Abrieron una puerta ante él y lo arrojaron a una habitación sin ventanas. La puerta se cerró con un chasquido parecido al de unas fauces. Miles se tambaleó pero permaneció de pie, las piernas un poco separadas, jadeando.
Un plafón fijo en el techo iluminaba una habitación estrecha amueblada solamente con dos duros camastros junto a las paredes. A la izquierda, un marco al que habían quitado la puerta conducía a un diminuto lavabo sin ventanas.
Un hombre, vestido solamente con pantalones verdes, camisa crema y calcetines, yacía encogido en uno de los camastros, de cara a la pared. Entumecido, con torpeza, se dio la vuelta y se sentó. Alzó una mano instintivamente para protegerse los enrojecidos ojos de alguna luz demasiado brillante; con la otra se agarró al camastro para no caer. Pelo oscuro revuelto, una barba de cuatro días. Llevaba abierto el cuello de la camisa en forma de uve, que dejaba al descubierto una garganta extrañamente vulnerable, en contraste con el habitual efecto de tortuga acorazada propio del cuello alto y cerrado de la túnica barrayaresa. Su cara estaba demacrada.
El impecable capitán Galeni. Mal momento para encontrarlo.
Galeni miró a Miles.
—Demonios del infierno —lo dijo sin entonación.
—Eso mismo digo yo —respondió Miles.
Galeni se enderezó aún más, los ojos entornándose de recelo.
—O… ¿es usted?
—No lo sé —Miles reflexionó—. ¿A cuál estabas esperando?
Fue dando trompicones hasta el camastro de enfrente antes de que las rodillas le cedieran y se sentó, la espalda contra la pared, los pies sin llegar a tocar el suelo. Ambos guardaron silencio un momento, observando con detalle al otro.
—Carecería de sentido arrojarnos a los dos a la misma habitación a menos que estuviera vigilada —dijo Miles por fin.
Como respuesta, Galeni señaló con el índice el plafón de la luz.
—Ah. ¿Visual también?
—Sí.
Miles enseñó los dientes y miró hacia arriba.
Galeni seguía mirándolo con cautelosa inseguridad, casi con dolor.
Miles se aclaró la garganta. En la boca le quedó un regusto amargo.
—¿He de suponer que ha conocido a mi álter ego?
—Ayer. Creo que fue ayer —Galeni miró la luz.
Los secuestradores le habían quitado también a Miles su crono.
—Ahora es aproximadamente la una de la madrugada del principio del quinto día desde su desaparición de la embajada —informó Miles, respondiendo a la silenciosa pregunta de Galeni—. ¿Dejan esa luz encendida todo el tiempo?
—Sí.
—Ah.
Miles combatió una incómoda asociación de ideas. La iluminación continuada era una técnica carcelaria cetagandana para provocar desorientación temporal. El almirante Naismith la conocía bien.
—Lo vi sólo unos segundos —continuó Miles—, cuando hicieron el cambio. —Tocó la ausencia de la daga y se frotó la nuca—. ¿Tengo… tengo realmente ese aspecto?
—Pensé que era usted. Hasta el final. Me dijo que estaba practicando. Examinándose.
—¿Aprobó?
—Estuvo aquí durante cuatro o cinco horas.
Miles dio un respingo.
—Eso es malo. Muy malo.
—Eso pensé.
—Ya veo —un silencio pesado llenó la habitación—. Bien, historiador. ¿Y cómo se distingue a una falsificación de la persona real?
Galeni sacudió la cabeza, luego se llevó la mano a la sien como si deseara no haberlo hecho; sufría un dolor de cabeza cegador, aparentemente. Miles también.
—Creo que ya no lo sé —añadió Galeni, reflexivo—. Él saludó.
Una amarga mueca torció la boca de Miles.
—Naturalmente, podría haber sólo uno y todo esto ser un plan para volverle loco…
—¡Basta! —Galeni estuvo a punto de gritar. Una sonrisa fantasmal le iluminó el rostro fugazmente.
Miles miró hacia la luz.
—Bueno, sea quien sea yo, todavía puede decirme quiénes son ellos. Ah… espero que no sean los cetagandanos. Me resultaría un poco demasiado raro para servirme de consuelo, si tenemos en cuenta a mi… duplicado. Es una creación quirúrgica, espero.
«No un clon, por favor… que no sea mi clon…»
—Dijo que era un clon —explicó Galeni—. Naturalmente, al menos la mitad de las cosas que dijo eran mentira, fuera quien fuese.
—Oh —exclamaciones más fuertes hubiesen estado completamente fuera de lugar.
—Sí. Eso hizo que me preguntara por usted. El usted original, quiero decir.
—Ah… ejem. Sí. Ahora sé por qué se me ocurrió esa… historia cuando la periodista me arrinconó. Lo había visto una vez con anterioridad. En el metro, cuando estaba con la comandante Quinn. Hace ocho, diez días ya. Estarían haciendo una maniobra para efectuar el cambio. Pensé que me veía a mí mismo en el espejo. Pero él llevaba el uniforme equivocado, y debieron de abortar el intento.
Galeni se miró la manga.
