Read Harry Potter y el Misterio del Príncipe Online
Authors: J. K. Rowling
Tags: #fantasía, #infantil
Harry pensó que lo que más le habría gustado a
Aragog
de Slughorn habrían sido sus abundantes michelines, pero no hizo ningún comentario y se acercó a la ventana de atrás, desde donde vio la espeluznante imagen que ofrecía la enorme araña muerta, tumbada boca arriba, con las patas encogidas y enredadas unas con otras.
—¿Vamos a enterrarlo aquí, en tu jardín, Hagrid?
—Sí, detrás del huerto de las calabazas —contestó con voz entrecortada—. Ya he cavado la… la tumba. He pensado que podríamos decir algo agradable antes de enterrarlo. Mencionar algún recuerdo feliz, o algo así… —La voz le temblaba tanto que no pudo terminar.
En ese momento llamaron a la puerta y el guardabosques fue a abrir al tiempo que se sonaba con su enorme pañuelo de lunares. Slughorn, que se había puesto un lúgubre fular negro, entró rápidamente con dos botellas bajo el brazo.
—Te acompaño en el sentimiento, Hagrid —dijo con solemnidad.
—Muchas gracias. Eres muy amable. Y gracias por no castigar a Harry…
—Ni se me habría ocurrido. Qué noche tan triste, qué noche tan triste… ¿Dónde está la pobre criatura?
—Ahí fuera —respondió Hagrid con voz quebrada—, ¿Qué? ¿Queréis que empecemos ya?
Salieron al jardín trasero. La luna refulgía detrás de los árboles y, mezclada con la luz que salía de la ventana de Hagrid, iluminaba el cadáver de
Aragog
, que yacía al borde de una enorme fosa, junto a un montón de tierra de tres metros de alto.
—Magnífico —declaró Slughorn acercándose a la cabeza de la araña, donde ocho ojos blanquecinos miraban el cielo sin ver y dos enormes pinzas curvadas brillaban al claro de luna, inmóviles. A Harry le pareció oír tintineo de botellas cuando Slughorn se inclinó sobre las pinzas y fingió examinar la monumental y peluda cabeza.
—No todo el mundo supo apreciar su belleza —comentó Hagrid mientras las lágrimas le desbordaban las comisuras de los ojos, rodeados de arrugas—. No sabía que te interesaran tanto las criaturas como
Aragog
, Horace.
—¿Interesarme? ¡Las adoro, mi querido Hagrid! —repuso Slughorn y se apartó del cadáver. Harry vio el destello de una botella que desaparecía bajo la capa del profesor, aunque Hagrid, que volvía a enjugarse las lágrimas, no se dio cuenta de nada—. Y ahora… procedamos a enterrarlo.
Hagrid se adelantó unos pasos. Levantó la gigantesca araña con ambos brazos y, lanzando un sonoro resoplido, la arrojó a la oscura fosa. La bestia cayó en el fondo con un espantoso y crepitante ruido. Hagrid rompió a llorar de nuevo.
—Claro, para ti es muy duro porque eres el que mejor lo conocía —observó Slughorn, quien, como Harry, sólo llegaba al codo de Hagrid y no tenía más remedio que darle en ese punto las palmaditas de consuelo—. ¿Quieres que diga unas palabras?
Harry pensó que Slughorn debía de haberle extraído a
Aragog
una cantidad considerable de ese veneno tan valioso, porque sonreía con satisfacción cuando se acercó al borde de la fosa y, con voz lenta e imponente, recitó:
—¡Adiós,
Aragog
, rey de los arácnidos, cuya larga y fiel amistad jamás olvidarán los que te conocieron! Tu cuerpo se desintegrará, pero tu espíritu sigue vivo en los apacibles rincones del Bosque Prohibido donde antaño tejías telarañas. Que tus descendientes de muchos ojos crezcan sanos y saludables y que tus amigos humanos hallen consuelo por la pérdida que han sufrido.
—¡Qué… qué… bonito! —aulló Hagrid, y tras desplomarse en el suelo, se puso a llorar aún con mayor abatimiento.
