Authors: Kami García,Margaret Stohl
Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico, #Romántico
—¿De la chica?
—Sí. —Miré los salientes de roca en la parte alta de la cueva—. Lena.
—¿Su nombre es Lena?
Asentí mientras las lágrimas empezaban a rodar por mi cara. Me sentí tan aliviado por poder recordar aún su nombre.
Date prisa, Lena. No me queda mucho tiempo.
* * *
Para cuando volví a ver al cuervo, ya había olvidado. Mis recuerdos eran como un vago sueño, excepto que nunca dormía. Observaba a Xavier. Contaba botones y catalogaba monedas. Miraba al cielo.
Eso era lo que estaba tratando de hacer ahora, cuando ese estúpido pájaro empezó a graznar, agitando sus enormes alas.
—Márchate.
Él graznó más fuerte todavía.
Rodé hacia un lado, intentando espantarlo con la mano. Fue entonces cuando vi el libro en el suelo delante de mí.
—Xavier —llamé con voz inestable—. Ven aquí.
—¿Qué pasa, hombre muerto? —escuché que me decía desde la cueva.
—El
Libro de las Lunas
. —Lo cogí y pude sentir su calor en mis manos. Pero mis manos no se quemaban. Recuerdo que pensé que debería quemarme.
En el momento en que cogí el libro, mis recuerdos volvieron de nuevo. Igual que el libro me había devuelto de la muerte una vez, ahora me estaba devolviendo mi vida de nuevo. Podía visualizar cada detalle. Los lugares en los que había estado. Las cosas que había hecho. La gente a la que amaba.
Podía ver el delicado rostro de Lena. Sus ojos, uno verde y otro dorado, y la marca de nacimiento con forma de luna creciente de su mejilla. Recordé su aroma a limones y romero y los vientos huracanados y la combustión espontánea. Todo lo que hacía de Lena la chica a la que amaba.
Otra vez volvía a estar completo.
Y supe que tenía que dejar aquel lugar antes de que me atara para siempre.
Sujeté el libro con ambas manos y lo llevé al interior de la cueva. Había llegado la hora de hacer el intercambio.
* * *
Con cada nuevo paso, el libro parecía hacerse más pesado en mis manos. Sin embargo, no consiguió detenerme. Nada podría hacerlo ahora.
No mientras hubiera algún paso más que dar.
Las Verjas del Custodio Lejano se erguían frente a mí, firmes y altas. Ahora comprendía por qué Xavier estaba tan obsesionado con el oro. Las Verjas eran de un mugriento tono marrón negruzco, pero bajo éste podían apreciarse destellos de oro. Se alzaban como intimidantes agujas. Y no daban la impresión de desembocar en ninguna parte a la que una persona quisiera ir.
—Parecen tan malignas.
Xavier siguió mis ojos hasta la punta de las agujas.
—Son lo que son. El poder no es ni bueno ni malo.
—Tal vez sea verdad, pero este lugar es maligno.
—Ethan. Eres un poderoso Mortal. Hay más vida en ti que en cualquier hombre muerto con el que me haya podido topar. —De alguna forma aquello no sonaba muy reconfortante—. No puedo abrir las Verjas si no deseas verdaderamente entrar. —Sus palabras sonaban amenazantes.
—Tengo que ir. Tengo que volver con Lena, Amma y Link. Y con mi padre, Marian y Liv y todo el mundo. —Visualicé sus caras una a una. Me sentí rodeado por ellos, por sus espíritus y el mío. Recordé lo que era vivir entre ellos, mis amigos.
Recordé lo que era vivir.
—Lena. ¿La chica con los rizos dorados? —Xavier parecía sentir curiosidad.
No había forma de hacérselo entender, no a él. Así que me limité a asentir, parecía lo más sencillo.
—¿Y la quieres? —Parecía sentir todavía más curiosidad sobre eso.
