Historia de los griegos (34 page)

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Authors: Indro Montanelli

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BOOK: Historia de los griegos
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Diógenes fue acaso el que más escarbó según predicaba. Habiendo afirmado que el hombre no es más que un animal, hacía, como los animales, sus necesidades en público, negaba obediencia a las leyes y no se reconoció ciudadano de ninguna patria. Fue el primero en usar, para sí, el término
cosmopolita.
En uno de sus muchos viajes, los piratas le capturaron y le revendieron como esclavo a un tal Xeníades de Corinto, quien le preguntó qué sabía hacer. «Gobernar a los hombres», contestó Diógenes. Xeníades le confió sus propios hijos y después, poco a poco, hasta sus propios negocios. Le llamaba «el genio bueno de mi casa».

También en Diógenes, como en Antístenes y en todos los demás que profesaban la humildad, había una infinita ambición. Le importaba mucho su dilatada fama de dialéctico ingenioso y mordaz. Una vez, al ver a una mujer prosternada ante una imagen sagrada: «Cuidado —le dijo—, con tantos dioses en circulación, puede haber también uno detrás al que estés enseñando las posaderas.» El gran rey y el pobre filósofo murieron, según algunos, el mismo día. El primero tenía treinta y un años, el segundo noventa.

Platón conoció a Antístenes y quedó un poco contagiado por la filosofía cínica, como se manifestaba en su
República,
donde anhela un estado comunista fundado sobre las leyes de la Naturaleza. Mas era un pensador demasiado grande y profundo para pararse ahí. Procedía de una noble y antigua familia que hacía remontar sus orígenes en el cielo al dios del mar Poseidón, y en la tierra a Solón. Su madre era hermana de Cármides y sobrina de Critias, el jefe de la oposición aristocrática y del Gobierno reaccionario de los Treinta. Su verdadero nombre era Arístocles, que significaba «excelente y renombrado». Más tarde le llamaron Platón, o sea «ancho», debido a sus fuertes espaldas y atlética corpulencia. Era, en efecto, un gran deportista y un supercondecorado de guerra. Pero hacia los veinte años encontró a Sócrates y en su escuela se convirtió en un intelectual puro.

Fue acaso el más diligente alumno del Maestro, a quien amó apasionadamente, como estaba, por lo demás, en su naturaleza. Por razones de familia se halló complicado en los grandes acontecimientos que se produjeron a la muerte de Pericles: el terror oligárquico de Critias y de Cármides, su fin, la restauración democrática, el proceso y la condena de Sócrates. Todo esto le afectó y le hizo expatriarse. Refugióse primeramente en Megara en casa de Euclides, luego en Cirene y finalmente en Egipto, donde buscó el sosiego y el olvido en las Matemáticas y la Teología. Volvió a Atenas en 395, pero de nuevo huyó para ir a estudiar la Filosofía pitagórica en Tarento, donde conoció a Dión, quien le invitó a Siracusa y le presentó a Dionisio I. El tirano, que alimentaba un complejo de inferioridad hacia los intelectuales y no alcanzaba a quererles más que a cambio de mortificarles, creyó poderles tratar como a Arístipo y un día le dijo: «Hablas como un estúpido.» «Y tú como un prepotente», respondió Platón. Dionisio le hizo detener y le vendió como esclavo.

Fue un tal Aníceres de Cirene quien desembolsó las tres mil dracmas para su rescate, rehusando después hacérselas restituir por los amigos de Platón que, entretanto, las habían reunido ya. Así, con aquel capital, fue fundada la
academia.
Que no fue la primera Universidad de Europa, como alguien ha dicho. Había existido ya la de Pitágoras en Crotona y la de Isócrates en Atenas. Pero fue ciertamente un gran paso adelante en la organización escolástica moderna. Los libelistas de la época hablan de ella como hoy se habla de Eton, o sea como de la incubadora de muchos esnobismos y sofisticaciones. Los alumnos vestían elegantes capas y tenían un modo muy peculiar de accionar, de hablar y de llevar el bastoncillo. No pagaban matrícula. Pero dado que eran seleccionados únicamente entre las familias más conspicuas (Platón era un franco negador de la democracia) existía entre ellos la costumbre de entregar espléndidos donativos.

En el frontón de la puerta estaba escrito:
Medeis ageometretos eisito,
que era como decir: «Demostrad vuestros conocimientos geométricos al ingresar.» Debía de ser un recuerdo pitagórico. La Geometría tenía, en efecto, gran parte en la enseñanza, junto con las Matemáticas, las Leyes, la Música y la Ética. Platón era secundado por ayudantes que enseñaban con diversos métodos; conferencias, diálogos, debates públicos. Las mujeres también eran admitidas: Platón era un femenista encarnizado. Y los temas eran, por ejemplo: «Buscad las reglas que regulan el movimiento, en apariencia desordenado, de los planetas, confrontándolas con las que gobiernan las acciones de los hombres.»

