Miles acampó en el pasillo, ante la puerta del despacho de Galeni, el día en que el correo regresó por segunda vez del Sector. Haciendo gala de gran contención, Miles no asaltó al hombre en la puerta al salir y le dejó despejar el marco antes de zambullirse en la entrada.
Miles se cuadró ante la mesa de Galeni.
—¿Señor?
—Sí, sí, teniente, lo sé —dijo Galeni, irritado, haciéndole señas para que esperara. Se hizo el silencio mientras, pantalla tras pantalla, los datos surcaban la placa vid. Al final, Galeni se arrellanó, las arrugas cada vez más profundas entre sus ojos.
—¿Señor? —insistió Miles con impaciencia.
Galeni, con el ceño aún fruncido, se levantó y señaló la comuconsola a Miles.
—Véalo usted mismo.
Miles la repasó dos veces.
—Señor, aquí no hay nada.
—Ya me he dado cuenta.
Miles se volvió para encararse a él.
—Ninguna transferencia de crédito… ninguna orden… ninguna explicación… nada de nada. Ninguna referencia a mis asuntos. Hemos esperado aquí veinte malditos días para nada. Podríamos haber ido y regresado a Tau Ceti en ese tiempo. Es una locura. Es imposible.
Galeni se apoyó pensativo en su mesa y contempló la silenciosa placa vid.
—¿Imposible? No. He visto órdenes perdidas antes. Fallos burocráticos. Datos importantes mal dirigidos. Peticiones urgentes descartadas mientras se espera a que alguien de permiso regrese. Ese tipo de cosas suelen pasar.
—A mí no me pasan —siseó Miles entre dientes.
Galeni alzó una ceja.
—Es usted un pequeño Vor arrogante —se enderezó—. Pero sospecho que dice la verdad. Ese tipo de cosas no le pasarían a usted. A cualquier otro, sí. A usted, no. Naturalmente —casi sonrió—, siempre hay una primera vez para todo.
—Ésta es la segunda vez —puntualizó Miles. Miró receloso a Galeni mientras en sus labios ardían salvajes acusaciones. ¿Era ésta la idea de una broma pesada que tenían los burgueses de Komarr? Si las órdenes y la transferencia de crédito no estaban allí, tenían que haber sido interceptadas. A menos que las solicitudes no se hubieran enviado. A ese respecto, sólo contaba con la palabra de Galeni. Pero era inconcebible que el oficial arriesgara su carrera simplemente por molestar a un subordinado irritante. Y no era que la paga de un capitán de Barrayar supusiera una gran pérdida, como bien sabía Miles.
No como dieciocho millones de marcos.
Las pupilas de Miles se dilataron y apretó la mandíbula. Un hombre pobre, un hombre cuya familia había perdido todas sus riquezas en, digamos, la conquista de Komarr, podría considerar realmente tentadores dieciocho millones de marcos. Merecía la pena correr el riesgo… desde luego. No era así como habría juzgado a Galeni, pero, después de todo, ¿qué sabía realmente de aquel tipo? Galeni no había dicho una palabra sobre su vida personal en los veinte días que llevaban de relación.
—¿Qué va a hacer usted ahora, señor? —preguntó Miles, envarado.
Galeni se encogió de hombros.
—Solicitarlo otra vez.
—Solicitarlo otra vez. ¿Eso es todo?
—No puedo sacarme dieciocho millones de marcos de la manga, teniente.
«¿Ah, no? Habrá que verlo…» Tenía que salir de allí, y de la embajada, regresar con los dendarii. Había dejado a sus propios expertos en la recogida de información mientras desperdiciaba veinte días inmovilizado… Si Galeni se había burlado de él hasta ese punto, juró Miles en silencio, no iba a haber un agujero lo bastante profundo para que se escondiera con sus dieciocho millones de marcos robados.
Galeni se enderezó y ladeó la cabeza, los ojos entornados y ausentes.
—Para mí es un misterio… —añadió en voz baja, casi para sí mismo— y no me gustan los misterios.
Valeroso… frío… Miles sintió admiración por una capacidad de fingimiento casi igual a la suya propia. Sin embargo, si Galeni se había apropiado de su dinero, ¿por qué no se había largado hacía tiempo? ¿A qué esperaba? ¿Alguna señal de la que Miles no tenía noticia? Pero lo averiguaría, vaya que sí.
—Diez días más —dijo Miles—. Otra vez.
—Lo siento, teniente —contestó Galeni, todavía abstraído.
«Lo sentirás…»
—Señor, debo pasar un día con los dendarii. Los deberes del almirante Naismith se acumulan. Para empezar, gracias a este retraso, ahora nos vemos absolutamente obligados a pedir un préstamo temporal a fuentes comerciales para estar al día en nuestros gastos. Tengo que encargarme de eso.
—Considero su seguridad personal con los dendarii totalmente insuficiente, Vorkosigan.
—Entonces asigne algún miembro de la embajada si considera que es su deber. La historia del clon sin duda ha aliviado parte de la presión.
—La historia del clon fue una idiotez —replicó Galeni, saliendo de su ensimismamiento.
