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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (26 page)

BOOK: Historia de los griegos
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Este Parlamento no disponía de local. Se reunía siempre al aire libre a veces en el teatro, a veces en el
ágora
y a veces incluso en El Pireo. La sesión se abría al alba, con una ceremonia religiosa que consistía en el sólito sacrificio a Zeus de un ternero o un cerdo. Si llovía, quería decir que Zeus estaba de mal humor y la reunión quedaba aplazada. Luego el presidente, que era elegido cada año, leía los proyectos de ley. En teoría, todos podían hablar en pro y en contra, por orden de edad. En realidad había que estar legalmente casado, no tener antecedentes penales, ser propietario de algún bien inmueble y estar en orden con los impuestos. Y estamos seguros de que en estas condiciones se encontraban a lo más el diez por ciento de los congregados, Pero, además había que poseer también el don de la oratoria, pues se trataba de una reunión de entendidos que no gustaba de meterse con el que subía a la tribuna.

Éste no podía quitar ojo a la clepsidra de agua que medía el tiempo y cuya institución es lástima que los Parlamentos de hoy día hayan olvidado. Había que decir todo lo que se tenía que decir, bien, clara y rápidamente. No sólo esto, sino que quien presentaba una proposición era responsable de la misma, en el sentido de que, al cabo de un año de su adopción, si los resultados habían sido negativos, además de anular el acuerdo, se podía multar al autor de la propuesta. Y también es lástima que se haya perdido esta costumbre. Se votaba por aclamación, salvo en casos particulares en los que se exigía el escrutinio secreto. Y el resultado era definitivo: la proposición se convertía automáticamente en ley. Pero antes de llegar a este resultado final, habitualmente se pedía el parecer de la
bulé
o
Consejo,
que era una especie de Tribunal constitucional.

Lo formaban quinientos ciudadanos sacados a suerte de los registros de vecinos, sin fijarse en calificaciones y competencias particulares. Ejercían el cargo durante un año y no podían ser sorteados de nuevo hasta que todos los demás ciudadanos hubiesen cumplido su turno. Por aquel servicio público eran modestamente pagados: cinco óbolos al día. Y se reunían en un edificio ex profeso, el
buleuterio,
en un ángulo del
ágora.
Estaban divididos en diez
pritanias,
o comités, de cincuenta miembros cada uno, según los cometidos, que eran de vario y amplio control: la constitucionalidad de las proposiciones de ley, la moralidad de los funcionarios civiles y religiosos, el presupuesto y la administración pública. Estaban reunidos todos los días desde el amanecer hasta el ocaso. Cada
pritania
presidía durante treinta y seis días a toda la
bulé,
sacando a suertes cada día el presidente de entre los propios miembros. De modo que a cada ciudadano le tocaba serlo tarde o temprano, lo que hacía de Atenas una ciudad de ex presidentes y ayuda a explicarnos el gran apego de aquel pueblo a su ciudad y a su régimen.

En cuanto al Areópago, ciudadela de los aristócratas conservadores, y en tiempos omnipotente, la democracia, desde Pisístrato en adelante, lo ha ido devorando lentamente. Existe aún en tiempos de Pericles, pero reducido a una especie de Tribunal de casación, competente sólo para pronunciarse sobre los delitos que entrañan la pena capital. El poder legislativo es ahora un sólido monopolio de la
Ecclesia y
de la
bulé.

El ejecutivo es ejercido por los nueve
arcontes
que, de Solón en adelante, componen el ministerio. En teoría, también éstos vienen imparcialmente sorteados entre el elenco de los ciudadanos. De hecho, por «casualidad» se guía la mano con mil sagacidades. El sorteado ha de demostrar primero que todos sus ascendientes son, por las dos partes, atenienses, que ha cumplido todos sus deberes de soldado y de contribuyente, el respeto que tiene a los dioses, la ejemplaridad de una vida sobre la cual son admitidas todas las insinuaciones y sobre la cual muy pocos debían de estar dispuestos a aceptar investigaciones. Pero, además, hay que pasar ante la
bulé
una especie de examen psicotécnico llamado
doquimasia,
que ponga de manifiesto el nivel intelectual del candidato, y a este respecto es fácil comprender qué clase de pasteleos se podían hacer.

El arconte permanece en el cargo un año, durante el cual ha de pedir lo menos nueve veces el voto de confianza a la
Ecclesia.
Expirado el término, toda su actividad queda sujeta a investigación por parte de la
bulé,
cuyo veredicto varía de la condena a muerte a la reelección. Si no hay ni ésta ni aquélla, el ex arconte queda jubilado del Areópago, donde permanece, por decirlo así, como senador vitalicio pero sin poderes.

