Authors: Andrej Djakow
Era la hora de la lección de caza.
El aterrorizado Gleb se arrastró hacia el Stalker, pero éste lo detuvo con un grito brusco:
—¡O te mata él, o te mato yo! Tú eliges.
El muchacho, desesperado, se volvió hacia el depredador, desenfundó la pistola y disparó. No había esperado que el retroceso fuera tan fuerte: el cañón se volvió hacia un lado. De pronto el lobo saltó y cayó sobre su víctima.
El violento choque con el pesado animal expulsó todo el aire de los pulmones de Gleb. El muchacho rodó sobre los adoquines. La pistola quedó a un lado. Aparecieron sobre él unas fauces babeantes con largos colmillos. Pero el casco impidió que el depredador le mordiese la garganta. Gleb se echó boca abajo, lanzó un grito incomprensible y tendió el brazo hacia el Stalker. Éste, impasible, contemplaba el enfrentamiento sin intervenir. Los dientes del depredador se cerraron sobre la pierna del muchacho. Las láminas de kevlar le protegieron los músculos, pero el robusto animal, al retroceder, sacudió su cuerpo de un lado para otro.
El cielo y la tierra daban vueltas ante sus ojos, el lobo sacudía a Gleb como a un muñeco. En algún momento, el dolor de la pierna se le hizo insoportable y el muchacho gritó. El animal se detuvo un instante y Gleb lo golpeó en los ojos con el talón. Sus mandíbulas se abrieron y Gleb sintió que el dolor se calmaba en cuestión de segundos. El lobo retrocedió y se agachó, a punto para iniciar un nuevo ataque.
—¡Mátalo! —rugió de pronto Martillo.
En ese momento Gleb no estaba seguro de que el grito del Stalker se hubiese dirigido a él. Y ésa fue la gota que colmó el vaso. La rabia hervía en su interior. Rabia contra el Stalker que lo había arrojado como un hueso a los mutantes para que lo devoraran.
Gleb sacó el machete que llevaba en la cintura. Se puso en pie a tiempo para frenar el ataque de la bestia enloquecida. Los dientes le crujieron por la violencia del golpe y su brazo izquierdo se retorció dolorosamente, pero Gleb logró mantenerse en pie y, con un grito salvaje, hundió la ancha hoja en el vientre del animal. El mutante se estremeció, sus mandíbulas parecieron aflojarse. Gleb lo apuñaló otra vez, y otra. Poco a poco, la bestia resbaló hasta el suelo: una masa de carne convulsa. El muchacho se arrojó encima del animal y lo acribilló a puñaladas al azar. El lobo se revolvía en espasmos agónicos. Gleb se levantó tambaleante del viscoso charco de sangre humeante y avanzó con mirada de loco hacia el Stalker. De la punta del machete caían gotas púrpura que dejaban un rastro sinuoso sobre el asfalto. Cuando estuvo cerca de Martillo, quiso arrojarse sobre él, pero el Stalker le agarró el brazo con un movimiento apenas perceptible y se lo retorció. El machete cayó al suelo. Martillo sujetó al muchacho con mano férrea y recogió el machete, limpió la hoja en la manga y volvió a meterlo en la funda incorporada al traje de Gleb.
La loba olisqueó el cadáver, se dio la vuelta y se marchó, seguida por el resto de su camada. Al cabo de un minuto los viajeros volvían a estar solos. Martillo se puso en marcha en dirección a la entrada del metro. El muchacho aún jadeaba con fuerza y miraba al Stalker con furia. Pero, poco a poco, la rabia cedió su lugar a una apática serenidad y a un infinito cansancio.
—Puede que éste no muera —oyó Gleb que decía Martillo en voz baja. Como si lo hubiera devuelto a la realidad, se apresuró a recoger la pistola, que había quedado cerca de allí, y corrió en pos de su maestro.
Había conocido el mundo exterior.
