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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (29 page)

BOOK: Historia de los griegos
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Todos palidecieron. No solamente porque aquellas palabras parecían un desafío al tribunal, sino también porque sonaban absolutamente a novedad en boca de un hombre que siempre se había mostrado modesto y propenso a la autocrítica. Los jurados trataron de pararle en ese peligroso camino. Pero él no les escuchó y siguió hasta el fondo, pidiendo al fin ser no sólo absuelto de la acusación, sino proclamado bienhechor público.

Según el enjuiciamiento ateniense, los veredictos eran dos. En el primero se afirmaba o se negaba la culpabilidad. En el segundo se determinaba la pena, por la cual el acusador hacía una propuesta, el acusado otra y después el tribunal elegía entre las dos, sin poder decidir una tercera. Por lo que, cuando el acusador pedía la pena de muerte, el acusado solicitaba, pongamos dos años de cárcel, para ofrecer a los jueces una escapatoria; pero no una medalla. Sócrates, en cambio, a la propuesta de muerte de Meletos, respondió pidiendo ser alojado en el Pritaneo, el Viminal de aquel tiempo. Así, con una altanería que debía de costarle, al fin y al cabo, un gran esfuerzo, porque no estaba en su carácter, desairó a público, jueces y jurados. De éstos, setecientos ochenta votaron a favor de la pena capital y setecientos veinte en contra. Sócrates podía aún proponer una alternativa. Primeramente se negó, después, por fin, se rindió a las súplicas de Platón y de otros amigos, y se avino a satisfacer una multa de treinta minas, que aquéllos se declararon dispuestos a pagar. Los jurados volvieron a reunirse. Había buenas esperanzas de que la catástrofe fuese evitada y el temor era grande en todos, excepto en Sócrates. Cuando se recontaron los votos, los partidarios de la pena de muerte habían aumentado en ochenta.

Sócrates fue encerrado en la cárcel, donde se permitió que sus discípulos le visitaran. A Critón, que le decía: «Mueres inmerecidamente», respondió: «Pero si no lo hiciese, lo merecería.» Y a Fedón, su favorito del momento; «Lástima de tus rizos. Mañana tendrás que cortártelos en señal de luto.» No se conmovió siquiera cuando llegó Xantipa, llorando con su último hijo en brazos: pero rogó a uno de sus amigos que la acompañaran a casa. Llegado el momento, bebió la cicuta con mano firme, se tendió en el lecho, se cubrió con una sábana, y debajo de ésta esperó la muerte, que le comenzó por los pies y le subió lentamente a lo largo del cuerpo. En torno a él sus discípulos lloraban. Les consoló mientras tuvo un poco de aliento; «¿Por qué os desesperáis? ¿No sabíais que desde el día en que nací la naturaleza me ha condenado a morir? Mejor es hacerlo a tiempo, con el cuerpo sano, para evitar la decadencia...»

Acaso en estas palabras resida el secreto del misterio. Sócrates había sentido que el sacrificio de la vida aseguraría el triunfo de su misión. Valeroso como era, no le pareció siquiera un gran sacrificio. Contando ya setenta años, no renunciaba a gran cosa. En compensación se aseguraba una gran hipoteca sobre el futuro. Todos se habían engañado con él, deslumhrados por su carencia de vanidad. Bajo su aparente modestia se ocultaban un orgullo y una ambición inmensas y, sobre todo, una profunda fe en la validez de lo que había enseñado y que, por aquella espontánea aceptación de la muerte, alcanzaba una importancia profética.

Los frutos no tardaron en madurar. Apenas el cadáver había caído en la fosa, Atenas se rebelaba ya contra quien había provocado la condena. Nadie quiso volver a dar un tizón a los tres acusadores para encender sus fuegos. Meletos fue lapidado y Anito desterrado. Es un destino que sometemos a la meditación de todos los que se fortalecen con los más bajos instintos del pueblo para cometer una injusticia contra los mejores.

