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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (37 page)

BOOK: Historia de los griegos
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Como Teofrasto, Xenócrates fue un maestro ejemplar, que contribuyó mucho a realzar en la opinión pública el prestigio de una categoría que los sofistas habían desacreditado mucho. El ya citado Laercio dice que cuando pasaba por la calle, hasta los descargadores del muelle le hacían sitio con respeto porque le confundían con un potentado. Xenócrates era más pobre que Job, no había aceptado nunca estipendios y hubiese acabado en la cárcel por renuencia al fisco, si Demetrio no hubiese intervenido en persona. Una vez, Atenas le mandó con otros embajadores a Filipo de Macedonia quien, terminada la misión, dijo confidencialmente a sus amigos; «Es el único que no he logrado corromper.» Llena de curiosidad, y acaso irritada por su aureola de virtud, la cortesana Friné quiso ponerle a prueba y una noche llamó a su puerta fingiéndose perseguida por un sicario, y le pidió hospitalidad. Xenócrates le ofreció cortésmente su propio lecho y se acostó a su lado en él. Al alba, la mujer se fue llorando de rabia por su derrota.

Después de su muerte también la academia comenzó a decaer. O, mejor dicho, comenzó a decaer en ella el estudio de aquellas disciplinas que había tenido en común con el liceo en tiempos de Platón y de Aristóteles, los cuales estaban de acuerdo en un punto: en considerar que era posible alcanzar el conocimiento de la verdad. Ahora ya nadie lo creía. Muchas hipótesis se habían formulado a ese propósito y muchas escuelas habían discutido los métodos. ¿Y qué quedaba sino un montón de palabras?

Pirrón fue el intérprete de ese estado de ánimo. Era de Elida y había seguido a Alejandro a la India, donde probablemente había asimilado algo de la filosofía hindú. Sea como fuere, volvió de allí persuadido de que la sabiduría consistía en renunciar a la búsqueda de la verdad, que era inalcanzable, y en contentarse con la serenidad, más fácil de obtener conformándose a los mitos y a las convenciones del propio ambiente: falsos ciertamente, pero no mucho más de lo que son las teorías de los filósofos. Por su parte, lo hizo aceptando las leyes y costumbres de su ciudad, y renunciando hasta a curarse un resfriado, «porque —decía— la vida es un bien incierto y la muerte no es un mal cierto». Y acaso por esto vivió muy sano hasta los noventa años.

Pero los más grandes adalides de esa filosofía de renunciación fueron Epicuro y Zenón. El primero era de Samos y fue uno de los pocos filósofos formados lejos de Platón y de Aristóteles. Llegó a Atenas ya hecho, por decirlo así, e instituyó una escuela por su cuenta en el jardín de su casa. Aparte del concubinato con Leoncia, que le amó apasionadamente pese a seguir haciendo la mundana y que él jamás desposó, era un hombre de costumbres sencillísimas, que sólo comía pan y queso y vivía apartado, respetuoso de las leyes y de los dioses. Lo que la gente común llama «epicúreo» nada tiene que ver con su vida privada ni con sus ideas, que él condensó en trescientos libros. Su «credo» moral, en la escéptica y licenciosa Atenas de aquel tiempo, destaca por su honestidad. La sabiduría, decía, no consiste en explicar el mundo, sino en fabricarse un refugio de tranquilidad con las pocas cosas que la pueden dar: la modestia, el respeto a los demás, la amistad. Las amistades de Epicuro, en efecto, fueron proverbiales. Cuando murió, a los setenta y un años tras haber pasado treinta y seis enseñando a sus discípulos y amándoles, su último esfuerzo, en los terribles sufrimientos que le producían los cálculos renales, fue dictar una carta para uno de ellos recomendándole a los hijos de Metrodoro, otro discípulo suyo.

Zenón era un millonario de Chipre que lo perdió todo, menos la vida, en un naufragio, en aguas de El Pireo. Habiéndose sentado, desconsolado, en una librería, abrió por azar los
Memorables
de Jenofonte por las páginas que hablaban de Sócrates y preguntó dónde podían hallarse hombres semejantes. «Sigue a ése», le respondió el librero indicándole a Crates, que pasaba por allí. Crates era un tebano que había renunciado a su fabulosa fortuna para vivir como cínico, o sea, de mendigo. Zenón le siguió y, tras haber escuchado sus lecciones, dio gracias a su dios de haberle arrojado náufrago y pobre en aquella ciudad. Estudió ahincadamente también en la academia de Xenócrates y después instituyó una escuela por su cuenta que, por los pórticos de Stoas bajo los cuales daba las lecciones, se llamó
estoica.

Durante cuarenta años, dando el ejemplo con su vida franciscana, enseñó las ventajas de la sencillez y de la abstinencia a sus alumnos, entre los cuales se contaba Antígono de Macedonia quien, al ser rey, le invitó en Pella. Pero Zenón, para mantenerse fiel a la escuela y a la pobreza, mandó en su lugar a su discípulo Perseo. A los noventa años aún enseñaba. Un día se cayó fracturándose un pie. Dio unas palmadas en el suelo y dijo; «¿Por qué me llamáis así? Heme aquí.» Y con sus propias manos se estranguló.