—Sí. —No había duda—. La amo por encima del universo y más allá. La amo desde este mundo al siguiente.
Parpadeó, inexpresivo.
—Bueno, eso es muy serio.
Tuve ganas de sonreír.
—Sí. Intenté explicártelo. Así es.
Me miró fijamente durante un largo momento y finalmente asintió.
—Está bien. Sígueme. —Entonces desapareció por el sendero de tierra delante de mí.
Le seguí mientras el sendero se retorcía hasta transformarse en una escalera imposible tallada en la roca. Ascendimos por ella hasta alcanzar una estrecha cornisa que desembocaba en lo que parecía ser el olvido. Cuando traté de mirar por encima del borde de la roca, lo único que pude ver fueron nubes y oscuridad.
Ante mí estaban las imponentes verjas negras. No podía distinguir nada más allá. Pero sí escuchar unos sonidos horribles, cadenas arrastrándose y voces gimiendo y llorando.
—Suena como el infierno.
—No es el infierno. —Sacudió la cabeza—. Sólo el Custodio Lejano.
Xavier se puso delante de mí, bloqueándome el paso a las Verjas.
—¿Estás seguro de querer hacerlo, hombre muerto?
Asentí, manteniendo la vista sobre su rostro desfigurado.
—Chico humano. Al que llaman Ethan, mi amigo. —Sus ojos se tornaron pálidos y vidriosos, como si estuviera sumido en algún tipo de trance.
—¿Qué sucede, Xavier? —Me sentía impaciente, pero sobre todo aterrorizado. Y cuanto más permaneciéramos ahí fuera escuchando los horribles sonidos de lo que fuera que estuviera pasando allí dentro, más difícil se me hacía entrar. Tenía miedo a perder el valor, a renunciar y darme la vuelta, a echar a perder todo aquello por lo que Lena había pasado para entregarme el
Libro de las Lunas
.
Él me ignoró.
—¿Me estás proponiendo un intercambio, hombre muerto? ¿Qué me ofreces si te abro las Verjas? ¿Cómo pretendes pagar tu entrada al Custodio Lejano?
Me quedé inmóvil.
Él abrió un ojo y me susurró.
—El libro. Dame el libro.
Se lo di, pero no podía apartar mis manos de él. Era como si el libro y yo fuéramos uno solo y, de algún modo, estuviera también conectado con Xavier.
—Que demo…
—Acepto esta ofrenda y, a cambio, te abro las Verjas del Custodio Lejano. —El cuerpo de Xavier quedó inerte, y se desplomó como un saco vacío sobre el libro.
—¿Te encuentras bien, Xavier?
—Chist. —El sonido que llegaba desde debajo de su ropa fue lo único que me indicó que aún seguía con vida.
Escuché otro sonido, como de rocas cayendo o coches chocando, pero en realidad sólo eran las enormes Verjas abriéndose. Parecía como si no se hubieran abierto en miles de años. Observé los negros muros abrir paso al mundo detrás de ellos.
Mientras una oleada de alivio, cansancio y adrenalina hacía que mi corazón se desbocara, un pensamiento daba vueltas sin parar en mi cabeza.
Tiene que terminarse pronto.
Ésta tenía que ser la parte más dura. Había pagado al Barquero. Había cruzado el río. Había conseguido el libro. Había hecho el intercambio.
He llegado al Custodio Lejano. Ya casi estoy en casa. Ya voy, L.
Me imaginé su rostro. Imaginé volver a verla y estrecharla de nuevo entre mis brazos.
No faltaba mucho.
Al menos eso fue lo que pensé cuando atravesé las Verjas.
N
o recuerdo lo que vi cuando penetré en el Custodio Lejano. Lo que recuerdo son los sentimientos. La sensación de auténtico terror. El modo en que mis ojos no podían encontrar nada —ni una sola cosa familiar— donde posarse. Nada que pudieran entender. Nada de cuanto hubiese podido encontrar en otros mundos me había preparado para lo que ahora veía.
