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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (24 page)

BOOK: Historia de los griegos
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Aristófanes hizo diana en seguida atacando a Cleón, el amo de turno, y de tal manera, que ningún actor tuvo el valor de encarnar el papel. Fue el mismo autor quien se presentó en escena con el indumento del
strategos,
quien, en la platea, asistió impasiblemente a su propia y despiadada burla, la aplaudió y luego denunció a Aristófanes haciéndolo multar. Lo que nos hace abrigar la duda de que el rústico Cleón era, al fin y al cabo, un poco menos rústico de lo que se ha dicho. El comediógrafo, una vez satisfecha la multa, escribió otra comedia que presentaba en escena al mismo personaje, al que hizo objeto de un trato peor que en la precedente. El enorme gentío, exorbitante, aplaudió a rabiar. Y entre los aplausos estaban también, esta vez, los de Cleón. La democracia de Atenas estaba en manos de hombres que sabían lo que se hacían. Y nadie lo demostró mejor que él, Aristófanes, que se había propuesto denigrarla.

Otro blanco de este curioso personaje era el racionalismo laico de las nuevas escuelas filosóficas, que él consideraba responsables del declive de la religión. Y, naturalmente, a sufrir la pena, Aristófanes puso en el escenario los sofistas, Anaxágoras y su propio amigo Sócrates, que se vio cruelmente parodiado, pero que siguió siéndole amigo.

Porque esto era lo bueno de Atenas y el síntoma de su altísima civilización: que se relacionaban unos con otros, discutían, se iban juntos de juerga, se mofaban recíprocamente en público y seguían siendo amigos en privado. En
Las nubes
hay para todos. Pero especialmente el pobre Sócrates, caricaturizado con el ropaje de «tendero del pensamiento», sale malparado.

El tercer blanco de Aristófanes fue Eurípides, y se comprende. Le odiaba talmente, que siguió poniéndole en escena para que hiciera las más ruines y ridículas figuras hasta después de muerto
(Las ranas).
En él, Aristófanes se proponía, sobre todo, fustigar el progresismo y el feminismo, sobre los que se apoyaban aquellas concepciones utópicas de una sociedad igualitaria que detestaba y que puso en la picota en
Los pájaros,
acaso la más perfecta de sus obras, entre otras cosas porque es la única que no cierra las puertas a la poesía.

Aristófanes es un nudo de contradicciones. Toma la actitud de campeón de la virtud, pero la defiende con un lenguaje digno del más impenitente pecador y describe los vicios con una competencia y una complacencia que nos induce a alguna sospecha sobre sus fuentes de información. Su grosería nada tiene que envidiar a la de Crátino.

Defiende la religión, mas esto no le impide poner en escena una parodia de los Misterios eleusinos, que sería como hacer hoy una de la santa Misa; satirizar al mismo Dionisio, dios del teatro, e insinuar que el propio Zeus no es más que el amo de una casa de tolerancia en el Olimpo. Para sus requisitorias moralizadoras no vacila en utilizar las armas más inmorales, como por ejemplo la calumnia y la difamación.

Este hombre, sin duda inteligentísimo, se torna obtuso frente a los hombres que odia y las ideas que detesta. En sus diatribas contra Pericles y el pueblo, cae a menudo al mismo nivel de los demás descalificados libelistas, tipo Hermipo. Los rencores ofuscan en él el gusto y el sentido de la mesura. Raramente sonríe. Casi siempre se carcajea. En vez del
sense of humour
usa el sarcasmo, a menudo vulgar. Sus tramas son simple pretexto. Al leerle, se tiene la impresión que se ponía a escribir sin saber dónde iría a parar, y que él mismo buscaba a tientas la trama del suceso, como un miope que por la mañana, al despertar, buscase sus gafas. Sus personajes son esquemáticos y caricaturescos, como los de todos los que escriben en tesis y llevan más en su interior los temas que los hombres.

Mas, pese a todas estas graves reservas, hay que decir además que no se comprenderá nunca nada de Atenas si no se lee a Aristófanes: lo cual es el mayor elogio que se puede hacer de un escritor. En sus páginas aparecen las costumbres y la crónica de aquella ciudad, las ideas que por ella circulaban, los vicios que la afligían, las modas que en ella se sucedían. Es la conversación del café y de la plaza lo que ahí se vuelve a encontrar, fielmente conservada. Aristófanes es a la vez el Dickens y el Longanesi de Atenas: una mezcolanza de grandeza, de granujería y de miseria, de
engagement
y de charlatanería, de idealismo y de extorsión.

Con él, la comedia cesó de ser la hermana pobre y el vulgar proscrito de la tragedia para remontarse a la dignidad de expresión de un arte independiente. Efectivamente, el Gobierno consintió que en una jornada de las fiestas de Dionisio fuese dedicada exclusivamente a ella. Pero los abusos y las licencias que los autores se tomaron fueron tales como para provocar la institución de una censura que, como siempre, se mostró catastrófica. La comedia de sátira política murió antes que Aristófanes, que la había inventado, y que en sus últimos años acaso lamentó haberla usado en perjuicio del régimen político que se lo había permitido y que entonces había fenecido también.

