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Authors: Indro Montanelli

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Historia de los griegos (19 page)

BOOK: Historia de los griegos
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El primero nació en Elea, en las costas italianas, y se encarnó en Parménides. De él se conoce tan sólo lo poco que escribió Diógenes Laercio, o sea que fue discípulo de Xenófanes, el fundador de la escuela eleática. Era éste un curioso e inquietante personaje que, nacido en Colofón, se pasó su larga vida emigrando, pues adondequiera que fuese no suscitaba más que enemistades con su sarcasmo y su mordacidad. Se las tenía con todos, pero particularmente con su contemporáneo Pitágoras, a quien acusaba de impotencia y de histerismo. No dejaba en paz ni tan siquiera a los muertos. Y de Hesíodo y de Homero decía: «Estos panegiristas del robo, del adulterio y del fraude»; lo cual no es del todo falso. Pero se ve que la maledicencia es un elixir de larga vida, porque Xenófanes llegó a los ciento y pico de años, metiéndose siempre con todos.

Parménides no compartió el odio de su maestro hacia Pitágoras. Lo estudió y aceptó algunas de sus enseñanzas, especialmente en el campo de la astronomía. Pero tenía demasiados intereses en el mundo de los hombres para perderse en el del cosmos. Redactó, por encargo del Gobierno de Elea, un código de leyes. Y sólo se entregó a la filosofía como pasatiempo, escribiendo de ella, como entonces estaba al uso, en un poema que, para cambiar, se llamó
Sobre la naturaleza
y del cual sólo nos quedan dos centenares de versos. Refutó las tesis de Heráclito, según la cual «todo transcurre» y la realidad consiste en este transcurrir o transformarse. Según Parménides, en cambio, «todo está», es decir, que la transformación no es más que una ilusión de nuestros sentidos. Nada «comienza», nada «se torna», nada «acaba». El
ser
es la única realidad. Y es inmóvil, porque para presumir que éste se desplace de donde está adonde no está, habría que admitir la existencia de un espacio vacío que, no
siendo, n
o puede existir, por cuanto el
ser,
por definición, lo llena todo por sí mismo. Lo que se identifica también con el pensamiento, por cuanto no se puede pensar más que lo que es, e, inversamente, no se puede ser más que lo que se piensa.

Todo esto es ya muy difícil para nosotros. Y tal vez habría permanecido del todo incomprensible para los contemporáneos, si Zenón, que fue el alumno más inteligente de Parménides, no lo hubiese vulgarizado en un libro de paradojas, de las cuales han llegado hasta nosotros una decena. He aquí algunas. Una flecha que vuela, en realidad está quieta en el aire, porque a cada instante de su aparente carrera ocupa un punto quieto en el espacio: por tanto, su parábola no es más que un engaño de nuestros sentidos. El corredor más veloz no puede adelantar a la turtuga, porque cada vez que alcanza su posición, ella la ha rebasado ya. De hecho, un cuerpo, para moverse del punto A al punto B, ha de alcanzar la mitad de este trayecto que es el punto C. Para alcanzar el C, tiene que alcanzar antes la mitad de este segundo trayecto que es el ponto D, y así hasta el infinito. Ahora bien, dado que el infinito requiere una serie infinita de movimientos, es imposible recorrerlo en un tiempo definido.

No estamos del todo seguros de que Parménides habría aprobado, de haber podido oírlo, el método de su secuaz para demostrar la validez de sus teorías. Pero hubiese debido convenir en que ello divertía la mar a los atenienses entre los que Zenón; como buen sofista, fue a predicarlo. Sócrates le tenía ojeriza y criticó ásperamente su sofística dialéctica. Pero la imitó. Tal vez el único que no cayó en las propias trampas fue el mismo Zenón, que de viejo se mofó de los que le habían tomado en serio. Aquel escéptico tuvo un fin de estoico cuando, de regreso a Elea, le detuvieron por razones políticas y le torturaron. Murió bien, sin doblegarse ni lamentarse.

