Historia de los griegos (33 page)

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Authors: Indro Montanelli

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BOOK: Historia de los griegos
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¿Es cierto que se proponía unir Asia a Europa en un único reino y refundirlo en la civilización griega? Alejandro es uno de los personajes que más han cosquilleado la fantasía de biógrafos y novelistas, cada uno de los cuales ha acabado prestándole las ideas e intenciones propias. Quisiera poner en guardia de esos árbitros a los lectores. Alejandro no sabía qué era el Asia por la sencilla razón de que en aquel tiempo nadie lo sabía. Y, de haberlo sabido, no creo que se hubiese propuesto conquistarla y someterla con veintitrés mil hombres. En aquel momento no estaba aún tan loco como para acometer semejante empresa.

Yo creo que sus verdaderos móviles se deben deducir de la ceremonia con que coronó la primera etapa. Mientras que sus hombres embarcaban para Abidos, en el Helesponto, él desembarcaba en el cabo Sigeo, donde la
Ilíada
decía que Aquiles había sido sepultado. Alejandro cubrió de flores la que era considerada como la tumba del héroe, y se puso a correr desnudo en torno a ella gritando: «¡Afortunado Aquiles, que fuiste querido por un amigo tan fiel y celebrado por un gran poeta!»

Esto es. Lo que movió a Alejandro contra Asia no fue un plan estratégico ni político. Fue un sueño de gloria detrás del cual corrió durante once años, sin despertar.

CAPÍTULO XLV

¿Fue gloria verdadera?

Las victorias de Alejandro fueron fulgurantes y han suscitado la incondicional admiración de sus contemporáneos y de la posteridad. Mas nosotros no sabemos si adscribirlas más a su valentía que a la absoluta inconsistencia de los persas, que por lo demás jamás habían ganado una batalla, ni siquiera cuando habían sido trescientos contra uno.

Un primer contingente de aquéllos fue derrotado en el río Gránico, donde Alejandro fue salvado de la muerte por su lugarteniente Clito. Todas las ciudades de la Jonia fueron liberadas; Damasco y Sidón se rindieron; Tiro, que quiso resistir, fue literalmente destruida, y Jerusalén abrió sus puertas dócilmente. A través del desierto de Sinaí, el conquistador penetró en Egipto, y lo primero que hizo fue un acto de homenaje en el oasis de Siwa al templo de Ammón que, según Olimpia, era su padre. Los sacerdotes le creyeron sin más y le coronaron faraón. Para compensarles de tanta complacencia, Alejandro ordenó la construcción en el delta de una nueva ciudad, Alejandría, de la que trazó él mismo un plano, dejando la ejecución a su arquitecto Dinócrates. Y reanudó su marcha hacia Asia.

El encuentro con el grueso del ejército de Darío tuvo lugar cerca de Arbelas. Al ver aquella multitud de seiscientos mil persas, Alejandro tuvo una vacilación. Y sus soldados gritaron: «¡Adelante, general! Ningún enemigo podrá resistir el hedor a carnero que traemos encima.» No sabemos si fue propiamente el hedor lo que derrotó aquel heterogéneo y políglota ejército. Sea como fuere, hubo derrota, caótica e irremediable. Darío fue muerto cobardemente por sus generales, y su capital, Babilonia, se sometió sin resistencia a Alejandro, que encontró en ella un tesoro de cincuenta mil talentos, algo así como doscientos mil millones de liras, lo repartió equitativamente entre sus soldados, su propia caja y la de Platea para resarcirla de su valerosa resistencia ante los persas en 480, ordenó la inmediata reconstrucción de los templos sacros dedicados a los dioses orientales, a los que ofrendó suntuosos sacrificios, y anunció orgullosamente en una solemne proclama al pueblo griego su definitiva liberación del vasallaje persa.

