Hermanos de armas (14 page)

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Authors: Lois McMaster Bujold

Tags: #Novela, Ciencia ficción

BOOK: Hermanos de armas
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—¿Por qué Barrayar nunca retiró los cargos de deserción contra Baz?

—Lo intenté. Creí que casi los había convencido. Pero entonces Simon Illyan tuvo un ataque de remilgos y decidió dejar vigente la orden de arresto, aunque no fuera a cumplirse, para que le diera una ventaja extra sobre Baz en caso de, eh, emergencia. También proporciona un toque artístico a la tapadera de los dendarii como empresa verdaderamente independiente. Pensé que Illyan se equivocaba… de hecho, así se lo dije, hasta que me ordenó tajantemente que cerrara el pico sobre ese tema. Algún día, cuando yo dé las órdenes, me encargaré de que eso cambie.

Ella alzó las cejas.

—Podría ser una larga espera, a tu ritmo actual de ascensos… teniente.

—Mi padre es muy sensible a las acusaciones de nepotismo, capitana.

Cogió el disco sellado de datos con el que había estado jugueteando sobre la mesa.

—Quiero que entregues esto al agregado militar de Tau Ceti, el comodoro Destang. No lo envíes a través de nadie más, porque entre mis recelos está el de que podría haber una filtración en el canal correo barrayarés entre allí y aquí. Creo que el problema está en esta parte, pero si me equivoco… Dios, espero que no sea el propio Destang.

—¿Paranoico? —preguntó ella, solícita.

—Y aumenta por minutos. Tener al loco emperador Yuri en mi árbol genealógico no me ayuda ni pizca. Siempre me estoy preguntando si ya he empezado a desarrollar su enfermedad. ¿Se puede ser paranoico respecto a ser paranoico?

Ella sonrió con dulzura:

—Si alguien puede, ése eres tú.

—Mm. Bien, esta paranoia en concreto es un clásico. Suavicé el lenguaje en el mensaje para Destang… será mejor que lo leas antes de embarcar. Después de todo, ¿qué pensarías de un joven oficial que está convencido de que sus superiores se lo quieren cargar?

Ella ladeó la cabeza, las cejas levantadas.

—Eso es —asintió Miles. Golpeó el disco con un dedo—. El propósito de tu viaje es comprobar una hipótesis… sólo una hipótesis, te lo advierto, de que el motivo por el que nuestros dieciocho millones de marcos no están aquí es porque han desaparecido en el camino. Posiblemente para acabar en los bolsillos del querido capitán Galeni. No hay ninguna prueba fehaciente todavía, como la súbita y permanente desaparición de Galeni, y no es el tipo de acusación que un oficial joven y ambicioso pueda hacer por error. He incluido otras cuatro teorías en el informe, pero ésa es la que más me escama. Debes averiguar si el cuartel general ha enviado nuestro dinero.

—No pareces escamado. Pareces desgraciado.

—Sí, bueno, desde luego es la posibilidad más incómoda. Tiene mucha lógica.

—Entonces ¿cuál es el problema?

—Galeni es komarrés.

—¿A quién le importa? Tanto más probable que tengas razón, entonces.

«A mí me importa.» Miles sacudió la cabeza. Después de todo, ¿qué representaba la política interna de Barrayar para Elena, que había jurado apasionadamente no volver a poner un pie en su odiado mundo natal?

Ella se encogió de hombros y se puso en pie, guardándose el disco en el bolsillo.

Miles no intentó cogerle las manos. No hizo ni un solo movimiento que pudiera avergonzarlos a ambos. Los viejos amigos eran más difíciles de encontrar que los nuevos amores.

«Oh, mi amiga más antigua.»

Todavía. Siempre.

6

Comió un bocadillo y tomó café para cenar en su camarote mientras repasaba los informes de situación de la Flota Dendarii. Las reparaciones de las lanzaderas de combate supervivientes de la
Triumph
habían sido terminadas y aprobadas. Y pagadas, ay, por una cantidad astronómica. Las tareas de reacondicionamiento se habían terminado en toda la flota, los permisos se habían acabado, los trabajos de limpieza también. El aburrimiento imperaba. Y la bancarrota.