CAPÍTULO XL

Epaminondas

Ahora bien, en aquella Grecia empequeñecida, desconcertada y ensangrentada, tres ciudades se hallaban poco más o menos en el mismo plano y, si hubiesen llegado a entenderse y colaborar, acaso hubiesen llegado a tiempo de salvar el país y a ellas mismas: Atenas, Tebas y Esparta. Pero Esparta estaba ya convencida de merecer la primacía y las otras dos no estaban dispuestas a reconocérsela.

No les faltaban razones, pues allí donde pudieron ejercer su predominio los espartanos no se mostraron en absoluto dignos de él. Los satélites de Atenas habían apenas acabado de desahogar su entusiasmo por la liberación del vasallaje, cuando ya consideraban a los «liberadores» aún más odiosos que el antiguo amo. El nuevo, en cada uno de sus Estados, instaló un gobernador al frente de una gendarmería espartana, cuya principal misión consistía en exprimir del erario un pesado tributo para Esparta. Ningún autogobierno podía formarse sin su permiso, el cual sólo se concedía a los reaccionarios.

Atenas no había llegado nunca hasta este punto. Pero tal vez nadie hubiese añorado la mayor libertad que ella había consentido, si el orden instaurado en su lugar por Esparta hubiese sido respetable. Y aquí se vio precisamente qué efectos deletéreos puede producir a veces una disciplina excesiva. Los gobernadores que fueron a administrar las colonias (pues eran tales, y no otra cosa), habían sido educados en su patria, según el severo código de Licurgo, con «desprecio de lo cómodo y lo agradable». Frío, hambre, renuncias, marchas forzadas y penitencias habían sido los fundamentos de su pedagogía. Y mientras permanecían en su patria, bajo el control de sus semejantes y en una sociedad que no consentía errores, le eran fieles. Mas en cuanto se encontraban investidos de un poder absoluto fuera de su ciudad y en contacto con pueblos en los que lo cómodo y lo agradable no eran despreciados en absoluto, se ablandaron inmediatamente, como ha sucedido en Italia, entre 1940 y 1945, a muchos alemanes primero y después a muchos americanos e ingleses, venidos a nosotros con el ceño moralista y autoritario típico de estas razas, y que pronto se aclimataron. No hay nada más corrompible que los incorruptos. Poco entrenados como están a la tentación, cuando ceden no conocen ya límites.

Fue el destino de los espartanos en el extranjero: ladrones, prevaricadores y libertinos. Y no salió tan sólo mancillado el prestigio de Esparta, sino también la buena salud de la sociedad, entre la cual se desarrolló de improviso la fiebre, hasta entonces reprimida, del oro y la especulación. Las riquezas, dice Aristóteles, se concentraron solamente en la clase patronal, reducida de número por las continuas guerras, pero todavía prepotente y prevaricadora, sobre la masa de los periecos y de los ilotas reducidos a la miseria más negra. Y sobre esta peligrosa situación interior se injertó una nueva guerra exterior.

Persia atravesaba un momento difícil. En 401 se había rebelado contra el rey Artajerjes II su joven hermano Ciro, que enroló en su ejército un cuerpo de doce mil mercenarios espartanos al mando del ateniense Jenofonte, ex discípulo de Sócrates. En Cunasa, Ciro fue descalabrado y muerto. Y los griegos, por no seguir su suerte, iniciaron aquella famosa
anabasis
que después, bajo la pluma de su comandante, se tornó también en un bellísimo relato. Hostigados continuamente por las patrullas enemigas y acechados por una población hostil, los supervivientes cruzaron una de las más inhóspitas tierras del mundo para alcanzar, desde las orillas del Tigris y del Eufrates, las costas del mar Negro, consteladas de ciudades griegas, donde los ocho mil seiscientos que quedaron fueron acogidos fraternalmente.