Los objetivos de la guerra habían sido alcanzados, mas no los de Alejandro, que sabía concretamente cuáles eran. Reemprendió la marcha sobre Persépolis y, enfurecido por encontrar prisioneros griegos con miembros cortados, ordenó la destrucción de la estupenda ciudad. Y siguió adelante hacia Sogdiana, Ariana, Bactriana y Bujara, donde capturó al asesino de Darío. Le hizo atar a dos troncos de árbol acercados con cuerdas. De modo que, cuando las cuerdas fueron cortadas, al enderezarse los troncos, le despedazaron las carnes. Y adelante aún, a través del Himalaya, en ruta hacia la India, donde oyó hablar del Ganges y quiso verlo. El rey Poros, que trató de oponérsele, fue vencido.

Pero aquí los soldados comenzaron a dar muestras de impaciencia. ¿Adónde quería conducirles su rey en aquella loca carrera de miles y miles de kilómetros en el corazón de tierras desconocidas, cuya extensión se ignoraba? Alejandro, que no podía responder porque tampoco lo sabía él, se retiró —como su héroe Aquiles— desdeñosamente a su tienda y durante tres días se negó a salir. Luego, a desgana, se rindió, volvió atrás, y en un combate se encontró solo, dentro de una ciudadela enemiga, porque las cuerdas con las que se escalaban las murallas se habían roto bajo los pies de los que le seguían. Se batió como un león hasta caer desangrado por las heridas. Pero justo en aquel momento llegaron los suyos, que habían trepado con las uñas. Mientras le llevaban a la tienda, los soldados se arrodillaron a su paso para besarle los pies. Convencido de haber reconquistado su favor, el rey, tras tres meses de convalecencia, les recondujo hacia el Indo y les hizo descender hasta el océano indico. Aquí hizo preparar una flota que, bajo el mando de Nearco, devolvió a la patria, por vía marítima, a los heridos y enfermos. Con los supervivientes remontó el río, abriéndose el camino de retorno a través del desierto de Beluchistán.

Hará falta llegar a la retirada de Rusia por Napoleón para hallar algo comparable a una marcha tan desastrosa. El calor y la sed mataron e hicieron enloquecer a miles de hombres. Cada vez que se encontraba un pozo de agua, Alejandro bebía el último, después de todos sus soldados. Pero es como para preguntarse si su cerebro estaba completamente en orden, admitiendo que alguna vez lo hubiese estado cuando al fin, con los pocos supervivientes de aquella matanza, llegó a Susa.

Allí reunió a sus oficiales y les expuso en términos perentorios un nebuloso programa de dominio mundial empernado sobre los intercambios matrimoniales.

Él se casaría simultáneamente con Statira, la hija de Darío, y con Parisatis, la hija de Artajerjes, uniendo así las dos ramas de la familia real persa. Ellos le ayudarían desposándose a su vez y haciendo casar a sus subalternos con otras señoritas locales, a cuyas respectivas dotes proveería él poniendo a disposición veinte mil talentos, algo así como ochenta mil millones de liras. Así —dijo—, tras haberla sancionado en el campo de batalla, se consumaría en la cama la unión entre el mundo grecomacedonio y el oriental, mezclando su sangre y su civilización.

Lo creyeran o no, aquellos toscos guerreros, tras diez años de alejamiento de sus familias hallaron cómodo fundar otra con las mujeres persas que, encima de todo, hasta eran guapotas. Así, en una noche de festejos, fueron celebradas aquellas grandes bodas colectivas. Alejandro las presidió, flanqueado por sus dos esposas y con un traje de su invención, que Plutarco describe como de corte mitad griego mitad persa. Acto seguido proclamó su propio origen divino como hijo de Zeus-Ammón; los sacerdotes de Babilonia y de Siva lo reconocieron, los Estados griegos lo aceptaron carcajeándose, y sólo Olimpia, que había inventado aquella fábula y que todavía vivía en Pella, comentó escépticamente; «¿Cuándo dejará ese chico de calumniarme como adúltera?»

