Read Harry Potter. La colección completa Online
Authors: J.K. Rowling
Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga
Bellatrix lo miró con los labios entreabiertos y evidente desconcierto.
—No sé a qué os referís, mi señor.
—Me refiero a tu sobrina, Bellatrix. Y también vuestra, Lucius y Narcisa. Acaba de casarse con Remus Lupin, el hombre lobo. Debéis de estar muy orgullosos.
Hubo un estallido de risas burlonas. Los seguidores de Voldemort intercambiaron miradas de júbilo y algunos incluso golpearon la mesa con el puño. La enorme serpiente, molesta por tanto alboroto, abrió las fauces y silbó, furiosa; pero los
mortífagos
no la oyeron, porque se regocijaban con la humillación de Bellatrix y los Malfoy. El rostro de Bellatrix, que hasta ese momento había mostrado un leve rubor de felicidad, se cubrió de feas manchas rojas.
—¡No es nuestra sobrina, mi señor! —gritó para hacerse oír por encima de las risas—. Nosotras, Narcisa y yo, no hemos vuelto a mirar a nuestra hermana desde que se casó con el sangre sucia. Esa mocosa no tiene nada que ver con nosotras, ni tampoco la bestia con que se ha casado.
—¿Qué dices tú, Draco? —preguntó Voldemort, y aunque no subió la voz, se le oyó con claridad a pesar de las burlas y los abucheos—. ¿Te ocuparás de los cachorritos?
La hilaridad iba en aumento. Aterrado, Draco Malfoy miró a su padre, que tenía la mirada clavada en el regazo, y luego buscó la de su madre. Ella negó con la cabeza de manera casi imperceptible y siguió contemplando de forma inexpresiva la pared que tenía enfrente.
—¡Basta! —exclamó Voldemort acariciando a la enojada serpiente—. ¡Basta, he dicho! —Las risas se apagaron al instante—. Muchos de los más antiguos árboles genealógicos enferman un poco con el tiempo —añadió mientras Bellatrix lo miraba implorante y ansiosa—. Vosotros tenéis que podar el vuestro para que siga sano, cortar esas partes que amenazan la salud de las demás, ¿entendido?
—Sí, mi señor —susurró Bellatrix, y los ojos volvieron a anegársele en lágrimas de gratitud—. ¡En la primera ocasión!
—La tendrás —aseguró el Señor Tenebroso—. Y lo mismo haremos con las restantes familias: cortaremos el cáncer que nos infecta hasta que sólo quedemos los de sangre verdadera…
Acto seguido, levantó la varita mágica de Lucius Malfoy y, apuntando a la figura que giraba lentamente sobre la mesa, le dio una leve sacudida. Entonces la figura cobró vida, emitió un quejido y forcejeó como si intentara librarse de unas invisibles ataduras.
—¿Reconoces a nuestra invitada, Severus? —preguntó Voldemort.
Snape dirigió la vista hacia la cautiva colgada cabeza abajo. Los demás
mortífagos
lo imitaron, como si les hubieran dado permiso para expresar curiosidad. Cuando la mujer quedó de cara a la chimenea, gritó con una voz cascada por el terror:
—¡Severus! ¡Ayúdame!
—¡Ah, sí! —replicó Snape mientras la prisionera seguía girando despacio.
—¿Y tú, Draco, sabes quién es? —inquirió Voldemort, acariciándole el morro a la serpiente con la mano libre. Draco negó enérgicamente con la cabeza. Ahora que la mujer había despertado, el joven se sentía incapaz de seguir mirándola—. Claro, tú no asistías a sus clases. Para los que no lo sepáis, os comunico que esta noche nos acompaña Charity Burbage, quien hasta hace poco enseñaba en el Colegio Hogwarts de Magia y Hechicería.
Se oyeron murmullos de comprensión. Una mujer encorvada y corpulenta, de dientes puntiagudos, soltó una risa socarrona y comentó:
—Sí, la profesora Burbage enseñaba a los hijos de los magos y las brujas todo sobre los
muggles
, y les explicaba que éstos no son tan diferentes de nosotros…
Un
mortífago
escupió en el suelo. Charity Burbage volvió a quedar de cara a Snape.
—Severus, por favor… por favor…
—Silencio —ordenó Voldemort, y volvió a agitar la varita de Malfoy. Charity calló de golpe, como si la hubieran amordazado—. No satisfecha con corromper y contaminar las mentes de los hijos de los magos, la semana pasada la profesora Burbage escribió una apasionada defensa de los sangre sucia en
El Profeta
. Según ella, los magos debemos aceptar a esos ladrones de nuestro conocimiento y nuestra magia, y sostiene que la progresiva desaparición de los sangre limpia es una circunstancia deseable. Si por ella fuera, nos emparejaríamos todos con
muggles
o, ¿por qué no?, con hombres lobo.