La estación Park Pobedy recibió a los viajeros en tenso silencio. Pasaron por la puerta hermética y vieron la austera decoración del andén. Había quedado sumido en la oscuridad. En un extremo de la estación había chozas apiñadas, montadas con lo que habían podido encontrar por allí. Sus escasos habitantes estaban apretujados en torno a un par de débiles fogatas. Era una de las estaciones con separación entre el andén y las vías, pero prácticamente ninguna de las puertas seguía en su lugar. A la entrada de los pasillos se amontonaban mercancías sencillas, como en la tienda de un trapero: carne seca de rata, vestidos mal cosidos, rollos de cable, cuchillos…
Se oyeron unas pisadas lentas procedentes del túnel que llevaba a la Elektrossila.
[5]
Gente que entraba en la estación. Sus habitantes lo dejaron todo, corrieron hacia los puestos de venta y se pusieron a llamar a los viajeros.
Martillo llevó a Gleb hasta el centro de la estación, donde había una escalera que bajaba hacia las instalaciones de mantenimiento. Al lado de la escalera había un centinela de mirada siniestra, con un fusil de cañón liso. Cuando vio al Stalker, se asomó por la baranda y silbó con fuerza. Un muchacho no mucho mayor que Gleb salió del interior del andén.
—Llévalo donde Batya —le susurró, y miró de reojo a Martillo. Gleb habría querido seguir al Stalker, pero el centinela lo detuvo con la mano—. Éste se queda aquí.
Martillo le hizo un gesto con la cabeza a su pupilo para que obedeciera y desapareció escalera abajo. Gleb se quedó esperando.
Miró a su alrededor y comparó inconscientemente aquel lugar con la Moskovskaya. Cuanto más tiempo empleaba en ello, más evidente se le hacía la diferencia entre ambas estaciones. En el lugar donde se encontraba, la vida transcurría en su nivel más primitivo.
Ni siquiera tenían luz eléctrica. Desde abajo le llegaba la algarabía de niños peleando y mujeres insultándose. Olía a carne quemada.
—¿Y de dónde vienes tú?
El hombre de poca estatura que empuñaba el fusil estaba visiblemente aburrido y le apetecía charlar.
—De la Moskovskaya.
—Vosotros sí que tenéis una estación bonita. —El centinela suspiró hasta lo más hondo—. Cuentan que allí las mujeres también están muy bien. He pensado en irme a vivir allí. Batya nos ha reducido una vez más las raciones. Ha perdido totalmente los papeles…
—¿Y dónde vivís vosotros? ¿Abajo?
—¡Sí, por supuesto, abajo! En esta estación entra quien quiere. Las puertas quedaron todas abiertas y no hay servicio de guardia que pueda con eso. ¿Qué otra alternativa nos queda? Arriba hay un parque. Por allí merodean todos los animales imaginables. Tampoco podemos emprender expediciones por la superficie. A duras penas vivimos de lo que comerciamos.
Un chiquillo de unos cinco años se acercó a Gleb y contempló con temor las armas que llevaba. Se quedó mirando la culata del revólver que sobresalía de la funda.
—¡Oye, Stalker, dame un cartucho!
En un primer momento, Gleb no se dio cuenta de que el crío le hablaba a él. Pocos días antes, el propio Gleb había mirado a Martillo con los mismos ojos desorbitados que el mocoso. Era un recuerdo ya lejano. Como si proviniera de otra vida. Gleb abrió el bolsillo donde llevaba los cartuchos, sacó uno y se lo dio al niño. Reflexionó durante unos instantes, agarró la mochila y buscó un terrón de azúcar. Los ojos del chiquillo se iluminaron de alegría. En cuanto tuvo el regalo en sus menudos puños, se marchó brincando hacia los puestos de venta.
—¡Mamá, mamá, mira lo que tengo!
El centinela lo siguió con los ojos y dijo en voz baja:
—No eres como Martillo. Te voy a dar un consejo, muchacho: apártate de él. Márchate corriendo tan rápido como puedas. Ese monstruo camina sobre cadáveres sin que se le mueva una pestaña. Todo lo que tenía de humano ha desaparecido.