No se ha sabido jamás, y no se sabrá nunca, si Alejandro era tan desequilibrado como para creer en aquella fábula, o si la avalaba sólo por diplomacia. Una vez, alcanzado por una flecha, había dicho a sus amigos, mostrando la herida; «¿Veis? ¡Es sangre, sangre humana, no divina!» Pero ahora sentábase sobre un trono de oro, llevaba en la cabeza dos cuernos que eran el símbolo de Ammón y exigía que todos se prosternasen ante él. El abstemio adolescente de un tiempo ahora bebía, y en las borracheras perdía la cabeza. Cuando Clito, que le había salvado la vida, le dijo que el mérito de sus grandes victorias correspondía no a él, sino a Filipo que le había dejado un gran ejército (y era verdad), le mató en un acceso de furor. Una conjura le hizo recelar. Filotas, bajo la tortura, denunció a su propio padre, Parmenio, el general más estimado por Alejandro. También le condenó a muerte. El paje Hermolao, torturado a su vez, denunció como cómplice a Calístenes, sobrino de Aristóteles, que el rey se había llevado en su séquito como cronista de las expediciones y que no quiso prosternarse ante él, afirmando que todas aquellas empresas un día se habrían convertido en históricas porque Calístenes las había escrito, no porque Alejandro las hubiese llevado a cabo. El impertinente fue metido en la cárcel, donde murió. Estalló una sedición entre los soldados, que le pidieron ser licenciados «visto que tú, Alejandro, eres un dios, y que los dioses no necesitan tropas». Alejandro respondió enojado; «Marchaos, pues; así, de ahora en adelante, seré rey de aquellos de quienes os he hecho vencedores.» Los soldados rompieron a llorar, le pidieron perdón, y él, reanimado, concibió la empresa de conducirles a nuevas conquistas en Arabia.

Pero en aquel momento murió Efestión, a quien él consideraba su Patroclo y quería con un amor que jamás había sentido por ninguna mujer: hasta el punto de que cuando la viuda de Darío, venida a hacer acto de sumisión en su tienda, les había confundido uno con otro, el rey dijo sonriendo: «No hay ningún mal en ello. Efestión es también Alejandro.» Aquella muerte le afectó de manera irreparable. Hizo matar al médico que no supo evitarla, rehusó la comida durante cuatro días seguidos, ordenó honras fúnebres en las que gastó cuarenta mil millones de liras, mandó a preguntar al oráculo de Ammón, que naturalmente se apresuró a concedérselo, el permiso de venerar al pobre difunto como a un dios, y como sacrificio expiatorio ordenó el degüello de una tribu entera de persas.

Era claro ya que el conquistador venido a Oriente para grecizarlo se había orientalizado hasta convertirse en un verdadero sátrapa. Cada vez más enfermo de insomnio, buscaba en el vino ese sucedáneo del descanso que es el aturdimiento. Cada noche hacía con sus generales concursos de resistencia. Una noche fue derrotado por Promacos, que ingirió tres litros de licor fortísimo, y al cabo de tres días murió. Alejandro quiso batir el
récord
e ingirió cuatro litros. Al otro día le dio una fuerte fiebre. Quiso seguir bebiendo. Desde la cama, en las pausas de delirio, siguió dando órdenes a gobernadores y generales. Luego, el undécimo día, entró en agonía. Cuando le preguntaron a quién se proponía dejar el poder, respondió en un soplo: «Al mejor.» Pero se olvidó de decir quién era el mejor. Era en 323 antes de Jesucristo, y Alejandro debía cumplir en aquellos días treinta y un años. Hay que preguntarse qué habría llegado a hacer si hubiese tenido tiempo. La breve aventura de su vida había sido tan intensa y tan plena de sensacionales empresas, que se comprende muy bien la sugestión que ha ejercido sobre sus biógrafos. Yo creo, empero, que todas las intenciones que se le han atribuido carecen de fundamento. No pueden achacarse a una idea política, como en el caso de Filipo, que sabía perfectamente lo que quería. Alejandro no siguió su plan y, más que artífice, se nos aparece como el esclavo de un destino. Lo que nos impresiona en él es una fuerza vital tan abrumadora y desenfrenada como para trocarse en defecto. Fue un meteoro que, como todos los meteoros, deslumbró el cielo y se disolvió en el vacío, sin dejar tras sí nada constructivo.

