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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (31 page)

BOOK: Historia de los griegos
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Por otra parte, era la nueva organización social que lo imponía. Platón y Aristóteles habían tenido sus buenos motivos al decir que una
polis
se gobierna bien solamente cuando sus ciudadanos son tan pocos que se conocen todos entre sí. Esto ya no sucedía en las
poleis
griegas. Y, aparte el número de sus habitantes, el progreso técnico imponía una división del trabajo mucho más compleja, es decir, mucho más especializada. Un abogado, para conocer todas las leyes que los varios Gobiernos habían dictado, tenía que dedicarse a ellas todo el día en detrimento de todos sus demás intereses. Los médicos, de Hipócrates en adelante, debían estudiar más anatomía que filosofía. El progreso, en suma, mataba al noble «dilettantismo», que había sido la más seductora característica de los griegos de Pericles, y el «dilettantismo» se llevaba a la fosa la
polis.

He aquí lo que no funcionaba ya en la Grecia que emergía de las guerras del Peloponeso. No eran las carnicerías ocurridas en el campo de batalla, las invasiones, los saqueos, las flotas naufragadas ni el desbarajuste económico lo que la ponía a merced de cualquier invasor. Era el agotamiento de la pilastra sobre la cual había construido su civilización; la ciudad-estado, a la sazón no adecuada ya a las nuevas necesidades de la sociedad.

CAPÍTULO XLII

Dionisio de Siracusa

La incapacidad de superar los límites y los esquemas de la ciudad-estado, o sea de formar una verdadera y propia nación, debía de ser, por así decirlo, consustancial con la raza helénica, pues está también en la base de la quiebra de Siracusa, la más importante colonia griega, que en cierto momento parecia tener que ocupar en el mundo el lugar de la madre patria.

Como hemos dicho, los griegos, aun antes de que Roma naciese, habían desembarcado en las costas italianas, donde fundaron varias ciudades; Brindisi, Tarento, Síbaris, Crotona, Reggio, Nápoles, Capua. Y tal vez desde estos trampolines hubiesen podido hacer griega la península entera en nombre de la superior cultura, si con ésta no hubiesen traído consigo el vicio de dividirse y de litigar. Crotona destruyó a Síbaris, Tarento destruyó a Crotona. Y, en suma, no se logró jamás establecer una colaboración entre aquellas
poléis,
ni tan siquiera cuando fueron amenazadas por el común enemigo romano, que acabó por engullírselas a todas.

Las colonias más importantes eran las de Sicilia, donde los griegos, atraídos por las inmensas riquezas de la isla, habían empezado a desembarcar en el siglo VIII antes de Jesucristo. Hoy día cuesta creerlo, pero en la Antigüedad Sicilia era un paraíso tal de bosques, de trigo y de árboles frutales que se llamaba «la tierra de Démeter», que era la diosa de la abundancia. En aquel tiempo estaba habitada por escasos grupos de sicanos venidos de España y de sículos venidos de Italia. Después, en la costa occidental fueron a establecerse también los fenicios, que fundaron Palermo. Pero eran colonias pequeñas y discordes, que no pusieron ninguna resistencia a los recién llegados griegos, los cuales, con muy otra vitalidad, se desparramaron no sólo a lo largo de la costa oriental, sino también por la occidental, donde fundaron Agrigento.

Muy pronto hubo todo un florecer de ciudades, propiamente al modo griego. Y entre estas ciudades destacaron Leontini, Mesina, Catania, Gela, y sobre todo Siracusa. Esta última fue fundada por los corintios que, obligando a los sículos a retirarse hacia el interior, donde se dedicaron a la ganadería, construyeron un puerto en torno del cual nació una metrópolis que al comienzo del siglo V frisaba en el medio millón de habitantes.

