. El suelo había desaparecido bajo una gruesa capa de basura, cristales rotos y porquería. Los que allí vivían se habían echado entre las montañas de basura y bebían cerveza turbia sin alcohol, jugaban a las cartas y hacían sus necesidades allí en medio.
Gleb miró a su alrededor con agobio. En cambio, era evidente que Martillo no se metía por primera vez en aquel «reino de los cielos». Agarró al muchacho por la manga y lo llevó hasta la mitad del andén. Un puente de madera tendido sobre las vías llevaba hasta la pared opuesta y terminaba en una amplia abertura de contorno rectangular. El revestimiento decorativo de madera que en otro tiempo había ocultado aquella entrada había caído sobre las vías. Los viajeros entraron en una sala espaciosa, a lo largo de cuyas paredes había estantes a diferentes niveles.
—En otro tiempo tenían aquí su despensa —le aclaró Martillo.
Pero, en aquel momento, los poco sociables habitantes de aquella estación de forajidos dormían en los estantes como si hubieran estado en un vagón de literas de tercera clase. El Stalker guió al muchacho por senderos estrechos, entre cuerpos ebrios y montones de excrementos, hasta llegar a una puerta con revestimiento de hierro sobre la que un desconocido gracioso había garabateado las pretenciosas palabras:
HOTEL PLAZA KIROV
.
Un rostro apergaminado se dejó ver por la mirilla. El viejo reconoció a Martillo, pero miró con recelo a Gleb.
—¿Ese de ahí es tuyo?
—Sí.
El viejo sonrió con astucia.
—Entonces te va a costar el doble.
—¡Abre de una vez, viejo usurero!
El cerrojo herrumbroso se abrió con un desagradable chirrido y los viajeros entraron. Detrás de la puerta había una mesa que había conocido tiempos mejores. Obstruía en parte el acceso a un pasillo oscuro con varias puertas. Sobre la mesa había un hornillo de petróleo y una caja de madera contrachapada repleta de hojas de papel.
El viejo se apresuró a ponerse las gafas —uno de cuyos cristales estaba agrietado—, se sentó a la mesa y tomó un lápiz ya muy usado.
—Nombres, apellidos, año de nacimiento —dijo, listo para escribir en una hoja de papel amarillenta.
—Oye, viejo, ¡¿es que te has vuelto loco?! —gritó el Stalker, enfurecido.
El viejo carraspeó, sin inmutarse, y miró a los visitantes por encima de las gafas.
—¿Objeto de vuestra estancia? ¿Para cuántas noches vais a necesitar la habitación?
Martillo arrojó un paquetito de aspirinas sobre la mesa.
—Una suite de lujo hasta mañana a primera hora. Y deja ya esta mascarada.
El viejo, molesto, arrugó la frente, arrancó un trozo de papel, escribió algo, y se lo entregó a Martillo.
—Esto es el cupón para el desayuno. El comedor se encuentra al final de…
—Métete los cupones donde te quepan. —El Stalker recogió la mochila que había dejado en el suelo—. Llévanos hasta la habitación, capullo burócrata.
La habitación resultó ser un frío cuarto entre paredes de hormigón, de tres metros por cinco, con dos camastros hundidos, una mesa que no se aguantaba de puro vieja y un par de taburetes. En un rincón encontraron un lavamanos de esmalte muy deteriorado y un recipiente de arcilla repleto de agua turbia. Alguien había tenido la precaución de apoyar la mesa contra la pared, porque, por el motivo que fuese, le faltaba una pata. La pálida lamparilla titilaba sin ton ni son… consecuencia, sin duda alguna, de un generador que no daba para más, pero era suficiente para no estar a oscuras.
—Ponte cómodo. —Martillo dejó la mochila en el rincón y el Kalashnikov y el rifle apoyados contra la pared—. Y no hagas ruido. Aquí estarás a salvo. Por seguridad, voy a cerrar la puerta cuando salga. Yo soy el único que tiene llave.
Martillo salió por la puerta. Se oyó cómo echaba el cerrojo. Gleb se despojó del traje aislante y se quitó los zapatos húmedos. Sintió una fatiga insoportable, sus propios pensamientos se desdibujaban. Se dejó caer sobre el camastro y se envolvió con la vieja frazada. En el agradable silencio se oía tan sólo el tenue rumor de la lámpara. El muchacho contempló la temblorosa luz y gozó de una cierta sensación de seguridad. Por fin había terminado el día. Se durmió con el mechero en la mano.