Pero acaso por ello interpretó y concluyó del modo más adecuado el ciclo de una civilización como la griega, condenada por sus fuerzas centrífugas a fenecer de dispersión.

CAPÍTULO XLVI

Platón

Mientras Alejandro se ilusionaba en conquistar el mundo en nombre de la civilización griega, esta civilización difundía sus últimos fulgores. La literatura languidecía, transformada ya en un mal subproducto: la oratoria, exclusiva de los varios Demóstenes, Esquines, etc. La tragedia había muerto y en su lugar iba tirando una comedia burguesa, hilvanada con mediocres motivos de adulterio y de vida cara. La Escultura producía aún obras maestras con Praxíteles, Escopas y Lisipo. La ciencia, más que a nuevos experimentos y descubrimientos, se dedicaba a la clasificación escolástica de lo ya realizado. Pero la Filosofía alcanzaba precisamente entonces su cénit.

Era la herencia de Sócrates, en cuya escuela había nacido un poco de todo. Entre sus continuadores tal vez el más superficial, pero asimismo el más pintoresco, fue Arístipo, elegante estafador e infatigable trotamundos. El hedonismo fue para él no tan sólo una teoría, sino también una práctica de vida. Todo lo que hacemos, decía, lo hacemos sólo para procurarnos placer, aun cuando inmolamos la vida por un dios o un amigo. Nuestra llamada «sapiencia» nos engaña. Los únicos que nos dicen la verdad son los sentidos, y la filosofía sólo sirve para afinarlos.

Arístipo era un guapo hombre de modales exquisitos y de conversación fascinante, que jamás tuvo necesidad de trabajar para vivir. Una vez, náufrago en aguas de Rodas, hechizó totalmente a sus salvadores, quienes, después de alimentarle y vestirle, hasta le abrieron una escuela a sus expensas. «¿Veis, muchachos? —dijo Arístipo en su exordio—. Vuestros progenitores deberían proveeros solamente de aquello que se puede salvar hasta en un naufragio.» Cuando estaba sin blanca, se iba de huésped a casa de Jenofonte, en Escila, o bien a Corinto, en la de la célebre hetaira Laide, que despojaba a sus clientes, y que a Demóstenes, por una noche de amor, le había pedido cinco millones, pero que tenía una debilidad por Arístipo y le recibía gratis en casa. Había estado también en Siracusa con Dionisio que una vez le escupió en la cara. «Bah —dijo Arístipo, enjugándosela—, un pescador ha de mojarse más para capturar un pez más pequeño que un rey.» El tirano le obligaba a que le besara los pies. Arístipo se excusaba de ello ante los amigos diciendo: «No es culpa mía si los pies son la parte más noble de su cuerpo.» No tenía nunca dinero, pero todos le querían por la generosidad con que gastaba el de los demás. Y murió diciendo que lo dejaba todo a la virtud, pero aludía solamente a su hija que se llamaba precisamente así («Arete») y que tradujo en cuarenta libros la amable filosofía de su padre mereciendo el título de «Luz de la Hélade».

Otro curioso maestro era Diógenes, jefe de escuela de los cínicos, llamada así por Cinosarge, donde tenían su
gimnasio.
Lo había fundado Antístenes, alumno de Sócrates, que una vez, mirándole, le dijo: «A través de los agujeros de tu vestido, Antístenes, veo tu vanidad.» Era verdad. Antístenes compensaba con la humildad su orgullo, que era inmenso. También él, originario de siervos, había instituido aquella escuela para los pobres, y de buenas a primeras rechazó la inscripción a Diógenes porque era banquero, aunque en quiebra. Decidióse a acogerle sólo cuando vio que dormía en el suelo en compañía de mendigos y que andaba por las calles pidiendo limosna también.

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