Fue un episodio que llenó de orgullo a toda Grecia y que convenció al rey de Esparta, Agesilao, de que Persia era un gran imperio, sí, pero de arcilla (y no se equivocaba). «¿Qué os hace creer —preguntó a quien le aconsejaba prudencia— que el gran Artajerjes sea más fuerte que yo?» Y, sin ninguna provocación, partió a la guerra con un pequeño ejército. Ahora bien, tengamos muy en mientes el hecho de que aquel pequeño ejército, aunque compuesto de espartanos que ya no eran como los de antes, avanzó como a través de mantequilla, desbaratando uno tras otro los que Artajerjes mandó en su contra. Pues es cosa que nos permitirá comprender otras muchas. Hasta que el gran rey, advirtiendo que no podía contar con sus tropas, que no valían nada, expidió mensajeros secretos y sacos de oro a Atenas y a Tebas para sublevarlas a espaldas de Agesilao.

Las dos ciudades no esperaban más que la ocasión. Formaron un ejército y lo mandaron a Coronea, mientras la escuadra ateniense se unía a la persa. En Coronea, Agesilao, volviendo rápidamente sobre sus pasos, barrió al enemigo en una sangrienta batalla campal. Pero el almirante ateniense Conón destruyó la flota espartana en Cnido (394 a. J. C), y desde aquel momento Esparta desapareció definitivamente como potencia marítima.

Podía haber sido la resurrección de la ateniense. Pero Agesilao imitó a Artajerjes mandándole mensajeros secretos para ofrecerle todas las ciudades griegas de Asia a cambio de la neutralidad. Así, el rey persa, que estaba a punto de perder el reino, acabó acrecentándolo. Impuso en 387 la paz de Sardes, llamada también «la paz del rey», que destruía los frutos de Maratón. Todo el Asia griega fue suya, junto con Chipre. Atenas tuvo Lennos, Imbros y Esciros. Y Esparta siguió siendo la más fuerte potencia terrestre, pero a los ojos de Grecia entera con el estigma de la traición por haber hecho —entendámonos— contra Atenas y Tebas lo que Tebas y Atenas habían hecho contra ella.

Como de costumbre, Esparta que jamás había sabido tratar con los extranjeros y era incapaz de diplomacia, en vez de hacer olvidar y perdonar la traición, no perdió ocasión de recordársela a todos comportándose como el gendarme de Artajerjes e imponiendo Gobiernos oligárquicos en la propia Beocia, feudo de Tebas.

Mas aquí un joven patriota, Pelópidas, urdió una conjuración con seis compañeros suyos, que un buen día asesinaron a los ministros pro espartanos, restablecieron la Confederación beocia y aclamaron como beotarca, o sea presidente, a Pelópidas, el cual proclamó la guerra santa contra Esparta, ordenó la movilización general y confió el mando del Ejército a uno de los más extraordinarios y complejos personajes de la Antigüedad: Epaminondas.

Epaminondas era un invertido, como lo era también Pelópidas. Y el amor, no la amistad, era el vínculo que les unía. Pero la homosexualidad, en la Grecia de aquel tiempo, no era en absoluto sinónimo de afeminamiento y depravación. Del jovencísimo Epaminondas, hijo de una familia aristocrática y severa, se decía que nadie era más docto y menos locuaz que él. Era el clásico «reprimido», lleno de complejos. Desde pequeño se le había impuesto una vida ascética, controlada por una férrea voluntad y turbada por crisis religiosas. De haber nacido cuatro siglos más tarde, Epaminondas se hubiese convertido seguramente en un mártir cristiano. No amaba la guerra, era más bien un «objetor de conciencia». Y cuando le ofrecieron el mando respondió: «Reflexionadlo bien. Porque si vosotros hacéis de mí vuestro general, yo haré de vosotros mis soldados y como tales llevaréis una vida muy dura.» Pero Tebas era presa del delirio patriótico y todos se sometieron de buen grado a la tremenda disciplina que Epaminondas instauró.