Indirectamente, le tocó a un discípulo suyo dar el primer impulso en ayuda del materialismo contra el idealismo de Parménides. Hacia el año 435, había llegado a Elea procedente de Mileto un tal Leucipo, que debía haber oído algo de Pitágoras, o que tal vez había ido a la escuela de alguno de sus discípulos.

No quedó convencido en absoluto de aquel asunto del omnipresente e inmóvil ser identificado con el Pensamiento. Y, trasladándose a Abdera, donde abrió una escuela por su cuenta, desarrolló, en cambio, el concepto del
no ser,
o sea el vacío. Según él, lo creado no es, en efecto, más que una combinación de vacío y de átomos, los cuales, girando arremolinadamente por el espacio, se combinan entre sí dando lugar a las formas o cosas. También lo que nosotros llamamos «alma» no es sino una determinada combinación de átomos. Éstos son los que constituyen la sustancia de todo, hasta el pensamiento. Todo, pues, no es más que materia.

Mas este concepto materialista se desarrolló aún mejor en su amigo y seguidor Demócrito, que en Abdera frecuentó sus cursos. Pertenecía a una gran familia de la burguesía mercantil, y su padre, al morir, le dejó cien talentos, algo así como cuatrocientos millones de liras. Demócrito los empleó en pagarse un gran viaje que tuvo que durar varios años. Y que le llevó a Egipto, a Etiopía, a la India, a Persia. Era un hombre curioso y concienzudo, que quería verlo todo personalmente y que no sufría de ningún
chauvinismo
ni provincianismo. «La patria de un hombre razonable es el mundo —decía—. Y es más importante conquistar una verdad que un trono.» Un pudor aristocrático le impidió propagar sus propias teorías, instituir una escuela e incluso provocar debates, como era de uso en aquellos tiempos. Aun cuando no le quedó ni un céntimo, en vez de aprovechar la cultura que tenía, limitó sus necesidades y en Atenas, donde se habla establecido, vivió apartado, sin frecuentar a los demás filósofos ni los salones donde se reunían, dedicado solamente a escribir. Diógenes Laercio dice que compuso tratados de Medicina, de Astronomía, de Matemáticas, de Música, de Psicoterapia, de Física, de Anatomía, etc. Ciertamente, era un enciclopedista, dotado de un estilo terso y mesurado que a los ojos de Francis Bacon le hizo aparecer como el más grande de los pensadores antiguos, superior incluso a Aristóteles y a Platón. Sólo una vez se decidió a aparecer en público para leer a sus conciudadanos de Abdera, adonde había regresado viejo ya, un ensayo suyo titulado
El mundo grande,
que era un poco el compendio de toda su sapiencia. Y Laercio cuenta que la impresión fue tal, que el Estado decidió restituirle los cien talentos que él había gastado para adquirir sus conocimientos: ejemplo que proponemos sin más a nuestros gobernantes.

Parece ser que Demócrito, practicando los preceptos higiénicos que había predicado, vivió hasta los noventa años, pero hay quien dice que hasta los ciento nueve. Siempre según Laercio, un mal día se dio cuenta de que estaba muriéndose y se lo dijo a su hermana. Mas ésta le respondió que no podía hacerlo, precisamente aquellos días, porque siendo las fiestas de Tesmoforias, ella tenía que ir al templo. Demócrito le dijo que fuese de todos modos con ánimo tranquilo. Bastaba con que cada mañana volviese para traerle un poco de miel. Así lo hizo ella, y él, aplicándose un poco de aquella miel en las narices y respirando su fragancia, logró sobrevivir hasta que las fiestas hubieron terminado. Entonces dijo: «Bueno, ahora puedo irme.» Y se fue, sin sufrimiento alguno, adorado por toda la población, que le acompañó en masa hasta el cementerio.