—Vamos, vamos —dijo Slughorn; agitó su varita y el enorme montón de tierra se elevó para luego caer con un ruido sordo sobre la araña, de modo que formó un perfecto túmulo—. Entremos en la cabaña y bebamos algo. Harry, cógelo por el otro brazo… Así… Arriba, Hagrid… Bien, bien…
Sentaron a Hagrid a la mesa.
Fang
, que durante el entierro no se había movido de su cesta, se acercó con sigilo y apoyó su enorme cabeza en el regazo de Harry, como solía hacer. Slughorn descorchó una botella de vino de las que había llevado.
—Lo he analizado para asegurarme de que no está envenenado —aseguró para tranquilizar a Harry mientras vertía casi todo su contenido en una de las tazas (del tamaño de cubos) de Hagrid y se la daba al guardabosques—. Después de lo que le pasó a tu pobre amigo Rupert, hice que un elfo doméstico probara un poco de cada botella. —Harry se imaginó la cara que pondría Hermione si se enteraba de ese abuso de los elfos domésticos y decidió no mencionárselo nunca—. Bueno, pues, una para Harry… —continuó Slughorn al tiempo que repartía el contenido de la segunda botella en otras dos tazas— y una para mí. Brindemos. —Levantó la taza—. ¡Por
Aragog
!
—¡Por
Aragog
! —repitieron Harry y Hagrid.
Slughorn y Hagrid bebieron sin reparo. Harry, sin embargo, con el
Felix Felicis
guiándolo, supo que no debía beber, así que se limitó a fingir que daba un sorbo y luego dejó la taza en la mesa.
—Lo tenía desde que estaba en el huevo —explicó Hagrid con aire melancólico—. Cuando salió del cascarón era un bichito minúsculo, del tamaño de un pequinés…
—¡Qué monada! —dijo Slughorn.
—Lo guardaba en un armario, en el colegio, hasta que… bueno…
El rostro de Hagrid se ensombreció y Harry comprendió por qué: Tom Ryddle se las había ingeniado para que echaran a Hagrid del colegio, acusado de abrir la Cámara de los Secretos. Slughorn, en cambio, no parecía estar escuchando porque miraba el techo, del que colgaban varios cazos de latón y también una larga y sedosa madeja de pelo blanco y brillante.
—Eso no será pelo de unicornio, ¿verdad, Hagrid?
—Pues sí —dijo Hagrid sin mostrar el menor interés—. Se les cae de la cola, se les engancha en las ramas y los matorrales del Bosque Prohibido…
—Pero… ¿sabes cuánto vale eso, amigo mío?
—Lo uso para atar los vendajes y esas cosas cuando alguna criatura se hace daño —explicó el guardabosques encogiéndose de hombros—. Es muy útil porque es muy resistente, ¿sabes?
Slughorn bebió otro largo sorbo de vino y paseó la mirada despacio por la cabaña; Harry comprendió que estaba buscando otros tesoros que pudiera convertir en una buena reserva de hidromiel criado en barrica de roble, piña confitada y batines de terciopelo. El profesor volvió a llenar su taza y también la de Hagrid, y lo interrogó acerca de las criaturas que vivían en el Bosque Prohibido y cómo se las apañaba para cuidar de ellas. Hagrid, que estaba poniéndose muy comunicativo debido a los efectos de la bebida y del halagador interés que mostraba Slughorn, dejó de enjugarse las lágrimas e inició de buen grado una extensa disertación sobre la cría de
bowtruckles
.
Harry, gracias al
Felix Felicis
, reparó en que el vino de elfo que Slughorn había llevado se estaba terminando. Todavía no dominaba el encantamiento de relleno sin pronunciar el conjuro en voz alta, pero no tuvo dudas de que esa noche lo conseguiría; y en efecto, el muchacho sonrió cuando, sin que lo vieran Hagrid ni Slughorn (que intercambiaban historias sobre el comercio ilegal de huevos de dragón), apuntó con la varita, por debajo de la mesa, a las botellas casi vacías y éstas se rellenaron de inmediato.