El gran realizador de aquella empresa fue un tirano, Gelón, que se instaló en el poder a consecuencia de una revolución democrática que derrocó al viejo régimen aristocrático y conservador. La historia, como veis, es monótona. En Gelón la inteligencia era inversamente proporcional a los escrúpulos, mientras que el éxito fue directamente proporcional a los delitos con los cuales lo alcanzó. Hay que reconocer que, con toda probabilidad, todas las colonias griegas de Sicilia hubieran quedado sometidas a Cartago, que había mandado una flota al mando de uno de sus muchos Amílcares, si Gelón, por la violencia y la traición, no hubiese unificado el mando. El mismo año —y algunos llegan a decir el mismo día:— que Temístocles alineaba las naves contra las de Jerjes en Salamina, Gelón formaba sus soldados contra los de Amílcar en Himera y le derrotaba en una memorable batalla que limitó la supremacía cartaginesa a la Sicilia occidental, dejando la oriental bajo la influencia griega.

Durante todo el siglo IV antes de Jesucristo, Siracusa a pesar de las turbulencias de política interior, siguió desarrollándose en una continua alternación de etapas demócratas y largos regímenes totalitarios. Dionisio fue el tirano más despiadado y más instruido. Desde su atrincherada fortaleza de Ortigia, dominó la ciudad con métodos estalinianos y criterios vagamente socialistas. En la distribución de tierras, por ejemplo, no hacía distinciones entre ciudadanos y esclavos, entregándoselas imparcialmente a éstos y a aquéllos. Y cuando las cajas del Estado (el cual se confundía, naturalmente, con su persona) estaban vacías, anunciaba que Démeter se le había aparecido para reclamar que todas las damas de Siracusa depositasen sus joyas en el templo. Ellas, naturalmente, se apresuraban a llevárselas porque, aunque hubiesen tenido la tentación de desobedecer la orden divina, estaba la policía humana de Dionisio para disuadirlas. Después de lo cual, éste se hacía «prestar» las joyas por Démeter.

Era un curioso hombre infatuado de técnica y de poesía. Para echar a los cartagineses de la isla, mandó contratar en todas las ciudades griegas a los especialistas en mecánica, haciendo secuestrar a los que se rehusaron. El invento de la catapulta le embelesó y le hizo creer que con aquella arma en la mano nadie podría resistirle ya. Por lo que mandó un embajador a Cartago para intimarla a abandonar Sicilia. Siguieron casi treinta años de guerras y de matanzas del todo inútiles, pues, al final, todo quedó como antes: los griegos dueños de Sicilia oriental y los cartagineses de la occidental. Dionisio se replegó entonces a un programa más modesto: unificar bajo su mando a todos los griegos de la isla y de la península. Lo consiguió, pero sólo por la violencia. Como Atenas con sus satélites, así Siracusa se mostró incapaz de fusión con sus súbditos y sus relaciones con éstos quedaron sólo mantenidas por la fuerza. Cuando, por ejemplo, trató con Reggio, Dionisio se declaró dispuesto a respetar las libertades mediante el pago de una fuerte suma. Después, cuando la hubo cobrado, vendió a todos los reggianos como esclavos.

Sin embargo, aquel déspota tenía también aspectos humanamente simpáticos. Cuando el filósofo pitagórico Fincias, condenado a muerte por él, le pidió un día de permiso para ir a su casa, fuera de la ciudad, a ordenar sus asuntos, Dionisio consintió con tal que dejase en rehenes a su amigo Damón. Y cuando vio presentarse a éste confiadamente y a Fincias llegar a tiempo, en vez de hacerle matar, pidió humildemente ser admitido en la amistad de ambos, que le había conmovido. Otra vez condenó a trabajos forzados en las minas al poeta Filoxeno que había criticado sus versos. Luego se arrepintió, le llamó y ofreció en su honor un gran banquete al final del cual leyó otros versos e invitó a Filoxeno a juzgarlos. Filoxeno se levantó y, haciendo un signo a la guardia, dijo: «Llevadme a la mina.»