—¿No se dio usted cuenta?
—Tenía un montón de cosas en la cabeza.
—¡Nunca me informó de eso!
—Estaba tomando analgésicos. Lo tomé por una pequeña alucinación. Estaba un poco estresado. Cuando regresé a la embajada me había olvidado del tema. Y además —sonrió débilmente—, no creo que nuestra relación de trabajo se hubiera beneficiado de haberle planteado serias dudas sobre mi cordura.
Galeni apretó los labios, exasperado, luego se dejó llevar por algo parecido a la desesperación.
—Tal vez no.
A Miles le alarmó ver la desesperación en el rostro de Galeni. Siguió farfullando.
—De todas formas, me he sentido aliviado al darme cuenta de que no me había vuelto clarividente de pronto. Temo que mi subconsciente sea más listo que el resto de mi cerebro. Simplemente, no pillé su mensaje. —Señaló de nuevo hacia arriba—. ¿No son cetagandanos?
—No —Galeni se apoyó contra la pared, el rostro de piedra—. Komarreses.
—Ah —exclamó Miles—. Un plan komarrés. Qué… apropiado.
Galeni torció la boca.
—Bastante.
—Bueno —dijo Miles débilmente—, no nos han matado todavía. Debe de haber algún motivo para mantenernos con vida.
Los labios de Galeni se curvaron en una mueca letal, los ojos encogidos.
—Ninguno en absoluto.
Las palabras surgieron acompañadas de una risita sibilante que se cortó bruscamente. Un chiste privado entre Galeni y el plafón de la luz, al parecer.
—Él cree que tiene un motivo, pero está muy equivocado.
La amarga carga de esas palabras también estaba dirigida hacia arriba.
—Bueno, pues que no se enteren —dijo Miles entre dientes. Tomó aliento—. Vamos, Galeni, escúpalo. ¿Qué sucedió la mañana en que desapareció usted de la embajada?
Galeni suspiró, y pareció recuperarse.
—Recibí una llamada esa mañana. De un viejo… conocido komarrés. Me pedía que me reuniera con él.
—No había ningún registro de ninguna llamada. Ivan comprobó su comuconsola.
—Lo borré. Eso fue un error, aunque no me di cuenta en ese momento. Pero algo que dijo me hizo pensar que podría ser una pista para resolver el misterio de sus peculiares órdenes.
—Así que le convencí de que mis órdenes habían sido alteradas.
—Oh, sí. Pero estaba claro que si había sido así, la seguridad de la embajada había sido penetrada, comprometida desde dentro. Probablemente fue a través del correo. Pero no me atreví a hacer esa acusación sin aportar pruebas objetivas.
—El correo, sí —dijo Miles—. Ésa era mi segunda opción.
Galeni alzó las cejas.
—¿Cuál era la primera?
—Usted, me temo.
La amarga sonrisa de Galeni lo dijo todo.
Miles se encogió de hombros, cortado.
—Pensé que usted se había quedado con mis dieciocho millones de marcos. Pero si lo había hecho, ¿por qué no se había largado? Y entonces se largó.
—Oh —dijo Galeni a su vez.
—Todos los hechos encajaron entonces —explicó Miles—. Le tenía catalogado: desfalcador, desertor, ladrón e hijo de puta komarrés.
—¿Y qué le impidió presentar acusaciones a ese respecto?
—Nada, desgraciadamente. —Miles se aclaró la garganta—. Lo siento.
La cara de Galeni se puso ligeramente verde. Estaba demasiado angustiado para mirarlo con determinación, aunque lo intentó.
—Cierto —dijo Miles—. Si no salimos de aquí, su nombre acabará en el lodo.
—Todo para nada… —Galeni apretó la espalda contra la pared y apoyó la cabeza, los ojos cerrados como si sintiera un gran dolor.
Miles dedujo las probables consecuencias políticas que se producirían si Galeni y él desaparecían sin dejar huella. Los investigadores encontrarían la teoría del desfalco aún más atractiva que él, aumentada ahora con secuestro, asesinato, evasión, Dios sabía qué. Sin duda el escándalo sacudiría los esfuerzos de integración komarreses hasta los cimientos, quizá los destruiría por completo. Miles contempló al hombre a quien su padre había elegido para darle una oportunidad. «Una especie de redención…»
Ese solo motivo sería más que suficiente para que la resistencia komarresa los asesinara a ambos. Pero la existencia (¡oh, Dios, un clon no!) del álter Miles sugería que aquella mancha sobre la personalidad de Galeni, cortesía de Miles, era simplemente un feliz añadido desde el punto de vista komarrés. Se preguntó si estarían adecuadamente agradecidos.
—Así que fue usted a ver a ese hombre —lo instó Miles—. Sin llevarse un busca ni una escolta.
—Sí.
—Y fue secuestrado. ¡Y critica mis técnicas de seguridad!
—Sí —Galeni abrió los ojos—. Bueno, no. Primero almorzamos.
—¿Se sentó a almorzar con ese tipo? ¿O… era bonita? —Miles recordó el género elegido por Galeni cuando se estaba dirigiendo a la luz. No, no era una chica.