CAPÍTULO LI

Paso a la ciencia

La decadencia de la Filosofía, ahora ya reducida sólo a la busca de normas morales y de conducta, favoreció a la Ciencia, que, en efecto, alcanzó en los siglos III y II su máximo florecimiento. Es una vieja historia que dura desde siempre: el hombre, cada vez que abandona la esperanza de descubrir por raciocinio los grandes porqués de la vida y del universo, que constituyen precisamente la meta de la Filosofía, se refugia en el estudio del «cómo», que es el cometido de la Ciencia. También nosotros, los contemporáneos, vivimos precisamente en una de estas coyunturas.

Mas a ésta se sumaban también otras causas. En primer lugar, la instauración, en el lugar de los viejos regímenes democráticos, de los autoritarios, que profesan la manía de los progresos técnicos y que son más capaces de llevar a cabo su organización. Después, la proliferación de escuelas, libros y museos. Y, por fin, la consolidación de una lengua común, la griega, como medio de intercambio para la difusión de las ideas.

Euclides, que durante dos mil años estaba destinado a quedar como sinónimo de geometría, escribió, en efecto, en sus famosos
Elementos,
que todo su trabajo había consistido en reunir y condensar los descubrimientos de todos los estudiosos griegos, de los cuales la Universidad de Alejandría constituía el centro aglutinante. No se sabe de él más que vivió solamente para enseñar, que sus discípulos se convirtieron en grandes maestros de la época, que no tenía un céntimo y que no se preocupó jamás de ganarlo.

De su escuela, en efecto, salió también Arquímedes, el cual, sin embargo, no llegó a conocerle. Venía de Siracusa, era hijo de un astrónomo y gozaba de la protección de Gerón, el ilustrado y benévolo tirano de la ciudad, del cual también era pariente lejano. Era hombre distraído y divertido, como casi todos los científicos, que, de vez en cuando, para dibujar esferas y cilindros en la arena, como se hacía entonces, se olvidaba de comer y de lavarse. Sus investigaciones procedían de una observación atenta de los fenómenos naturales. Un día, por ejemplo, Gerón le dio a examinar una corona, que el cincelador le cargó en cuenta como toda de oro, pero con orden de no hacerle ni un arañazo. Arquímedes estuvo semanas buscando un sistema. Pero una mañana, en la bañera, se dio cuenta de que el nivel del agua subía a medida que el cuerpo se sumergía y que cuanto más se sumergía el cuerpo menos pesaba. Así fue como llegó a formular el famoso «principio», según el cual un cuerpo, al sumergirse, pierde un peso equivalente al del agua que desplaza. Mas en seguida le relampagueó también la sospecha de que, una vez sumergido, este cuerpo desplazaría una cantidad proporcional al propio volumen. Y, recordando que un objeto de oro tiene menos volumen que un objeto de plata del mismo peso, hizo un experimento con la corona y comprobó que desplazaba, en efecto, más agua que la que habría desplazado si hubiese sido toda de oro. Vitrubio cuenta que estuvo tan contento de aquel descubrimiento que, para correr a comunicárselo a Gerón, olvidó vestirse y se precipitó desnudo por la calle gritando: «Eureka, Eureka», que quiere decir: «Lo he encontrado, lo he encontrado.»

Gerón solicitó de Arquímedes, que construía trastos diversos por el solo gusto de estudiar su funcionamiento y descubrir las leyes mecánicas que lo regulaban, que los hiciera para usos bélicos. Pero no los empleó nunca, porque jamás puso a Siracusa en situación de necesitarlos. Desgraciadamente, al desaparecer él, sus sucesores, en vez de seguir su sabiduría política de fiel alianza con Roma, desafiaron el poderío de ésta y se concitaron la ira del cónsul Marcelo, que los sitió por mar y por tierra. Arquímedes inventó toda suerte de ingenios para ayudar a su patria: enormes grúas para enganchar a las naves y volcarlas, así como catapultas para hundirlas bajo huracanes de piedras. Los romanos, despavoridos, comenzaron a sospechar de algún sortilegio y atribuyeron su origen a algún dios que había volado en socorro de Siracusa. Pero Marcelo sabía de qué dios se trataba. Y cuando la inexpugnable ciudad, tras ocho meses de asedio, se rindió por hambre, dio órdenes a las tropas de que se respetase a Arquímedes. Éste estaba, como de costumbre, dibujando figuras en la arena, cuando un soldado romano le reconoció y le ordenó que se presentase inmediatamente al señor cónsul. «Apenas haya terminado», contestó el anciano. Pero el celoso hombre de armas, avezado a la disciplina romana, le mató. Arquímedes, en aquel momento, tenía setenta y cinco años y la ciencia había de esperar mucho tiempo, más de mil setecientos años para encontrar en Newton un descubridor de la misma grandeza.