Demócrito había llegado a sus conclusiones materialistas partiendo de las premisas idealistas de Parménides. También él niega los sentidos como instrumentos del conocimiento, diciendo que éstos nos permiten aferrar tan sólo las «cualidades secundarias» de las cosas; la forma, el color, el sabor, la temperatura, etcétera.

Todo esto nos proporciona una opinión. Pero la verdad se nos escapa. Ésta está constituida por una «necesidad», incomprensible para nosotros, que regala las combinaciones de los átomos, los cuales son la única realidad de lo creado. Son lo que son, eternos: no mueren los viejos, no nacen otros nuevos. Lo que cambia son sus asociaciones, que nosotros solemos atribuir a la
casualidad,
palabra inventada por nuestra ignorancia que no nos permite comprender la
necesidad
que las ha dictado. También en el hombre todo está hecho de átomos, aunque los que constituyen la llamada alma sean de material diferente y más noble que los que constituyen el cuerpo.

De esta teoría gnoseológica, o sea sobre el modo de conocer las cosas, Demócrito derivó también una «ética», o sea una regla moral. Dijo que el hombre tenía que contentarse con la modesta felicidad que podía permitirle esa estrecha dependencia de la materia. Los sentidos no le bastan para procurarse una mayor, como tampoco le sirven para contemplar las cosas. El hombre puede solamente buscar la serenidad en una existencia ordenada y moderada, pues el bien y el mal hay que encontrarlos dentro de nosotros, no esperarlos del exterior.

Ahora bien, en esta lucha, que aún dura, entre los que, como Parménides, en nombre del alma y de la idea negaban la materia y los sentidos, y aquellos que, como Demócrito, reducían a materia hasta la idea y el alma, se interpuso, con el pretexto de conciliarles, el que acaso fue el más turbulento y pintoresco de todos los filósofos de todos los tiempos: Empédocles.

Había nacido en Agrigento, de una familia de criadores de caballos de carreras. Su padre debía de ser una especie de Tesio de aquel tiempo, y tal vez preocupado por el carácter indócil, exuberante y temible del chico, le mandó a escuela con los pitagóricos, que, siguiendo las huellas de su maestro, habían fundado un poco en todas partes colegios célebres por la severidad de la disciplina. Empédocles se zambulló con su innato ímpetu en la filosofía, se entusiasmó con la teoría de la transmigración de las almas y en seguida descubrió en sí mismo la de un pez porque nadaba magníficamente, la de un pájaro porque corría como una saeta y al fin la de un dios. «¡De qué alturas, de qué gloria he sido arrojado sobre esta miserable tierra para mezclarme con esos bípedos vulgares!», exclamaba indignado. Mas, incapaz de guardarse el desdén en el pecho, reveló todas esas inquietudes suyas fuera del colegio, cosa rigurosamente prohibida por la regla de los pitagóricos, que le expulsaron.

Empédocles no volvió a casa. Convencido ya de su origen divino, diose a recorrer el mundo calzado con sandalias doradas, un manto de púrpura sobre los hombros y la cabeza adornada con guirnaldas de laurel, ofreciéndose como médico y adivino. Decía que era su hermano Apolo quien le sugería las recetas y predicciones. Y tal vez lo creía en serio. Había en él, mezclado, algo de Cagliostro, el mago de Nápoles y de Leonardo da Vinci. Dio lecciones de oratoria a Gorgias, que después demostró haberlas aprovechado brillantemente. Se improvisó ingeniero para el desecamiento de los pantanos de Selino. Organizó una revolución en Agrigento, la condujo al triunfo y, declinando la dictadura, instauró la democracia. A ratos perdidos escribía poesías tan perfectas como para suscitar más tarde la admiración de Aristóteles y de Cicerón. Pero sobre todo se consideraba un filósofo a quien incumbía la misión de conciliar Parménides con Demócrito, el alma con los sentidos, la idea con la materia. Y lo intentó inventando la ley que presidía las combinaciones de los átomos y sus descomposiciones: el
odio
y el
amor.