De los nueve arcontes, el formalmente más importante es el
basileo,
que literalmente querría decir rey, pero que en cambio correspondería hoy en día a «papa», dado que sus atribuciones son exclusivamente religiosas. En el papel, encarna el más alto cargo del Estado. Pero en realidad los poderes mayores, en esta sospechosa división que tiende a excluirles a todos, están en manos del arconte militar, llamado
stratégos autokrator,
que es el comandante en jefe de las fuerzas armadas. Dado que Atenas no es un Estado militarista con ejército permanente y que el servicio de leva, en vez de en cuarteles, se hace en
nomadelfias
sin uniforme, donde el recluta, más que a obedecer, aprende a autogobernarse y guarda celosamente el sentido de sus derechos y de su independencia de ciudadano, no hay peligro de que el
autokrator
pueda hacer de él un instrumento para cualquier
pronunciamiento
[2]
a la sudamericana.

Fue, pues, este cargo en el que en seguida fijó Pericles su atención, haciéndose reelegir año tras año desde el 467 en adelante. Pero por el mismo hecho que cada vez tenía que formar una mayoría en la
Ecclesia
y luego someterse a una investigación por parte de la
bulé,
está claro que sus poderes eran más los de un rey constitucional que los de un dictador. Por su habilidad personal logró ejercerlos en sentido extensivo, atribuyéndose poco a poco los de ministro de Relaciones Exteriores y del Tesoro. Atenas, como gran potencia naval, necesitaba de gran diplomacia y los atenienses, pareciéndoles que Pericles era muy ducho en ella, se la dejaron en contrata. Pero cada decisión que tomaba tenía que someterla a la
Ecclesia.
Más recelosos se mostraron en lo tocante a la administración de las finanzas, porque parecía que Péneles tenía las manos rotas. Y, como ejemplo, por el Partenón le hicieron, como hemos dicho, mil historias.

Pero las cifras son las cifras. El presupuesto del Estado, cuando Pericles fue elegido por primera vez, registraba una entrada total de mil quinientos millones de liras al año. Cuando se retiró, pese a lo que había gastado en obras públicas, las entradas habían subido a treinta y cinco mil millones.

En suma, el secreto de Pericles, el que le valió la reelección para
autokrator
durante casi cuarenta años, era tan sólo su éxito, debido a la excelencia de sus cualidades de estadista y de administrador. Tan poco abusó de ella, que tuvo que sufrir, al término de su inmaculada carrera, el proceso de Aspasia, del cual el verdadero encausado era él mismo y tuvo que implorar, llorando, piedad en público, ante mil quinientos jurados.

Si aquel proceso deshonra a alguien, no es a Pericles y ni siquiera a Aspasia, sino a Atenas.

Cuarta parte
El fin de una era
CAPÍTULO XXXVI

La Guerra del Peloponeso

De prestar oídos a las malas lenguas de la época, Pericles llevó Atenas a la ruina buscando camorra en Megara, porque algunos megarenses habían ofendido una vez a Aspasia secuestrando un par de chicas de su casa de tolerancia. También entonces la gente se divertía explicando la historia con la nariz de Cleopatra.

En realidad, el asunto de Megara, que fue el comienzo de la catástrofe no tan sólo para Atenas sino para toda Grecia, tiene orígenes mucho más complejos y lejanos y no dependió en absoluto de la voluntad de un hombre, ni siquiera de un Gobierno o de un régimen. Pericles no hizo una política exterior diferente a la que otro cualquiera, en su lugar, habría hecho. Para Atenas no había alternativas: o ser un imperio o no ser nada. Encerrada por la parte del continente, con pocos kilómetros cuadrados de tierra pedregosa y árida, el día en que no hubiese podido importar trigo y otras materias primas se habría muerto de hambre. Para importarlas necesitaba seguir siendo la dueña del mar. Y para seguir siendo dueña del mar, tenía que dominar con su flota todos aquellos pequeños Estados anfibios que los griegos habían fundado en las costas de su península, del Asia Menor y en las islas, grandes y pequeñas, que recortan el Egeo, el Jónico y el Mediterráneo.

El Imperio de Atenas se llamaba Confederación, como el inglés se llama
Commonwealth.
Pero la realidad que se ocultaba en este nombre hipócritamente democrático e igualatorio, era el control comercial y político de Atenas sobre las ciudades que formaban parte de la Confederación. Metona, cuando fue azotada por la sequía y la carestía, hubo de penar no poco por obtener de Atenas el permiso de importar con sus naves un poco de trigo. Atenas pretendía ser ella quien distribuyese las materias primas, primeramente para garantizar el monopolio de los fletes a sus armadores, y, después, para disponer de un arma con que reducir por el hambre aquellos pequeños Estados si hubiesen tenido veleidades autonomistas.