Un violento golpe en la espalda detuvo el torrente de revelaciones. El centinela se estremeció.
—Habla por ti, perro. —El Stalker le echó una mirada lúgubre al centinela—. A vuestros niños se les hincha el vientre de hambre y tú estás aquí con el culo bien asentado. Te lo has montado muy bien, rata.
Gleb corrió en pos de Martillo. Bajaron a las vías, pasaron una vez más entre los puestos de venta y desaparecieron en el túnel. Gleb aún tenía en los ojos la mirada de gratitud de la madre del chiquillo. Salieron de la estación.
Llegaron a la Elektrossila sin incidente alguno. Tan sólo en una ocasión tropezaron con un extraño desfile: gentes tristes cargadas con palas. Tan pronto como vieron llegar a Martillo y a Gleb, se apartaron a un lado y les dejaron el camino libre.
—¿Adónde van ésos?
—A la estación Kaputchino. Allí se está cavando un túnel que tendría que llegar hasta Moscú.
—Pero si Moscú está muy lejos…
—Sí. Pero a esos zumbados les da igual. Quieren alcanzar la redención. La esperanza es peligrosa, muchacho. Aún más terrible que la estupidez humana.
Más adelante vislumbraron el fulgor de una hoguera. Alguien dio el alto a los viajeros. Al reconocer a Martillo, el centinela los dejó entrar en la estación. Estaba mucho mejor iluminada. Las lámparas alumbraban las tiendas dispuestas en hilera. A un lado del andén había un convoy de metro. Las ventanas conservaban las cortinas y reflejaban la agradable luz. Los habitantes de los vagones, gentes que habían alcanzado un cierto bienestar, habían instalado allí su pequeño mundo. En el andén reinaba un ajetreo como el de un hormiguero que ha sufrido alguna agitación. Comerciantes de toda suerte iban arriba y abajo por la estación y por todas partes se negociaba animadamente. En un rincón alejado, aislado con chapas de hojalata, se oían gritos de borrachos y estentóreas risas.
—Pentágono —Gleb había leído el cartel de la entrada y, a modo de pregunta, miró al Stalker sin decir nada.
—Aquí, en la superficie, hubo en otro tiempo una fábrica —le explicó Martillo—. Se llamaba Elektrossila. Al sonar la sirena de alarma, todos los que estaban allí se refugiaron en el metro. Y en el búnker de la fábrica. No está lejos de aquí. En aquella época, los trabajadores llamaban Pentágono al edificio de administración, porque era el centro de mando, como en Estados Unidos. El nombre se mantuvo. La vida entera se organiza en torno a ese bar. Y aquí es donde podremos calibrar nuestras posibilidades.
Dejó la mochila en el suelo y se dirigió al bar.
—Espérame aquí. Y vigila las cosas.
Gleb miró alrededor y descubrió a un sujeto curioso, ataviado con una túnica larga de color claro. El desconocido agitaba un libro delgado frente a la muchedumbre y clamaba con voz cantarina: —¡Ese día está a punto de llegar y las puertas del paraíso se abrirán! ¡Llega el día en el que aparecerán los mensajeros del mundo nuevo! ¡Un Arca divina llegará a la orilla y conducirá a los mártires hasta la Tierra Prometida! ¡Podéis estar seguros, hijos de Dios! ¡Se acerca el día del gran éxodo! ¡Falta poco para la Redención! ¡Uníos a Éxodo, hermanos, y se os revelará la verdad! ¡Éxodo está aquí! ¡Éxodo está con todos vosotros!
Gleb no pudo oír más. El desconocido de ojos febriles desapareció entre la multitud.
Aunque el muchacho se esforzara por no llamar la atención, su extraño uniforme atraía las miradas de los transeúntes. Poco a poco se formó a su alrededor un corro de curiosos. Dos tipos musculosos en uniforme de camuflaje, atraídos por el alboroto, se abrieron paso entre el gentío.