Con la meticulosidad que solía, el jovencísimo general hizo un cuidadoso estudio de la estrategia y la táctica espartanas, que consistían siempre en el habitual ataque frontal para hundir las líneas enemigas por él centro. Él no tenía más que seis mil hombres que oponer a los diez mil espartanos que el rey Cleómbroto estaba conduciendo a marchas forzadas hacia Beocia. Epaminondas alineó su pequeño ejército en la llanura de Leuctra. Pero a diferencia del enemigo, desguarneció el centro para reforzar las alas, especialmente la derecha, donde el elemento de choque estaba formado por un sacro pelotón de trescientos hombres, homosexuales como él, por parejas, cada uno comprometido bajo juramento a permanecer hasta la muerte al lado del que era su «compañero», y no solamente en el campo de batalla.

Esta singular sección tuvo, con su encarnizamiento, una importancia decisiva en el resultado de la batalla. Los espartanos, avezados a forzar sobre el centro, no estaban en absoluto preparados para contener un ataque de flanco. Sus alas fueron desbaratadas. Y toda Grecia se quedó sin aliento al oír que su Ejército, imbatido hasta entonces, había sido deshecho por un enemigo cuyos efectivos eran poco menos que la mitad de los espartanos y que hasta entonces no había gozado de crédito alguno.

El éxito embriagó al ex objetor de conciencia Epaminondas, quien, con Pelópidas, se convenció de poder dar a Tebas aquella preeminencia a la que en adelante Esparta y Atenas debían renunciar. Irrumpió en el Peloponeso, liberó Mesenia, fundó Megalópolis para que los árcades, que jamás se habían sometido a Esparta, hicieran de ella su fortaleza, y avanzó incluso hasta Laconia, o sea en el corazón del enemigo, cosa que nunca había sucedido y que nos demuestra en qué se habían convertido los famosos guerreros de Esparta.

Pero una vez más los odios y los celos impidieron que Grecia se unificase. Atenas, que había saludado con gozo la victoria tebana en Leuctra como fin de la preponderancia espartana, veía hora con recelo la consolidación de la tebana. Tanto, que se coligó con el viejo enemigo mortal, a cuyo Ejército unió el suyo para cortar el paso a Epaminondas. La batalla tuvo lugar en Mantinea, el año 362 antes de Jesucristo. Epaminondas venció una vez más, pero fue muerto en combate por Grilo, hijo de Jenofonte. Y con él se esfumaron los sueños hegemónicos de Tebas.

Ninguna de las tres grandes ciudades griegas tenía la fuerza para imponer la propia supremacía, pero cada una tenía la de impedir la ajena. Como Europa después de la Segunda Guerra Mundial, Grecia estuvo después de Leuctra y Mantinea, más dividida y fue más egoísta, más disparatada y más débil que antes.

CAPÍTULO XLI

La decadencia de la
polis

Después de la muerte de Epaminondas y el ocaso de la efímera supremacía de Tebas, Atenas se ilusionó con poder recobrar su antigua posición imperial. Había reconstruido sus murallas y, bien o mal, seguía siendo la única potencia naval de Grecia. Sus viejos satélites, ahora que habían comprobado de qué pasta eran los llamados «liberadores», tenían muchas menos prevenciones para con el antiguo amo, y las prolongadas guerras en que se habían visto envueltos les enseñaron que no podían defenderse solos.

Pero la baza más fuerte que Atenas había sabido conservar en la mano era la dracma, que había permanecido, en medio de tantas vicisitudes, casi inalterada. Los gobiernos atenienses, fuesen de derechas o de izquierdas lo habían volcado todo, sin ahorrar, en el horno de la guerra. Escuadras enteras se habían ido a pique, la población estaba diezmada, y el Ática entera, o sea todos los recursos agrícolas, habían sido desbaratados y asolados por invasiones y saqueos. Pero se habían entercado en la defensa de la dracma, negándose a desvalorizarla con la inflación. Con ella se compraba todavía una medida de trigo, y su valor en plata no había variado. El de Atenas era aún el único sistema bancario organizado racionalmente. Y todo el comercio internacional del Mediterráneo estaba basado en su moneda.

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