Aproximadamente una hora más tarde, Hagrid y Slughorn empezaron a hacer brindis que no venían a cuento: por Hogwarts, por Dumbledore, por el vino de elfo y…
—¡Por Harry Potter! —bramó Hagrid, y vació de un trago la decimocuarta taza de vino derramándoselo en parte por la barbilla.
—¡Sí, señor! —graznó Slughorn—. Por Parry Hotter, el Elegido que… Bueno, algo por el estilo —masculló, y también vació su taza.
Poco después, Hagrid rompió a llorar de nuevo y tendió a Slughorn la cola entera de pelo de unicornio; ni lerdo ni perezoso, el profesor se la metió en el bolsillo mientras exclamaba: «¡Por la amistad! ¡Por la generosidad! ¡Por los diez galeones que me van a pagar por cada pelo!» Y después de eso, sentados uno al lado del otro y abrazados como viejos camaradas, entonaron una triste canción acerca de un mago moribundo llamado Odo.
—¿Por qué será que los mejores siempre mueren jóvenes? —farfulló Hagrid desplomándose encima de la mesa, un poco bizco, mientras Slughorn seguía canturreando el estribillo—. Mi padre era demasiado joven para morir… Igual que tus padres, Harry… —Las lágrimas volvieron a aflorarle a los ojos, rodeados de arrugas; le agarró un brazo a Harry y lo sacudió—. Eran el mejor mago y la mejor bruja de su edad que jamás conocí… Fue terrible, terrible…
Slughorn cantaba con tono lastimero:
En su pueblo natal Odo reposa
sobre un lecho de musgo, pues no había otra cosa.
¡Qué lástima da verlo bajo la luna llena
sin capa ni sombrero, hecho una pena!
—Terrible, terrible… —gruñó Hagrid, y la enorme y enmarañada cabeza le cayó hacia un lado, sobre los brazos. Se quedó dormido y empezó a roncar profundamente.
—Lo siento —se excusó Slughorn entre hipidos—. Reconozco que el canto nunca se me ha dado muy bien.
—Hagrid no se refería a su entonación —le aclaró Harry—. Hablaba de la muerte de mis padres.
—¡Oh! —exclamó Slughorn conteniendo un eructo—. ¡Oh, lo siento! Sí, fue… terrible, es cierto. Terrible, terrible… —Como no sabía qué decir, optó por rellenar las tazas—. Supongo que… que no lo recordarás, ¿verdad, Harry? —preguntó con vacilación.
—No… Yo sólo tenía un año cuando ellos murieron —contestó el chico contemplando la vela, que parpadeaba por los aparatosos ronquidos del guardabosques—. Pero sé cómo pasó. Me he enterado de muchas cosas. Mi padre murió primero, ¿lo sabía usted?
—Pues… no, no lo sabía —respondió Slughorn con un hilo de voz.
—Sí. Voldemort lo mató primero a él, y luego pasó por encima de su cadáver y atacó a mi madre.
Slughorn se estremeció aparatosamente sin apartar la mirada del muchacho.
—Le ordenó que se retirara —continuó Harry—. El propio Voldemort me dijo que ella no tenía por qué morir. Él me quería a mí. Mi madre habría podido huir.
—¡Oh, querido muchacho! —susurró Slughorn—. Ella habría podido… podría no haber… Es tremendo…
—Sí, lo es —coincidió Harry con voz apenas audible—. Pero no se movió. Mi padre ya estaba muerto, y ella no quería que Voldemort me matara también a mí. Intentó suplicarle, pero él se rió de ella…
—¡Basta! —dijo de pronto Slughorn agitando una mano—. De verdad, hijo mío, no sigas… Soy muy mayor y no necesito oír… no quiero oír…
—Claro, no me acordaba —mintió Harry dejándose guiar por el
Felix Felicis
—. Ella le caía bien, ¿verdad?