Uno de los grandes subvencionadores de la academia fue Dionisio II quien, apenas ocupó el puesto de su padre, mandó ochenta talentos, algo así como trescientos millones de liras, tal vez por sugerencia de Dión. Lo que contribuye a explicarnos la gran pasión que con aquel caprichoso soberano tuvo Platón, cuando fue invitado por él en Siracusa. El filósofo debía de ser un hombre valeroso, para volver a la ciudad y a casa del hijo de aquel que le había hecho correr la ruin aventura de ser vendido como esclavo. Mas también le espoleó la esperanza de realizar allí aquella república ideal de la igualdad, en la que creía férreamente. Presuponía un Gobierno autoritario en manos de un rey-filósofo. Dionisio II no era filósofo, pero era rey, y Platón esperaba, con la ayuda de Dión, hacer de él su instrumento para la instauración de un Estado al modo de Esparta, de una ascética moralidad.

Acabó como se ha dicho ya. Intimidado por aquel maestro célebre y animado por una fe mesiánica, Dionisio se puso animosamente a estudiar. Luego se cansó de la Filosofía, prestó oídos a Filisto y alejó a Dión. Platón protestó, y dado que Dionisio se mantuvo firme pese a confirmarle su confiado y reverente afecto, presentó la dimisión de la academia que fundara también en Siracusa, y se reunió con el amigo refugiado en Atenas,

No se movió de ella sino raramente. Y parece ser que tuvo una vejez bastante feliz, o al menos sosegada. La escuela le absorbía completamente. Cuando no enseñaba, llevaba de paseo a sus alumnos en pequeños grupos para seguir ejercitándoles en el arte de argumentar. Platón era un hombre cándido, sin mal humor ni engreimiento. Al contrario, irradiaba un gran calor de simpatía humana; además de exponer elevadas ideas sabía contar los más divertidos chistes y, como todos los hombres profundamente serios, tenía mucho
sense of humour.

Un día uno de los escolares le invitó a ser su padrino de boda. A pesar de los ochenta años cumplidos, el Maestro acudió, participó en la fiesta, bromeó con los jóvenes hasta bien entrada la noche comiendo y tal vez empinando un poco el codo. En determinado momento se sintió un poco fatigado y, mientras seguía la comilona, se retiró a un rincón para descabezar un sueño.

A la mañana siguiente le encontraron sin vida. Había pasado del sueño momentáneo al eterno sin darse cuenta. Todo Atenas se movilizó para acompañarle en masa al cementerio.

CAPÍTULO XLVII

Aristóteles

Entre los alumnos de la academia, el que más lloró la muerte del Maestro fue Aristóteles, que, no bastándole con llevar luto, elevó un altar en su honor. Mas ¿le fue esto sugerido por el afecto o por un poco de mala conciencia?

Había venido a Atenas de Estagira, pequeña colonia griega en el corazón de Tracia. Pertenecía también a una buena familia burguesa; su padre había sido, en Pella, el doctor de confianza de Amintas, padre de Filipo y abuelo de Alejandro. Y por él había sido iniciado en los estudios de medicina y de anatomía. Pero, al conocer a Platón, le ocurrió lo que a éste al conocer a Sócrates; su vocación cambió de rumbo, sin que, empero, su temperamento lo siguiera.

Aristóteles siguió siendo discípulo de Platón durante veinte años, siendo probable que los primeros los hubiese pasado bajo la fascinación del Maestro, el cual tenía lo que a él le faltaba: la poesía. Platón no seguía un riguroso sistema científico ni como método de enseñanza ni como doctrina. Era, más que un pensador, un artista que, pese a su manía de encuadrar las ideas en un orden geométrico y en una jerarquía determinada, no llegó jamás a dominar su propio carácter pasional, que le llevaba invariablemente a las contradicciones. Amaba las Matemáticas precisamente porque en ellas buscaba el rigor del que carecía. Mas el que quiera estudiar sus teorías debe filtrarlas, como las pepitas de oro en el fango, de su prosa cenagosa y elaborada, llena de divagaciones literarias y de ilustraciones poéticas. Él mismo reconocía ser incapaz de escribir un «tratado». Prefería los «diálogos» porque se prestaban más a la improvisación y a las digresiones. Hasta como cronista no se fija mucho en la sutileza. El retrato que nos ha dejado de Sócrates es ciertamente «verdad», pero es una verdad obtenida por medio de anécdotas que el mismo retratado reconoce como inventadas de raíz. Platón es un escritor, y como tal describe sus personajes con un vivacísimo sentido dramático, que, claro, se da de bofetadas con la realidad.

Es imposible, dada su vastedad, resumir la doctrina de Platón. Pero resulta bastante claro qué clase de hombre fue. Nietzsche le llamó «un precristiano» por algunas de sus anticipaciones teológicas y morales. Tuvo, naturalmente, una religiosidad peculiar, pero muy confusa, en la cual el concepto del pecado y de la purificación se mezclan a extrañas creencias pitagóricas y orientales sobre la transmigración de las almas. En el terreno moral, es un acérrimo puritano. Y en política un totalitario que, de vivir hoy, recibiría el «premio Stalin». Propugna la censura en la Prensa, el control del Estado sobre los matrimonios y la educación, proclama la disciplina como más importante que la verdad. Sus últimos
Diálogos
son descorazonadores: el heredero de la gran cultura ateniense entona himnos a Esparta y aprueba el apartamiento a que ésta había sometido la poesía, el arte y la propia filosofía. Como coherencia, por parte del antiguo discípulo de Sócrates, no estaba mal.

