—Hablaremos de eso… más tarde —tosió.
—¿Por qué no ahora?
—PORQUE ESTOY… —se detuvo, tomó aire— tratando de decir otra cosa —continuó con vocecita contenida.
Hubo una pausa.
—Dila —lo instó Elli.
—Um, deberes. Bueno, igual que el teniente Vorkosigan asume todos los deberes del almirante Naismith, más otros propios, lord Vorkosigan tiene todos los del teniente Vorkosigan, más los propios. Deberes políticos separados y superiores a los deberes militares de un teniente. Y, um… deberes familiares.
Tenía húmeda la palma de la mano; se la frotó con disimulo en los pantalones. Aquello era aún más difícil de lo que esperaba. Pero no más, sin duda, de lo que sería para alguien que había visto una vez cómo le volaban la cara con fuego de plasma tener que enfrentarse otra vez a lo mismo.
—Hablas como un diagrama de Venn. «El conjunto de todos los conjuntos que se pertenecen», o algo parecido.
—Así me siento —admitió él—. Pero tengo que evitar perderme.
—¿Qué contiene a lord Vorkosigan? —preguntó ella con curiosidad—. Cuando te miras en el espejo al salir de la ducha, ¿quién te mira desde allí? ¿Te dices a ti mismo «Hola, lord Vorkosigan»?
«Evito mirarme en los espejos…»
—Miles, supongo. Sólo Miles.
—¿Y qué contiene a Miles?
Con el índice derecho se acarició el dorso de su inmovilizada mano izquierda.
—Esta piel.
—¿Y ése es el último perímetro externo?
—Supongo.
—Dioses —murmuró ella—, me he enamorado de un hombre que se considera una cebolla.
Miles hizo una mueca; no pudo evitarlo. Pero… ¿«enamorado»? Su corazón se animó enormemente.
—Mejor que mi antepasada, que pensaba que era…
No, sería mejor no mencionar ese caso tampoco.
Pero la curiosidad de Elli era insaciable. Por eso la había asignado en primer lugar a la inteligencia dendarii, para la que había obtenido éxitos tan espectaculares.
—¿Qué?
Miles se aclaró la garganta.
—Se decía que la quinta condesa Vorkosigan sufría delirios periódicos y creía que estaba hecha de cristal.
—¿Y qué le pasó? —preguntó Elli, fascinada.
—Una de sus irritadas relaciones acabó por tirarla al suelo y romperla.
—¿Tan intenso era el delirio?
—Fue desde una torre de veinte metros. No sé —dijo él, impaciente—. No soy responsable de mis extraños antepasados. Todo lo contrario. Exactamente al contrario —tragó saliva—. Verás, uno de los deberes no militares de lord Vorkosigan es acabar por encontrar, en algún momento, en algún lugar, a una lady Vorkosigan. La undécima condesa Vorkosigan. Es algo que se espera de un hombre de una cultura estrictamente patriarcal. Ya sabes…
Parecía como si tuviera la garganta llena de algodón, su acento oscilaba de una personalidad a otra.
—… que estos, uh, problemas físicos míos —pasó la mano por toda la longitud, o carencia de longitud, de su cuerpo— fueron teratogénicos, no genéticos. Mis hijos deberían ser normales. Un hecho que tal vez me haya salvado la vida, en vista de la tradicional actitud implacable de Barrayar hacia las mutaciones. Creo que mi abuelo nunca estuvo totalmente convencido de ello. Siempre he deseado que hubiese vivido para ver a mis hijos, sólo para demostrárselo.
—Miles —lo interrumpió Elli amablemente.
—¿Sí? —dijo él, sin aliento.
—Estás farfullando. ¿Por qué? Podría escucharte una hora entera, pero es preocupante cuando te atascas.
—Estoy nervioso —confesó. Sonrió, cegado.
—¿Reacción retrasada por lo de esta tarde? —Elli se acercó, tranquilizándolo—. Lo comprendo.
Él acomodó el brazo derecho alrededor de su cintura.