La libertad es uno de esos bienes que se aprecian solamente cuando los hemos perdido. Aristófanes, que falleció en 385, acabó escribiendo comedietas sentimentales. Nos divierte poco leerlas porque notamos lo poco que se divirtió él al escribirlas.

CAPÍTULO XXXIII

Poetas e historiadores

A primera vista puede sorprender que, al lado de aquella floración de la filosofía, el teatro, la escultura y la arquitectura, la edad de Pericles no pueda ufanarse de otra igualmente desbordante de la poesía. Pero hay sus razones. La democracia, al destruir monarquías y principados, había destruido el mecenazgo, que es el gran abono. La poesía nace siempre cortesana y castellana, como fue precisamente la de Homero. La democracia es ciudadana, y en lugar del señor guerrero y romántico coloca al burgués mercantil y racional, más interesado en el juego de la inteligencia que en la intervención fantástica. El conflicto de las ideas cobra prevalencia, arranca incluso el poeta a la contemplación solitaria y le obliga a tomar partido, es decir, a hacerse abogado de una o de otra causa. De hecho no es que la poesía falte en la Atenas de Pericles. Casi todos escriben en verso. Pero lo hacen al servicio de las ideas, por la filosofía o por el teatro. Y, naturalmente, teatro, filosofía e ideas nos ganan. La poesía nos pierde.

Su mayor representante es Píndaro, nacido a fines del siglo VI antes de Jesucristo (en 522, parece ser), que estaba más que saturado de poesía. Era de Tebas, ciudad que gozaba la fama que hoy tiene Cuneo y que, como Cuneo, no la merecía. Píndaro tenía un tío músico, que le envió a sus costas, para estudiar composición a Atenas, con los maestros Laso y Agátocles. Al chico aquellos estudios le sirvieron bastante para extraer de las palabras todas las armonías posibles. Sus conciudadanos dijeron que, una vez, Píndaro quedó dormido en el campo y que unas abejas, zumbando sobre su boca, habían dejado caer encima unas gotas de miel. O tal vez fuera el mismo Píndaro quien inventó esta historia; la modestia no era su fuerte. Cinco veces concurrió al primer premio poético con su maestra y conciudadana Corina, que otras tantas veces le batió. Parece ser que ella iba provista, a ojos de los jueces que componían el jurado, de argumentos de los que el pobre Píndaro carecía y que tenían poco que ver con la poesía. La derrota le hizo perder todo escrúpulo de galantería. Dijo que se sentía un águila «en comparación con aquella excrecencia carnosa». Pues los poetas, cuando está de por medio un premio, emplean la prosa, ¡y qué prosa!

Pero pronto tuvo su desquite, pues de todas partes le llovieron comisiones de Gobiernos forasteros, de tiranos como Gerón de Siracusa y hasta de un rey, como Alejandro de Macedonia (el bisabuelo del
Magno
). De modo que cuando tuvo unos cuarenta y cinco años y volvió a casa rezumaba celebridad y riqueza. Pero las había sudado, pues sus famosas odas, que al leerlas parecen tan fáciles y fluidas le habían costado un trabajo indecible. Las componía a la par que la música, de la que desgraciadamente no ha quedado rastro, pues la destinaba al canto que él mismo enseñaba al coro. Píndaro era, en suma, «un letrista», aunque de altísimo nivel. Gran maestro de la métrica, henchido de metáforas, fantasioso y sustancialmente frígido bajo sus aparentes entusiasmos, llegó a los ochenta años guardándose muy bien de mezclar su propio destino personal a los grandes acontecimientos de los cuales era regularmente el panegirista. Cuando estalló la guerra con los persas, estuvo con la neutralidad de Tebas, que involucraba la suya personal también. Después, consumados los hechos, se arrepintió y dirigió un sonoro homenaje a Atenas como a «la renovada ciudad protegida de los dioses, rica, coronada de violetas, guía y baluarte de la Hélade toda». Tebas, por esta contradicción, le impuso una multa de diez mil dracmas, algo así como seis millones de liras. Pero fue Atenas la que, por gratitud, se la pagó. Murió en 442, cuando, habiendo mandado un mensajero a Egipto para preguntar al dios Ammón qué era lo mejor de la vida, éste le respondió: «La muerte.» Atenas le dedicó un monumento. Y cuando, siglo y medio después, Alejandro
el Magno
quiso castigar a Tebas por una rebelión, mandó a sus soldados incendiarla toda, menos la casa de Píndaro. Que, en efecto, todavía existe.

No queda gran cosa que decir sobre la poesía de Píndaro ni sobre la de sus menores contemporáneos. Toda la literatura de la edad de Pericles es
engagée,
es decir, funcional. Y hasta en la prosa, los únicos que brillaron fueron los «retóricos», o sea los maestros de oratoria, entre los cuales el más grande fue ciertamente Gorgias, y los historiógrafos, que además eran sobre todo ensayistas políticos.