Nadie tal vez ha tenido nunca más que Aristóteles, el sentido exacto de las confusiones y de las contradicciones en que incurría Platón, cuando, con los años, aprendió a mirarle con ojos desapasionados y críticos. No es que le hubiese faltado jamás al respeto. Antes bien, por lo que cuenta Diógenes Laerció, se hizo notar por el Maestro no sólo como el más inteligente, sino también el más diligente de los discípulos. Pero bajo aquella aparente docilidad, estaba preparando ya sus refutaciones.

Muerto Platón, Aristóteles emigró a la Corte de Hermias, un tiranuelo del Asia Menor, con cuya hija Pitia se casó. Y se disponía a fundar allí una escuela propia bajo los auspicios del dictador, que había estudiado con él en la academia, cuando los persas lo mataron y se anexaron el Estado. Aristóteles logró huir a Lesbos, donde Pitea murió después de haberle dado una hija. El viudo volvió a casarse más tarde, o al menos convivió, con Erpilis, célebre hetaira de aquel tiempo. Pero el recuerdo de Pitia le atormentó siempre, y al morir pidió ser sepultado a su lado: patético detalle que contrasta un poco con su leyenda de hombre seco y frío, todo cerebro razonador, incapaz de pasiones y de sentimientos.

En 343, Filipo, que probablemente le conocía como hijo del médico de su padre, le llamó a Pella para confiarle la educación de Alejandro. Y si esto fue, para el filósofo, un gran honor, fue también el comienzo de sus desdichas. Alejandro sintió mucha veneración por su maestro. Durante las vacaciones le escribía cartas devotas, casi apasionadas, jurándole que, una vez hubiese heredado el poder, lo ejercería sólo en beneficio de la cultura. No sabemos si Aristóteles, por su lado, soñaba hacer de Alejandro lo que Platón había soñado hacer de Dionisio II: el instrumento de su filosofía. Pero creemos que no: era un hombre demasiado desencantado para entregarse a semejantes ilusiones. Sin embargo, desempeñó su cometido de tal modo que Filipo, como premio, le hizo gobernador de Estagira, donde su obra fue tan apreciada que a partir de entonces la fecha de su onomástica. fue celebrada como un aniversario festivo.

Terminada su misión, volvió a Atenas, donde fundó, en competencia con la academia, el famoso liceo que, a diferencia de aquélla, notoriamente aristocrática, reclutó sus alumnos entre la clase media. Pero el contraste no se limitaba ahí, afectaba también a la sustancia y los métodos de enseñanza. Aristóteles apuntó sobre todo a la ciencia y modeló sus criterios sobre las exigencias de los estudios científicos.

Con un sentido muy claro de la división del trabajo, reunió a sus alumnos en grupos, a cada uno de los cuales confió un concreto cometido escolástico. Unos tenían que recoger y catalogar los órganos y las costumbres de los animales, otros los caracteres y la clasificación de las plantas, otros más compilar una historia del pensamiento científico. El hijo del médico había heredado de su padre y de sus primeros estudios de Anatomía en Pella el gusto por la noción exacta sobre lo particular concreto. Su pensamiento no procedía, como el de Platón, por líricas ilustraciones y adivinaciones poéticas, sino por inducciones razonadas sobre hechos experimentales. Su
Organon,
que quiere decir «instrumento», es un documento de apiñamientos. Antes de formular una teoría. Aristóteles quiere que se haya aclarado también el sentido de las palabras con las cuales se dispone a enunciarla. Nos explica qué son las «definiciones», las «categorías», etc. Es, en suma, el verdadero «profesor».

Es muy probable que no suscitase ni entre sus alumnos ni entre sus amigos —si es que los tuvo— el afecto y la simpatía que inspiraba Platón. Era hombre reservado, casi impenetrable, un trabajador metódico, sujeto al horario como un burócrata. De sus jornadas, todas iguales, dedicaba la mañana a las lecciones para los estudiantes regulares. Pero no las daba desde la cátedra, sino paseando con ellos a lo largo de los
peripatoi,
o sea los pórticos que circundaban el colegio y que precisamente dieron el nombre a la escuela
peripatética,
o sea «paseante». Por la tarde abría también las puertas al público profano, a quien daba conferencias sobre problemas más elementales. Pero el máximo empeño lo ponía en el cuidado de la biblioteca, del parque zoológico y del museo natural. Para organizarlos, había tenido, naturalmente, ayuda financiera de Alejandro, quien ordenó además a todos sus cazadores, pescadores y exploradores que mandasen todo cuanto de interés científico encontraran.

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