Según Empédocles, es por amor que los elementos se asocian, y por el odio que se disocian. Es un proceso alterno que va adelante Hacia el infinito. Y si los sentidos no nos permiten aferrarlo, nos ponen, sin embargo, en el buen camino para hacerlo. No hay que creer ciegamente en ellos, pero tampoco hay que despreciarlos.

En total, de las cuatro o cinco mil palabras que de Empédocles nos han llegado, creemos poder deducir que él fue acaso más grande como ingeniero, como revolucionario, como poeta y seguramente como aventurero de altos vuelos que como filósofo. Tal vez fue también culpa de su exuberancia, que no le permitía encuadrarse en una escuela y limitarse a ella. Una curiosidad devoradora y sus variables humores le indujeron al eclecticismo y no le dieron tiempo para desenvolver desde la «a» a la «z» una teoría orgánica. Mas, mediocre y desordenado pensador, fue en compensación un personaje fuera de lo corriente y siguió siéndolo hasta de viejo, cuando arrojó lejos de sí las sandalias de oro, el quitón de púrpura y la corona de laurel y, descalzo como un franciscano, se convirtió en un sermoneador que invitaba a los hombres a purificarse, antes de la reencarnación que les aguardaba, renunciando al matrimonio y —también él, como Pitágoras— a las habas. ¡Quién sabe por qué se metían tanto con esa legumbre tan casera los griegos de la Antigüedad!

Sobre su fin hay dos versiones. Según la más digna de crédito, Empédocles, cuando los griegos sitiaron Siracusa, corrió a defenderla, con gran despecho de Agrigento, que odiaba a la ciudad rival y que por castigo le desterró a Megara, donde murió. Pero según Diógenes Laercio, que no podía contentarse con un epílogo tan trivial, Empédocles desapareció misteriosamente durante una fiesta convocada para celebrar el milagro que él había obrado resucitando a una muerta. Más tarde, de él se hallaron solamente los calzoncillos al borde del cráter del Etna, donde evidentemente se había arrojado por no dejar rastro de su cuerpo y confirmar así su origen divino. Desgraciadamente, aquel trivial indumento, devuelto a la superficie por una erupción, le delato: los dioses no usan calzoncillos.

en no

CAPÍTULO XXVII

Sócrates

«Doy gracias a Dios —escribió Platón— por haber nacido griego y no bárbaro, hombre y no mujer, libre y no esclavo. Pero sobre todo le agradezco el haber nacido en el siglo de Sócrates.»

Sócrates es ante todo uno de los rarísimos casos de modestia premiada. Premiada no por los contemporáneos, que, al contrario, le condenaron a muerte, sino por la posteridad, que ha reconocido la inmortalidad de las obras que él no escribió porque fueron sus discípulos los que se tomaron ese trabajo. Los había, en torno suyo, de todas las edades, condiciones e ideas: desde el aristocrático y turbulento Alcibíades hasta el noble y compuesto Platón; desde Critias el reaccionario hasta Antístenes el socialista, y por fin hasta Arístipo el anarquista. Cada uno de ellos vio y describió al maestro a su manera. Y Diógenes Laercio cuenta que, cuando leyó la semblanza que de él había escrito Platón, Sócrates exclamó: «¡Caramba, cuántas mentiras ha contado sobre mí ese jovenzuelo».

Lo creemos, en primer lugar porque nadie —ni el mismo Sócrates, que, sin embargo, fue el hombre que con más encarnizamiento lo intentó— logra verse a sí mismo, o por lo menos verse como los demás le ven; y, luego, porque cada retratista atribuye a su personaje no sólo lo que ha dicho y ha hecho sino también todo lo que hubiese podido decir y hacer, en coherencia consigo mismo. Bueno, no pronunció seguramente la frase:
Vae victis!
entre otras razones porque no sabía latín. Mas aquella frase, en su boca, queda bien y le caracteriza. Las buenas biografías están construidas todas con anécdotas falsas en su mayor parte. Lo importante es que de tales frases se deduzca un carácter verdadero.

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