El lugar era frío y maligno, como la torre de Sauron en
El señor de los anillos
. Tenía esa misma sensación de estar siendo vigilado, la sensación de que una especie de ojo universal podía ver lo que yo veía, podía percibir los terrores más profundos de mi corazón y explotarlos.
Mientras me alejaba de las Verjas, dos altos muros se erguían sobre mí a ambos lados del camino, extendiéndose hacia un mirador desde donde podía ver gran parte de una ciudad. Era como si estuviera contemplando un valle desde lo alto de una montaña. A mis pies, la ciudad se expandía hasta el horizonte en una enorme sucesión de estructuras. Cuando me fijé más detenidamente, advertí que no se parecía a una ciudad corriente.
Era un laberinto, una enorme y trabada maraña de senderos tallados a partir de setos recortados que se extendía amenazante a través de toda la ciudad y se interponía entre donde yo estaba y el edificio dorado que se alzaba en el fondo del horizonte.
El edificio al que tenía que llegar.
—¿Has venido para enfrentarte al laberinto? ¿Has venido para los juegos? —escuché una voz detrás de mí, y me volví para ver a un hombre de una palidez antinatural, como los Guardianes que habían aparecido en la Biblioteca de Gatlin antes del juicio de Marian. Tenía los ojos opacos y llevaba esas gafas prismáticas que había llegado a asociar con el Custodio Lejano.
Sobre su delgado cuerpo colgaba una túnica negra como las que llevaban los miembros del Consejo cuando sentenciaron a Marian —o lo que quiera que planearan hacer antes de que Macon, John y Liv les detuvieran.
Ellos eran las personas más valientes que conocía. No podía fallarles ahora.
Ni a Lena. Ni a ninguno de ellos.
—He venido por la biblioteca —contesté—. ¿Podría mostrarme el camino?
—Eso es lo que he dicho. ¿Para los juegos? —Señaló un galón de oro sobre su hombro—. Soy oficial. Estoy aquí para asegurarme de que todos los que entren en el Custodio encuentren su camino.
—¿Eh?
—¿Quieres ganarte la entrada al Gran Custodio? ¿Es ése tu deseo?
—Así es.
—Entonces estás aquí por los juegos. —El hombre pálido señaló al descuidado laberinto verde por debajo de nosotros—. Si sobrevives al laberinto, acabarás allí. —Movió su dedo hasta señalar las torres doradas—. El Gran Custodio.
No quería encontrar mi camino a través del laberinto. Todo lo que se refería al Más Allá parecía ser un enorme galimatías, pero lo único que quería hacer era buscar mi salida.
—Creo que no me ha entendido. ¿No hay ningún tipo de puerta? ¿Un lugar por el que pueda acceder sin tener que participar en ningún juego? —No tenía tiempo para aquello. Necesitaba encontrar
Las
Crónicas Caster
y salir de allí. Volver a casa.
Vamos, hombre.
Él me golpeó el brazo con su mano, y tuve que esforzarme para continuar de pie. El hombre era increíblemente fuerte, con la fuerza de Link y John.
—Sería demasiado sencillo si se pudiera caminar hasta el Gran Custodio. ¿Qué sentido tendría?
Traté de disimular mi frustración.
—No lo sé. ¿Tal vez acceder al interior?
Él frunció el ceño.
—¿De dónde vienes?
—Del Más Allá.
—Hombre muerto, escúchame bien. El Gran Custodio no es como el Más Allá. El Gran Custodio tiene muchos nombres. Para los nórdicos es Valhalla, Salón de los Señores. Para los griegos es el Olimpo. Hay tantos nombres como los hombres quieran llamarlo.
—Está bien. Todo eso ya lo sé. Sólo quiero encontrar el camino a esa biblioteca. Si pudiera encontrar a alguien con quien hablar…
—Sólo hay un camino para el Gran Custodio —declaró—. El Camino de los Guerreros.
