Authors: Andrej Djakow
El hermano Ishkari abandonó una vez más su rincón.
—La violencia es el destino de los débiles. De los débiles de espíritu. ¡Tan sólo la humildad muestra el camino hacia la Redención, hermanos! La humildad y la virtud.
—Cierra el pico. Nos marchamos, Gleb. —Martillo soltó a su adversario y se dirigió hacia la puerta.
—Espera. —La voz que había hablado era la de la joven—.
Cóndor ha tenido una reacción excesiva. ¿Verdad que sí, Cóndor? Cóndor torció la boca y se puso en pie. Escupió sangre y arrojó una mirada lúgubre al Stalker. Asintió con la cabeza.
—Saldremos mañana a primera hora. —Martillo iba a agarrar el pomo de la puerta, pero entonces, como si lo hubiese golpeado un rayo, se desplomó en tierra y todo su cuerpo se puso a temblar. Sus pies se agitaban sobre el hormigón y tenía los ojos en blanco.
—¿Qué le pasa? —Cóndor iba a agacharse frente al Stalker, pero Gleb se había puesto delante de su cuerpo tembloroso para protegerlo. La boca de su pistola apuntaba con firmeza a la frente del luchador.
—¡Atrás! —gritó el muchacho con una voz que no era la suya—. ¡No lo va a tocar nadie!
Los Stalkers se pusieron en pie y echaron mano de sus armas. Sin perderlos de vista, Gleb se agachó al lado de Martillo y sacó una jeringuilla con la mano que tenía libre. La aguja, acompañada por un sordo roce, se clavó en el hombro del Stalker.
—¡No hagas ninguna estupidez, pequeño! —Chamán levantó la mano para tratar de calmarlo.
El muchacho, nervioso, iba apuntando con el arma hacia uno y otro lado.
—Que nadie se mueva. Y tú, palurdo, ya puedes dar dos pasos para atrás. ¡Venga!
—Este pequeño tiene arrestos… —Cóndor retrocedió hacia la pared, como le había ordenado.
Gleb enseñaba los dientes como una rata acorralada en un rincón. La pistola que llevaba en la mano temblaba de manera peligrosa. Entretanto, Martillo tuvo un acceso de tos y gimió.
—Parece que se está recuperando. —Chamán miró con curiosidad a la extraña pareja—. Nuestro guía es un pozo de sorpresas.
Cóndor negó con la cabeza, preocupado.
—Esto pinta cada vez mejor. Procura que el epiléptico de tu compañero pueda volver a ponerse en pie en seguida. Mañana por la mañana nos pondremos en marcha. Con él o sin él. Pero ahora nos vamos todos a dormir.
Gleb ayudó a su maestro a incorporarse y lo llevó tambaleante hasta la «habitación». Ambos se acomodaron en sus camastros sin quitarse la ropa. El muchacho miraba las manchas de humedad de la pared y trataba de acallar sus propios miedos. La lucha enconada. Lo que les habían dicho sobre la expedición. No lograba quitarse de la cabeza las palabras de Ishkari sobre la misteriosa luz. Deseaba con tanto anhelo que fueran ciertas…
Gleb trataba de imaginarse a sí mismo en la cubierta de un potente navío que lo llevaría hasta un país secreto donde las aguas eran limpias y el aire fresco. A lo mejor sería el mismo sitio del que le habían hablado sus padres. El muchacho cerró los ojos y empezó a soñar.
—Gracias… Gleb —oyó entonces.
Las palabras le parecieron casi irreales, a duras penas lograron abrirse camino en el silencio. El cronómetro de Martillo hacía tictac sobre la mesa. El agua que se había condensado en el techo irregular goteaba sobre el suelo ya húmedo. En la cabeza del muchacho rugía una tormenta.
—Martillo… ¿cuál es su verdadero nombre?
El muchacho aguardó sin moverse. De pronto sintió un gran deseo por conocer la respuesta. Si hubiera sabido el nombre del Stalker, tal vez no habría sentido la inexplicable angustia que éste le inspiraba y habría dejado de odiarlo.
