Historia de los griegos (32 page)

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Authors: Indro Montanelli

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BOOK: Historia de los griegos
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Con perfecta elección del momento, Filipo esperó que Atenas estuviese sumida en la «guerra social» que puso término a su segundo Imperio, para adueñarse con un golpe de mano de Anfípolis, Pidna y Potidea, distritos mineros y claves del comercio ateniense con Asia. Y a las protestas de Atenas respondió: «Con un arte y una literatura como la que tenéis, ¿por qué dar importancia a esas pequeneces?» Poco después, otras dos «pequeneces» cayeron en sus manos: Metón y Olinto, o sea todo el oro de Tracia y el control del alto Egeo.

Dónde quería llegar Filipo, era claro. Es decir, lo habría sido si los griegos hubiesen tenido el valor de reconocerlo. Pero, otra vez más, en lugar de unirse contra la amenaza común, prefirieron pelear entre ellos. Por una cuestión de dinero, atenienses y espartanos se habían coligado contra la Liga anficiónica de Beocia y Tesalia, que, derrotada, llamó a Filipo. Éste acudió, en Delfos fue aclamado protector del templo de Apolo, patrono de la Liga, y graciosamente aceptó la presidencia honoraria de las Olimpíadas siguientes, lo que era un poco la candidatura a la soberanía sobre Grecia.

Finalmente, Atenas despertó; pero hizo falta la oratoria de Demóstenes para arrancarla de su pereza. Para quien ama la libertad, es bastante doloroso saber que en Grecia ésta haya encontrado su último adalid en un hombre semejante. Pero los tiempos no ofrecían otro mejor. Demóstenes era hijo de un armero acomodado que, al morir, le había dejado unos cincuenta millones de liras, confiados al cuidado de tres administradores. Éstos los administraron tan bien que cuando Demóstenes, a los veinte años, trató de rescatarlos, no encontró ni un céntimo. Y tal vez sacara un ejemplo y una moral de esta lección.

Aquel que estaba destinado a convertirse en el más grande o al menos en el más famoso, de todos los oradores, no era un orador nato. Estaba afectado de tartamudez y para curársela dícese que se habituó a hablar con una piedrecita en la boca y a declamar corriendo en cuesta. Pero jamás fue un improvisador. A menudo se recluía en una caverna, afeitándose solamente media cara para no ceder a la tentación de salir, para preparar por escrito sus requisitorias. Empleaba en ellas meses enteros y después las ensayaba y volvía a ensayar ante un espejo para estudiar todos los efectos, incluso los mímicos. Con tal de conseguirlos, no ahorraba contorsiones, alaridos, muecas. El oyente común se divertía como en el teatro. Pero nosotros estamos con Plutarco, que definió aquel método como «bajo, humillante e indigno de un hombre», y llamamos la atención sobre este juicio a muchos pequeños Demóstenes contemporáneos del país.

Demóstenes había debutado escribiendo «comparecencias» por cuenta de otros, a menudo a favor de los dos litigantes de la misma causa. Pero después se convirtió en abogado del gran banquero Formión y, no teniendo necesidad de dinero, se dedicó solamente a procesos célebres en defensa de clientes de alto copete, entre ellos la Libertad.

¿La amaba verdaderamente, o solamente vio en ella el pretexto para labrarse una gran reputación y una carrera política? No contestó jamás a su adversario Hipérides, que le acusó de defender la libertad de Atenas contra Filipo para revenderla a los persas que se la pagaban bien. Si no era verdad, era verosímil, pues la moralidad del hombre tenía bastantes lagunas. «Nada que hacer con Demóstenes —decía su secretario—. Si una noche encuentra una cortesana o un guapo chico, al día siguiente el cliente le esperará en vano en el tribunal.» Pero era un histrión tal, que sus llamamientos a la resistencia contra el macedonio tenían el apasionado acento de la verdad. Contra él estaba lo que hoy se llamaría «el espíritu de Munich», el partido de la paz, capí- taneado por Foción y Esquines.