Los cetagandanos lo habían entendido todo al revés, decidió Miles amargamente. No era la guerra lo que destruiría a los dendarii, sino la paz. Si sus enemigos se cruzaran de brazos y esperaran con paciencia, los dendarii, su creación, se derrumbarían por su cuenta sin ninguna ayuda exterior.

El timbre del camarote sonó: una bienvenida interrupción a la oscura y serpenteante cadena de sus pensamientos. Pulsó el comunicador de la mesa.

—¿Sí?

—Soy Elli.

Su mano saltó ansiosa hacia el control de la cerradura.

—¡Entra! Has vuelto antes de lo que esperaba. Temía que te quedaras atrapada allí como Danio. O peor, con Danio.

Giró en su silla. La habitación se le antojó de pronto más brillante cuando la puerta se abrió, aunque un fotómetro no habría detectado el cambio. Elli le dirigió un saludo y acomodó una cadera sobre el borde de la mesa. Sonrió, pero tenía una mirada cansada.

—Te lo dije —comentó—. De hecho, hablaron de convertirme en huésped permanente. Fui dulce, cooperativa, casi tonta tratando de convencerlos de que no era en realidad una amenaza homicida para la sociedad y de que podían dejarme suelta por las calles, pero no hice ningún progreso hasta que sus ordenadores de pronto dieron en el clavo. El laboratorio reveló la identidad de esos dos hombres que… maté en el espaciopuerto.

Miles captó la breve vacilación en su elección de los términos. Otra persona habría escogido un eufemismo («eliminé» o «quité de en medio») para distanciarse de las consecuencias de su acción. Quinn no.

—Interesante, supongo —la animó. Procuró que su voz sonara tranquila, sin ninguna carga de presunción. Ojalá los fantasmas de tus enemigos sólo te escoltaran al infierno. Pero no, los llevabas a hombros constantemente, esperando su oportunidad. Tal vez las muescas que Danio grababa en las cachas de sus armas no eran una idea de tan mal gusto, a fin de cuentas. Sin duda era un pecado mayor olvidar a uno solo de los hombres que matas—. Háblame de ellos.

—Resultaron ser conocidos y buscados por la Red Euroley. Eran, cómo diría yo, soldados de la subeconomía. Asesinos profesionales. Locales.

Miles dio un respingo.

—Santo cielo, ¿qué les he hecho yo?

—Dudo que fueran por ti de
motu proprio
. Eran casi con toda seguridad gente contratada por un grupo desconocido de terceros, aunque ambos podemos imaginar de quién se trata.

—Oh, no. ¿La embajada cetagandana está subcontratando mi asesinato? Supongo que tiene sentido. Galeni dijo que andaban cortos de personal. ¿Pero te das cuenta… —se puso en pie y empezó a caminar de un lado a otro en su agitación— de que esto significa que podrían volver a atacarme desde cualquier parte? En cualquier sitio, en cualquier momento. Desconocidos totalmente carentes de motivaciones personales.

—Una pesadilla para seguridad —reconoció ella.

—Supongo que la policía no ha podido localizar a quien los empleó.

—No ha habido tanta suerte. De momento, al menos. Dirigí su atención hacia los cetagandanos como candidatos de una de las tres patas del triángulo método-motivo-oportunidad: el motivo.

—Bien. ¿Podemos sacar por nuestra cuenta algo del método y la oportunidad? —se preguntó Miles en voz alta—. Los resultados finales del atentado parecen indicar que estaban un pelín mal preparados para su tarea.

—Desde mi punto de vista, el método estuvo horriblemente a punto de funcionar —observó ella—. Sin embargo, sugiere que la oportunidad ha sido un factor limitador. Quiero decir que el almirante Naismith no se esconde cuando tú vas abajo, por difícil que sea encontrar a un hombre entre nueve mil millones de habitantes. ¡Literalmente deja de existir en todas partes, zas! Había pruebas de que esos tipos llevaban varios días deambulando por el espaciopuerto, esperándote.