—Difícilmente. Pero intentó sobornarme.
—¿Lo consiguió?
Ante la dura mirada de Galeni, Miles se explicó:
—Que toda esta conversación sea una representación en beneficio mío, ¿de acuerdo?
Galeni hizo una mueca, medio irritado, medio conforme. Falsificaciones y originales, verdad y mentiras, ¿cómo iban a probarlas aquí?
—Le dije que se fuera a hacer gárgaras —Galeni dijo esto último tan fuerte que la luz sin duda no pudo ignorarlo—. Tendría que haber advertido, en el curso de nuestra discusión, que me había dicho demasiado de lo que sucedía para atreverse a dejarme marchar. Pero intercambiamos garantías, le di la espalda… dejé que los sentimientos nublaran mi juicio. Él no. Y por eso acabé aquí —Galeni echó una ojeada a la estrecha celda—. Por algún tiempo al menos. Hasta que él supere su arrebato sentimental. Y lo hará, tarde o temprano.
Miró desafiante el plafón de la luz. Miles inspiró, sintiendo el aire frío a través de los dientes.
—Debe de haber sido un viejo conocido muy importante.
—Oh, sí. —Galeni volvió a cerrar los ojos, como si pensara en escapar de Miles, y de todo aquel lío, echándose a dormir.
¿Eran los movimientos envarados y entrecortados de Galeni debidos a la tortura?
—¿Le han estado forzando para que cambie de opinión? ¿Le han interrogado a las duras?
Galeni abrió un poquito los ojos, se tocó el moretón que tenía bajo el izquierdo.
—No, usaron pentarrápida para el interrogatorio. No hubo ninguna necesidad de ponerse duros. Me han tratado tres, cuatro veces. Ahora ya no hay mucho que no sepan de la seguridad de la embajada.
—¿A qué se deben las contusiones, entonces?
—Hice un intento de escapar… ayer, creo. Los tres tipos que me detuvieron tienen peor aspecto, se lo aseguro. Todavía esperan que cambie de opinión.
—¿No podría haber fingido cooperar al menos lo suficiente para escapar? —dijo Miles, exasperado.
Galeni abrió los ojos truculento.
—Nunca —susurró. El espasmo de ira se evaporó con un suspiro de cansancio—. Supongo que debería haberlo hecho. Ya es demasiado tarde.
¿Habían afectado las drogas el cerebro del capitán? Si el viejo y frío Galeni había dejado que la emoción embotara su razón hasta ese punto… tenía que ser una emoción enormemente fuerte. Los sentimientos profundos que ninguna capacidad intelectual explicaba.
—Supongo que no se tragarían una oferta de cooperación por mi parte —dijo Miles, sombrío.
La voz de Galeni volvió a su tono habitual.
—Difícilmente.
—Vaya.
Unos minutos después, Miles observó:
—No puede ser un clon mío, ¿sabe?
—¿Por qué no?
—Cualquier clon mío, desarrollado a partir de las células de mi cuerpo, tendría que parecerse… oh, a Ivan. Metro ochenta o más y no… deforme de cara y espalda. Con buenos huesos, no estos palillos de tiza. A menos… —horrible pensamiento—, que los médicos me hayan estado mintiendo toda la vida respecto a mis genes.
—Debe de haber sido deformado para que se parezca —comentó Galeni, reflexivo—. Por medios químicos, o quirúrgicos o ambos. No es más difícil hacerle eso a un clon que a un ser quirúrgico. Tal vez sea más fácil.
—Pero lo que me sucedió a mí fue un accidente casual… incluso las reparaciones fueron experimentales. Mis propios médicos no sabían lo que saldría hasta el final.
—Hacer bien el duplicado habrá sido complicado, pero está claro que no imposible. Quizás el… individuo que vimos es el último de una serie de pruebas.
—En ese caso, ¿qué han hecho con los descartes? —preguntó Miles con rabia. Un desfile de clones pasó ante su imaginación como un gráfico de la evolución en sentido inverso: erectos Cro-Magnon al estilo de Ivan involucionando a través de eslabones perdidos hasta Miles chimpancescos.
—Imagino que fueron eliminados —la voz de Galeni era alta y suave, no tanto negando como desafiando el horror.
El vientre de Miles tiritó.
—Despiadados.
—Oh, sí —coincidió Galeni con el mismo suave tono.
Miles buscó una lógica.
—En ese caso, el… el clon —«mi hermano gemelo», ya está, ya había resuelto el término—, debe ser significativamente más joven que yo.
—Varios años —reconoció Galeni—. Supongo que unos seis.
—¿Por qué seis?
—Aritmética. Tenía usted unos seis años cuando terminó la Revuelta de Komarr. Ése debió de ser el momento en que este grupo se vio forzado a volver su atención hacia otro plan de ataque menos directo a Barrayar. La idea no les habría interesado antes. Pero de haber empezado mucho más tarde, el clon sería demasiado joven para sustituirle, incluso con crecimiento acelerado. Demasiado joven para encargarse de la representación. Parece que debe actuar además de ser igual a usted, durante un tiempo.