Foción era un hombre de bien, de costumbres estoicas, que batió el
récord
de Pericles haciéndose elegir
estrategos
cuarenta y cinco veces seguidas. Cuando un discurso suyo en la Asamblea era interrumpido por un aplauso, preguntaba sorprendido; «¿Acaso he dicho alguna estupidez?» Ni siquiera Demóstenes pudo jamás insinuar en contra de él que quisiera el compromiso con Filipo por algún interés personal; dijo que lo quería por estolidez y vileza. Todo permite creer, en cambio, que Foción comprendía perfectamente los planes de Filipo. Pero comprendía también que Grecia no se uniría jamás para combatirlo y que Atenas sola no bastaba. Y tal vez esperaba francamente que la unificación, en vez de «en contra», se hiciese «bajo» Filipo.

No pudiendo atacarle personalmente, Demóstenes atacó a su mayor colaborador, Esquines, que era también su enemigo personal. El pretexto era fútil. Años antes, un tal Ctesifonte había propuesto en la Asamblea que le fuese dada a Demóstenes una corona en recompensa a los servicios prestados por éste a la ciudad. Esquines le denunció por «ultraje a la Constitución». Ahora bien, la causa que se llamó precisamente «Sobre la corona», se veía en el Tribunal, y Demóstenes era el abogado de Ctesifonte. Fue un proceso no menos sensacional que el de Aspasia, y Demóstenes prodigó todo lo mejor de su repertorio: alaridos, «trémolos», llantos, carcajadas, sarcasmos y melancolía. Y, si bien no tenía razón, ganó. Esquines, condenado a una multa exorbitante, huyó a Rodas, donde, dícese, Demóstenes siguió mandándole dinero hasta el fin de su vida.

Mas aquella victoria judicial fue también una victoria política. Demostró que el partido de la guerra había tomado la delantera. Por primera vez en su historia, bajo el estímulo de la oratoria patriótica de Demóstenes, Atenas echó mano de fondos destinados para las fiestas, que eran considerados intocables, para organizar un ejército. En 338, éste se alineó con el de Tebas en Queronea contra Filipo, que derrotó fácilmente a uno y otro.

¿Había, finalmente, encontrado Grecia su amo y unificador en el rey de su región más bárbara y tosca?

CAPÍTULO XLIV

Alejandro

Filipo fue magnánimo en la victoria. Devolvió la libertad a los dos mil prisioneros que había capturado y mandó a Atenas, como mensajeros de paz, a su hijo Alejandro, de dieciocho años, que se había cubierto de gloria en Queronea como general de caballería, y al más sagaz de los lugartenientes, Antípater. El
diktat
era sumamente generoso: Filipo pedía solamente que se le reconociese el mando de todas las fuerzas militares griegas contra el enemigo común persa. Los atenienses, que se esperaban algo mucho peor, aclamaron en él a un nuevo Agamenón. Y en la conferencia de Corinto todos los Estados que mandaron a sus representantes, menos Esparta, aceptaron unirse en una confederación copiada de la beocia, comprometiéndose a suministrarle contingentes militares y a renunciar a las revoluciones.

¿Les empujó finalmente una necesidad de concordia y de unidad? Tal vez alguno lo advertía. Pero la mayoría esperaba solamente que el nuevo amo se embarcase lo más pronto posible en la aventura persa y que posiblemente no volviese. Filipo estaba ya,, en efecto, preparándola, cuando entre él y los persas se interpusieron dos adversarios inesperados: su esposa Olimpia y su hijo.