—¡Eh, chico, saca de en medio tus cosas! —le gritó uno.
El muchacho bajó la cabeza, pero no se movió de donde estaba.
Le habría dado mucho más miedo desobedecer la orden de Martillo. Los desconocidos miraban su armamento de reojo, con codicia.
—¿Es que estás sordo o qué? —El hombre pisó la mochila con una bota de caza raída—. Aquí no damos limosna. ¡Lárgate!
El tipo se inclinó sobre el estuche del que sobresalía el fusil de fuego rápido de Martillo y, de repente, se quedó paralizado. La fría boca de una pistola se había apoyado en su sien.
—Lárgate tú —respondió Gleb en voz baja, y le quitó el seguro a la Pernatch.
—Te has pasado de rosca, muchacho. —El hombre se levantó poco a poco y le lanzó una mirada hostil—. ¡Cómo puedes ir con el arma en la mano por la estación!
Le dio un fuerte golpe en la mano a Gleb y el arma cayó al suelo. Siguió otro golpe, esta vez en la barriga. Gleb cayó al suelo y tuvo que esforzarse por respirar. Una bota se acercaba a toda velocidad. El muchacho la esquivó. La mitad derecha de la cara le ardía de puro dolor. Gleb hubiera querido agarrar la pistola, pero la bota de cazador le aplastó la mano contra el suelo. El muchacho chilló y apretó los dientes.
De pronto, el tipo cayó al suelo; su compañero aún tuvo tiempo de mirar al Stalker con ojos desorbitados, y luego éste le propinó una patada tan fuerte que perdió el conocimiento.
—¿Cómo es que quieres llevarte una propiedad ajena, cabrón? —Martillo aplastó al primero de los atacantes contra una columna rota. Luego le asestó un golpe que lo dejó con la cabeza bamboleándose sin fuerzas a un lado—. ¿No has sabido ganarte nada por ti mismo?
Después de unos cuantos puñetazos, el desgraciado se marchó cojeante entre la multitud mientras se secaba la sangre del rostro retorcido por el dolor.
—¡Ponte en pie! —Martillo se quedó mirando mientras Gleb se levantaba poco a poco, y luego le puso el machete en la mano—. Ha tratado de robar, y en el metro no tenemos contemplaciones con los ladrones.
El Stalker se arrojó sobre el otro que aún estaba en el suelo, le retorció el brazo y apretó la mano contra el áspero hormigón.
—¡Córtale los dedos! —El pobre diablo chilló y se dio la vuelta. Pero Martillo lo retuvo con brazos de hierro—. ¡Te he dicho que se los cortes!
Gleb miraba al Stalker con horror. Respiraba pesadamente y le temblaban las manos.
—No…
—¡Hazlo de una vez!
—No, no pienso hacerlo.
—¡Córtaselos, mocoso, si no quieres que haga carne picada con tu cadáver!
Gleb aguantó la severa mirada de su maestro, y luego, lentamente, le acercó el machete.
—Pues hágalo. Seguro que es el mejor en eso. Pero deje marchar a éste.
Se había reunido una turba de curiosos en torno a ellos. En el reducido espacio que ocupaban reinaba un silencio de muerte. Los mirones escuchaban cada palabra que se decía. Martillo se puso en pie y dejó que el ladrón se marchara. Durante un instante, Gleb creyó ver en los ojos de su maestro un destello de satisfacción.
—¡Márchate de aquí, inútil! —El Stalker le dio una patada al sujeto—. Hoy has tenido suerte.
Gleb tomó aliento y sintió que le abandonaban las fuerzas. Volvió el traicionero temblor a sus piernas. Martillo y él cargaron con las mochilas, tomaron en silencio sus armas y se dirigieron a la entrada del área técnica de la estación.
Allí los esperaba un muchacho joven y espabilado, de unos veinte años, cuya inquieta mirada parecía estar dotada de vida propia.