—Fue brillante —dijo Miles, ofendido por esa crítica a su creación—. Separa por completo a Naismith y a Vorkosigan por fin. Elimina la más peligrosa debilidad de todo el plan, mi… único y memorable aspecto. Los agentes secretos no deberían ser memorables.
—¿Qué le hace pensar que esa reportera vid compartirá sus descubrimientos con los cetagandanos?
—Nos vieron juntos. Millones de personas en el holovid, por el amor de Dios. Oh, aparecerán para hacerle preguntas, desde luego, de un modo u otro.
Un leve estertor de miedo… sin duda los cetagandanos enviarían a alguien para sonsacar información sutilmente a la mujer. No sólo agarrar, escurrir y eliminar; no a una ciudadana terrestre tan prominente y allí mismo, en su propio planeta.
—En ese caso, ¿por qué demonios señaló a los cetagandanos como los creadores putativos del almirante Naismith? Lo único que saben con seguridad es que ellos no fueron.
—Verosimilitud —explicó Miles—. Aunque nosotros no sepamos de dónde procede realmente el clon, puede que a ellos no les sorprenda tanto no haber oído hablar de él hasta ahora.
—Su lógica tiene unos cuantos puntos débiles —sonrió Galeni—. Puede que ayude a cubrirlo a largo plazo, posiblemente. Pero no me ayuda a mí. Tener en mis manos el cadáver del almirante Naismith sería tan embarazoso como tener el de lord Vorkosigan. Esquizofrénico o no, ni siquiera usted puede dividirse hasta ese punto.
—No soy un esquizofrénico —replicó Miles—. Un poco maníaco depresivo, tal vez —admitió tras pensárselo mejor.
Galeni torció los labios.
—Conócete a ti mismo.
—Lo intentamos, señor.
Galeni se quedó parado y luego decidió, quizá sabiamente, la respuesta.
Con una mueca, continuó:
—Muy bien, teniente Vorkosigan. Ordenaré al sargento Barth que le prepare un perímetro de seguridad. Pero quiero que me informe como máximo cada ocho horas a través de un enlace seguro. Le concedo veinticuatro horas de permiso.
Miles, que tomaba aire para expresar su próximo argumento, se quedó sin habla.
—Oh —consiguió decir—. Gracias, señor.
¿Y por qué demonios cambiaba de opinión Galeni de esa forma? Miles habría dado sangre y huesos por saber qué ocultaba aquel perfil romano en ese preciso momento.
Miles se retiró en buen orden antes de que Galeni pudiera volver a cambiar de opinión.
Los dendarii habían elegido la pista más lejana de todas las disponibles en alquiler del espaciopuerto de Londres por motivos de seguridad, no por economía. El hecho de que la distancia también la hiciera la más barata era simplemente una ventaja añadida y que se agradecería. La pista se encontraba al aire libre, al otro lado del campo de aterrizaje, rodeada de montones de asfalto pelado y desnudo. Nada podía acercarse sin ser visto. Y si alguna actividad no prevista tenía lugar a su alrededor, reflexionó Miles, era mucho menos probable que se implicara de modo fatal a ningún civil inocente. La elección había sido lógica.
También era una caminata condenadamente larga. Miles trató de andar a paso vivo sin escurrirse como una araña por el suelo de la cocina. ¿Se estaba volviendo un poquitín paranoico, además de esquizofrénico y maníaco depresivo? El sargento Barth, que marchaba a su lado incómodamente vestido de civil, había querido llevarlo hasta la compuerta de la lanzadera en el coche blindado de la embajada. Con cierta dificultad, Miles había logrado convencerlo de que siete años de cuidadosos subterfugios se irían al garete si se veía salir alguna vez al almirante Naismith de un vehículo oficial barrayarés. La buena vista de la pista de la lanzadera era algo que funcionaba en dos direcciones, ay. De todas formas, nada podía echárseles encima.
A menos que estuviera psicológicamente disfrazado, por supuesto. Pongamos por caso aquel enorme camión flotante de mantenimiento del espaciopuerto que avanzaba a toda velocidad sobre el terreno. Los había por todas partes; los ojos se acostumbraban rápidamente a su paso irregular. Si fueran a lanzar un ataque, decidió Miles, sin duda elegirían uno de aquellos vehículos. Era maravillosamente engañoso. Hasta que disparara primero, ningún defensor dendarii tendría la seguridad de no estar asesinando al azar a algún estibador despistado. Criminalmente embarazoso, algo así; el tipo de error que echaba a perder carreras.
El camión flotante cambió de ruta. Barth se giró y Miles se envaró. Parecía un curso de intercepción. Pero maldición, no se abría ninguna puerta o ventanilla, ningún hombre armado se asomaba para apuntar ni siquiera con una honda. De todas formas, Miles y Barth desenfundaron sus aturdidores legales. Miles trató de separarse del sargento y Barth intentó colocarse ante él: otro precioso momento de confusión.
Y entonces el camión flotante, ya lanzado, se alzó sobre ellos en el aire, cubriendo el luminoso cielo de la mañana. Su lisa superficie sellada no ofrecía ningún blanco al que un aturdidor pudiera afectar. Al menos a Miles le quedó claro el método de aquel asesinato: iba a morir por aplastamiento.