Olimpia era una princesa de la tribu guerrera de los molosos del Epiro que, a diferencia de las numerosas mujeres que él había desposado antes, no toleraba aparcerías. Filipo, al principio, había intentado un experimento de monogamia. Pero a la larga no tuvo éxito. Sus apetitos eran demasiado vigorosos para que una sola mujer, por muy bella y ardiente como Olimpia, pudiese satisfacerlos. Ésta, después de haberle dado a Alejandro, había buscado consuelo en los más desenfrenados ritos dionisíacos. Una noche Filipo la encontró dormida en el lecho al lado de una serpiente. Ella dijo que en la serpiente se encarnaba el dios Zeus —Ammán— y que éste era el verdadero padre de Alejandro. Filipo no protestó; aquel intrépido soldado que no tenía miedo a nadie, lo sentía atroz de su mujer. Pero buscó compensación en otra que le ahorrase las desleales competencias de los dioses. Cuando esta última estuvo encinta, uno de los generales macedonios, Átalo, propuso en un banquete un brindis para el futuro heredero «legítimo» (e insistió en esta palabra). Alejandro, enfurecido, le tiró un cáliz al indiscreto, gritando; «¿Pues yo qué soy? ¿Un bastardo?» Filipo se lanzó espada en mano sobre su hijo, pero, de borracho que estaba, tropezó y se cayó.

«Mirad —le escarneció Alejandro—. ¡No se tiene en pie y quiere alcanzar el corazón de Asia!»

Pocos meses después, otro general, Pausanias, fue a pedir explicaciones por un insulto recibido de Átalo. Y como Filipo no se las diera, le asestó una puñalada, matándole. Nadie ha sabido nunca si lo hizo instigado por Alejandro, por Olimpia, o por los dos. Como fuere, el testamento no se encontró. Y Alejandro fue aclamado sucesor por el Ejército, que le idolatraba. Contaba apenas veinte años.

Filipo, que le había querido de pequeño con un amor en el que había también mucho de orgullo, le había dado los tres mejores maestros de la época: el príncipe moloso Leónidas para los músculos. Lisímaco para la literatura y Aristóteles para la Filosofía. El alumno no les decepcionó. Era bellísimo, atlético, lleno de entusiasmo y de candor. Aprendió de memoria, la
Ilíada,
de la cual llevóse desde entonces siempre consigo un ejemplar como libro de cabecera, y eligió como héroe preferido a Aquiles, de quien decíase que descendía Olimpia. A Aristóteles le escribía: «Mi sueño, más que acrecentar mi poderío, es de perfeccionar mi cultura.» Pero también a Leónidas el estoico le daba muchas satisfacciones con su maestría de jinete, de esgrimista y de cazador. Le invitaron a correr en las Olimpíadas. Respondió orgullosamente: «Lo haría si los demás concursantes fueran reyes.» Mas cuando supo que ninguno lograba domar al caballo
Bucéfalo,
acudió, montó en su grupa y no se dejó desarzonar. «¡Hijo mío —gritó Filipo, extasiado—, Macedonia es demasiado pequeña para ti!» Otra vez, habiendo encontrado un león, le afrontó armado de un solo puñal en un duelo «de cuyo éxito —refirió un testigo— parecía depender la decisión de quién entre los dos había de ser el rey». De dónde sacase aquella energía no se sabe, pues era sobrio y abstemio y solía decir que una buena caminata le daba buen apetito para el desayuno, y un desayuno ligero buen apetito para la comida. Por esto, dice Plutarco, tenía el aliento y la piel tan fragantes.

Tal vez, al menos en parte, aquella increíble fuerza vital le derivaba de los reprimidos instintos sexuales. Sentimental y emotivo, pronto a llorar por una canción (tocó el arpa hasta que su padre se mofó de esta debilidad, y a partir de entonces no quiso oír más que marchas militares), Alejandro era, en asuntos de amor, un puritano. Se casó varias veces, pero por razones de Estado. Tuvo paréntesis de homosexualidad. Mas lo poco que hizo, fue siempre a hurtadillas, con el complejo del pecado, y abandonándose a la ira cada vez que los cortesanos le traían a casa o a la tienda jovenzuelos o prostitutas. Los inmensos tesoros de su ternura los reservaba para los amigos y para sus soldados. Plutarco dice que, sobre una nadería, era capaz de escribir largas cartas a un amigo ausente.