La rapidez de los progresos que los griegos hicieron en este campo queda demostrada por el hecho de que entre Heródoto y Tucídides no transcurren más que cincuenta años, cuando parece que al menos hubieran sido quinientos. Heródoto escribe la historia como si fuese un cuento de hadas, sin distinguirla de la leyenda y el mito. Sabía muchas cosas porque, hijo de una buena familia de Halicarnaso, había viajado; mas, en vez de cribarlas críticamente, las amontonó en una miscelánea que de «historia universal» tenía solamente la modesta pretensión. Los acontecimientos se confunden con los milagros y con las profecías, y Hércules es descrito como un personaje real, parigual de Pisístrato. Todo esto confiere a Heródoto el embrujo del frescor y de la inocencia. Puede leérsele con placer. Sólo hay que guardarse muy bien de creerle.

Tucídides, que comenzó a manejar la pluma cincuenta años después que Heródoto la hubo dejado, parece francamente pertenecer a otra edad. Se nota que entre ambos aparecieron los sofistas y se formó aquella especie de ilustración que tan extrañamente acerca el siglo VI ateniense al siglo XVIII francés.

Tucídides había nacido en 460 antes de Jesucristo, de padre propietario de minas y madre de prestigiosa familia tracia. Esto le permitió adquirir una excelente instrucción en la costosa escuela de los más renombrados sofistas, de los cuales absorbió un escepticismo fundamental. Su pasión era la política y, en efecto, todos sus primeros escritos son un diario de los acontecimientos de que era testigo. Se salvó de milagro de la epidemia de 430, que le había contagiado. Y seis años después le encontramos almirante en la expedición naval en socorro de Anfípolis sitiada por los espartanos. El fracaso le costó el exilio y nos ha deparado a nosotros el placer de una
Historia de la guerra del Peloponeso
que, de haberse quedado él en su patria haciendo política, probablemente no hubiese escrito nunca.

Comienza su relato en el momento que Heródoto lo había dejado. Pero, ¡qué diferencia, incluso de estilo! El de Tucídides es terso como el cielo del Ática, sin baboseos ni divagaciones. Hechos y personajes son vistos con su mirada límpida y representados con su justo relieve, sin prejuicios moralizadores. Nadie puede decir que sus retratos de Pericles, Nicias, Alcibíades, sean verdaderos. Pero lo parecen y esto basta para hacer gran historia. Tucídides no cae en una de esas inexactitudes en que el lector puede «picotear». Y su mano de escritor es tan hábil que no se nota. Él no emite juicios. Resalta lo bueno y lo malo en la narración de los hechos. Sus simpatías y antipatías no se advierten: lo que es singularmente raro en un desterrado. Tiene una sola debilidad: la de poner en boca de sus héroes frases elegantes, como se suele hacer escribiendo, más no hablando. Pero él mismo confiesa que es un truco al que recurre para reavivar el relato y hacerlo más conciso y dramático. Todos sus personajes tienen, en efecto, el mismo estilo: el de él. A veces, sin embargo, exagera: como cuando atribuye a Pericles una
Oración fúnebre
sobre la decaída grandeza de Atenas. Mas, ¡ay!, que Plutarco está ahí para decirnos que Pericles no había dejado nunca ningún escrito y que ni siquiera se habían transmitido sus pasajes orales. Lo que creemos, también a causa de que la oratoria de Pericles no anduvo jamás en búsqueda de paradojas, de dichos memorables y de frases de medalla que mereciesen recordarse.

Tucídides es un hábil reconstructor de intrigas, pero más allá de la política no ve nada: ni los factores económicos, ni las corrientes ideológicas, ni las transformaciones de las costumbres. En sus páginas no se encuentra una estadística, ni figura el nombre de un filósofo. No asoma nunca ni un dios ni una mujer, ni siquiera Aspasia, que, sin embargo, algo contó en la vida y la carrera de Pericles.

Hay en él una mezcolanza de Tácito y de Guicciardini, pero más del segundo que del primero. Como Guicciardini, desahogó en historia las defraudadas ambiciones políticas, y lo hizo con la misma frialdad desencantada e igual pesimismo sobre la fundamental maldad y estupidez de los hombres. No reconoce progreso. La Humanidad, según él, está destinada a no aprender nada de la Historia y a repetir siempre, a cada generación, los mismos errores, idénticas injusticias y bestialidades. Confesemos que encontraríamos cierto embarazo en contradecirle.

Además de darnos una representación de los hombres y los hechos de su tiempo, Tucídides nos proporciona el documento de la madurez alcanzada por Atenas en cuanto a pensamiento y expresión. Su prosa es un elevado modelo de concisión, de eficacia, de limpio equilibrio. Es una lengua hablada maravillosamente, como lo son todas las que han alcanzado la perfección. Nada de áulico ni de académico. Es un estilo sublime porque no se nota que es un «estilo».

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