—No. Sí, bueno, tal vez un poco. ¿Te gustaría ser la condesa Vorkosigan?
Ella sonrió.
—¿Hecha de cristal? No es mi estilo, gracias. La verdad es que el título sugiere a alguien vestido de cuero negro con tachuelas de cromo.
La imagen mental de Elli vestida de esa manera fue tan arrebatadora que Miles tardó medio minuto en volver al tema.
—Déjame que lo exprese de otra forma —dijo por fin—. ¿Quieres casarte conmigo?
El silencio fue esta vez mucho más largo.
—Creía que tratabas de pedirme que me fuera a la cama contigo, y me reía. Por tus nervios.
No se reía ahora.
—No —dijo Miles—. Eso habría sido fácil.
—No quieres mucho, ¿no? Sólo cambiar por completo el resto de mi vida.
—Es bueno que comprendas eso. No se trata sólo de un matrimonio. Lleva unido un trabajo muy concreto.
—En Barrayar. Abajo.
—Sí. Bueno, habría algunos viajes.
Ella permaneció en silencio durante demasiado rato, y luego dijo:
—Nací en el espacio. Crecí en una estación de tránsito en el espacio profundo. He trabajado la mayor parte de mi vida adulta a bordo de naves. El tiempo que he pasado con los pies pisando tierra auténtica no pasa de meses.
—Sería un cambio —admitió Miles, incómodo.
—¿Y qué le sucedería a la futura almirante Quinn, mercenaria libre?
—Presumiblemente… es de esperar que encuentre el trabajo de lady Vorkosigan igualmente interesante.
—Déjame adivinar. El trabajo de lady Vorkosigan no incluiría el mando de naves.
—Los riesgos de seguridad por permitir una carrera así me sorprenderían incluso a mí. Mi madre renunció al mando de una nave (Investigación Astronómica Betana) por ir a Barrayar.
—¿Me estás diciendo que buscas a una chica que sea como mamá?
—Tiene que ser lista, tiene que ser rápida, tiene que ser una superviviente decidida —explicó Miles tristemente—. Cualquier otra cosa supondría una masacre de inocentes. Tal vez la suya, tal vez la de nuestros hijos. Los guardaespaldas, como bien sabes, no lo resuelven todo.
Ella dejó escapar un largo y silencioso silbido mientras observaba cómo la observaba él. El contraste entre la incomodidad de sus ojos y la sonrisa de sus labios hería a Miles. «No quería hacerte daño… lo mejor que puedo ofrecerte no debería resultarte doloroso… Es demasiado, demasiado poco… ¿demasiado horrible?»
—Oh, querido —suspiró ella apenada—, piensa.
—Quiero lo mejor para ti.
—Y por eso quieres encadenarme el resto de mi vida a una, lo siento, pelota de polvo de segunda clase que apenas ha salido del feudalismo, que trata a las mujeres como muebles o ganado… y que me negaría la práctica de todas las habilidades militares que he aprendido en los últimos doce años, desde el amarre de lanzaderas a la química de interrogatorios… lo siento. No soy antropóloga. No soy una santa, y no estoy loca.
—No tienes que decir que no ahora mismo —dijo Miles con un hilo de voz.
—Oh, claro que sí. Antes de que mirarte haga que se me debiliten los tobillos. O la cabeza.
«¿Y qué decir a eso? —se preguntó Miles—. Si realmente me amaras, ¿querrías renunciar a toda tu historia personal por mí? Oh, claro. No le va la inmolación. Esto la hace fuerte, su fuerza me hace quererla, y así completamos el círculo.»
—El problema entonces es Barrayar.
—Por supuesto. ¿Qué mujer humana en su sano juicio se trasladaría voluntariamente a ese planeta? Con la excepción de tu madre, al parecer.
—Ella es excepcional. Pero… cuando ella y Barrayar chocan, es Barrayar el que cambia. Lo he visto. Tú podrías ser una fuerza de cambio similar.