Era muy supersticioso, por lo que en su Corte, que solía ser una tienda, rebosaba siempre de astrólogos y adivinos, sobre cuyas respuestas radactaba los planes de batalla o los modificaba. ¿Fue verdaderamente un gran general? Desde el punto de vista estratégico y táctico, no resulta que haya aportado ninguna variación a los conceptos de Filipo, que había sido verdaderamente el inventor de un nuevo arte militar. Ignoraba la geografía, no quiso consultar jamás un mapa topográfico, y los reconocimientos los hacía solo, también porque esperaba siempre encontrar algún enemigo o alguna alimaña con la que medirse. Más que un gran capitán a lo Aníbal o a lo César, era un buenísimo comandante de regimiento, que, empuñando el arma, alcanzaba irresistibles victorias preparadas por el Estado Mayor que le dejó en herencia Filipo. Su valor no necesitaba de la excitación de la batalla. Una vez, enfermo, alargó a su médico, que le ofrecía un purgante, una carta anónima que le acusaba de estar al servicio de los persas para envenenarle a él. Y sin aguardar el mentís, bebió la poción.

Un día, siendo chico, se había quejado a sus compañeros: «Mi padre quiere hacerlo todo él, y a nosotros no nos dejará nada importante que realizar.» Era su pesadilla. En cambio, cuando Filipo murió, nada de lo que había querido hacer había sido hecho, como demostró la inmediata secesión de todos los más importantes Estados griegos de la Confederación de Corinto. En Atenas, Demóstenes organizó fiestas de agradecimiento y propuso en la Asamblea que decretase un premio para el asesino Pausanias. Y en Macedonia hasta se urdieron complots para matar al nuevo rey. Alejandro no hizo añorar a su padre en cuanto a energía. En un santiamén desenmascaró y liquidó a los conjurados y marchó contra los Estados griegos, que no aguardaron su llegada para mandar de nuevo sus representantes a Corinto para aclamarle general y reconstituir la Confederación. Alejandro volvió sobre sus pasos, atravesó las fronteras de Rumanía, dominó allí una rebelión, penetró en Servia, deshizo el Ejército ilirio que se aprestaba a atacarle, y volvió a descender hasta Grecia, donde, habiendo cundido la noticia de su muerte, nuevamente todos habían hecho defección. En Tebas, la guarnición macedonia había sido degollada, y, en Atenas, Demóstenes había reorganizado su partido con el oro persa.

En Alejandro, la crueldad y la generosidad se alternaban imparcialmente. Tebas conoció la primera: todas sus casas fueron arrasadas en represalia, menos la de Píndaro. Atenas conoció la segunda. Alejandro, que tenía una debilidad por ella, amnistió a todos, hasta a los que hoy se llamarían «criminales de guerra», empezando por Demóstenes. Alimentaba para con esta ciudad un complejo de inferioridad, herencia de sus estudios filosóficos y literarios. Una vez, a dos amigos atenienses que habían ido a verle a Pella, les preguntó señalando a sus conciudadanos: «Vosotros que venís de allá, ¿no tenéis la impresión de hallaros entre salvajes?» Y cuando, más tarde, fue a guerrear en Asia, después de cada victoria mandó a Atenas, para que adornase su Acrópolis, los tesoros de arte que habían caído en sus manos.

Naturalmente, por tercera vez, mas siempre con la misma sinceridad, los Estados griegos reconstituyeron la Confederación, con la esperanza de que finalmente él se decidiese a partir hacia Oriente. Por lo que no le regatearon los veinte mil hombres que pidió de refuerzo a sus propios diez mil infantes y cinco mil jinetes. Con treinta y cinco mil hombres en total se aprestó, pues, a marchar contra el ejército de Darío, que contaba con un millón. Pero no se los llevó a todos consigo. Dejó un tercio de ellos a las órdenes de Antípater en Grecia, pues ya había comprendido qué concepto había de tener de la fidelidad de ésta. Y en 334 antes de Jesucristo, o sea dos años después de su advenimiento al trono, emprendió el camino para aquella especie de cruzada.

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