Esa vez nadie rió: la rabia y el desprecio de la voz de Voldemort imponían silencio. Por tercera vez, Charity Burbage volvió a quedar de cara a Snape, mientras las lágrimas se le escurrían entre los cabellos. Snape la miró de nuevo, impertérrito, mientras ella giraba.
—
¡Avada Kedavra!
Un destello de luz verde iluminó hasta el último rincón de la sala y Charity se derrumbó con resonante estrépito sobre la mesa, que tembló y crujió. Algunos
mortífagos
se echaron hacia atrás en los asientos y Draco se cayó de la silla.
—A cenar,
Nagini
—dijo Voldemort en voz baja.
La gran serpiente se meció un poco y, abandonando su posición sobre los hombros del Señor Tenebroso, se deslizó hasta la pulida superficie de madera.
Harry sangraba. Mientras se apretaba la mano derecha con la izquierda y maldecía por lo bajo, abrió la puerta de su dormitorio empujándola con el hombro. De inmediato se oyó un crujido de porcelana al romperse, pues le había dado un puntapié a una taza de té que había en el suelo, delante mismo de la puerta.
—Pero ¿qué…?
Echó un vistazo alrededor: el rellano del número 4 de Privet Drive se hallaba desierto. Seguramente, Dudley había dejado allí la taza, convencido de que estaba haciendo una broma ingeniosa. Manteniendo la mano que le sangraba en alto, Harry recogió los fragmentos de porcelana con la otra y los arrojó a la papelera, ya rebosante, que había justo al lado de su dormitorio. Luego fue al cuarto de baño a poner el dedo bajo el grifo.
Era estúpido, absurdo y sumamente irritante que todavía faltaran cuatro días para que se le permitiera practicar magia. Pero tenía que admitir que no habría sabido qué hacer con aquel corte irregular en el dedo. Todavía no había aprendido a curar heridas y, pensándolo bien —sobre todo a la luz de sus planes inmediatos—, eso era un grave fallo de su educación mágica. Se dijo que debía pedirle a Hermione que le enseñara y a continuación, con un gran puñado de papel higiénico, limpió el té derramado antes de volver a su dormitorio y cerrar de un portazo.
Había pasado la mañana vaciando por completo su baúl del colegio por primera vez desde que lo llenara seis años atrás. Al principio de cada curso escolar se limitaba a sacar de él las tres cuartas partes de su contenido y sustituirlas o ponerlas al día, pero dejaba una capa de residuos en el fondo: plumas viejas, ojos de escarabajo disecados, calcetines desparejados… Unos minutos antes, al meter la mano en ese mantillo, había experimentado un agudo dolor en el dedo anular de la mano derecha y, al retirarla, vio la sangre.
Esta vez tuvo más cuidado. Volvió a arrodillarse junto al baúl, buscó a tientas en el fondo y, tras sacar una vieja insignia donde se leía alternativamente «Apoya a
CEDRIC DIGGORY
» y «
POTTER APESTA
», un chivatoscopio rajado y gastado y un guardapelo de oro que contenía una nota firmada «R.A.B.», encontró por fin el borde afilado que le había producido la herida. Lo reconoció de inmediato: era un trozo de unos cinco centímetros del espejo encantado que le había regalado Sirius, su difunto padrino. Lo puso aparte y siguió tanteando con precaución en el baúl en busca de la parte restante, pero del último regalo de su padrino no quedaba más que un poco de vidrio pulverizado que, como brillante arenilla, se había adherido a la capa más profunda de residuos.
Se incorporó y examinó el trozo de bordes irregulares con que se había cortado, pero lo único que vio reflejado fue su propio ojo, de un verde vivo. Dejó el fragmento encima de
El Profeta
de esa mañana (todavía por leer), que estaba sobre la cama, y, para detener el repentino torrente de amargos recuerdos y punzadas de remordimiento y nostalgia originados por el hallazgo del espejo roto, arremetió contra el resto de los cachivaches que quedaban en el baúl.