Elli sacudió la cabeza.
—Conozco mis límites.
—Nadie conoce sus límites hasta que los ha superado.
Ella lo miró.
—Tú sí que tendrías que saberlo bien. ¿Qué pasa contigo y Barrayar, por cierto? Los dejas que te manejen como… Nunca he comprendido por qué nunca has cogido a los dendarii y te has largado. Conseguirías que funcionara, mejor de lo que lo hizo funcionar el almirante Oser, mejor incluso que Tung. Podrías acabar siendo emperador de tu propia roca.
—¿Contigo a mi lado? —Miles sonrió enigmáticamente—. ¿Sugieres en serio que me embarque en un plan de conquista galáctica con cinco mil tipos?
Ella se echó a reír.
—Al menos yo no tendría que renunciar al mando de la flota. No, en serio. Si estás tan obsesionado con ser soldado profesional, ¿para qué necesitas a Barrayar? Una flota mercenaria ve diez veces más acción que una planetaria. Una bola de tierra entra en guerra una vez por generación, si tiene suerte…
—O no la tiene —concluyó Miles.
—Una flota mercenaria la sigue.
—Ese hecho estadístico ha sido advertido por el alto mando barrayarés. Es una de las principales razones por las que estoy aquí. He tenido más experiencia de combate real, aunque a pequeña escala, en los últimos cuatro años, que la mayoría de los otros oficiales imperiales en los últimos catorce. El nepotismo funciona de formas extrañas. —Se pasó un dedo por la limpia línea de su mandíbula—. Ahora comprendo. Estás enamorada del almirante Naismith.
—Por supuesto.
—No de lord Vorkosigan.
—Estoy molesta con lord Vorkosigan. Te tiene en poca estima, amor.
Él dejó pasar el doble sentido. Así que el abismo que se había abierto entre ellos era más profundo de lo que pensaba. Para ella, quien no era real era lord Vorkosigan. Enlazó los dedos tras su nuca y respiró su aliento mientras ella preguntaba:
—¿Por qué dejas que Barrayar te fastidie la vida?
—Es la mano que me han servido.
—¿Quién? No lo entiendo.
—No importa. Da la casualidad de que para mí es muy importante ganar con esa mano. Así sea.
—Tu funeral —hundió los labios en su boca.
—Mmm.
Ella se apartó un instante.
—¿Puedo seguir abrazándote? Con cuidado, por supuesto. No te marcharás cabreado porque te he rechazado, ¿no? Rechazado a Barrayar, quiero decir. No a ti, nunca a ti…
«Me estoy acostumbrando a esto. Casi aturdido…»
—¿Que si voy a marcharme? —preguntó suavemente—. ¿Porque no puedo tenerlo todo, no tomo nada, y me marcho enfurruñado? Espero que me arrastres de cabeza por el pasillo si me comporto de forma tan obtusa.
Ella se echó a reír. No pasaba nada, si todavía conseguía hacerla reír. Si Naismith era todo lo que ella quería, sin duda lo tendría. La mitad de hombre a la mitad de precio. Se acercaron a la cama, las bocas hambrientas de besos. Fue fácil, con Quinn. Ella así lo permitió.
Hablar en la cama con Quinn fue hablar de trabajo. Miles no se sorprendió. Junto con un masaje con el que a punto estuvo de fundirse y derramarse por el borde de la cama para formar un charquito en el suelo, Miles asimiló el resto de su completo informe sobre las actividades y los descubrimientos de la policía londinense. Él a cambio la puso al día sobre los acontecimientos en la embajada y la misión que había encomendado a Elena Bothari-Jesek. Y durante todos aquellos años él había pensado que necesitaba una sala de conferencias para intercambiar información. Claramente, se había topado con un insospechado universo de estilo de mando alternativo. Lo sibarítico se había impuesto a lo cibernético.