Suspiré.
—¿Así que no hay ningún otro camino? ¿Como un portal? ¿Tal vez una Puerta del Guerrero?
Sacudió la cabeza.
—No hay puertas para acceder al Gran Custodio.
Por supuesto que no.
—¿En serio? ¿Y qué me dice de una escalera? —pregunté. El hombre pálido negó con la cabeza—. ¿O tal vez un sendero?
Él había dado por zanjada la conversación.
—Sólo hay un camino para entrar y una muerte honrosa. Y únicamente hay una salida.
—¿Quiere decir que todavía puedo estar más muerto que ahora?
Sonrió educadamente.
Volví a insistir.
—¿Qué es exactamente una muerte honrosa?
—Te enfrentas con el laberinto. Éste hará lo que quiera contigo. Y aceptarás tu destino.
—¿Y? ¿Cuál es entonces la salida?
Se encogió de hombros.
—Nadie sale, salvo que decidamos dejarle marchar.
Genial.
—Gracias, creo. —¿Qué más podía decir?
—Buena suerte, hombre muerto. Que luches en paz.
Asentí.
—Sí, claro. Eso espero.
El extraño Guardián, si eso es lo que era, volvió a su puesto de vigilancia.
Bajé la vista al enorme laberinto, preguntándome una vez más dónde me había metido y cómo iba a salir de allí.
No se debería decir pasar el trance de la muerte. Se debería decir superarlo.
Porque el juego, una vez que había perdido, es cuando empezaba a endurecerse. Estaba algo más que preocupado porque tan sólo acababa de comenzar.
* * *
Sin embargo, no podía posponerlo por más tiempo. La única forma de terminar con toda esta historia del laberinto era, al igual que con muchas otras cosas, entrar a saco a por él.
Tendría que encontrar el camino de la forma más dura.
Por el Camino de los Guerreros, o como se llamara.
¿Y luchar en paz? ¿Qué querría decir eso?
Me mantuve alerta mientras me tambaleaba al descender por los peldaños de una escalera tallada en la piedra. Empecé a adentrarme en el valle de debajo, y los escalones se ampliaron convirtiéndose en capas de empinados acantilados donde el musgo verde crecía entre las rocas y la hiedra colgaba de los muros. Cuando alcancé la base de la escalera, me encontré en un inmenso jardín.
Pero no un jardín como esos donde la gente de Gatlin cultivaba tomates, justo delante de sus aparatos de aire acondicionado, sino un jardín en el sentido del Jardín del Edén, nada que ver con El Jardín del Edén, la floristería, de Main Street en Gatlin.
Éste era como un sueño. Porque los colores estaban todos equivocados, eran demasiado brillantes y había demasiada variedad. Cuando me aproximé, comprendí dónde estaba.
El laberinto.
Filas interminables de setos plagados de arbustos en flor que hacían que los jardines del Ravenwood parecieran pequeños y descuidados en comparación.
Cuanto más caminaba, menos me parecía estar andando y más estar abriéndome paso por una selva. Tenía que apartar las ramas de mi cara, y dar patadas a las zarzas y la maleza que me llegaban hasta la cintura. Tú mismo o muérete. Es lo que Amma habría dicho. Sigue intentándolo.
Aquello me recordó a la vez que intenté volver a casa solo desde Wader’s Creek cuando tenía nueve años. Había estado hurgando en el taller de trabajo de Amma, que resultó no ser un taller de trabajo en absoluto, sino más bien el cuarto donde almacenaba sus provisiones para los hechizos. Ella me soltó una buena reprimenda y yo, muy digno, le dije que volvería caminando hasta casa. «Puedo encontrar mi camino», le aseguré. Pero no encontré ni mi camino ni ningún otro. En su lugar, deambulé de un lado a otro adentrándome cada vez más en el pantano, aterrorizado por el sonido que las colas de los caimanes hacían al golpear el agua.