Tardó otra hora en vaciarlo por completo, tirar los bártulos inservibles y separar los demás en dos montones, según fuera a necesitarlos o no. Acumuló en un rincón la túnica del colegio y la de
quidditch
, el caldero, las hojas de pergamino, las plumas y la mayoría de los libros de texto, porque no tenía intención de llevárselos. Entonces se preguntó qué harían sus tíos con ellos; seguramente quemarlos a altas horas de la noche, como si fueran la prueba de algún espantoso crimen. En cambio, metió en una mochila vieja la ropa de
muggle
, la capa invisible, el equipo de preparar pociones, algunos libros, el álbum de fotografías que le había regalado Hagrid, un atado de cartas y su varita mágica. En un bolsillo delantero de la mochila guardó el mapa del merodeador y el guardapelo con la nota firmada «R.A.B.». Al guardapelo le había concedido ese lugar de honor no porque fuera valioso —no valía nada, al menos a efectos prácticos—, sino por lo que le había costado obtenerlo.
Encima del escritorio, junto a
Hedwig
—su lechuza blanca como la nieve—, aún quedaba un buen montón de periódicos: uno por cada día pasado en Privet Drive ese verano.
Al cabo de un rato se puso en pie, se estiró y se acercó al escritorio.
Hedwig
no se movió mientras él se ocupaba de hojear los periódicos antes de tirarlos al montón de basura uno tras otro; la lechuza dormía o fingía hacerlo, ya que estaba enfadada con Harry por el poco tiempo que le permitía salir de la jaula.
A medida que llegaba al final de los periódicos, fue pasándolos más despacio, intentando recuperar uno que había llegado poco después de que él regresara a Privet Drive a principios del verano; recordaba que la primera plana de ese ejemplar incluía un breve comentario sobre la dimisión de Charity Burbage, la profesora de Estudios
Muggles
de Hogwarts. Por fin lo encontró. Buscó la página 10, se dejó caer en la silla del escritorio y releyó el artículo que buscaba.
REMEMBRANZA DE ALBUS DUMBLEDORE
Elphias Doge
Conocí a Albus Dumbledore cuando tenía once años; era nuestro primer día en Hogwarts. La atracción mutua que experimentamos se debió sin duda al hecho de que ambos nos sentíamos como intrusos allí. Yo había contraído viruela de dragón poco antes de instalarme en el colegio y, aunque ya no contagiaba, mi cara —picada y de un desagradable tono verdoso— no animaba a nadie a acercárseme. Albus, por su parte, había llegado a Hogwarts bajo la carga de una notoriedad en absoluto deseada. Apenas un año atrás, su padre, Percival, había sido condenado por una brutal agresión, muy divulgada, contra tres jóvenes
muggles
.
Él nunca intentó negar que su progenitor (que moriría en Azkaban) hubiera cometido ese crimen; es más, cuando reuní el valor suficiente para preguntárselo, me aseguró que sabía que su padre era culpable. Aparte de eso, se negó a seguir hablando de tan lamentable asunto, aunque muchos intentaron tirarle de la lengua. Algunos incluso elogiaban el acto de Percival y daban por sentado que su hijo también odiaba a los
muggles
. Pero estaban muy equivocados, como podría atestiguar cualquiera que lo conociera; él nunca manifestó ni la más remota tendencia
antimuggle
. De hecho, con su decidido apoyo a los derechos de los no magos, se ganaría muchos enemigos en los años posteriores.
Sin embargo, en cuestión de meses la fama que iba adquiriendo empezó a eclipsar la de su padre. Hacia finales de su primer curso, ya nadie lo conocía como el hijo de un criminal
antimuggles
, sino como —nada más y nada menos— el alumno más brillante que jamás había pasado por el colegio. Quienes tuvimos el privilegio de contarnos entre sus amigos nos beneficiamos de su ejemplo, así como de su ayuda y sus palabras de ánimo, con las que siempre fue generoso. Años después me confió que ya entonces sabía que lo que más le gustaba era enseñar.
No sólo ganó todos los premios importantes del colegio, sino que pronto estableció una correspondencia regular con los personajes del mundo mágico más destacados de la época, entre ellos Nicolás Flamel, el famoso alquimista; Bathilda Bagshot, la renombrada historiadora, y Adalbert Waffling, el teórico de la magia. Asimismo, varios trabajos suyos fueron incluidos en publicaciones especializadas como
La transformación moderna, Desafíos en encantamientos
y
El elaborador de pociones práctico.
La carrera de Dumbledore prometía ser meteórica, y lo único que quedaba por saber era cuándo se convertiría en ministro de Magia. Sin embargo, pese a que en los años siguientes a menudo se predijo que estaba a punto de asumir el cargo, nunca tuvo ambiciones políticas.