Fue esta pasión por la poesía, que siguió cultivando su asiduidad, lo que indirectamente le costó la vida a Dionisio. En 367, una comedia suya obtuvo el primer premio en Atenas. El tirano, si bien de satisfacciones hubiese ya sacado a porrillo con su omnipotencia, fue tan feliz con aquel modesto premio literario, que lo festejó con un banquete pantagruélico, al término del cual un ataque apoplético le fulminó.

Le sucedió su hijo de veinticuatro años Dionisio II, no más rico que su padre en cuanto a escrúpulos, pero mucho más pobre en cuanto a ingenio. Tuvo, sin embargo, dos excelentes consejeros en su tío Dión y en el historiador Filisto. El primero le convenció para que llamara a Platón, del cual era grandísimo admirador, seguro que el joven soberano se prestaría gustosamente a realizar los planes políticos de aquél. Dionisio quedó, en efecto, muy impresionado por el filósofo, que le puso a estudiar matemáticas y geometría como introducción a la verdadera sapiencia.

El joven estaba lleno de buenas intenciones y Platón se ilusionó con hacer de él su instrumento. Pero el maestro bebía a escondidas y por la noche se hacía visitar en palacio por la juventud de peor fama de Siracusa.

Filisto esperó a que el rey estuviera un poco cansado de teoremas y de triángulos isósceles y luego comenzó a murmurarle al oído que Platón era sólo un emisario de Atenas, la cual, no habiendo podido conquistar Siracusa con el ejército de Nicias, trataba de hacerlo ahora con las figuras geométricas de Euclides y con la complicidad de Dión.

Dionisio se alegró de creerlo y expulsó al tío. Platón protestó, y como no consiguió que se revocase la disposición, dejó la ciudad para reunirse en Atenas con el pobre exiliado. Éste, pocos años después, volvió a su patria al frente de otros ochocientos desterrados y derrocó a Dionisio, que huyó. Los siracusanos exultaron, mas para impedir que a un tirano le sustituyese otro, le quitaron el mando a Dión, quien se retiró sin amargura a Leontini. Dionisio volvió a la carga y derrotó a las fuerzas populares de Siracusa que, desesperada, hizo un nuevo llamamiento a Dión. Éste acudió, venció de nuevo, anunció una dictadura temporal para poner de nuevo en orden el Estado, y como premio recibió una puñalada en nombre de la «libertad».

Dionisio volvió a ser dueño de la ciudad y los siracusanos hicieron un llamamiento a la madre patria, Corinto, para que fuera a liberarles. Entonces vivía en Corinto, casi echado al monte, el aristócrata Timoleón, que había matado a su hermano para impedirle que se convirtiese en dictador. Maldecido por todos, hasta por su madre, Timoleón armó a un puñado de hombres, al frente de los cuales desembarcó en Sicilia, y con un prodigio de estrategia derrotó al ejército de Dionisio. Dícese que no tuvo ni una baja. Y esto nos hace sospechar que el prodigio de estrategia consistió en el hecho de que el enemigo salió corriendo o se pasó a él. El propio soberano fue capturado. Pero Timoleón, en vez de matarle, le dio todo lo que tenía en el bolsillo para que pagase el viaje hasta Corinto, donde efectivamente Dionisio pasó el resto de sus días. Después, él mismo se retiró a la vida privada, limitándose a reaparecer entre los siracusanos sólo cuando éstos le llamaban para escuchar sus consejos.

Cuando murió, pobre y sin cargos, en 337, Siracusa le conmemoró como el más grande y el más noble de sus ciudadanos. Gracias a él, había encontrado de nuevo, al menos de momento, la libertad. Pero en compensación estaba perdiendo rápidamente la fuerza que le había permitido resistir victoriosamente la presión cartaginesa.

CAPÍTULO XLIII

Filipo y Demóstenes

Probablemente la mayor parte de los griegos ignoraba hasta la existencia de su provincia más septentrional, la Macedonia, cuando Filipo, en 358 antes de Jesucristo, subió al trono según el proceder habitual en aquella comarca y en aquella Corte, o sea, una serie de asesinatos en familia. Las ciudades-estado del Sur tenían escasísimas relaciones con aquellos parientes lejanos del Norte, que, si bien hablaban su misma lengua o poco más o menos, no les había dado ni un poeta, ni un filósofo ni un legislador.