Pese a todo el liberalismo, Pericles no aflojó jamás ese control. Como buen diplomático, defendía el derecho a la supremacía marítima ateniense en nombre de la paz. Decía que su flota aseguraba el orden, y en cierto sentido era verdad. Pero se trataba de un orden estrictamente ateniense. Él, por ejemplo, rehusó regularmente, como sus predecesores, dar una explicación sobre el uso que se había hecho de los fondos aportados por las varias ciudades para financiar las campañas contra Persia: en realidad los había empleado para reconstruir Atenas desde los cimientos y hacer de ella la gran metrópoli en que se convirtió bajo él. En 432 recogió de los Estados confederados la bonita suma de quinientos talentos, equivalente a algo así como ciento setenta mil millones de liras de hoy. Por la «causa común», se comprende, y por la flota que garantizaba la paz. Pero esta flota era sólo ateniense y la paz le acomodaba a Atenas para mantener su supremacía. Los ciudadanos de la Confederación no tenían los mismos derechos. Cuando surgían líos judiciales en los que se viese envuelto un ateniense, tan sólo eran competentes los magistrados de Atenas, según el régimen que hoy se llama «de capitulación» que siempre ha caracterizado al colonialismo.

En suma, la democracia de Pericles tenía límites. Dentro de la ciudad era monopolio de la pequeña minoría de ciudadanos, con exclusión de los metecos y los esclavos. Y en las relaciones con los Estados confederados no asomaba ni de lejos. En 459 Atenas había empleado la flota para intentar una expedición en Egipto y expulsar a los persas que se habían instalado allí. Aunque batidos, todavía constituían un peligro y Egipto, además de poseer bases navales de primer orden, era el gran granero de aquel tiempo. La Confederación no tenía mucho interés en anexionárselo: además, el trigo, Atenas se lo habría quitado después. Pero tuvo que financiar igualmente la empresa, que fracasó.

El mal humor contra el prepotente amo, que ya incubaba hacía tiempo, estalló en Egina, luego en Eubea y por fin en Samos. Y la flota, que debía servir a la «causa común», o sea también a la de estos tres Estados que se desangraban por financiarla, sirvió en cambio para aplastarlos bajo una violenta represión.

Las represiones no son nunca un signo de fuerza, sino de debilidad. Y como tales fueron interpretadas las de Atenas por Esparta que, encerrada en sus montañas, no se había convertido en una gran ciudad cosmopolita, no tenía literatura, no tenía salones, no tenía Universidad, pero en compensación tenía muchos cuarteles donde había seguido instruyendo soldados con la disciplina y la mentalidad de los
kamikaze,
como en los tiempos de Licurgo. Un poco por su posición geográfica en el interior del Peloponeso, un poco por la composición racial de sus ciudadanos, todos de tronco dorio y por ende guerrero, que jamás se habían fusionado con los indígenas, que permanecían en la condición de siervos y apartados de toda participación, hacían de ella la ciudadela del conservadurismo aristocrático y rural. Sus hombres políticos no tenían la brillantez de los atenienses; pero poseían el cálculo paciente de los campesinos y el sentido realista de las situaciones. Cuando fueron solicitados por los emisarios de los Estados vasallos de Atenas y de los que temían serlo, para encabezar una guerra de liberación de la poderosa rival, oficialmente declinaron, pero bajo mano se dedicaron a urdir la trama de una coalición.

Esto no pasó inadvertido a Pericles, quien probablemente se preguntó si no sería cuestión de recuperar las simpatías perdidas, implantando las relaciones confederales sobre bases más equitativas y democráticas. Pero fuere que terminó concluyendo para sus adentros que era imposible hacerlo sin renunciar a la supremacía naval, o que previese perder el «puesto» presentando una propuesta semejante a la Asamblea, el hecho es que prefirió afrontar los riesgos de una tirantez. Su plan era sencillo: retirar, en caso de guerra, toda la población del Ática y todo el Ejército dentro de los muros de Atenas y limitarse a defender la ciudad y su puerto; la supremacía marítima le permitiría una resistencia indefinida. Trató, sin embargo, de evitar el conflicto convocando lo que hoy se llamaría una conferencia panhelénica «en la cumbre», en la que deberían participar los representantes de todos los Estados griegos para encontrar una pacífica solución a los problemas pendientes.

Esparta consideró que el adherirse a ella equivaldría a reconocer la supremacía ateniense y declinó. Fue como si hoy América convocase una conferencia mundial y Rusia rehusase o viceversa. Su ejemplo animó a otros muchos Estados, que la imitaron. Y aquel fiasco fue otro paso adelante hacia un conflicto del cual estaban ya puestas las premisas. Se trataba de saber quién, entre Atenas y Esparta, poseía la fuerza de unificar a Grecia. Atenas era un pueblo jonio y mediterránea era la democracia, la burguesía, el comercio, la industria, el arte y la cultura. Esparta era una aristocracia dórica y septentrional, agraria, conservadora, totalitaria y tosca. A estos motivos de guerra Tucídides añadió otro: el aburrimiento que la paz, que ya había durado demasiado, inspiraba especialmente a las nuevas generaciones inexpertas y turbulentas. Y tampoco esta tesis suya hay que echarla en saco roto.

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