—¿Y qué importa eso? Mi nombre pertenece a mi antigua vida. Me llamo Martillo. Duerme.
Se oía un tremendo estrépito en un conducto de ventilación cubierto por una gruesa capa de polvo. Un gigantesco ventilador crujía aparatosamente y empleaba sus últimas fuerzas en insuflar aire en el interior de la estación. Un técnico manchado de aceite industrial cuidaba del eje que daba vida a la antiquísima máquina. Era el último sistema de ventilación que aún funcionaba y lo cuidaban como a la niña de sus ojos. El aire de la estación Kirovski Savod apestaba cada día más a los gases de los generadores diésel que habían metido allí. Sin el ventilador, aquel sitio habría sido inhabitable.
Al terminar la inspección de rutina, el hombre se limpió las manos sucias con un trapo. De repente se fijó en una luz de un color rojo incandescente. Se inclinó sobre el aparato, miró al interior del pozo y se quedó petrificado. En la pared interior parpadeaba la minúscula luz roja de un explosivo. El pobre diablo apenas tuvo tiempo de tragar saliva cuando el diodo dejó de centellear y el color rojo permaneció fijo. Entonces, un estridente estallido se lo llevó por delante. La detonación se prolongó cual oleada de fuego por el pozo de ventilación, se precipitó por el túnel y lamió como una lengua abrasadora a un grupo de personas que vivían allí y se dirigían a la estación.
El estruendo de la explosión y los hombres envueltos en llamas que entraron gritando en la estación arrastraron a todos los demás al pánico. La Kirovsky Savod bullía como un hormiguero agitado.
Nuevamente, unos golpes violentos en la puerta arrancaron a Gleb del reino de los sueños. Se oían en el pasillo las voces del «administrador». El viejo irrumpió en el cuarto pegando gritos y lanzando miradas de desesperación.
—¡Esto se ha acabado, muchachos! ¡Tenéis que marcharos! Algún canalla ha hecho saltar por los aires el ventilador. El jefe está que trina. ¡Piensa que lo han hecho Martillo y sus secuaces! ¡No tiene ninguna duda de ello!
Martillo le arrojó la mochila al muchacho.
—¡Mete dentro todas tus cosas! ¡Date prisa!
Recogieron en poco tiempo todo el equipo que llevaban.
—¡Sé muy bien que no serías capaz de hacernos esa cerdada! —siguió diciendo el viejo—. ¡El jefe ha llamado a sus muchachos! Ha dicho que quería tu cuero cabelludo. ¡Al oírlo, he venido de inmediato a avisarte!
Nada más salir al pasillo se encontraron con el grupo de Cóndor.
—Estoy al corriente de lo sucedido —exclamó el luchador mientras corrían—. Me gustaría saber quién es el cerdo que ha tratado de llevarnos al matadero.
Corrieron todos juntos por pasillos y zonas de acampada, entre los habitantes de la estación, que gritaban al verlos, y las montañas de cristal roto. Mientras iban por el andén, Martillo se dio cuenta de que no podrían llegar a las escaleras mecánicas. Un grupo de ruidosos matones bloqueaba la salida con escopetas y fusiles. No parecían guerreros temibles, pero los superaban ampliamente en número. Martillo agarró a Gleb por la manga y saltaron a las vías.
—¡Están allí! ¡Dad su merecido a esos miserables!
Hubo disparos. Los hombres corrían de un lado para otro y gritaban. Los esbirros del jefe de estación disparaban sin cesar contra la cuadrilla. Los luchadores de Cóndor se distribuyeron por el andén, se parapetaron detrás de los montones de basura y respondieron al fuego enemigo con breves ráfagas. Algunos de los bandidos se desplomaron, segados por disparos certeros. Saltaban esquirlas de hormigón peligrosamente cerca de los viajeros. La escaramuza amenazaba con terminar en una catástrofe irreparable.