—¡Uf!

Su visita a la Tierra echada a perder. Al parecer el almirante Naismith era un peligro para sí mismo y para los demás. La Tierra estaba demasiado congestionada. ¿Y si sus atacantes intentaban la próxima vez hacer volar un vagón de metro o un restaurante para alcanzar su objetivo? Una escolta para espantar de muerte a sus enemigos era una cosa, pero ¿y si se encontraban junto a una clase de niños de enseñanza primaria la próxima vez?

—Oh, por cierto, vi al soldado Danio cuando estuve abajo —añadió Elli, examinándose una uña rota—. Su caso se verá en los tribunales dentro de un par de días, y me pidió que te pidiera que vayas.

Miles rezongó entre dientes.

—Oh, claro. Hay un número potencialmente ilimitado de completos desconocidos que intentan liquidarme y quiere que haga una aparición pública. Para que me convierta en el blanco de sus prácticas de tiro, sin duda.

Elli sonrió y se mordisqueó la uña.

—Quiere un testigo de carácter, alguien que le conozca.

—¡Testigo de carácter! Ojalá supiera dónde esconde su colección de cabelleras, se la llevaría al juez. La terapia de sociópatas fue inventada para gente como él. No, no. La última persona que necesita como testigo de carácter es alguien que le conozca. —Miles suspiró, claudicando—. Envía al capitán Thorne. Betano, tiene un montón de
savoir faire
cosmopolita, debería poder mentir bien en el estrado.

—Buena elección —aplaudió Elli—. Ya era hora de que empezaras a delegar parte de tu trabajo.

—Delego constantemente —objetó él—. Estoy contentísimo, por ejemplo, de haber delegado en ti mi seguridad personal.

Ella agitó una mano, sonriendo, como para descartar el cumplido implícito. ¿Le molestaron sus palabras?

—Fui lenta.

—Fuiste lo suficientemente rápida. —Miles se giró para encararse a ella, o en cualquier caso para enfrentarse a su garganta. Ella se había echado atrás la chaqueta por comodidad y el arco de su camiseta negra, en la intersección con la clavícula, formaba una especie de escultura abstracta y estética. Su olor (ningún perfume, sólo a mujer) emanaba cálido de la piel.

—Creo que tenías razón —dijo ella—. Los oficiales no deberían comprar en las tiendas de la compañía…

«Maldición —pensó Miles—. Sólo lo dije porque estaba enamorado de la esposa de Baz Jesek y no quería admitirlo; mejor no decir nunca que no…»

—… realmente te distrae de tu deber. Te observé, caminando hacia nosotros a través del espaciopuerto y, durante un par de minutos, minutos críticos, la seguridad fue lo último que tuve en cuenta.

—¿Qué fue lo primero? —preguntó Miles, esperanzado, antes de que el buen sentido lo detuviera. «Despierta, hombre, podrías destrozar todo tu futuro en los próximos treinta segundos.»

Elli le ofreció una sonrisa dolida.

—Me preguntaba qué habrías hecho con la estúpida manta gato, de hecho —dijo con frivolidad.

—La dejé en la embajada. Iba a traértela —y qué no daría por tenderla ahora e invitarla a sentarse en el borde de su cama—, pero tenía otras cosas en la cabeza. No te he contado lo de la última pega en nuestras revueltas finanzas. Sospecho…

Maldición, otra vez los negocios inmiscuyéndose en aquel momento de intimidad, en aquel posible momento de intimidad.

—Te lo contaré más tarde. Ahora quiero hablar de nosotros. Tengo que hablar de nosotros.

Ella se apartó un poco. Miles se corrigió rápidamente.

—Y sobre el deber.