—¿Si me caía bien? —dijo Slughorn, y los ojos se le llenaron de lágrimas—. Dudo mucho que no cayera bien a alguien. Era valiente, divertida… Fue espantoso, espantoso…
—Y ahora usted se niega a ayudar a su hijo —arremetió Harry—. Ella entregó su vida por mí, pero usted no quiere darme un recuerdo.
Los ronquidos de Hagrid resonaban en la cabaña. Harry y Slughorn seguían mirándose fijamente a los ojos, los de este último anegados en lágrimas.
—No digas eso —susurró—. No se trata de que… Si fuera para ayudarte, por supuesto que… Pero no serviría de nada.
—Sí serviría —replicó Harry, tajante—. Dumbledore necesita información. Yo necesito información.
El muchacho se sabía a salvo: el
Felix Felicis
le aseguraba que por la mañana Slughorn no recordaría ni una palabra de esa conversación. Así que, sin dejar de mirar al profesor, se inclinó un poco hacia delante y dijo:
—Soy el Elegido. Tengo que matar a Voldemort. Necesito ese recuerdo.
Slughorn palideció aún más; tenía la frente perlada de brillantes gotitas de sudor.
—¿De verdad eres el Elegido?
—Claro que sí —confirmó Harry.
—Pero entonces… Hijo mío, me pides mucho… De hecho, me pides que te ayude a destruir…
—¿No quiere acabar con el mago que mató a Lily Evans?
—Claro que quiero, Harry, claro que quiero, pero…
—¿Teme que él averigüe que me ayudó? —Slughorn no respondió; estaba aterrado—. Sea valiente como mi madre, profesor…
Slughorn alzó una rechoncha y temblorosa mano y apoyó los dedos en los labios; durante un momento pareció un bebé gigantesco.
—No me siento nada orgulloso… —susurró—. Me avergüenzo de… de lo que ese recuerdo muestra. Me temo que ese día causé un gran daño…
—Si me entrega ese recuerdo compensará todo el mal que hizo —le aseguró Harry—. Sería un acto muy noble y muy valiente.
Hagrid, dormido, se estremeció y siguió roncando. Slughorn y Harry continuaron mirándose a los ojos por encima de la parpadeante vela. Hubo un largo silencio, pero el
Felix Felicis
recomendó a Harry que no lo rompiera, que esperara.
Por fin, muy despacio, el profesor extrajo del bolsillo su varita. Introdujo la otra mano en la capa y sacó una botellita vacía. Sin dejar de mirar a Harry, se tocó la sien con la punta de la varita. Luego la retiró poco a poco, tirando de un largo y plateado hilo de memoria que se le había adherido. El recuerdo se estiró y se estiró hasta romperse y quedar colgando de la varita, plateado y reluciente. Slughorn lo acercó entonces a la botella, donde se enroscó y luego se extendió formando remolinos, como si fuera un gas. A continuación, el profesor puso el tapón en la botella con mano trémula y se la acercó a Harry por encima de la mesa.
—Muchas gracias, profesor.
—Eres un buen chico —dijo Slughorn. Las lágrimas resbalaban por sus rechonchas mejillas y se perdían en su bigote de morsa—. Y tienes los ojos de tu madre… Sólo te pido que no pienses muy mal de mí cuando lo hayas visto…
Y a continuación apoyó la cabeza en los brazos, dio un hondo suspiro y se quedó dormido.
Mientras caminaba lentamente en dirección al castillo, Harry notaba cómo se le iba pasando el efecto del
Felix Felicis
. La puerta de entrada había permanecido abierta para él, pero en el tercer piso encontró a Peeves y tuvo que tomar un atajo para evitar que el
poltergeist
lo detectara. Cuando llegó ante el retrato de la Señora Gorda y se quitó la capa invisible, no le sorprendió que ella no se mostrara dispuesta a ayudarlo.
—¿Qué horas son éstas de llegar?
—Lo siento. Tuve que salir a hacer un recado muy importante.
—Pues mira, la contraseña cambió a medianoche, así que tendrás que dormir en el pasillo. ¿Qué te parece?