Otro gran paso adelante hizo en este período la Astronomía, que los griegos de la edad clásica habían más bien descuidado. Se comprende de dónde, a la sazón, venía el impulso: de Babilonia, que había tenido siempre el monopolio en esos estudios. No se hicieron grandes descubrimientos porque faltaban los medios de observación. Pero por primera vez se comenzó a dudar de que la Tierra fuese el centro inmóvil del universo, como hasta entonces siempre se había creído. Arquímedes atribuye a Aristarco de Samos la hipótesis de que el centro del universo fuese el Sol, en torno al cual la Tierra giraba con movimiento circular. Nació de ello una polémica de la cual no conocemos particularidades, pero que nos hace pensar que una especie de Santo Oficio existiese también entonces, visto que se concluyó con la retractación de Aristarco, el cual, en definitiva, volvió a la vieja teoría geocéntrica. Evidentemente, no quería sufrir las desdichas que dieciocho siglos después habría de pasar Galileo.

Hiparco de Nicea se mantuvo prudentemente al margen del candente problema, limitándose a perfeccionar los únicos instrumentos de la época —astrolabios y cuadrantes— y fijar el método para determinar las posiciones terrestres según los grados de latitud y de longitud. Él fue quien dio finalmente al mundo griego un calendario sensato y racional, tras haber fijado el año solar en trescientos sesenta y cinco días y un cuarto, menos cuatro minutos y cuarenta y ocho segundos, apartándose solamente en seis minutos de los cálculos de hoy.

Hiparco fue el verdadero fundador del sistema tolemaico. Hasta Copérnico, la Astronomía ha vivido de él. Descubrió la oblicuidad de la elipse y llegó a calcular la distancia de la Luna, equivocándose sólo en veinte mil kilómetros.

Si no el más original teórico, él fue sin duda el más agudo observador de la Antigüedad. Una noche, como de costumbre, explorando con sus pobres medios el cielo, descubrió una estrella que la noche anterior no creyó haber visto. Para ponerse a cubierto de toda duda en el futuro, dibujó un mapa del cielo con la posición de mil ochenta estrellas fijas. Es el mapa sobre el cual se ha estudiado hasta Copérnico y Galileo. Confrotándolo con el que Timócrates había compilado unos cuarenta años antes, Hiparco calculó que las estrellas se habían desplazado en dos grados. Así llegó a su descubrimiento más importante, el de los equinoccios, de los cuales calculó la anticipación año tras año, en treinta y seis segundos (mientras que según nuestros cálculos es de cincuenta).

Alguien se preguntará tal vez cómo lo hicieron los griegos para obtener mediciones tan exactas con unas matemáticas rudimentarias. Pero es que también éstas habían hecho grandes progresos, pues del mundo griego también formaba parte Egipto, donde siempre aquéllas habían alcanzado gran honor. Nosotros hemos dejado a los atenienses con Pericles, cuando contaban solamente con los dedos. Ahora contaban con las letras del alfabeto, usando las nueve primeras para las unidades, la siguiente para las decenas, la siguiente para la centena, etc. Pero había también los acentos que indicaban las fracciones. Resultaba de ello una taquigrafía rápida, pero complicada, que favoreció la formación de especialistas para descifrarla. Y fueron éstos quienes después la perfeccionaron.

Dado que los estudios científicos son siempre interdependientes, era natural que estos programas se reflejasen también en las Ciencias Naturales y en la Medicina. Aristóteles y su liceo habían constituido las premisas y proporcionado las condiciones de compilación y catalogación de materiales. Teofrasto, que tenía la pasión de la jardinería, compuso una
Historia de las plantas,
que fue durante varios siglos el manual de todos los botánicos. Aquel mediocre filósofo fue el más grande naturalista de la Antigüedad, sobre todo en cuanto a rigorismo de métodos.

Los Tolomeos fueron «salutistas» y dieron un constante impulso a la Medicina. Ya no dependía de las geniales intuiciones de hombres aislados, sino que se había vuelto un hecho de escuela, de laboratorio y de investigaciones colectivas. Esto no impidió a Herofilo destacar con sus estudios sobre la materia cerebral. Los desarrolló sobre cerebros disecados, descubrió el funcionamiento de las meninges y trazó una primera y rudimentaria distinción entre el sistema nervioso cerebral y el espinal. Halló la diferencia entre venas y arterias y proporcionó a la diagnosis el más elemental, pero asimismo el más necesario, de todos los elementos: la medición de la fiebre mediante el pulso, cuyos latidos contaba con una clepsidra de agua. Fue él quien bautizó al duodeno y quien echó los cimientos de la obstetricia.

Sólo tuvo un rival en Hetisístrato, que fue una especie de Pende
[4]
por la importancia que atribuyó al sistema glandular. Tuvo una vaga intuición del metabolismo basal y anticipó las grandes leyes de la higiene. Estos científicos y sus colegas menores confirieron a la Medicina un altísimo prestigio, que hacía casi sagrado a quien la practicaba. Al siglo de los dramaturgos y de los filósofos seguía el de los doctores.

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