Ella dejó de retirarse. La mano derecha de Miles tocó el cuello de su uniforme, lo volvió, acarició la lisa y fría superficie de su insignia de rango. Nervioso como un pollito. Retiró la mano, la cerró sobre su pecho para controlarla.

—Yo… tengo un montón de deberes, ¿sabes? Casi una doble dosis. Están los deberes del almirante Naismith y los del teniente Vorkosigan. Y luego están los deberes de lord Vorkosigan. Una triple dosis.

Ella arqueó las cejas, arrugó los labios, preguntando con los ojos; paciencia suprema, sí, había esperado a que quedara como un idiota por su cuenta. Y estaba consiguiéndolo a marchas forzadas.

—Estás familiarizada con los deberes del almirante Naismith. Pero son el menor de mis problemas, en realidad. El almirante Naismith es un subordinado del teniente Vorkosigan, que existe solamente para servir a Seguridad del Imperio de Barrayar, para la cual ha sido destinado por la sabiduría y piedad de su Emperador. Bueno, por los consejeros de su Emperador, al menos. En resumen, mi padre. Ya conoces esa historia.

Ella asintió.

—Ese asunto de no implicarse personalmente con nadie del personal es de cumplimiento para el almirante Naismith…

—Me pregunté, más tarde, si ese… incidente en el tubo de descenso no había sido algún tipo de prueba —dijo ella, reflexiva.

Tardó un momento en captar las implicaciones de sus palabras.

—¡Ah! ¡No! —aulló Miles—. Qué truco tan sucio y sibilino habría sido… no. Ninguna prueba. Bastante real.

—Ah —dijo ella, pero no consiguió tranquilizarlo con, digamos, un abrazo sentido. Un abrazo sentido habría sido muy tranquilizador en aquellos momentos. Pero ella permaneció allí de pie, observándolo, con una pose que se parecía incómodamente a la de descanso militar.

—Pero tienes que recordar que el almirante Naismith no es un hombre real. Es un artificio. Yo lo inventé. Y le faltan algunas partes importantes, visto en retrospectiva.

—Oh, tonterías, Miles —ella le tocó ligeramente la mejilla—. ¿Qué es esto, ectoplasma?

—Volvamos atrás, a lord Vorkosigan —consiguió decir Miles, desesperado. Se aclaró la garganta y con esfuerzo bajó la voz para recuperar su acento barrayarés—. Apenas has conocido a lord Vorkosigan.

Ella sonrió al oír su cambio de voz.

—Te he oído imitar su acento. Es agradable aunque, um, un poco incongruente.

—Yo no imito su acento, él imita el mío. Es decir… eso creo —se detuvo, confundido—. Llevo Barrayar marcado en los huesos.

Ella alzó las cejas, la ironía olvidada por pura fuerza de voluntad.

—Literalmente, según tengo entendido. No pensaba que fueras a agradecerles que te envenenaran antes incluso de que hubieras conseguido nacer.

—No iban por mí, sino por mi padre. Mi madre…

Considerando hacia dónde intentaba desviar aquella conversación, quizá fuese mejor evitar explicar los infructuosos intentos de asesinato de los últimos veinticinco años.

—De todas formas, ese tipo de cosas apenas suceden ya.

—¿Qué ha sido eso del espaciopuerto de hoy, ballet callejero?

—No un asesinato barrayarés.

—Eso no lo sabes —recalcó ella alegremente.

Miles abrió la boca y se quedó así, aturdido por una nueva y aún más horrible paranoia. El capitán Galeni era un hombre sutil, si Miles lo había calado bien. Podía estar muy por delante de cualquier cadena lógica de interés por él. Suponiendo que fuera en efecto culpable de desfalco. Y suponiendo que se hubiera anticipado a las sospechas de Miles. Y suponiendo que hubiera encontrado un modo de conservar dinero y carrera, eliminando a su acusador. Galeni, después de todo, sabía el momento exacto en que Miles estaría en el espaciopuerto. Cualquier asesino a sueldo que la embajada cetagandana pudiera contratar, podía estar igualmente al servicio de la barrayaresa.

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