Miles chilló y se volvió y echó a correr, tratando de ganar velocidad. El camión flotante cayó como un ladrillo monstruoso cuando su antigrav fue desconectada bruscamente. En cierto sentido, era una exageración: ¿no sabían que sus huesos se quebrarían con una sencilla plataforma de reparto demasiado cargada? No quedaría de él más que una repulsiva mancha húmeda sobre el asfalto.
Se tiró al suelo, rodó… sólo el impacto del aire desplazado cuando el camión cayó sobre el pavimento lo salvó. Abrió los ojos para encontrarse con el borde de la máquina a escasos centímetros de su nariz, y se puso en pie mientras el vehículo de mantenimiento volvía a elevarse. ¿Dónde estaba Barth? Miles todavía llevaba en la mano el aturdidor inútil; tenía los nudillos despellejados y sangrientos.
En el reluciente costado del camión se veían los huecos de los asideros de una escalerilla. Si estuviera sobre el camión no podría estar debajo… Miles soltó el aturdidor y saltó, casi demasiado tarde, para agarrarse a los asideros. El camión se alzó de lado y volvió a caer, aplastando el lugar donde Miles se encontraba un segundo antes. Se alzó y cayó de nuevo con furioso estrépito, como un gigante histérico tratando de aplastar una araña con una zapatilla. El impacto arrancó a Miles de su precario asidero y cayó al suelo rodando, tratando de salvar sus huesos. No había una grieta en el terreno donde esconderse.
Una línea de luz se ensanchó bajo el camión mientras volvía a alzarse. Miles buscó un bulto enrojecido en la pista. No vio ninguno. ¿Barth? No, allí, acurrucado a lo lejos y gritándole a su comunicador de muñeca. Miles se puso en pie de un salto, zigzagueó. Su corazón latía con tanta fuerza que le parecía que la sangre iba a brotarle por las orejas por sobredosis de adrenalina; casi no respiraba a pesar del esfuerzo de sus pulmones. Cielo y asfalto giraron a su alrededor. Había perdido la lanzadera… no, allí estaba. Empezó a correr en esa dirección. Correr nunca había sido su mejor habilidad. Tenían razón aquellos tipos que querían apartarlo del entrenamiento como oficial debido a su aspecto físico. Con un profundo y vil gemido, el camión de mantenimiento se abrió camino en el aire tras él.
El violento estallido blanco lo hizo caer de bruces, resbalando sobre la pista. Fragmentos de metal, vidrio y plástico hirviendo llovieron a su alrededor. Algo pasó brillando tras su nuca. Miles se echó las manos a la cabeza y trató de fundir un agujero en el pavimento sólo con el calor del miedo. Le zumbaban los oídos y oyó solamente una especie de rugiente ruido blanco.
Otro milisegundo y se dio cuenta de que era un blanco inmóvil. Se volvió de lado, miró hacia arriba y esperó la caída del camión. No había ningún camión.
Un reluciente coche aéreo negro, sin embargo, bajaba suave e ilegalmente a través del espacio de control de tráfico del espaciopuerto, sin duda iluminando consolas y disparando alarmas en los ordenadores de control de los londinenses. Bueno, ya era causa perdida tratar de no llamar la atención. Miles lo catalogó como refuerzo barrayarés antes incluso de atisbar los uniformes verdes de su interior porque Barth corría hacia él afanoso. Sin embargo, no había ninguna garantía de que los tres dendarii que se les acercaban a la carrera desde su lanzadera hubieran llegado a la misma conclusión. Miles trató de levantarse y apenas se puso a cuatro patas. El movimiento, brusco e interrumpido, lo dejó mareado. Al segundo intento, logró ponerse en pie.
Barth trataba de arrastrarlo por el codo hacia el coche aéreo, ya posado en tierra.
—¡Volvamos a la embajada, señor! —urgió.
Un dendarii uniformado de gris se detuvo maldiciendo a unos cuantos metros de distancia y apuntó con su arco de plasma directamente a Barth.
—¡Tú, atrás! —rugió.
Miles se interpuso rápidamente entre los dos mientras Barth dirigía la mano a su chaqueta.
—¡Amigos, amigos! —gritó, las manos extendidas hacia ambos combatientes. El dendarii se detuvo, dubitativo y receloso, y Barth bajó los puños con esfuerzo.
Elli Quinn se acercó balanceando un lanzacohetes en una mano, la caja apoyada en el sobaco, el humo aún surgiendo de los cinco centímetros de su cañón. Debía haber disparado casi sin apuntar. Tenía el rostro enrojecido y aterrorizado.
El sargento Barth miró el lanzacohetes con furia reprimida.
—Ha estado un poco cerca, ¿no le parece? —le espetó a Elli—. Casi lo vuela junto con su blanco.
Celoso, advirtió Miles, porque él no tenía un lanzacohetes.
Los ojos de Elli se ensancharon de furia.
—Ha sido mejor que nada. ¡Que es aparentemente con lo que ustedes han venido!