Martillo se llevó la mano al cinturón y sacó una granada de humo que arrojó sobre el andén. Brotó un humo espeso que separó al Stalker de los bandidos. En respuesta a un gesto de Martillo, Cóndor ordenó la retirada. Cubriéndose los unos a los otros, llegaron por fin a un extremo del andén y escaparon por el túnel.
—¡¿Es que te has vuelto loco, Martillo?! ¡Nos hemos metido en una trampa! ¡Vamos en dirección a la Avtovo!
Gleb se estremeció. Sabía que era una estación abandonada. El abuelo Palych le había contado que se hallaba a tan sólo catorce metros de la superficie. En otro tiempo había llegado a estar habitada. Hasta que la radiación se había infiltrado junto con las aguas subterráneas. En el momento presente tan sólo la habitaban la muerte y la desolación.
—¡¿Pues qué quieres que hagamos, gilipollas?! ¡¿Que volvamos atrás y nos acribillen?! —Pasó silbando una bala que se estrelló contra una de las vigas del túnel. Y luego otra—. ¡Hablando del diablo! ¡Seguimos adelante!
Los Stalkers contuvieron a sus perseguidores con disparos aislados y se adentraron cada vez más en el túnel. Los bandidos les disparaban sin cesar, pero no apuntaban bien. Farid se desplomó sobre las vías. Con el rostro contraído por el dolor, se arrastró hasta la pared, se palpó el traje aislante e indicó con gestos que no le pasaba nada. Humo habría querido empuñar el Utyos de gran calibre que llevaba al hombro, pero Cóndor le ordenó que no lo hiciese.
—¡Deben de ser como mínimo cien! ¡No nos detengamos!
La cuadrilla siguió adelante por el túnel hasta que divisaron a lo lejos la forma rectangular de una puerta hermética cerrada. Delante de ella había un montón de planchas sueltas de metal y otros materiales. También vieron una vagoneta herrumbrosa sobre las vías. Seguramente la habían empleado para llevar todo aquello hasta allí.
—Hemos llegado —comentó Belga, un luchador pequeño con los cabellos negros como la brea.
Martillo inspeccionó la barrera y echó una ojeada a la aguja del contador Géiger.
—Todavía se puede aguantar.
Cóndor arreó una patada a los metales apilados.
—Por eso habrán cerrado la puerta. Para que la radiación no escape de la Avtovo.
—No sólo la han cerrado, sino que han traído hasta aquí plomo de la fábrica. —De pronto, Martillo agarró una de las planchas y la arrojó sobre la vagoneta—. El plomo protege de la radiación. ¡A qué esperáis!
Por unos instantes, Cóndor contempló con mirada confusa al experimentado Stalker, pero entonces él también lo comprendió.
—¡Belga, Farid: vosotros nos vais a cubrir! ¡Chamán, Nata: a la puerta hermética! ¡Debe de tener una palanca de apertura manual! Ksiva, Humo, nosotros vamos a despejar el camino.
Los viajeros se distribuyeron cada uno en su lugar. Cubrieron los lados y el fondo del espacioso vehículo con varias planchas de plomo. También apuntalaron otras planchas en los costados, a modo de improvisada protección. Entretanto, el mutante había logrado despejar el acceso a la puerta hermética. Con sus gigantescas zarpas había apartado a ambos lados todos los objetos que lo bloqueaban. El mecanismo de cierre chirrió. Poco a poco, la puerta hermética empezó a moverse.
—¡Todos a la vagoneta!
El hermano Ishkari miró a su alrededor con cara de espanto y se instaló tras la carrocería. Los luchadores se reunieron detrás de la vagoneta y empezaron a empujar. Las ruedas se movieron, la vagoneta avanzó sobre las vías y tomó velocidad. Martillo agarró a Gleb por el cuello y lo arrojó dentro. Como si se tratase de un trineo, los Stalkers saltaron uno tras otro al interior de su medio de transporte. El vehículo cobró más velocidad.