Tres años después de nuestro ingreso en Hogwarts llegó al colegio su hermano Aberforth. No se parecían mucho, pues éste nunca fue buen estudiante y, a diferencia de mi amigo, prefería resolver las disputas mediante duelos en lugar de con discusiones razonadas. Con todo, no es correcto insinuar, como han hecho algunos, que ambos hermanos estuvieran enemistados. Se llevaban tan bien como podían llevarse dos chicos tan diferentes. Para ser justos con Aberforth, hay que reconocer que vivir a la sombra de Albus no era una experiencia agradable. Sus amigos teníamos que sobrellevar el hecho de quedar siempre eclipsados por él, y para su hermano debía de resultar aún más difícil.
Cuando Dumbledore y yo terminamos los estudios en Hogwarts, planeamos hacer juntos la entonces tradicional vuelta al mundo, visitando y observando a los magos de otros países, antes de emprender nuestras respectivas carreras. Pero se produjo una tragedia: la víspera del inicio de nuestro viaje murió la madre de mi amigo, Kendra, y él se convirtió en el cabeza de familia y su único sostén. Aplacé mi partida el tiempo suficiente para asistir al funeral y ofrecer mi pésame a la familia, pero luego emprendí el viaje en solitario. Como Albus tenía un hermano y una hermana menores a su cargo y, además, les habían dejado muy poco dinero, no podía plantearse acompañarme.
Ése fue el periodo de nuestras vidas en que tuvimos menos contacto. A pesar de todo, me carteaba con él y le describía, quizá con escaso tacto, las maravillas de mi viaje, desde cómo me salvé por muy poco de las quimeras en Grecia hasta los experimentos de los alquimistas egipcios. En sus cartas, él apenas me hablaba de su vida cotidiana, que a mí se me antojaba frustrante y aburrida para un mago tan brillante. Inmerso en mis propias experiencias, cuando mi año sabático tocaba ya a su fin, me enteré horrorizado de que otra tragedia había golpeado a los Dumbledore: la muerte de su hermana Ariana.
Pese a que ésta tenía problemas de salud desde hacía mucho tiempo, el infortunio, acaecido poco después de la pérdida de la madre, afectó mucho a los dos hermanos. Todos los que teníamos una relación estrecha con Albus (y me cuento entre esos afortunados) coincidimos en que la muerte de Ariana y el sentimiento de culpa que lo embargó (aunque él no tuvo ninguna responsabilidad en lo ocurrido, por supuesto) lo marcaron para siempre.
A mi regreso encontré a un joven que había soportado un sufrimiento desproporcionado para su edad; se mostraba más reservado que antes y mucho menos alegre. Por si fuera poca su desgracia, la muerte de Ariana no propició el acercamiento entre él y Aberforth, sino que acentuó su distanciamiento. (Con el tiempo, esa situación se resolvió, pues ambos hermanos recuperaron, si no una estrecha amistad, al menos una relación cordial.) Sin embargo, a partir de entonces Albus raramente hablaba de sus padres ni de Ariana, y sus amigos aprendimos a no mencionarlos.
Otras plumas se ocuparán de describir los éxitos de los años siguientes. Las innumerables contribuciones de Dumbledore al acervo del conocimiento mágico, entre ellas el descubrimiento de los doce usos de la sangre de dragón, beneficiarán a generaciones venideras, igual que la sabiduría de que hizo gala en las numerosas sentencias que dictó mientras fue Jefe de Magos del Wizengamot. Dicen, todavía hoy, que ningún duelo mágico puede compararse con el que protagonizaron él y Grindelwald en 1945. Aquellos que lo presenciaron han descrito el terror y el sobrecogimiento que sintieron al ver combatir a esos dos extraordinarios magos. La victoria de Dumbledore y sus consecuencias para el mundo mágico se consideran un punto de inflexión en la historia de la magia, semejante al de la introducción del Estatuto Internacional del Secreto o a la caída de El-que-no-debe-ser-nombrado.
Albus Dumbledore nunca fue orgulloso ni pedante; sabía encontrar algo meritorio en cada persona, por insignificante o desgraciada que pareciera, y creo que sus tempranas pérdidas lo dotaron de una gran humanidad y una enorme compasión. No tengo palabras para expresar cuánto echaré de menos su amistad, pero mi dolor no es nada comparado con el del mundo mágico. Nadie puede poner en duda que Dumbledore fue el más ejemplar y el más querido de todos los directores de Hogwarts. Murió como había vivido: siempre trabajando por el triunfo del bien y, hasta el último momento, tan dispuesto a tenderle una mano a un niño con viruela de dragón como lo estaba el día que lo conocí.