—Pasarán diez días —se quejó Miles a su colchón—, antes de que Elena pueda regresar de Tau Ceti. Y no hay ninguna garantía de que traiga consigo el dinero que falta. Sobre todo si ya lo habían enviado. Mientras, la Flota Dendarii permanece mano sobre mano en órbita. ¿Sabes lo que nos hace falta?
—Un contrato.
—Exactamente. Hemos aceptado antes contratos en el ínterin. A pesar de que Seguridad Imperial de Barrayar es un cliente permanente, incluso le gusta: da un respiro a su presupuesto. Después de todo, cuantos menos impuestos tengan que exprimir a los ciudadanos, más tranquila se vuelve Seguridad en casa. Es curioso que nunca hayan intentado convertir a la Flota Dendarii en un proyecto generador de ingresos. Habría enviado a nuestros encargados a buscar un contrato hace semanas si no estuviéramos atascados en la órbita de la Tierra hasta que se resuelva este lío de la embajada.
—Lástima que no podamos poner la flota a trabajar aquí mismo, en la Tierra —dijo Elli—. La paz se ha impuesto en todo el planeta, desgraciadamente.
Con las manos aflojó los nudos de los músculos de sus pantorrillas, fibra a fibra. Miles se preguntó si la convencería para que a continuación le trabajara los pies. Él lo había hecho con los suyos hacía un ratito, después de todo, aunque con vistas a objetivos más elevados. Oh, cielos, no iba a tener siquiera que convencerla… agitó los dedos, deleitado. Nunca había sospechado que los dedos de sus pies fueran sexys hasta que Elli se lo dijo. De hecho, su satisfacción con todo el cuerpo henchido de placer era siempre alta.
—Estoy mentalmente bloqueado —decidió—. Me equivoco en algo. Vamos a ver. La Flota Dendarii no está atada a la embajada, aunque yo sí. Podría despediros a todos…
Elli gimió. Fue un sonido tan inesperado, viniendo de ella, que se arriesgó a sufrir un espasmo muscular para doblar el cuello y mirarla por encima del hombro.
—Ideas tumultuosas —se disculpó.
—Bien, adelante.
—Y además, por culpa del lío de la embajada, no estoy demasiado ansioso por desprenderme de mis refuerzos. Hay… hay algo que no va bien. Lo que significa que si nos quedamos quietos esperando a que la embajada lo resuelva será aún peor. Bien. Un problema cada vez. Los dendarii. Dinero. Trabajitos dispersos… ¡eh!
—¿Eh?
—¿Quién dice que tengo que contratar toda la flota a la vez? Trabajo. Chapucillas aquí y allá. Dinero contante y sonante. ¡Divide y vencerás! Guardias de seguridad, técnicos de ordenador, todo lo que se nos ocurra que pueda constituir una fuente de ingresos…
—¿Robo de bancos? —dijo Elli con creciente interés.
—¿Y dices que la policía te soltó? No te entusiasmes. Pero dispongo de una mano de obra de cinco mil personas de formaciones diversas y altamente especializadas. Seguro que eso es una fuente de recursos de valor superior a la
Triumph
. ¡Delega! ¡Que ellos se disgreguen y vayan a ganar unas malditas monedas!
Elli, sentada cruzada de piernas al pie de la cama, observó, molesta:
—¡He trabajado una hora para relajarte y mira ahora! ¿De qué eres, de plástico? Todo tu cuerpo se enrosca ante mis ojos… ¿Adónde vas?
—A poner la idea en marcha, ¿adónde si no?
—La mayoría de la gente se pone a dormir, llegados a este punto…
Bostezando, le ayudó a rebuscar entre los uniformes apilados en el suelo. Las camisetas negras resultaron ser casi iguales. La de Elli se distinguía por el leve olor corporal que la impregnaba. Miles casi no quiso devolvérsela, pero comprendió que quedarse la ropa interior de su novia no le iba a ayudar a ganar puntos en el apartado de
savoir faire
. El acuerdo fue tácito pero claro: esa fase de su relación debía cesar discretamente en la puerta del dormitorio, si no querían desacreditar la fatua consigna del almirante Naismith.