—Ahora la radiación es más fuerte. ¡Poneos las máscaras! ¡Métete dentro, Humo!
El gigantesco mutante apoyó todo su peso en la trasera del vehículo y lo aceleró. Los músculos de sus robustas piernas se hincharon, su enorme pecho bombeaba aire como el fuelle de un herrero. La vagoneta avanzaba ya con la velocidad deseable.
—¡Estás recibiendo demasiada radiación! ¡Métete dentro de una vez, maldita sea! —bramó Cóndor.
Humo gruñó, siguió corriendo hasta unos metros más allá, y entonces hizo un esfuerzo más tremendo todavía y saltó dentro de la vagoneta. Gleb oyó el crujido de la plancha de plomo que protegía el vehículo. El ataúd metálico circulaba a toda velocidad sobre las vías. El chirrido de las ruedas resonaba en las paredes del túnel hasta volverse ensordecedor. Al cabo de unos segundos pareció que el horroroso estruendo se alejara y se disolviera en un espacio más amplio. Atrapado entre los cuerpos de los Stalkers, Gleb no veía nada. Probablemente era mejor así: con toda seguridad, tan sólo les quedaban unos pocos instantes de vida. El muchacho sentía una angustia inexpresable. Cerró con fuerza los párpados y casi se olvidó de respirar.
El contador Géiger acoplado al traje aislante se puso a crepitar como si se hubiera vuelto loco. Los viajeros habían entrado en la estación Avtovo.
Gleb recordaba tan sólo a duras penas el momento del choque. El crepitar del contador Géiger, las estruendosas sacudidas que padecía la vagoneta al pasar por encima de algún objeto abandonado sobre las vías, las vehementes maldiciones de los Stalkers, que se apelotonaban unos sobre otros como arenques en la lata… toda esta cacofonía se interrumpió de golpe. La vagoneta se estrelló con gran estrépito contra una segunda barrera y descarriló. Los Stalkers rodaron sobre las vías. La cabeza del muchacho rebotó dolorosamente sobre un riel. Todo daba vueltas a su alrededor. El casco se le había salido de su lugar. Puntitos brillantes le retozaban en las pupilas.
La luz de las linternas perforó la oscuridad. Según pudieron ver, la vagoneta había llegado casi hasta el final de la estación y había volcado poco antes de volver a entrar en el túnel. Gleb echó una mirada furtiva a su alrededor, pero no logró distinguir ningún detalle concreto entre las sombras. Se acordó, de pronto, de que Palych le había dicho que era la más hermosa de todas las estaciones.
—¡En pie, blandengues! ¡Venga, venga! ¡A paso ligero… en marcha! —Cóndor se puso a repartir patadas para estimular a sus hombres.
Martillo se puso en cabeza. Sus botas chapoteaban en el agua estancada entre las vías. Se adentraron de nuevo en el túnel y echaron a correr. El sonido de su rítmica respiración traspasaba el filtro de las máscaras. Los segmentos de túnel que tenían más adelante se hacían inacabables. Humo, por el contrario, fumaba un cigarrillo sin inmutarse. Al descubrir la mirada de Gleb, le guiñó alegremente un ojo.
—No se preocupe usted, Gleb, vamos a llegar en seguida al otro lado. Tu compañero es un hombre inteligente. ¡Ha tenido una idea muy buena con lo de la vagoneta!
El muchacho se animó a empezar una conversación y le preguntó:
—Gennadi, ¿por qué no se pone usted la máscara de gas?
El mutante expulsó una nube de humo y sonrió con sorna.
—Tendrías que encontrarle una boquilla que encajase en su cara, pequeño —dijo entonces Ksiva.
Los Stalkers echaron a reir estentóreamente.
—Él ya no tiene ninguna necesidad de protegerse —añadió Belga, riéndose por lo bajo—. La dosis que se tomó nuestro cocodrilo Gena
[6]
ya le basta para toda la vida. No te creas que está tan verde porque sí.