Pero tampoco los macedonios, por su lado, habían sentido jamás ninguna necesidad de meter baza en los asuntos ni en las riñas de Atenas, de Tebas y de Esparta. Eran dispersas tribus de pastores que vivían en régimen patriarcal, agrupadas cada una en torno a su propio principillo. Su evolución política no había seguido en absoluto la de Grecia; se había quedado en medieval. Había un rey, pero su poder estaba limitado por ochocientos vasallos, cada uno de los cuales, en su propia circunscripción, sentíase dueño absoluto y no admitía interferencias. No iban sino raramente y a desgana a Pella, la capital, que de hecho no pasaba de ser una aglomeración de cabañas en torno de la única plaza, la del mercado. El rey, cuando había de tomar alguna decisión importante, tenía que consultarles y no siempre lograba su consenso.

El nuevo soberano, empero, no era, como sus predecesores, «hecho en casa». De chico le habían mandado a estudiar en Tebas, donde se metió en las malas compañías de los parientes y amigos de Epaminondas. No había aprovechado mucho las lecciones de Filosofía e Historia. Pero siguió con atención las de estrategia que aquel gran capitán había enseñado a su ejército. Pese a las muchas lagunas de su cultura, cuando volvió entre los pastores de Pella, fue considerado un sabio. De hecho, él sabía lo que aquéllos, criados en la montaña y sin puntos de referencia, ignoraban: o sea, que Macedonia era una comarca semibárbara, que debía romper su aislamiento con el resto de Grecia y que el mejor modo de hacerlo era apoderarse de ella. Mas esto sólo se podía conseguir después de haber unificado el mando de Macedonia, o sea después de haber destruido o embridado las fuerzas feudales y centrífugas de los principillos locales.

Lo consiguió un poco por la fuerza y otro poco por la astucia, porque de ambas cosas tenía a porrillo. Era un pedazo de hombre listo y prepotente, guerrero intrépido, cazador infatigable, siempre dispuesto a enamorarse indistintamente de una hermosa mujer que de un guapo muchacho. Un trasfondo de astucia se encontraba en cada gesto suyo, hasta en el más espontáneo. Era de natural simpático, pero lo sabía y se aprovechaba. El mismo Demóstenes, su irreductible adversario, después de haberle conocido exclamó: «¡Qué hombre! Por el poder y el éxito ha perdido un ojo, tiene un hombro roto y un brazo paralizado. ¡Y todavía no hay quien pueda hacerle poner de rodillas!»

Por primera vez desde su advenimiento al trono, los «compañeros del rey», como se llamaban los ochocientos señorones macedonios, para afirmar su paridad con él comenzaron a frecuentar Pella, adonde Filipo les atraía con fiestas, con los dados, las mujeres y los torneos. A menudo jugaba con ellos hasta avanzada la noche. Pero su objeto no era solamente divertirles y divertirse. Entre una cacería y una borrachera tejía la trama del mando único en la nueva organización copiada de Epaminondas, y contagiaba a aquellos indóciles barones sus sueños de gloria y de conquista. Se impuso a quien se le resistía corrompiéndole y a veces matándole, acaso «por accidente» en cacerías o torneos, sin perjuicio de conmoverse sobre el cadáver y de tributarle regias exequias. Aquel hombre de modales rudos y francos sabía mentir como el más vil de los hipócritas. Su diplomacia apuntaba lejos y no conocía escrúpulos. En pocos años puso en pie el más formidable instrumento de guerra que haya conocido la Antigüedad antes de las legiones romanas: la falange, rígida muralla de dieciséis filas de infantes, protegida en los flancos por escuadrones de espantable caballería. La falange no contaba más que con diez mil hombres. Pero eran, a diferencia de los demás griegos, soldados toscos, entrenados, por su propia vida de pastores, a la disciplina y al sacrificio.

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